Pasa otra semana. Jonas continúa sin dar señales de vida. Vamos a buscarlo, pero su madre siempre nos dice lo mismo. Jonas está ocupado. ¿Con qué? Eso no puede decírnoslo, se lo ha prometido a Jonas. Pero si queremos nos podemos dar un baño en la piscina. De no ser por Pierre nos hubiéramos rendido hace tiempo, pero él quiere saber lo que está haciendo Jonas. O al menos eso dice. Claro que nosotros sabemos bien lo que le pasa. Si lo chinchamos se pone rojo de ira. ¿Cómo es posible que le guste una mujer mayor? No creo que esté tan loco. Aunque la madre de Jonas no tiene el mismo aspecto que nuestras madres, más bien se parece a las chicas de las revistas.
Agosto no empieza lo que se dice muy bien. Las nubes parecen haberse detenido por tiempo indefinido sobre Rosenhill y una fina llovizna enfría el aire. Pasamos los días en el Nido de Águilas, jugando a las cartas, leyendo y hablando de tonterías. Ya nadie nombra a Jonas. Hemos dejado de contar con él.
Como por casualidad, el mismo día que las nubes siguen su camino, con su triste cortejo de lluvia y frío, aparece Jonas.
—¿Se puede saber dónde te habías metido? —pregunta Larsa.
Con una enigmática sonrisa se sienta entre Pierre y Larsa, saludando con un gesto a Dagge, que no se molesta en contestar al saludo. Los demás estamos que reventamos de curiosidad. Como quien pasa de todo, Jonas se pone un Marlboro entre los labios y lo enciende con experta elegancia con un mechero de oro, aunque es la primera vez que lo vemos fumar.
«¿Es eso lo que ha estado haciendo todo este tiempo? —me pregunto—. ¿Practicar a tragarse el humo?»
Jonas mira fijamente a Dagge.
—He oído que eres muy hábil jugando al billar.
Dagge permanece en silencio y sigue jugando con su navaja.
—¿Te apetece una partida? Solos tú y yo.
La navaja se queda quieta en las manos de Dagge. Por primera vez mira a Jonas.
—¿Y tú qué tal juegas?
Jonas da una larga calada a su cigarrillo.
—Me defiendo.
—No me sirve.
Dagge se sube la cremallera del saco de dormir y fuerza un bostezo.
—Te enseñó tu padre, ¿verdad?
A Dagge se le nubla la vista. Se imagina que ha sido Larsa quien se ha ido de la lengua. Larsa, por su parte, fulmina a Jonas con la mirada, porque le había prometido que no hablaría del padre de Dagge. No es difícil suponer que Jonas sabía muy bien lo que tenía que decir. Y el efecto que iba a causar.
—No juego con principiantes —dice Dagge bajito.
—Bueno, en casa tengo una mesa de billar.
Ahora sabemos en qué ha estado tan ocupado Jonas. Ha estado entrenando a escondidas.
—Pero, en fin, si no te atreves…
Dagge es muy rápido: a nosotros ni nos da tiempo de parpadear y ya ha agarrado a Jonas por la camiseta.
—¿Estás insinuando que soy un cobarde?
Jonas se suelta y da un empujón a Dagge. Pierre, Larsa y yo nos miramos. ¿Intervenimos? ¿Nos escondemos?
Jonas está junto a la puerta. Se prepara adelantando los hombros y cerrando los puños.
Dagge se levanta despacio y le hace un gesto a Jonas con la cabeza.
—Vale, ahora tendrás lo que estás buscando.
Nos citamos delante de la casa de Dagge, en la calle Blåeld. Quiere coger su propio taco. Mientras esperamos, oigo que Larsa le dice a Jonas:
—Juega muy bien, te aviso.
—Yo también.
—Espero que hayas entrenado de verdad.
La mesa de billar de la casa de Jonas también está en el sótano, pero ahí se acaba cualquier otra semejanza. El sótano de Dagge es tan pequeño que no se le puede dar a la bola sin que el otro extremo del taco toque la pared. En casa de Jonas hay sitio de sobra. La mesa de billar brilla como si hubiera sido pulida por diligentes sirvientes. Y no huele a cerveza. El padre de Dagge tenía la costumbre de poner su lata de cerveza en el canto de la mesa y más de una vez le daba sin querer, especialmente cuando había bebido más de la cuenta.
—¿A qué jugamos? —dice Dagge.
—A billar nueve.
—¿Qué nos jugamos, el honor o el dinero?
—El honor.
Mejor para Dagge. La paga del mes apenas le llegaría para la apuesta. Aunque ninguno de nosotros cree que Dagge vaya a perder. Claro que no ha jugado con nadie más que con su padre, pero, por otra parte, él era el mejor.
—¿El primero que gane tres partidas?
Dagge asiente sin decir nada.
Enseguida se hace evidente que Jonas ha estado entrenando en serio. Muy tranquilo, va metiendo las bolas con seguridad. Pero no es suficiente. Cuando pierde un golpe difícil le toca jugar a Dagge que, con una perfecta serie de tiradas, consigue ganar la primera partida. De momento, a Jonas no se le notan los nervios. Tiene el pulso firme e incluso se permite una pequeña sonrisa cuando mete su tercera bola seguida. El único sonido que se oye en la sala son los monótonos chasquidos de las bolas al entrechocar. De pronto hay una posibilidad de que la partida dé la vuelta a favor de Jonas, y no la desaprovecha. Con un golpe perfecto mete la novena y el resultado es una a una.
La partida ha estado todo el tiempo muy igualada. Es nuestra absurda fe en la superioridad de Dagge lo que nos impide empezar a apostar por Jonas. Jugando es, por lo menos, igual de bueno que Dagge, pero eso no lo veremos hasta que se haya acabado la partida.
Dagge coge el taco y se inclina hacia delante para meter la novena en el agujero. No es un golpe especialmente difícil, por lo menos no para Dagge, porque lo he visto jugar muchas veces y sé que podría meter esa bola con los ojos cerrados. Pero hay algo que falla. Con un callado suspiro Dagge suelta el taco y se seca las palmas de las manos en la camiseta. Pone tiza en el taco y cambia de posición. Apunta. El sudor le brilla en la frente. Esperamos a que tire con impaciencia. Lo dicho: no es una tirada especial, podría haberlo hecho con los ojos cerrados. Al otro lado de la mesa, Jonas parece aburrido y da vueltas al taco entre los dedos.
De pronto Dagge levanta la mirada de la mesa buscando la mía, y yo le sonrío inseguro. Hay algo en esa mirada que me inquieta. Parece que esté temblando. ¿Y si pierde? Pero a pesar de todos mis malos presentimientos no dudo de que Dagge vaya a ganar. La partida no está decidida, ni mucho menos. Seguro que Dagge consigue tomar ventaja. Al final golpea la bola, pero falla. «Ahhh», suspiran los espectadores. Le toca a Jonas, que aferra el taco con firmeza y da un golpe increíble.
Cuando le toca a Dagge, no lo reconocemos, porque comete errores de principiante. En cambio, Jonas no se permite ni uno. Le da a las bolas con absoluta precisión. Y una cosa está clara: cuanto más tembloroso está Dagge, más seguro parece Jonas. Ahora es él quien consigue que el juego parezca cosa de críos, mientras que Dagge parece patoso e inexperto con el taco como cuando tenía tres años y apenas llegaba a la mesa.
De pronto se acaba todo. Jonas levanta el puño en señal de victoria, después rodea la mesa y le tiende la mano a Dagge.
—Gracias por una buena partida.
Parece que el cielo entero se le haya caído encima a Dagge. Observa la mano que le tiende Jonas con una mirada torva.
—¡Al infierno con todo!
Deja el taco encima de la mesa, da media vuelta y abandona la sala sin pronunciar palabra.
—Ya veo que no sabe perder.
Nos limitamos a encogernos de hombros, porque la respuesta es evidente. Jonas empieza a recoger las bolas. Miro el reloj: son las cinco y media. Han estado tres horas jugando. Tengo hambre.
—¿Dónde está Pierre? —pregunta Larsa.
—Yo lo buscaría en el dormitorio de Sylvia.
Miro fijamente a Jonas, que se ríe.
—¿No sabes entender una broma?
Salimos a la terraza. En la hamaca, ataviada con un albornoz, encontramos a la madre de Jonas tumbada con un vaso en la mano.
—Sylvia, ¿has visto a Pierre? —pregunta Jonas.
Me pregunto por qué llama a su madre por el nombre de pila.
La madre da un corto sorbo a la bebida.
—Se fue a casa hace un rato. ¿Quién ha ganado?
—Servidor.
—Igualito que tu padre. Siempre tenéis que ganar.
—Ha sido una partida muy reñida.
—Ya, claro —replica, haciendo un gesto con la mano—. ¿Por qué no ofreces algo a tus amigos? Hay salchichas en la nevera.
—Tengo que irme a casa —digo.
—Yo también —dice Larsa.
Cuando ya estamos saliendo, Jonas me dice:
—Pregúntale a Dagge si quiere la revancha.
—Claro —contesto.
Creo que es sincero, al menos nada me hace sospechar lo contrario.
—¿Crees que Pierre…? —empieza a decir Larsa cuando vamos bajando la cuesta con las bicis.
—No, hombre. Seguro que sólo era una broma.
—Qué sentido del humor más raro.
De camino a casa paso por la de Dagge, pero no me detengo. Sé que él tampoco querría hablar conmigo y mucho menos escucharme.
Decido esperar hasta mañana.
Al día siguiente encuentro a Dagge recostado en su cama, tocando la guitarra acústica. Suena a algo parecido a los acordes de Black Sabbath, Iron Man quizá, pero es difícil reconocer el tema porque las cuerdas vibran contra el mástil. Son las doce, pero Dagge aún no se ha vestido. Tiene los pelos de punta como en la caricatura de alguien que ha metido los dedos en un enchufe.
Me saluda con un ademán sin apartar la vista del mástil de la guitarra. Parece ser que ya no está enfurruñado, aunque nada indica que haya asimilado la derrota.
Las palabras de consuelo no sirven para Dagge, así que voy directo al grano.
—Jonas me preguntó si querrías la revancha.
—Qué bueno es.
—¿Qué pasa? Seguro que le ganas.
—Nunca me sale este acorde. ¿Cómo sigue después…? No es este tono, ¿verdad?
No tengo ni idea. Cuando iba a segundo intenté aprender flauta, pero lo dejé después de la tercera clase. Aquello liquidó para siempre mi interés por la carrera de estrella del rock. Por otra parte, quizás aumentó mis posibilidades de ser crítico musical. A veces uno ha de conformarse con el segundo puesto.
—¿Qué pasó?
—¿Es que no estabas allí? Perdí.
—Ya sabes a qué me refiero.
—La verdad es que no lo sé —responde con un suspiro.
—Estabais a la par hasta que…
—Me puse nervioso. Mantener la serenidad es la regla número uno del jugador de billar.
—La suerte del principiante.
—Tú estabas allí. ¿Te pareció cuestión de suerte?
No contesto, porque sé que Dagge tiene razón. Jonas era mucho mejor de lo que habíamos imaginado, y además supo conservar la calma.
—De todas formas, deberías jugar una partida de revancha.
—Me ha ganado. ¿Lo entiendes? Me ha dado una paliza.
—Venga ya, le puedes ganar.
Intento animarlo, aunque hasta a mí me suena a falso. No porque yo crea que Dagge no tiene ninguna posibilidad, sino porque soy consciente de lo mal que le ha sentado la derrota y lo poco que confía en sí mismo.
Dagge empieza de nuevo con el acorde.
—¿Cuál es ese dichoso tono?
Suena fatal, así que me levanto.
—Veo que te rindes.
—Vete de aquí —murmura Dagge—. Dejadme todos en paz.
Larsa y Pierre me están esperando en el cruce.
—¿Viene? —pregunta Larsa.
Niego con la cabeza.
Al poco rato aparece Jonas silbando alegremente por la calle Blåeld. Nos saluda con la mano tan campante, y de pronto me asalta una sensación desagradable. «¿Quién te crees que eres? ¿El más grande, el mejor y el más guapo?»
—¿Qué? ¿Habrá otra partida?
Sacudo la cabeza en señal de negativa.
—Qué lástima —comenta.
—La verdad es que sí —murmuro.
En el Nido de Águilas Jonas nos enseña una cosa. Se trata de una fotografía cubierta de marcas de dedos que va pasando de mano en mano. Es una chica negra, con el pelo trenzado y los dientes muy blancos, que brillan en una boca grande y sonriente.
—¿Es tu novia? —pregunta Pierre.
—Gloria. Fuimos a la misma clase en bachillerato. ¿Verdad que es bonita?
Asentimos. Nunca había oído decir a nadie que su novia o la de otro fuera «bonita». Las flores son bonitas. El paisaje. Los cuadros. Pero las chicas son guapas, majas o están buenas.
—Si hubiese estado en mi mano, me habría quedado a vivir en Dallas —dice mientras guarda de nuevo la fotografía en la cartera—. Pero a mi padre le han dado un puesto importante en la central de Estocolmo, así que nos quedaremos aquí.
—¿Os volveréis a ver? —pregunta Larsa.
—No sé. Nos escribimos. A veces nos llamamos.
—¿Y no puede venir a verte?
—No le he hablado de ella a mi padre.
—Imagina que empieza a salir con otro —dice Pierre.
—¿Por qué iba a hacer una cosa así? —replica Jonas, frunciendo el ceño.
—Porque a lo mejor se cansa de esperar.
Jonas parece más que confundido, como si la idea nunca se le hubiera ocurrido.
—Claro que me esperará. En cuanto sea mayor de edad iré a buscarla.
Pierre no dice nada, pero la mirada de reojo que nos lanza a Larsa y a mí es suficientemente clara. «Claro. Como que te va a estar esperando cinco años». Y parece como si Pierre hubiera plantado una semilla de duda en Jonas porque aquella arruga de preocupación en la frente no desaparece.
Pierre cambia el disco. Pone The Ruts. Staring at the Rude Boys. Larsa corea el estribillo a pleno pulmón.
—¿Hacemos algo? —dice Jonas al cabo de un rato.
—¿El qué? —pregunta Larsa.
—No sé. ¿Estás seguro que Dagge no quiere la revancha?
Asiento con la cabeza.
—No parece que sea de los que se rinden con facilidad.
La lluvia cae con fuerza, golpeando el techo. Pienso en lo que dijo Dagge un día: que para Jonas, Rosenhill sólo era una parada en su gira mundial, que él no es como nosotros. Claro. Dagge tiene razón. Jonas nunca será uno de los nuestros. Aquí se aburre: lo sabemos nosotros tanto como él. Pero Dagge no sabe que Jonas está aquí a la fuerza y que sólo nos tiene a nosotros. Gloria es sólo una fotografía llena de huellas de dedos que guarda en la cartera, un recuerdo al que aferrarse cuando el verano deje paso al otoño.
Todo esto se lo cuento a Dagge un poco más tarde, pero no sé si me escucha. Está recostado en la cama con la mirada perdida, tocando la guitarra, prisionero de aquel acorde de Black Sabbath que todavía no ha conseguido sacar.
Dagge sabe que nunca podrá ganar a Jonas.