9

Alrededor de mí, la oscuridad y el silencio.

Me ha dejado aquí desnuda, atada a un silloncito y con un pañuelo de seda negra en los ojos. Me siento minúscula en el centro de esta enorme estancia, el salón de fiestas, el más grande del palacio.

***

Esta mañana, mientras me dirigía a casa de Leonardo, no alcanzaba a imaginar lo que me esperaba; pensé en mil escenarios distintos, sabedora de que, en cualquier caso, él me iba a sorprender.

Y lo ha conseguido. Como siempre.

Me abrió la puerta con esa expresión de seguridad que no admite escapatoria. No preguntó nada, se limitó a atraerme hacia él y a besarme; luego me cogió de la mano y me guio por las escaleras y los pasillos hasta que entramos en este salón. Se detuvo en el centro y empezó a desnudarme. El corazón me martilleaba en el pecho, creía que íbamos a hacer el amor, lo deseaba con todas mis fuerzas. Quería que me abrazase y que anulase con su cuerpo mi desnudez, que me entorpecía y me irritaba.

—Vuélvete —me dijo, en cambio. Obedecí. Me vendó antes de que pudiese decir nada atándome a la nuca un pañuelo negro que llevaba en un bolsillo de los pantalones—. Hoy no necesitas la vista, Elena. Te enseñaré a ver de otra forma.

Me obligó a sentarme, me ató las muñecas a los brazos del sillón no sé con qué —posiblemente con las borlas de las espléndidas cortinas de brocado de la sala— e hizo lo mismo con los tobillos, que fijó a las patas del asiento.

—¿Qué intenciones tienes? —le pregunté con la voz quebrada.

—Shh…, no es momento para preguntas —me respondió susurrando. Después me tapó con una sábana áspera, de las que se utilizan para esconder los cuadros de los artistas, como si fuese una de sus creaciones, dejando únicamente a la vista la cara y el pecho. Me acarició una mejilla y luego oí que se alejaba.

***

Llevo aquí más de una hora. O al menos eso creo, ya que he oído una vez las campanas de San Barnaba.

Al principio solo me sentía confusa, con la mente fuera de control. Estaba aterrorizada, desorientada, me parecía estar sufriendo una tortura sin sentido. Me maldecía a mí misma por haberme metido en esta situación y por haber aceptado el pacto infernal. Lo único que quería era liberarme y escapar.

Más tarde comprendí.

El olor de esta estancia fue penetrando lentamente en mi nariz, sutil y persistente: madera antigua, polvo y humedad. El terciopelo de la tapicería empezó a hacerme cosquillas en la espalda, a la vez que una brisa ligera entraba por una de las ventanas; un estremecimiento ligero me recorrió todo el cuerpo endureciéndome los pezones. También del silencio fueron emergiendo ruidos: las voces del Gran Canal, el bullicio lejano de los vaporetti, mi respiración, que se había vuelto casi ensordecedora.

Leonardo me ha vendado porque mi vista es voraz. Lo copa todo, no deja espacio a los demás sentidos. Mi mirada se ve sometida a diario a numerosos estímulos: mi trabajo, mis pasiones, la ciudad en la que vivo. Hace veintinueve años que me drogo con la belleza de Venecia, que me nutro de mármoles, estucos, témperas y piedras. Solo leo el mundo con los ojos. Pero ahora están cubiertos de negro, adormecidos, narcotizados. Hasta hace poco esta vía me bastaba para conocer las cosas. Era feliz y me sentía segura. Antes de conocerlo a él.

Un rayo de sol se filtra a través de los postigos y le regala un poco de tibieza a mi mano derecha, que está entumecida. No lo veo, pero intento sentirlo. Trato de observar el mundo sin los ojos. Más allá de los ojos. Donde está la verdadera Elena, la que quiere Leonardo.

Me empiezan a doler los tobillos y las muñecas. La sangre llega a duras penas a las extremidades. Una lágrima sutil resbala por debajo de la venda hasta alcanzar los labios —es cálida y salada— cuando, de repente, oigo un leve crujido. Siento una presencia en la sala.

—¿Eres tú, Leonardo? —Me revuelvo en el sillón.

Oigo sus pasos que se acercan. ¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Desde cuándo me está observando? Ahora se encuentra de pie delante de mí, lo percibo, noto el calor de su cuerpo y el inconfundible aroma a ámbar.

—Leonardo, libérame…, te lo ruego…

No me contesta. Levanta un borde de la sábana y la hace resbalar con una lentitud exasperante. Estoy desnuda, completamente expuesta e impotente. Durante un tiempo que me parece infinito siento que sus ojos exploran mi cuerpo. Es un contacto brusco, punzante, que me produce pequeñas sacudidas bajo la piel. Me hiere y me excita a la vez.

De repente, oigo su voz pegada a mi oído.

—Te estoy mirando, Elena. Por todas partes.

Querría decirle que me gusta que me mire así, que no lo sabía y que lo acabo de descubrir, pero debo tragar un grumo de saliva y no puedo hablar.

Debe de haberse arrodillado delante de mí apoyando las manos en mis muslos. Sus labios cálidos y húmedos se posan en los míos. Descienden poco a poco por el cuello, siento su barba en una mejilla, en el pecho, en el ombligo. Una barba que me roza, me hace cosquillas, me pincha y me atormenta. Su pendiente se arrastra por uno de mis hombros. Después sus labios se vuelven a posar en los míos, su lengua los oprime con arrogancia abriéndose paso entre los dientes e irrumpiendo en mi boca.

Una oleada impúdica me sacude el vientre y a continuación desciende, líquida e insidiosa. Me gustaría sentir el resto de su cuerpo, sujetarle los hombros con las manos, pero solo puedo abrirlas y cerrarlas con impaciencia.

—Relájate, Elena. —Leonardo me sopla en la cara—. Hoy soy el único que puede usar las manos.

Su mirada debe de ser turbia, ardiente, lo sé, aunque no pueda verlo. La sonrisa enigmática y cruel flota en su cara.

Recorre con los dedos los rasgos de mi cara hasta alcanzar la barbilla. Me agarra el pelo y suelta algunos mechones de la venda. Me mete la lengua en la oreja. La sangre me hierve en las venas.

—A pesar de que no me puedes ver —su voz es aterciopelada, retumba a mi alrededor, en mi interior—, puedes sentirme, lo sé. —Leonardo se refugia en la cavidad del cuello y me olfatea, bebe mi olor—. Debes fiarte exclusivamente de tus sentidos…, Elena…

Luego algo fresco, vivo, me roza, baja lánguidamente desde el cuello a la garganta, hasta el pecho, y se detiene en los pezones. Sus manos mueven algo inesperado, mojado. Me lo pasa por los muslos, entre las piernas, y después vuelve a subir para apoyarlo en mi boca.

—Lámela —me ordena con una voz diabólica—, suavemente…

Entreabro los labios y hago lo que me dice. Jamás he probado una naranja de esta forma. Tiene el gusto acre del pecado, su sabor se mezcla con el mío.

Ahora Leonardo está robando el zumo de mis labios, siguiendo su rastro hasta llegar bajo el ombligo. Siento que sus manos oponen resistencia a mis piernas que, instintivamente, intentan cerrarse. Me gustaría moverme, liberarme de esta dulce tortura, pero no puedo.

Sus dedos están dentro de mí. Separa con el corazón los labios menores y estos de los mayores con el índice y el anular. Hunde el corazón en mi nido, después me lo mete en la boca y me obliga a chuparlo. Mi sexo humedecido por el deseo.

Me desata un tobillo. Clavo el muslo en su costado y me abro para dejar espacio a lo que está por venir. Pero Leonardo se retira inesperadamente.

Siento que una gota de líquido frío aterriza en una de mis rodillas y resbala desde ella hacia el pie. Luego la misma gota densa en la boca, extendida por los dedos de Leonardo. Sabe a alcohol y a regaliz.

—Sabes que no bebo… —murmuro a duras penas.

—No te morirás… —me susurra con la voz quebrada por el placer.

Me da más, bebo de la botella. Es un sabor fuerte, violento, al que no estoy acostumbrada. Me aparto haciendo una mueca, me cae un poco de líquido en la barbilla y el cuello. Leonardo se echa a reír y me provoca recogiéndolo con los labios.

—Elena —me silba en la oreja—, no eres un ángel puro y sin vicios…, ahora piensa solo en gozar.

Mientras habla desliza de nuevo la mano entre mis piernas. Me sobresalto. Bebe también un sorbo, me acerca a él empujándome la nuca y me lo pone en la boca. El licor letal baja por mi garganta. Está bueno, es dulce y amargo a la vez. Fuera refresca, dentro arde.

—Te gusta, ¿verdad? Lo sé…

Me penetra con la lengua y la mueve alrededor de la mía. Me coge la cabeza y me obliga a bajarla. Una infinidad de puntitos blancos zumba en el negro de mis ojos. Todo da vueltas, me siento aturdida.

—Chúpame. —La orden es dulce, preñada de promesas.

Vacilo entre el antiguo miedo y el deseo de ahora. Lo rozo con la lengua como se roza el peligro. Saboreo su anhelo arrogante. Está duro, la piel tensa. Crece latiendo.

Unos instantes tan solo y después, apoyando una mano en mi frente, aleja mi cara de su sexo impaciente y con un ademán resuelto me desata el otro tobillo.

Sus dedos corren por mis piernas, presionándolas y masajeándolas, como si quisiera reanimarlas. Mis brazos caen de repente en los brazos del sillón, Leonardo ha deshecho todos los nudos. Soy libre. Libre de tocarlo. Libre de hacer lo que deseo. Me llevo una mano a la venda, pero él me detiene.

—No. Esta no te la quito. —Es una orden. Aprieta el nudo para asegurarla bien a la nuca.

—Por favor —le suplico.

—No, Elena…, no te conviene —me susurra estampando sus labios, tibios y húmedos, en mis ojos tapados.

Rodeándome las caderas, me levanta y me coge en brazos. Me empuja contra la pared y hunde las palmas en mis nalgas. Su sexo se desliza en el mío, se abre camino con unos envites expertos, sin prisas.

Siento su respiración en la oreja.

—Aún no te conoces, pero lo irás haciendo sin darte cuenta. —El deseo hace vibrar su voz.

Mi respiración sintoniza con la suya. El placer quema como el fuego en nuestros cuerpos sudados.

Me tumba en el suelo, sobre la tela que me cubría antes, y se echa encima de mí hundiéndose en mi interior. Dejo que me penetre, esta vez más hondo. Gemidos, cada vez más entrecortados. Suspiros. Arañazos. Abrazos. De nuevo jadeos, vértigo. Todo se derrumba, se despedaza bajo el empuje de su cuerpo, de su deseo. Leonardo busca mi placer en las entrañas, lo encuentra. El orgasmo prende de improviso, contraigo los músculos para contenerlo, pero aun así estalla, violento e implacable, lo invade todo, desde la punta de los pies a los huesos del cráneo. Clavo las uñas en la espalda de Leonardo cuando me precipito en él. Oigo mis gemidos. He perdido por completo el control, ya no soy yo, ya no soy la Elena que he conocido hasta ahora. Soy la impotente espectadora de mí misma.

Leonardo sale de mi cuerpo mojándome el pecho y se deja caer a mi lado jadeando.

Mantequilla. Así es como me siento en este momento. Un abandono viscoso y sensual me mantiene pegada al suelo. En cualquier caso, no quiero moverme. Todavía siento leves escalofríos en la espalda.

Una mano dulce me acaricia la cara y me libera los ojos de la seda negra. Parpadeo débilmente en la luz tenue de la tarde. Al principio no veo bien, pero, poco a poco, las pupilas se van acostumbrando de nuevo a la luz y se dilatan. La estancia me parece distinta, tengo la impresión de estar emergiendo de un sueño y de no haber estado nunca aquí. Los ventanales que dan al canal, las lámparas de Murano, el terciopelo de las sillas, las estatuas de los dos moros que flanquean la chimenea… Nada es como antes. El olor a polvo se mezcla con el del sexo.

Mi mirada se cruza con la de Leonardo, que me sonríe como si me hubiese encontrado después de haberme buscado mucho.

—Aquí estás —dice quedamente, tranquilizándome y limpiándome el pecho con el borde de la tela—. Ahora eres aún más hermosa.

No tengo fuerzas para hablar. Le sonrío atusándole el pelo a la vez que él se inclina para llenar mi ombligo con un beso delicado.

—¿Ha sido tan terrible no ver y dejar que te viera por una vez? —me pregunta posando los labios en mi hombro.

—Ha sido maravilloso —digo con un hilo de voz. Tengo miedo de romper el hechizo.

—Toda esa necesidad de control es pura ilusión, Elena. Cuando te abandonas te conviertes en lo que eres en realidad. —Me acaricia la frente y me coloca un mechón detrás de la oreja—. Y lo de hoy solo ha sido una pequeña muestra… —Me sonríe y me da una palmadita en el hombro—. Vuélvete, quiero darte un masaje en la espalda.

Obedezco, aún dolorida. Me sujeta la cintura con las rodillas y sus manos recorren mi piel desnuda. Siento que mis músculos recobran el vigor.

No sé qué hora es, no he vuelto a contar el tañido de las campanas. Lo único que sé es que dentro de poco tendré que marcharme. Sé que mientras camine por las calles excesivamente estrechas y abarrotadas seguiré oliendo el aroma de Leonardo. No me dejará, me perseguirá hasta el portón de casa, mientras subo ligera la escalera empujada por mis pensamientos. Su olor me acompañará durante el resto del día y nada podrá borrarlo.

—¿Dónde estás, Elena? —Me pellizca los hombros como si quisiese arrancarme de la vorágine de pensamientos en la que me he hundido.

—Estoy aquí, pero no tardaré en marcharme.

No tardaré en marcharme, pero me quedo un rato más. Porque estoy bien donde estoy, en este recuadro de luz que inunda el suelo, mi cuerpo desnudo, el suyo y nada más.