6

Un recuerdo de verano:

Había estado lloviendo todo el verano y el suelo todavía estaba mojado después del último chubasco. Dagge y yo íbamos atravesando el bosque. Ya habíamos recorrido un buen trecho, en realidad demasiado largo para que dos niños de nueve años fueran solos, pero estábamos demasiado ocupados con nuestros juegos como para preocuparnos de adónde nos llevaban los caminos. En la mano sosteníamos un palo cada uno con el que íbamos apartando la vegetación, a veces nos parábamos y empezábamos a jugar a los espadachines o atacábamos a unos enemigos imaginarios. Nuestras voces resonaban en el bosque.

Nos cansamos pronto y yo levanté la mirada, saliendo de nuestro mundo de fantasía. En un claro del bosque crecían los helechos más grandes que habíamos visto nunca, que nos llegaban hasta los hombros. Detrás de unos alisos marchitos bajaba un arroyo.

Nos detuvimos a la orilla y metimos los palos en la corriente. No era especialmente profunda, y el fondo estaba blando y fangoso. El agua se enturbió cuando sacamos los palos. Nos sentamos en la hierba y Dagge encontró unos chicles que llevaba en el bolsillo. Y mientras íbamos mascando, nos dejamos hipnotizar por la corriente del arroyo. Empecé a sentir sueño. El sol había ascendido en el cielo y caldeaba el ambiente.

—¡Mira eso! —exclamó Dagge de pronto.

En el suelo, entre la hierba, había un pájaro grande y negro que parecía una corneja.

El cuerpo estaba muy rígido y los ojos le brillaban como bolas de cristal. Curiosos, tocamos el pájaro y nos agachamos para observarlo más detenidamente. ¿Cómo había muerto? Como dos médicos forenses intentamos determinar la causa de la muerte, pero a pesar de que le dimos la vuelta una y otra vez, no encontramos ninguna herida visible. ¿Se habría envenenado? A lo mejor le había pasado como al gato de Dagge, que murió después de haber comido raticida que el vecino había puesto en su jardín. ¿O tal vez habría contraído alguna enfermedad? Nos rascamos la cabeza. La muerte es un misterio y en ese momento nos sentimos completamente fascinados. Pero ¿qué debíamos hacer con el pájaro muerto?

A Dagge se le ocurrió una idea. ¡Podíamos organizar un entierro! Hacía unos días que habíamos visto un programa en la tele donde explicaban cómo enterraban los vikingos a sus muertos. Se ponía al muerto en un barco, se prendía fuego a la nave y se empujaba aguas adentro. Mientras el barco se hundía lentamente, el humo negro iba subiendo, y así todos lo veían.

Tuvimos suerte. Escondido bajo un árbol encontramos el barco que necesitábamos, una zapatilla de gimnasia vieja en la que colocamos el pájaro. Cuando le prendimos fuego con las cerillas que Dagge se había llevado de casa, fue un momento solemne. Las llamas cobraron fuerza y Dagge le dio un empujoncito a la nave para que se deslizase sobre el agua. Nosotros fuimos andando por la orilla. La corriente se hizo más rápida y empezamos a correr para seguir a su altura. Estábamos tan absortos en lo del barco vikingo que nos olvidamos del tiempo y de las advertencias de nuestros padres de que no nos adentráramos demasiado en el bosque. El arroyo trazaba una curva cerrada, por donde desapareció nuestro improvisado zapato-barco. La vegetación era muy densa y tuvimos que romper unas cuantas ramas para llegar hasta el agua. Pero el barco había desaparecido. Dagge supuso que se había hundido. Sin embargo, estábamos satisfechos. El pájaro no podría haber tenido un entierro mejor que aquél. Incluso comentamos que nos gustaría que nos enterrasen de la misma manera. No en una zapatilla de gimnasia, claro. Dagge dijo que el fueraborda de mi padre sería suficiente, y nos echamos a reír.

Seguimos el arroyo hasta el claro del bosque. No teníamos ni idea de cuánto tiempo llevábamos en el bosque, pero empecé a tener hambre y eso solía ser una señal segura de que era hora de volver a casa. El sol brillaba sobre las copas de los árboles y nos calentaba la cara. En cuanto entramos en el bosque de abetos, el ambiente se hizo más fresco. Y también más oscuro. Busqué la mirada de Dagge.

—¿Sabes el camino?

Se detuvo y miró a su alrededor.

—Por allí —señaló.

Sentí un estremecimiento de angustia. Ya no reconocía el lugar donde estaba y observé a Dagge con el rabillo del ojo. Él no parecía preocupado en absoluto y seguía correteando despreocupado. El bosque se iba cerrando a nuestro alrededor con sus largos dedos llenos de agujas. Los senderos transcurrían sobre raíces y piedras, desaparecían tras grandes troncos de abetos y rocas cubiertas de musgo, ascendían por las largas cuestas y proseguían por las pronunciadas pendientes. Sentía las piernas dormidas y cada vez me costaba más seguir el ritmo de Dagge. Agotado y sudoroso me quedé sentado sobre una raíz que sobresalía del suelo.

—¡Espera!

Dagge se volvió y se sentó a mi lado. Parecía pensativo.

—Creo que nos hemos equivocado.

—¿Nos hemos perdido?

—Si uno se pierde debe volver al lugar donde empezó. Eso sí que lo sé.

Volvimos por el mismo camino, pero Dagge se detuvo enseguida mordiéndose el labio inferior.

—¡Qué raro!

Miré a mi alrededor. Todo parecía igual. Imposible diferenciar un abeto de otro o una roca de otra. Imposible saber qué camino llevaba a casa y cuál nos internaría más en el bosque. Noté un nudo en la garganta y las lágrimas acudieron a mis ojos. Quería volver a casa. Ya no me apetecía estar en el bosque.

Noté el brazo de Dagge sobre mis hombros.

—Todo se arreglará. Anímate.

Empecé a sollozar.

—¿Y si no encontramos el camino a casa?

—¡Venga ya! —Dagge se reía como si nunca hubiera oído hablar de la gente que se ha perdido en el bosque—. Pronto estaremos de vuelta; sólo tenemos que encontrar de nuevo el claro del bosque.

Es posible que Dagge me dijera eso sólo para consolarme, pero la cuestión es que me sentí un poco mejor.

Nos pusimos en marcha. Dagge redujo el ritmo y anduvo callado a mi lado, con la mirada fija en el sendero que tenía delante.

Empecé a pensar en el pájaro que habíamos encontrado. ¿Se habría perdido cuando volaba? ¿Lo habrían abandonado los suyos? También me intrigaba su cuerpo ileso. ¿Se habría muerto de cansancio? ¿Fue dando tumbos hasta que se le acabaron las fuerzas? Me habría gustado preguntar a Dagge si los pájaros podían perderse, pero no quería molestarlo. Si teníamos que encontrar el camino de vuelta, debía dejar que Dagge se concentrase. El sudor brillaba en su frente y lo obligaba a parpadear todo el rato. El ruido de nuestros pasos era el único sonido que se oía en el bosque.

El sol ya estaba bajo. Nos protegimos los ojos con una mano para que no nos deslumbrase. Dagge aumentó el ritmo de la marcha como si notara la inminencia de la noche. Cuando oscureciera nos sería imposible encontrar el camino a casa. Tenía tanta hambre que me dolía el estómago. Me sentía mal. Dagge volvió la cabeza varias veces para comprobar que le seguía el paso.

De pronto me torcí un tobillo. Me caí y me quedé tumbado al lado de un matojo de brezo.

Dagge levantó los brazos en un gesto de impaciencia.

—¡Venga, vamos!

—No puedo. No puedo moverme. No sé lo que me pasa.

—¿No ves que ya anochece? Tenemos que darnos prisa.

Me limité a observar la mano que me tendía.

Dagge frunció el ceño, incapaz de captar la situación. Se agachó y me tocó el hombro.

—¿Qué te pasa?

—No lo sé, no lo sé —dije, sollozando.

—Encontraremos el camino. Te lo prometo.

—El pájaro…

—¿Qué?

—El pájaro muerto… ¿de qué crees tú que murió?

—¿A qué viene ahora esto? ¡Levántate! Tenemos que llegar a casa antes de que oscurezca del todo.

—Quiero saberlo.

Dagge dejó escapar un suspiro.

—¿Y qué más da? Está muerto ¡Arriba!

—Quiero decir… los pájaros no se pueden perder volando, ¿verdad?

—Claro que no, porque vuelan por encima de las copas de los árboles.

—Pero entonces, ¿cómo encuentran sus nidos? Todos los árboles parecen iguales.

—Creo que tienen una especie de radar. Ya sabes, como los aviones ¡Venga, vamos!

No me moví.

—Quizá se murió de alguna enfermedad.

—Es posible. —Se levantó y de pronto se quedó muy quieto.

—¿Has oído eso?

—¿El qué? —respondí, mirándolo.

—Los graznidos.

Presté atención.

—Son cornejas —dijo Dagge.

Era cierto: se oían unos graznidos.

—Creo que quieren ayudarnos —prosiguió él.

—¿Las cornejas? —me extrañé.

—Claro que sí. Hemos enterrado a su amigo. Si no lo hubiéramos hecho se lo hubiera comido cualquier animal. Quieren darnos las gracias.

Sonreí. Dagge estaba diciendo tonterías, pero quise creerlo.

—¿Nos guiarán hasta casa?

—Eso es precisamente lo que estoy diciendo. Pero tenemos que darnos prisa antes de que se haga de noche.

Volvió a tenderme la mano. Esta vez se la cogí y Dagge me levantó.

—¡Ahora, en marcha!

Corrimos a través del bosque, en silencio y prestando atención a los graznidos que parecían venir de los árboles. La sensación de pesadez en las piernas se había desvanecido, y corría ligero como el viento, saltando sobre las piedras y las raíces de los árboles. Ya no tenía miedo.

De pronto nos encontramos en el claro del bosque.

La cara de Dagge se iluminó con una sonrisa.

—¿Lo ves?

Cuando por fin llegamos a casa ya caía la noche. Nuestros padres se habían puesto en contacto y estaban preparados para salir al bosque. Mi madre lloraba y me abrazó muy fuerte y durante mucho rato.

La noche que Dagge perdió la partida contra Jonas no conseguí dormirme y permanecí despierto en mi habitación con la lamparilla de noche encendida, pensando en aquel verano. Todavía me avergüenzo un poco de haber empezado a llorar en el bosque y le estoy agradecido a Dagge por no haberlo propagado por todo Rosenhill. Seguramente él había pasado tanto miedo como yo, aunque no lo había demostrado.

Por más que intente convencerme de que fueron las cornejas las que nos salvaron, cuando estoy a solas tumbado en mi cama, sé que fue Dagge.

Eso jamás lo olvidaré.