Hoy es el gran día. Veré de nuevo a Leonardo y hablaré con él, le explicaré quién soy y qué quiero de él. Hasta ahora nunca he tomado la iniciativa con un hombre, ni siquiera sé cómo se hace, no sé anticiparme como Gaia y expresar mis deseos. Pero esta vez debo intentarlo, esta vez es diferente. Tengo la impresión de que Leonardo me exigirá más valor del acostumbrado.
Salgo de la ducha y me paro delante del espejo. Con una mano quito un poco de vapor. Ahí estoy. Sigo siendo yo. La cara redonda, los ojos oscuros, un poco enrojecidos por el agua, la melena corta y morena que gotea sobre los hombros. No obstante, algo ha cambiado. Desde ayer un nuevo deseo se ha instalado en mi mundo, una especie de inquilino impertinente que molesta a los viejos vecinos.
Trataré de fingir que es una mañana como las demás, me comportaré como suelo hacer. Tengo que convencerme de que estoy yendo a trabajar, eso es todo, pese a que sé de sobra que en realidad me dirijo a su casa.
Trato de pensar en otra cosa y acabo de arreglarme para salir. Me seco el pelo, me pongo unos vaqueros y un suéter fino de lana, me echo la gabardina sobre los hombros y cojo el vaporetto hasta Ca’ Rezzonico. Compro La Repubblica en el quiosco que hay debajo del pórtico, llego al palacio y subo la escalinata. Cada fase de mi rutina es un paso hacia Leonardo.
Pero cuando entro en el palacio él no está.
Lo llamo; nadie responde. Lo espero unos minutos en el vestíbulo con la esperanza de verlo salir del cuarto de baño con la toalla enrollada a la cintura, en vano. Así que me resigno a preguntar a Franco, que se encuentra en el jardín, y este me contesta que no lo ha visto. Es evidente que esta mañana ha salido pronto. Es la primera y única hipótesis que logro formular.
De manera que aquí estoy, en el Campo San Polo, delante del restaurante de Brandolini, sin saber si entrar o no. El corazón me dice que sí, la cabeza que no, luchando contra el único pensamiento que me atormenta desde hace varias horas: quiero volver a verlo.
La puerta está abierta, casi parece que me llama, bastaría cruzarla. Y, de hecho, eso es precisamente lo que hago.
—Mete enseguida esas seis cajas, las quiero aquí en un minuto… ¡Y presta un poco de atención, hostia! ¡Son botellas de Sassicaia, cuestan como el coche con el que tanto soñáis y que nunca llegaréis a tener! Es la última vez que hacemos un pedido a vuestra bodega…
La voz de Leonardo. El tono no es, desde luego, alentador. No consigo averiguar de dónde procede; dada la hora, en el interior del restaurante solo hay unos cuantos camareros. Uno de ellos me ha visto y se está acercando a mí con una expresión cortés de rechazo. «Está cerrado, vuelva más tarde», se dispone a decirme, pero yo me adelanto.
—Buenos días, estoy buscando a Leonardo.
Por mucho que se enmascare en una discreción más que profesional, la mirada que me dirige delata cierta curiosidad. Lo único que quiero es verlo y… hablar con él, me repito a mí misma. Camino del restaurante me he preparado un bonito discurso, que he imprimido luego en la mente.
—Creo que está fuera —responde el camarero señalando el jardín interior.
—Gracias —murmuro, y me precipito hacia la puerta acristalada que da acceso a él.
Leonardo no se percata enseguida de mi presencia. Está solo, salta a la vista que los pobres transportistas han acabado a toda prisa su tarea y se han volatilizado. Está hablando por el móvil con alguien y, a juzgar por el ceño, no debe de ser una conversación muy agradable. Cuelga de golpe, pero por un instante conserva en la cara una expresión grave y meditabunda, los ojos clavados en un punto indefinido del suelo. Es la primera vez que lo veo tan hosco y no entiendo qué puede turbarle tanto. Tampoco me atrevo a preguntárselo, dado que en cuanto me ve su rostro se ilumina con su habitual sonrisa. Me saluda con naturalidad, como si el hecho de que esté allí fuera del todo normal.
—¿Por qué desapareciste? —me pregunta mientras da unos pasos hacia mí—. Si hubiese tenido tu número te habría llamado…
—Hasta ahora no nos lo hemos dado —digo mirándome los pies. Me cuesta un poco resistirme al magnetismo de sus ojos.
—En ese caso, hagámoslo ahora.
Aún tiene el móvil en la mano. De repente tengo la impresión de que he olvidado mi número. Debo hacer un esfuerzo para recordarlo y se lo digo como si tuviese que deletrear una palabra complicada.
Leonardo lo memoriza y me llama. Por suerte he desactivado el timbre con el graznido de pato.
—No has contestado a mi pregunta —prosigue observándome—. ¿Por qué no fuiste a trabajar ayer?
Me acaba de dar un buen motivo para iniciar mi sermón. Me atuso el pelo y carraspeo. Estoy preparada.
—Necesitaba estar sola. Lo que sucedió anteayer me turbó un poco —suelto de golpe. Leonardo no parece ni mínimamente impresionado. Una sonrisita extraña se dibuja en sus labios y sus ojos me miran divertidos y perversos—. Por eso quería hablar contigo… —Pero me interrumpo enseguida. El camarero de antes pasa a mi lado. Leonardo le hace una señal y él asiente con la cabeza. Está trabajando y quizá le estoy haciendo perder tiempo—. Si estás ocupado podemos vernos en otro momento —me adelanto.
Él mira alrededor durante unos instantes.
—Me queda una media hora. Tengo que solucionar varios asuntos. —Mira el móvil y se queda parado unos segundos, como si estuviese considerando una idea—. ¿Te apetece esperarme en la iglesia de los Frari? Podemos vernos allí a eso de las once.
—De acuerdo —contesto, a pesar de que su propuesta me sorprende bastante. Nunca he quedado con nadie delante de una iglesia, y menos en la de los Frari—. ¿Por qué allí? —me aventuro a preguntarle.
—Pues porque es un sitio bonito.
***
Llevo un cuarto de hora sentada en un incómodo banco de madera de la tercera fila, en la suntuosa nave central de la basílica de los Frari. En el aire flota un aroma a incienso que se mezcla con el humo de los cirios votivos. Fuera arreciaba el viento, así que decidí entrar. Espero que nadie me vea: estoy aquí, compuesta y recogida, y de cuando en cuando miro hacia el portón de la entrada. La idea de que Leonardo llegará de un momento a otro me encoge el estómago. Me siento inquieta y excitada. Cuando no me vea fuera comprenderá que he entrado; de todas formas, ahora que tengo su número puedo llamarlo.
Miro en derredor y me siento como si me hubiese colado en una fiesta. Varias personas rezan en los bancos en tanto que algunos visitantes deambulan silenciosos y discretos y la mayor parte de ellos se detiene a contemplar la magnífica tabla de la Asunción de Tiziano. Con la luz del sol es aún más hermosa. Los rayos se filtran por las vidrieras dibujando unos reflejos increíbles en el cuadro y confiriendo una intensidad inaudita a los colores.
—De manera que hacer el amor conmigo te turbó… —oigo que me susurran al oído.
Leonardo ha entrado y se ha sentado a mi lado. Me vuelvo de golpe, con el pulso acelerado. Me escruta a la espera de que prosiga desde el punto en que me interrumpí hace un rato.
—Sí, así es —admito. Inspiro hondo—. Quizá porque no me lo esperaba. Por lo general no me abandono con tanta facilidad, pero tú… —Vacilo. Las palabras no me ayudan, me parecen carentes de sentido, superadas—. ¿Ves? No sé cómo decírtelo…
—¿Sales con alguien? ¿Es eso lo que quieres decirme? —Es directo, seco, me obliga a decir las cosas como son, sin divagaciones ni rodeos.
—No, no es eso. —Cabeceo—. Hasta anteayer creía que tenía una relación con otro hombre…, pero ahora no estoy tan segura.
La imagen de Filippo se materializa ante mí. Al igual que mi bonito discurso, pertenece ya al pasado. Siento una punzada en el corazón.
—Entonces, ¿qué pasa, Elena?
—Pues que me gustó mucho. Quizá demasiado. He intentado convencerme de que fue únicamente una flaqueza, una locura, una de las pocas que he cometido, y que somos muy distintos. Me gustaría creer que se acaba aquí. Pero no dejo de pensar en ti y… quiero que suceda de nuevo.
Ya está, lo he dicho, a pesar de que no es propio de mí, de que no son palabras que se puedan pronunciar en el banco de una iglesia. Me siento arder en llamas.
Leonardo no reacciona, al menos en apariencia, y eso no hace sino aumentar mi vergüenza. Durante un instante interminable sus ojos vagan por la tabla de la Asunción. Espero a que hable en apnea, como un acusado que aguarda la sentencia definitiva.
Sin decir nada, me coge una mano y me lleva justo debajo del cuadro. Hay más personas a nuestro lado. Leonardo se detiene detrás de mí y me susurra al oído:
—¿Sabes por qué te he pedido que nos viéramos aquí, Elena? —Niego con la cabeza, completamente perdida—. Porque esa pintura entró en mí después de que me hablases de ella. He pensado mucho en este cuadro desde esa noche. —Alzo la mirada hacia la tabla—. Creo saber por qué te gusta tanto: querrías ser como la Virgen —prosigue Leonardo mientras me acaricia el pelo con su respiración ligera—. Querrías estar ahí arriba, en tu mundo, lejos de todo lo que pueda dañarte. En el fondo piensas que estás destinada a eso.
Miro el cuerpo de la Virgen, tan distante, serena, invulnerable. Reconozco que tiene razón, a mí realmente me gustaría sentirme así.
Leonardo se cierne sobre mí; percibo su calor y la sensación es extrañamente excitante, aquí, en este lugar sagrado, entre estas personas que apenas notan nuestra presencia. Continúa hablándome al oído como un demonio.
—Ahora mira al apóstol. Esa noche me dijiste que está invocando a la Virgen y que parece darle impulso para subir al Cielo.
—De hecho, es así. —Bien, al menos las nociones de historia del arte no me han abandonado con el resto de las certezas.
—¿Y si te equivocases? —Me aprieta con fuerza los hombros—. A mí me gusta pensar que, en cambio, la está llamando, que quiere retenerla en la Tierra, devolverla a su naturaleza carnal…
Nunca lo había pensado. Examino el cuadro desde una perspectiva completamente distinta y me doy cuenta de que, por muy surrealista que parezca, puede ser una interpretación. Pero no logro entender adónde quiere ir a parar Leonardo. Acabo de decirle que deseo volver a hacer el amor con él —no sé de dónde he sacado el valor— y por toda respuesta me propone una nueva exégesis de la Asunción. Estoy muy confundida y temo que las rodillas no me sostendrán mucho tiempo más.
—¿Por qué me dices todo esto? —le pregunto con un hilo de voz. No lo resisto más.
Me aferra por los costados y me vuelve hacia él apoderándose de mi mirada.
—Porque quiero ser el que te devuelva a la Tierra, Elena. —Está tan cerca de mí que nuestras caras se rozan. Miro alrededor esperando que nadie nos vea. Pero a él los demás no le importan y sigue dirigiéndome palabras ardientes—: Yo también te deseo, una, mil veces más. Pero a mi manera. Quiero ver qué se oculta detrás de esa máscara que llevas puesta, tan etérea, tan cerebral… Quiero conocer a la verdadera Elena. Quiero dar un vuelco a tu vida. —Trago saliva. Dar un vuelco a mi vida. Mirándolo ahora se diría que es perfectamente capaz de hacerlo. Siento un estremecimiento en la espalda—. Cuando te vi por primera vez, absorta en tu fresco, tu timidez, tu aire inocente me embrujaron. Fue una llamada irresistible. Y no puedo evitarlo, no descansaré hasta que no te los arranque. —Siento arder un fuego en el pecho, como si me hubiese inyectado un líquido incendiario—. Pero debes permitirme que lo haga. Debes dejar que sea yo el que te guíe… Quiero enseñarte todas las formas de sentir placer… —Su voz ahora es un híbrido, a caballo entre un gemido y un susurro, y me seduce.
Me he quedado muda, creo que no he acabado de entender lo que me está proponiendo. Solo puedo intuirlo, tiene todo el aspecto de ser un acuerdo, un pacto maldito que transformará profundamente mi existencia, y no estoy muy segura de querer aceptarlo. Pero, a la vez, me siento tentada a hacerlo, con todas las fibras de mi cuerpo, me atrae como solo puede hacerlo algo ignoto y peligroso.
Leonardo intuye mi aturdimiento y, cogiéndome de una mano, me arrastra fuera de la iglesia por una puerta lateral, a un recóndito callejón sin salida. Me empuja contra la pared desconchada de la sacristía y me levanta la barbilla.
—¿Has entendido lo que quiero decir, Elena?
—No estoy muy segura… —murmuro.
—Si lo que buscas es el amor romántico no soy la persona adecuada. Si estás pensando en una aventura rutinaria y aburrida, te equivocas conmigo, Elena. Lo que te propongo es un viaje, una experiencia que te cambiará para siempre. —Jadeo, trato de zafarme de él, a pesar de que es lo último que deseo en este mundo—. Me ocuparé de ti, te enseñaré que tu cuerpo no está hecho para las inhibiciones y los tabúes, aprenderás a utilizar tus sentidos, todos, con un solo objetivo: gozar. Pero deberás ponerte en mis manos y estar dispuesta a hacer todo lo que te pida. —Se calla y clava sus ojos en los míos—. Todo. Aunque te parezca absurdo o incorrecto.
Su tono no es autoritario, no. Es seductor, condenadamente irresistible. Si me estuviese proponiendo que bailásemos o que bebiésemos un vaso de vino, creo que lo haría de la misma forma.
—Necesito pensar en ello —le imploro—. Yo… no sé qué contestar… ahora…
—En cambio debes elegir aquí, ahora. —Es implacable—. Porque esta es la primera prueba que debes superar. O lo tomas o lo dejas.
Contengo la respiración, cierro los ojos y me preparo como si tuviera que tirarme por un acantilado. Un salto en el vacío, eso es lo que estoy haciendo; yo, que no sé nadar; yo, que siempre he tomado mis decisiones con la mayor cautela, que jamás he sido una mujer propensa a las aventuras arriesgadas. Estoy haciendo la cosa más insensata de mi vida y quizá, por eso mismo, la más justa.
—De acuerdo —digo con el corazón encogido.
—¿De acuerdo? —repite él.
—Sí, estoy preparada. —Por fin, abro los ojos.
He vuelto a caer en sus brazos y sigo viva, por el momento. Leonardo me sonríe y me besa con avidez metiéndome la lengua en la boca, todavía pastosa por la emoción. Se separa un momento y me mira a los ojos, como si pretendiese asegurarse de que estoy ahí de verdad; después me besa de nuevo, aún más hambriento, mordiéndome los labios. Su mano se insinúa lasciva en el interior de mis vaqueros y entra resuelta donde no debería desencadenando una vorágine de placer.
—Quiero que hoy, mientras trabajas, pienses intensamente en mí y que repitas sola lo que te estoy haciendo hasta que te corras —me susurra sin dejar de acariciarme.
—No, te lo ruego… —protesto—. No creo que sea una buena idea…, me da mucha vergüenza, nunca podré…
Leonardo me interrumpe tapándome la boca con una mano y fulminándome con la mirada.
—Por eso precisamente debes hacerlo. Las decisiones las tomo yo, tú debes fiarte de mí sin discutir. ¿Recuerdas lo que acabas de aceptar?
Mi voluntad queda repentinamente anulada.
—De acuerdo. Lo intentaré.
—Muy bien, Elena. Así me gusta…
Sigue acariciándome entre las piernas, a la vez que me tortura un pezón con la otra mano. Desvío la mirada, anhelante, estoy mojada y excitada. No obstante, creo que el placer no será el mismo cuando lo haga sola. No estoy acostumbrada a tocarme.
Mi deseo se acrecienta, quiero que vaya hasta el final, pero de repente se separa de mí dejándome aturdida e insatisfecha. La sonrisita sádica que se dibuja en sus labios me da a entender que lo ha hecho adrede.
—Tengo que marcharme, nos vemos esta noche, cuando vuelva. —Se apoya con las dos manos en la pared y acerca su cara a la mía—. Acuérdate, Elena: a partir de este momento eres mía. —Me da un beso en la boca y hace ademán de marcharse.
—Leonardo… —Lo detengo aferrándole un brazo—. Dime solo por qué. Por qué haces todo esto.
Ladea la cabeza y una sonrisa cándida y diabólica le frunce los labios.
—Porque me apetece, y porque me gustas muchísimo. —Al ver mi desconcierto suspira, como si estuviese tratando de decirlo con otras palabras—. Escucha, Elena: tanto lo que hago como lo que no responde a un puro hedonismo. No tengo otros estímulos o motivos que no sean ese. No creo en la fuerza de las ideas y aún menos en la moral. He vivido lo suficiente para saber que el dolor te alcanza de todas formas, sin necesidad de que te lo procures. Así pues, dado que no lo puedes evitar y que la felicidad absoluta no existe, queda el placer. Y yo lo busco con una obstinación que aún desconoces.
Me he quedado muda. Ahora percibo en sus rasgos la dureza del que ha luchado, un sufrimiento oculto e imborrable, como el tatuaje que tiene en la espalda. Pero a la vez veo también las ganas de vivir y el valor del que jamás se ha rendido en su mirada orgullosa y en su sonrisa, que parece desafiar al mundo entero.
Eres un misterio, Leonardo, un enigma que ahora no puedo resolver. Pero acepto en cualquier caso. Y a partir de hoy soy tuya.
***
No logro pensar en otra cosa durante todo el día. Me alejo varias veces del fresco y me refugio en el cuarto de baño para tratar de hacer lo que Leonardo me ha ordenado, pero es una tragedia. Me siento sucia. Es más, a decir verdad me siento realmente como si estuviera traicionando a alguien, pese a que no sabría decir a quién.
Procurando no mirarme al espejo, bajo la cremallera del peto hasta que entreveo la de los vaqueros. Es la tercera vez que lo intento. Cierro los ojos y pienso en Leonardo, en sus besos apasionados, en su cuerpo desnudo sobre el mío, y meto la mano tímidamente por las bragas hasta alcanzar el monte de Venus. Mis labios están secos y mudos, rechazan el contacto. No responden a las caricias, parecen rehusar mi mano vacilante. Abro de nuevo los ojos. Suspirando, me siento en el borde de la bañera y dejo caer los brazos sobre las rodillas. Me doy cuenta de que no tengo mucha familiaridad con mi cuerpo, de que estoy llena de frenos e inhibiciones. Quizá porque nunca he intentado realmente darme placer sola, siempre he dejado que lo hicieran los demás, los pocos hombres con los que he estado… Y, si he de ser sincera, después de haber hecho el amor con Leonardo no sé si lo que he experimentado hasta ahora es realmente el máximo a lo que se puede aspirar.
Intento concentrarme de nuevo, pero cuando trato de alargar la mano el timbre del móvil me interrumpe con brutalidad. Echo un vistazo al bolsillo externo del peto y veo aparecer en la pantalla el nombre de Filippo. Es increíble. ¿Por qué me llamas justo ahora, Fil? ¿Me estás vigilando a distancia? Ya es demasiado complicado de por sí… Me siento ridícula.
Basta, renuncio. No soy como Leonardo cree, eso es todo. O quizá no sea capaz de liberar sola mi sensualidad.
***
Me he quitado el mono de trabajo y me dispongo a volver a casa, frustrada. La primera etapa de mi viaje erótico ha fracasado.
Como una cobarde, me gustaría escabullirme antes de que Leonardo vuelva, pero la limpieza de los instrumentos resulta más dificultosa de lo habitual. De manera que regresa antes de que haya podido marcharme y me envuelve en un abrazo. No puedo negar que, en el fondo, lo esperaba…
—Hola, Elena. ¿No tienes nada que contarme? —me pregunta susurrando.
Querría mentirle, decirle que ha ido de maravilla, que todo mi cuerpo arde, pero no puedo. Además, tengo la impresión de que mi cara habla por sí sola.
—Lo he intentado.
—Lo has intentado. —Me escruta, severo.
—Pero… —exhalo un suspiro temerosa de su reacción— no ha ido lo que se dice muy bien.
—Ven, vamos a mi habitación. —No parece enfadado. Tal vez se lo esperaba, y eso me hiere aún más. Titubeante, le doy la mano y lo sigo. No sé qué tiene en mente, pero cuando me aprieta de esa manera me siento segura.
Conozco la habitación. El caos es más o menos idéntico al del día en que entré a hurtadillas con Gaia. La cama está deshecha. Faltan el champán y los porros, pero se respira el mismo aire voluptuoso, además del aroma penetrante a ámbar, que ha impregnado las paredes y las sábanas.
Leonardo me tira de un empujón a la cama. Él se queda de pie delante de mí.
—Desnúdate —me ordena—. Quiero ver lo que sabes hacer.
Me siento en el borde de la cama aferrando las sábanas. Un hilo de sudor frío me resbala por la espalda. El espejo que está frente a mí es una presencia inquietante, y la idea de que la atractiva violinista de cuerpo perfecto haya estado también aquí hace que me sienta mal al instante, aun antes de intentar hacer algo.
—Vamos, Elena —me anima Leonardo sujetándome la cabeza con las manos—. Desnúdate. No estás haciendo nada malo.
Jamás me ha resultado fácil y natural desnudarme delante de un hombre. Me hace sentirme cohibida, siempre me ha producido vergüenza y eso me inducía a apagar la luz ya durante los preliminares. Exponer mi cuerpo a los ojos de otro me provoca una gran ansiedad.
Me levanto poco a poco delante de él. Con las manos temblorosas me quito la camiseta y me quedo en sujetador, pero la mirada de Leonardo me da a entender que debo desprenderme también de él. Lo desabrocho por detrás y él me ayuda a sacármelo por los brazos.
—Me vuelven loco tus pechos, son tan suaves, tan… plenos. —Los acaricia con delicadeza. Luego me besa un punto de la nuca, tan sensible que en cuanto siento su lengua me flaquean las piernas—. Ahora debes seguir sola.
Deslizo una mano por el escote y empiezo a acariciarme un pecho apretándolo con los dedos alrededor del pezón.
—Así, Elena. Ahora dedica también un poco de atención al otro —me ordena besándome de nuevo en el cuello.
Trato de relajarme y le obedezco. Sus gestos y sus palabras parecen querer animarme a tener más confianza en mi cuerpo.
—Así… —El deseo hace brillar sus ojos. Me coge un brazo y me lo acerca a la tripa—. Ahora baja lentamente con la mano. Métela dentro.
Me siento aún más desnuda y vulnerable que cuando estuve debajo de él. En todo esto hay una mayor carga de erotismo y transgresión. La ansiedad me encoge el estómago, pero sé que ya no me puedo detener, no quiero.
Me abro camino con una mano bajo los vaqueros y empiezo a mover los dedos hacia delante y hacia atrás, como si estuviese pellizcando las cuerdas de una guitarra. Estoy segura de que le gusta mirarme. Yo, en cambio, me siento inerme, a merced de sus ojos, que parecen ansiosos por devorarme.
—Sabes cómo proporcionarte placer mejor que nadie —dice para tranquilizarme—. Aprende a conocerte…
Se abalanza sobre mí y me hace cosquillas con la mano a través de los vaqueros. Puedo sentirlo. Apoya las yemas en el exterior de los labios mayores y empuja hacia arriba para aprisionarme por completo con los dedos. Es un masaje profundo que me hace arder de pasión.
Leonardo se quita la camisa y me arranca los pantalones y las bragas. Acto seguido se sienta en el borde de la cama y me atrae hacia él obligándome a apoyar la espalda en su pecho desnudo. Se inclina hacia delante y mi cuello se estremece al entrar en contacto con sus suaves labios. Siento su respiración en los pezones, que reaccionan de inmediato. Mi cuerpo desnudo se refleja en el espejo y me agrede con la brutalidad y la violencia de una bofetada. No logro sostener la mirada, de manera que giro la cabeza hacia un lado. Leonardo me coge la barbilla y me fuerza a enfrentarme de nuevo a mi imagen desdoblada.
—Mira qué hermosa eres, Elena. Debes amar tu cuerpo, debes enorgullecerte de él, porque es una fuente de placer. Y lo será también para mí.
Lo intento, pero es difícil. La visión de mi carne desnuda, de mi sexo expuesto, de mi pose lasciva no me enorgullece; al contrario, me avergüenza. Leonardo me toma una mano y la apoya sobre mi sexo, húmedo y caliente.
—Sigue tocándote —me susurra al oído—. No te pares.
Lo obedezco con los ojos cerrados tratando de vencer el pudor. Poco a poco siento que mis labios se humedecen a la vez que Leonardo me aprisiona los senos con sus manos, que ahora están untadas de aceite. Un aroma delicioso a rosa acaricia mi piel. Sus dedos se mueven ligeros por mi cuerpo, el índice y el corazón se deslizan por la punta de mis pezones erectos. Los pellizcan, a la vez que me aprieta los pechos con las manos, como si estuviese modelando una masa. Leonardo es el único con el que logro sentir este placer indescriptible.
—Con la punta de los dedos. Así es como debes hacerlo ahora, por todo tu cuerpo. —Me coge la muñeca y me la apoya con delicadeza en el monte de Venus. Mi mano explora, movida por el deseo de conocer, pero aún vacila—. Ahora prueba con mis dedos…, si eso te da más placer… —me susurra al tiempo que aparta una mano de mi pecho—. Pero quiero que lo sigas haciendo tú. Un poco más.
Cojo con delicadeza su mano y apoyo sus dedos en el clítoris, subiendo y bajando por él.
Leonardo se suelta de golpe de mis manos y empieza a acariciarme, leve y suavemente, el interior de los muslos, sin ir más allá hasta que no abro completamente las piernas arqueando la pelvis. Entonces desliza los dedos por los labios externos, rozándolos con un pequeño movimiento circular y haciendo una ligera presión. Cierra un labio con el pulgar y el índice apretándolo delicadamente en la base, recorre mi sexo con las yemas, de abajo arriba, trazando la curva de un paréntesis; después repite el movimiento en sentido contrario. Una oleada de placer se propaga por todo mi cuerpo.
Me muevo al sentir sus dedos. Me acaricia el clítoris ejerciendo una presión ligerísima; luego vuelve a bajar hasta que mis labios lo invitan a entrar.
—Ahora abre los ojos, Elena —me murmura al oído—. Quiero que me mires.
Abro los párpados como si fuesen un telón y la imagen de mi cuerpo aprisionado en el suyo aparece ante mis ojos. Nuestras miradas se cruzan en el espejo a la vez que Leonardo introduce dulcemente el dedo corazón en mi interior y dibuja con él un sinfín de pequeños círculos abriendo con delicadeza mi carne. Rendida, me abandono. Es la señal inequívoca —como si fuera necesaria— de que puede ir más allá. Hunde ulteriormente el dedo, entra por completo en mí. Se detiene, juega un poco. Mi deseo aumenta y él lo comprende al vuelo. Espera a que mis músculos se relajen e introduce otro dedo, regalándome una sensación divina de plenitud. En el espejo mi cara está transfigurada de placer, todos mis músculos se tensan en un espasmo, como si una corriente de energía la estuviese atravesando por dentro. Me cuesta reconocerme: es la primera vez que me veo gozando. Leonardo me sonríe en el espejo, parece adivinar mis pensamientos. Cuando empiezo a jadear dobla los dedos formando una ele y presiona la base del clítoris con un movimiento que me dice, sin palabras, «ven». También sus ojos me lo piden. Los dos estamos asistiendo al espectáculo de mi abandono.
—Sí, Leonardo… —gimo. La cabeza me da vueltas, mis sentidos desfallecen completamente perdidos en el tormento erótico—. ¡Más fuerte! —le imploro.
Alargo los brazos hacia atrás y le aferro los hombros mientras él acelera el ritmo de los dedos en mi interior y me da unas ligeras palmadas en el monte de Venus con la otra mano.
—¿Te gusta así?
—Sí, me gusta… —gimoteo. Soy un coágulo de deseo—. Sigue, por favor…, no te pares. —Ahora soy yo la que se lo pide a él.
Leonardo continúa su turbio juego. Es un tormento que me destruye, que me extenúa. Y él es el amo absoluto. Mi cuerpo se revuelve, se estremece desenfrenado. He alcanzado el ápice de la excitación y gimo ya sin inhibiciones. Más, más. De repente lanzo un grito ronco, me derrumbo y arqueo violentamente la espalda contra su pecho mientras un sinfín de minúsculas esquirlas se esparce en mi interior.
Leonardo me estrecha entre sus brazos y me cubre el cuello de pequeños besos.
—Muy bien —murmura pegado a mi boca—. Eso es gozar.
***
Estoy boca arriba en la cama, saciada y agotada. Él me mira complacido. Me tapo con la sábana. Sonríe.
—¿Te molesta tanto que te mire?
—Sí… —asiento con un hilo de voz.
Sé que no tiene sentido, porque hasta hace un momento estaba desnuda entre sus brazos. Con todo, ahora siento la necesidad de proteger mi intimidad, de guarecerla bajo la sábana.
—Entonces, ese es el próximo tabú del que debes liberarte. Porque a mí, en cambio, me encanta mirarte. —Su voz es dulce. Está echado a mi lado, con la camisa abierta y la cabeza apoyada en el pliegue del codo.
Una idea fugaz atraviesa mi mente. Acabo de enfilar un camino desquiciado, aunque también sumamente excitante. Me seduce con el gusto de lo prohibido, pero a la vez me atemoriza un poco. No sé adónde me llevará, lo único que sé por ahora es que quiero recorrerlo hasta el final.
Miro a Leonardo, cuya expresión cambia continuamente. No sé por qué, pero sus facciones nunca llegan a resultarme familiares, tengo la impresión de que las veo siempre bajo una nueva perspectiva. ¿Quién es de verdad este hombre? ¿Qué lo ha traído hasta mí? Creo que jamás sabré dar una respuesta a estas preguntas. Pero una curiosidad incesante me devora. Estoy perdiendo incluso el control de lo que digo. Bien.
—¿Has tenido muchas mujeres en tu vida? —le pregunto sin rodeos. Me ha dicho ya que no es un hombre de novias, y la manera en que conoce y hace vibrar mi cuerpo denota una gran experiencia.
La pregunta no parece sorprenderle.
—He tenido muchas, sí. —Exhala un hondo suspiro y se tumba de espaldas con las manos en la nuca—. Pero los sentimientos no son lo que se dice mi fuerte, ya te lo he dicho. —Parece haberse ensombrecido. Se vuelve hacia mí y me mira con gravedad—. No eres la única, Elena, si es eso lo que quieres saber. No esperes que te sea fiel.
Me gustaría esconderme bajo la sábana. Me siento estúpida e infantil.
Él debe de haberse dado cuenta, porque me mira un poco desorientado.
—Creía que estaba claro…
—Por supuesto, está claro —me apresuro a decir sonriente.
En realidad me siento ofendida, pero hago un esfuerzo para pasarlo por alto. «No esperes de mí un amor romántico»: me lo dijo abiertamente, debo metérmelo en la cabeza.
—En cualquier caso, ahora debo irme —añado al mismo tiempo que me levanto de la cama arrastrando las sábanas.
Me visto deprisa y Leonardo me acompaña a la puerta. De repente me siento sometida de manera intolerable, casi aplastada por la fuerza que emana de él. Se detiene en el umbral y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja.
—¿Estás bien? —me pregunta solícito.
—Sí —contesto, aunque, si he de ser franca, no estoy muy segura.
—¿Nos vemos mañana?
Antes de que pueda decirle que sí, su boca se pega con voracidad a la mía. Me aferra la cara con las manos y me besa con mayor pasión. Luego me aparta y me mira como si me estuviese estudiando.
—Tengo en la mente algo especial para ti —me susurra enigmático—. Vuelve pronto.
—Claro… —respondo aturdida.
No veo la hora de que sea mañana.