2

Jonas cumplió su promesa. Al día siguiente lo encontramos en el cruce.

—Qué, ¿vamos a casa a darnos un baño?

Encantado de la vida.

—Íbamos a ir al Nido de Águilas —me susurra Dagge al oído.

—Podemos ir después. Nunca me he bañado en una piscina cubierta —le digo.

—Yo paso.

—¿Adónde vas a ir? —pregunto.

Dagge no contesta y desaparece por la calle Blåeld.

—¿Qué le pasa? —pregunta Larsa.

Nos quedamos en casa de Jonas todo el día. Nos bañamos y tomamos el sol en la terraza. Su madre, Sylvia, nos invita a refrescos y bollos, nos coge de la mano y nos pregunta cómo nos llamamos. Parece bastante joven para ser madre. Cuando nos deja solos oigo que Pierre le dice a Larsa al oído: «Está buena, ¿eh?» Por suerte Jonas está demasiado lejos para oírlo.

Esto sí que es vida.

Sólo con pasar un día en casa de Jonas ya nos aficionamos al lujo. De repente parece inconcebible que se pueda vivir de otra manera, sin piscina cubierta, sin una habitación grande como un salón de palacio, sin serpientes pitón y sin viajes a África.

—¿De verdad has estado en el Kijilamaro? —pregunta Larsa.

—Es Kilimanjaro, burro —lo chincha Pierre.

Jonas bebe un poco de su refresco.

—Sí, el invierno pasado.

—¿Has estado en muchos países?

—Bastantes.

—¿Cuáles?

Jonas se para a pensar.

—Donde estuve más tiempo fue en Estados Unidos, en Dallas. Cinco años. Antes habíamos vivido medio año en San José, en Costa Rica. Después en Hong Kong un año. Singapur. Arabia Saudí. Después volvimos alejas… Bueno, no sé si se me olvida alguno.

Se hace un largo silencio.

—¿Y en África? —insiste Larsa.

—Bah, sólo fui de vacaciones.

—¿Has estado en las islas Canarias?

Jonas asiente con la cabeza.

—Estuve allí hace tres años. Una pasada.

Encuentro a Dagge en el sótano. Está muy concentrado calculando una tacada y no se da cuenta de que he llegado. O a lo mejor es que no quiere enterarse. Me siento en el sofá y hojeo un tebeo. Con una tirada certera, Dagge mete una bola en el agujero. Pone tiza en el taco y rodea la mesa.

—Tendrías que haber venido —digo.

Dagge le da un toque a la bola y esta vez falla.

—No soporto el cloro. Luego me pican los ojos.

—Jonas ha vivido por todo el mundo. Hong Kong, Singapur…

—No le habréis contado nada del Nido de Águilas…

—Claro que no.

—Bueno.

Mi madre quiere hablar conmigo. Dice que es importante y nos sentamos en la sala de estar. Se nota que es algo grave, porque tiene los ojos hinchados como si hubiera llorado. No sé qué puede haber ocurrido. ¿Piensan separarse mis padres? ¿Se habrá puesto enferma (la abuela murió de cáncer a la edad que tiene mi madre ahora)? Me da tiempo de idear un buen número de líneas arguméntales antes de que me explique de qué se trata.

Mi hermano. Claro, tendría que haberlo imaginado.

Empieza vacilante, diciendo que no me estaría explicando eso si no fuera porque considera que afecta a toda la familia. En resumen: la madre de un amigo de mi hermano (ése al que llaman el Pepino, supongo) le contó que habían visto a mi hermano y a su grupo fumando hachís en el Parque del Elefante. No quiere descubrir al testigo que lo vio todo, a lo mejor no sabe quién es, pero dice que la noticia le cayó como un jarro de agua fría. Nunca hubiera dicho que mi hermano estuviera metido en asuntos de drogas. Claro que yo podría contarle unas cuantas cosas de mi hermano de las que ella no tiene ni idea (como por ejemplo el robo en el súper), pero al final decido mantener la boca cerrada. Por lo visto mi madre quiere saber si he oído o visto algo que apoye lo que dice ese testigo (no se expresa exactamente así; eso sonaría a lenguaje de policía, aunque la verdad es que estoy un poco nervioso y me siento tan mal como si estuviera en una sala de interrogatorios de la comisaría). «No tengas miedo de hablar, se trata de nuestra familia, y si esto es cierto, tu hermano necesita toda la ayuda y todo el apoyo que le podamos dar», me dice. Cuando lo pienso mejor creo que quizá debería contarlo. Sobre todo si existe alguna posibilidad, por pequeña que sea, de que se lleven a mi hermano y lo encierren durante una temporadita.

Pero finjo que no sé nada. No he oído que mi hermano fume hachís ni tampoco se lo he visto fumar. Mi madre no insiste, pero añade que ella no sabe mucho de drogas, y me pregunta qué aspecto tiene una persona que está colocada, cómo se comporta. En sus tiempos sólo se utilizaba alcohol (es justo la palabra que emplea: utilizar) y el hachís era cosa de los músicos de jazz. Por lo menos eso era lo que había leído.

Le pregunto si ha hablado con mi hermano.

No, no. No quiere acusarlo de nada antes de tener pruebas suficientes. Su respuesta por lo menos revela una cosa: cuenta con que mi hermano va a mentir. ¿Significa esto que sabe que él no es tan inocente como a veces le quiere hacer creer? No lo sé, pero lo sospecho. Mi madre no ha hablado con mi padre y me pide que yo tampoco lo haga. Tan familiar que era el asunto, y al final resulta que soy el único de nuestra familia en quien confía.

Después me cuenta otra cosa.

Ayer por la noche, cuando estaba poniendo orden en el garaje, encontró una bolsa con cervezas. Estaba escondida detrás de la mesa de ping-pong. ¿No sería cosa mía? Le digo que hay una edad mínima para poder comprar cerveza y que ni siquiera un dependiente ciego se creería que yo tengo dieciocho años.

Dejo que ella misma saque la conclusión de mi respuesta. No añado nada más y mi madre no formula más preguntas.

Justo a la hora de la cena aparece mi hermano. Los ojos le brillan como las bolas de un árbol de Navidad y en sus labios aflora una sonrisa bobalicona, como si le pareciera tremendamente divertido comer salchichas escuchando las explicaciones de mi padre sobre los defectos de la nueva reorganización de su empresa.

Desde luego, a mí no me engaña, y la verdad es que no sé si consigue engañar a mis padres. En cualquier caso, nadie dice nada.