Jonas está obsesionado con la casa.
Cada vez que nos vemos, en el Nido de Águilas o en su casa, insiste en lo mismo: «¿Cuándo podré ver la casa? ¿Por qué no me queréis enseñar la casa?» Dagge no dice nada, se limita a fingir que Jonas no existe y no sé si es porque fue él quien rompió el pacto o si lo que quiere es hacer sufrir a Jonas y disfruta viéndole intrigado. ¿Hay algo peor que oír una historia de misterio y no saber cómo acaba? Ninguno de nosotros tiene ganas de volver a la casa, pero nunca lo admitiríamos ante Jonas. En el fondo esperamos que al final se canse, pero los días van pasando y nada indica que vaya perdiendo el interés. No es difícil imaginar lo que está pensando: «No se atreven. Tienen miedo». Pero no se arriesga a decirlo en voz alta, al menos mientras Dagge está con nosotros. Empezamos a ponernos nerviosos.
La única vez que se quedó callado fue cuando Larsa le preguntó por la carta. «¿Qué decía?» Jonas contestó que no era nada importante, pero no le creímos. Desde que recibió aquella carta no había dicho ni una palabra más de su novia ni de sus planes de volver a Estados Unidos.
Cuando estamos solos, Pierre dice lo que todos pensamos:
—Algo ha pasado con esa chica.
Mi hermano me espera delante de mi habitación y no me da tiempo a escaparme. Me agarra firmemente y me obliga a mirarlo. Estamos solos en la casa. Mi madre está en el jardín, cuidando sus rosas.
—¡Serás chivato! —me silba en el oído.
No entiendo a qué se refiere. Intento decírselo, pero mi hermano me aprieta con más fuerza. Quizá tenga miedo de que mi madre nos oiga, porque al final afloja un poco, pero no lo suficiente como para darme la más mínima posibilidad de huir.
—Te has chivado a mamá, mamarracho.
—Yo no he dicho nada —gimoteo.
—Ah, ¿no? Entonces, ¿cómo ha encontrado el hachís que tenía?
El cuerpo se me queda completamente paralizado, o más bien helado.
—¡Contesta!
—No lo sé, te lo juro. Ni siquiera sabía que tuvieras algo de eso en casa.
—No te creo. Tienes que haber sido tú. ¿Cómo iba a saber mamá dónde lo había escondido?
—¿Por qué no se lo preguntas a ella?
—Pues porque aún no me ha dicho ni palabra.
Ahora lo entiendo. Mi madre ha encontrado su droga, pero se ha callado. ¿Por qué?
—Lo encontraría cuando estaba limpiando.
—Mamá no acostumbra a limpiar mi colección de discos.
—¿Qué?
Me arrea un buen golpe.
—¿Por qué iba mamá a curiosear entre mis discos de Pink Floyd?
—Quizás ya sospechaba…
—¿Qué le has contado?
Error. Gran error. Cierro los ojos e intento pensar, pero mi cerebro es un gran agujero negro por donde se me escapan todas las ideas.
—Así que tú sabías que ella sabía…
—Sospechaba que fumabas. La madre de Pepino os ha visto en el Parque del Elefante.
—¿Te lo ha dicho a ti?
—Sí.
—¡Mentiroso! Si fuera así, ¿por qué no le ha dicho su madre nada a Pepino?
—¿Y cómo voy a saberlo? Yo no he dicho nada, en serio.
Mi hermano no me cree y no le importa lo que diga. Ya ha decidido que soy culpable. Igual que aquella vez que encontró la huella de mi pulgar en su disco favorito.
Aún no ha acabado conmigo, ni mucho menos.
—Ya sé dónde os escondéis tú y tus compañeros —dice de pronto.
Me quedo pasmado mientras él sonríe.
—¿Creías que no lo sabía? —añade—. Todo Rosenhill está al corriente.
Todavía estoy confuso después del encuentro con mi hermano cuando, un rato más tarde, voy a buscar a Dagge. Abre su madre. Dagge está en su habitación, tocando la guitarra. Le cuento todo lo que ha pasado, pero Dagge no se muestra muy interesado, se limita a asentir murmurando algo con impaciencia, como si tuviera cosas más importantes en que pensar. No entiendo nada. ¿Qué puede ser más importante que aquello?
—¿Qué vamos a hacer? —digo.
Aparta la guitarra y se levanta.
—Tenemos que irnos.
—¿Al Nido de Águilas? —digo, aliviado de que Dagge por fin parezca haber entendido la importancia del asunto.
Hemos de llamar enseguida a Larsa y Pierre, y salvar nuestras cosas antes de que mi hermano y sus amigos se presenten.
—La casa.
Me quedo mudo y Dagge me da unos golpecitos en la espalda.
—Tranquilo. No va a pasar nada —añade.
—¿Por qué has cambiado de idea?
—Bah. Jonas no es tan valiente como presume. No se atreverá a entrar. Al menos él solo.
Yo no estoy tan seguro de eso. Y Dagge no consigue convencerme de que él mismo se lo crea.
—No deberías haberlo contado. Habíamos sellado un pacto.
Dagge rehuye mi mirada.
—Ya lo sé.
Jonas nos espera en el cruce y saluda con un gesto tranquilo. No parece nervioso en absoluto. Se apoya con aire de indiferencia sobre su manillar haciendo globos de chicle. Larsa y Pierre sí que parecen nerviosos. Larsa, pálido y sereno, agarra con fuerza las empuñaduras de la bici mientras Pierre carraspea sin parar.
En mi opinión se trata de una idea absurda, y Dagge estaría de acuerdo si se atreviera a admitirlo. Pero ya es demasiado tarde. Ahora no puede dar marcha atrás.
—Entonces, vámonos —dice Dagge.
Son las siete de la tarde cuando nuestro grupo dobla por la carretera de Lugnet. Dagge va en cabeza, y Jonas pedalea pegado a él como su sombra. Pasamos por delante de los prados donde pastan las vacas y no parece que se preocupen en absoluto del mundo que se extiende más allá de la alambrada. ¡Qué suerte tienen!
El canto de los pájaros y el zumbido de los mosquitos, los habituales sonidos del verano que nos han acompañado todo el camino, de pronto se desvanecen. El sol desaparece tras los abetos y empieza a soplar un viento frío.
Ya casi hemos llegado.