7

—¿Quién es ése? —pregunta Jonas señalando con el dedo.

Vamos camino del Nido de Águilas, todo el grupo menos Dagge, claro. Tenemos previsto quedarnos a dormir, así que vamos cargados con golosinas, patatas fritas y refrescos. Cuando dejamos atrás la vieja casa de madera de los Johansson, la última antes de que empiece el bosque, lo vemos. Aminoramos la marcha y soy consciente de que Jonas mira a Buda como si se tratara de un animal exótico, fascinante y peligroso. Los demás evitamos el contacto visual, y en cuanto pasamos por delante del gigante calvo nos olvidamos de él.

—¿Quién diablos era ése? —insiste Jonas.

—Buda —contesta Larsa después de pensarlo un momento, como si no hubiese entendido la pregunta o no estuviera del todo seguro de la respuesta.

—¿Buda? —repite Jonas.

—Lo llamamos así. La verdad es que nadie sabe cuál es su verdadero nombre.

Jonas vuelve la vista atrás para mirar de nuevo a Buda.

—¡Qué tipo tan espantoso!

—Bah, es completamente inofensivo.

—Cuando era pequeño, su padre lo tiró contra una pared —explica Pierre—; después de eso se quedó raro.

—¿Qué pasó?

En Rosenhill todo el mundo sabe la historia de cómo Buda se quedó raro. Asilo decían: «Raro». Cuando Buda tenía once años, su padre llegó un día a casa borracho, como le ocurría siempre que jugaba al póquer con sus amigos. Como Buda nunca sabía de qué humor estaría su padre, optó por lo seguro. En cuanto oyó que buscaba las llaves a tientas subió a su habitación y se escondió en el armario. Allí había preparado un sitio para dormir con un colchón y un cubo para pasar toda la noche. Había reforzado la puerta clavando un tablero por dentro. Pero como muchas otras veces, confiaba en que su padre se cansara intentando abrir el armario.

Aquella noche su padre había bebido muchísimo… La emprendió a golpes con el armario y apenas tardó unos minutos en forzar la puerta con una palanca. El hombre cogió a su hijo en vilo y lo estrelló contra la pared.

Cuando la policía llegó a la casa un par de horas más tarde, Buda estaba en la cama, con la cabeza envuelta en un paño. Por entonces el padre ya estaba más sereno e intentó convencer a la policía de que Buda se había caído de la cama. Naturalmente, no lo creyeron. La madre, que estaba bajo los efectos de una tremenda conmoción, pudo declarar más tarde. Fue ella quien relató los horribles sucesos.

Llevaron a Buda a urgencias, donde lo estuvieron operando toda la noche de los graves daños sufridos en la cabeza. Cuando se despertó un par de días después, el chico había cambiado. Los médicos hablaron de daños cerebrales irreversibles que le habían afectado la personalidad. Explicaron que dejaría de hablar y que se distanciaría del mundo. En resumen: Buda se convirtió en un solitario, una figura habitual en las aceras de Rosenhill. Lo ocurrido tuvo también otras secuelas más inexplicables: por ejemplo, antes de la operación le afeitaron todo el pelo, pero nunca más le volvió a crecer.

—Inofensivo… ¿Seguro? —pregunta Jonas, frenando la bici.

Los demás nos detenemos.

—Vamos a ver si lo es tanto como decís.

Jonas da media vuelta y se para a la altura de la casa de los Johansson. Recoge del suelo una manzana podrida que ha caído de las ramas que sobresalen del jardín. Con la manzana escondida en la mano espera a Buda, que se acerca a paso lento. No le da tiempo de intuir el peligro que se esconde tras la sonrisa de Jonas.

—¿Tienes hambre? —pregunta Jonas y le lanza la manzana. Oímos el impacto cuando la fruta choca contra la frente de Buda y salpica el cuerpo del grandullón. Con una expresión de desconcierto se limpia los restos de la frente y después se huele la mano y se la seca en el pecho. Igual que aquella vez que lo habíamos bombardeado con los globos llenos de agua, esperamos una reacción. ¿Explotará? Pero el efecto que nos tememos no llega a producirse. La cara de Buda recobra su expresión neutra. Vuelve a su trote con la mirada perdida en la lejanía.

Jonas empieza a reír como una gallina. Su risa suena forzada, poco natural.

—Eso sobraba —dice Larsa cuando Jonas vuelve con su bicicleta.

Jonas parece sorprendido.

—¿Qué pasa? Sólo quería comprobar si era inofensivo de verdad.

—Ahora ya lo sabes —dice Pierre, muy serio.

La noche no acaba de enderezarse. Hace tiempo de historias de miedo, la puerta chirría al ser empujada por el viento, pero Pierre no tiene ganas de hablar. No ha contado ninguna historia desde lo de la momia, que todavía no sé cómo acababa, y Jonas parece haber vaciado su almacén de Historias Increíbles de Todos los Sitios del Mundo.

Larsa mata mosquitos. Pierre se atiborra de patatas fritas mientras se rasca. Jonas está tumbado sobre su saco de dormir con los ojos entornados. Quizás esté pensando en Gloria. O a lo mejor se está durmiendo. En el aparato de música suena Magnus Uggla: «Por qué quitarte la vida si después no te enteras de lo que dicen de ti», y no puedo dejar de pensar en el padre de Dagge. Y en Dagge, que no está muerto, pero que ha dejado un vacío que ni las patatas fritas ni los refrescos consiguen llenar.

¡Cuánto lo echo de menos!

Como respuesta a mi deseo no formulado se abre la puerta. Damos un respingo, como gatos pillados en plena travesura. Larsa se estira para echar mano del palo de madera que está al lado de la puerta.

—¿Ha empezado la fiesta?

Soltamos una risita nerviosa.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Dagge se deja caer a mi lado pasándome el brazo por encima de los hombros. Tiene los ojos vidriosos y por el olor diría que ha bebido.

—¿Qué hay, chicos?

Larsa y Pierre lo saludan con una serie de gestos que les ha enseñado Jonas. Éste se queda quieto en su esquina y observa a Dagge con la mirada alerta.

—¿Qué hacéis?

—¿Has bebido? —pregunta Larsa, con cierto tono de admiración.

—¿Alguien quiere? —ofrece Dagge, agitando una botella de zumo, llena con un líquido oscuro y no muy apetecible.

—¿Qué es? —pregunta Jonas.

—Pruébalo y verás.

El trago le hace arrugar toda la cara.

—¡Uf! —exclama—. ¿Se puede saber qué es esto?

—Bacardí, licor de cacao y jerez.

Pierre y yo rechazamos la oferta.

Dagge eructa.

—Al final te acostumbras. Bueno, ¿y vosotros qué habéis estado haciendo?

Podríamos preguntar lo mismo a Dagge. Hacía una eternidad que no se pasaba por el Nido de Águilas.

—Nada especial —contesta Pierre.

Dagge enciende un cigarrillo y le echa el humo en la cara a Jonas, que se lo toma con calma y lo disipa con la mano discretamente.

—Venga, Pierre —dice Dagge, dándole con el codo—. Cuenta una de fantasmas.

—No sé ninguna nueva.

—Bueno, pues de las antiguas. Jonas no las ha escuchado nunca, ¿no?

Jonas asiente en silencio.

—¿Cuál? —pregunta Pierre.

—La que sea —insiste Dagge.

—Cuenta la de la momia —sugiere Larsa.

Dagge suspira.

—Ya, pero al menos que sea buena, no de esas de chalados que se envuelven en papel higiénico. —Se frota la frente, pensativo—. Vale, ¡ya sé cuál!

—¿Ah, sí? —dice Pierre.

—La que tú ya sabes.

—Ésa no, ¿vale?

Dagge sonríe.

—Sí, ha de ser ésa.

—¿Y el pacto? —murmuro yo.

—¡Qué más da el pacto! Sólo es una historia. Venga, Pierre. ¡Cuéntala!

Empiezo a entender lo que está tramando.

No eran los tonos lo que Dagge estaba buscando cuando se quedaba en casa intentando tocar el estribillo de Black Sabbath, sino la respuesta a la pregunta que lo fastidiaba como una piedra en el zapato desde que perdió contra Jonas: «¿Cómo se la voy a devolver? ¿Cómo voy a vencer a este intruso?»

—¡Pierre! ¡Que no tenemos toda la noche!

—Juramos que…

Dagge le pone la mano a Pierre sobre el hombro, en un gesto amigable. Pero el brillo de sus ojos es cualquier cosa menos amigable, es duro y malicioso.

—¿No has oído lo que he dicho? Ya no hay pactos que valgan.

—Vale, la voy a contar.

Dagge se vuelve hacia Jonas y parpadea.

—Te lo juro, ésta es buena de verdad.

Apagamos todas las linternas menos la del techo, que ilumina a Pierre como si se tratara de un foco. El viento azota la puerta, el único ruido que se oye. A pesar de que ya hemos oído la historia antes, estamos igual de ansiosos que la primera vez que Pierre la contó. Incluso los mosquitos nos dejan en paz.

—Ésta es una historia real. Me la contó Uffe, de sexto, que se la oyó a su tío.