7

Esta noche he dormido profundamente, como no me sucedía desde hacía mucho tiempo. Habrá sido la monótona canción tibetana o el cansancio acumulado durante los pasados días, el caso es que caí en un estado rayano en el coma y esta mañana me he despertado como si hubiese estado viajando en el tiempo.

No obstante, en cuanto he abierto los ojos mis pensamientos se han presentado con suma puntualidad a la llamada, justo en el punto en que dejaron de atormentarme anoche: la imagen de Leonardo, seductor y escurridizo, se ha vuelto a apoderar de mí. Haciendo gala de un gran dominio de mí misma, me he impuesto liberarme de él y recuperar un mínimo de lucidez. Ahora, mientras trabajo, recuerdo los hechos con la mente más serena —por decir algo— y me doy cuenta de que, como de costumbre, anoche me dejé sugestionar y llevar por mis fantasías: Leonardo solo me trató con galantería. Que además me haya seducido sin pretenderlo es otra historia. Una historia que debo borrar cuanto antes de mi mente. Cuando pase por aquí lo saludaré como todas las mañanas, como si anoche no hubiésemos paseado juntos y yo no hubiese experimentado ninguna de las emociones que, por desgracia, revivo ahora sin poder evitarlo. También ahora. Tendré que hacer un esfuerzo inmenso —¿soy o no soy una campeona del autocontrol?—, pero Leonardo ni siquiera lo notará, porque él, al contrario que yo, no está pensando en eso, desde luego.

Y ahora, Elena, concéntrate en el trabajo.

Dejo en el suelo el equipo y me detengo en el centro del vestíbulo, a unos dos metros de distancia del fresco. De vez en cuando debo pararme para mirar de lejos los colores, para comprender si voy o no en la dirección adecuada. Escruto el fondo, luego me concentro en la granada, que, vista desde aquí, casi parece tridimensional. Ha salido bien, y eso me enorgullece.

Reculo dos pasos y choco con algo. Antes de que me dé tiempo a volverme, dos manos poderosas me aferran por detrás. ¡Leonardo! Un inconfundible aroma a ámbar penetra en mi nariz al mismo tiempo que mi cuerpo queda pegado al suyo, aprisionado en un dulce abrazo.

Sin decir una palabra hunde la nariz en mi pelo y me olfatea; después se inclina hacia delante y me da un apasionado beso en el cuello. Su barba me hace cosquillas en la cara, un sinfín de cálidos escalofríos me recorren la piel, el inesperado y excitante roce de sus labios me inflama el vientre. Me siento aturdida: ni siquiera he tenido el valor de quererlo y sin embargo él me desea. Aquí está, ha venido a apoderarse de mí.

Me desata el pañuelo de la nuca y lo tira al suelo con violencia. Luego me aferra con fuerza el pelo y susurra mi nombre al oído.

—Elena… —dice con voz intensa. Estoy ardiendo, las fuerzas me fallan y ni siquiera puedo hablar. Siento que mis fantasías más inconfesables están a punto de realizarse. Pero ¿lo deseo de verdad?—. Tenemos un problema… —Sus labios presionan mi oreja.

Lo deseo…

Me acaricia la mejilla, rozándome con los dedos hasta alcanzar la barbilla; luego desliza la mano por la cremallera de mi mono y lo abre hasta el pecho.

Mi respiración y mi corazón se aceleran.

—Un problema serio… —prosigue con voz cada vez más cálida y sensual—. Te deseo.

Me obliga a volverme de golpe, como si fuera una muñeca incapaz de oponer resistencia. Lo secundo silenciosa, pero cuando mi mirada se cruza con la suya la bajo. Me aferra la barbilla con dos dedos y la levanta de nuevo. Luego me aprieta la cara con las manos y hunde la lengua en mi boca. Me está besando. Ahora. Imposible.

Nadie me ha conquistado así. La fuerza, la violencia del beso hacen que la cabeza me dé vueltas. Estoy a punto de perder el control, lo noto.

Sin abandonar mis labios, con un movimiento rápido me baja del todo la cremallera y me libera del mono, que aterriza entre las pinturas al temple, las esponjas y los pinceles. Dispongo de un único segundo para recuperar la conciencia, pero ya es demasiado tarde y acabo también en el suelo sucio de polvo y enlucido, rodeada de mis instrumentos de trabajo. Parece un sueño, pero no puede ser más real: el frío de las baldosas, el calor de mi cuerpo y el suyo, y no hay nada que desee más en este momento.

Antes de que pueda darme cuenta de lo que sucede, Leonardo se sienta a horcajadas sobre mí. Me sujeta las manos con una de las suyas y me inmoviliza las muñecas encima de la cabeza, como si pretendiese impedir cualquier intento de fuga. Al hacerlo golpea varios cuencos, que se vuelcan y derraman un chorro de pintura sobre el suelo. Rojo púrpura en el pavimento, en las manos, en mi brazo pálido. Lo siento fluir por debajo de mi cuerpo, en un costado. Hago ademán de levantarme, no soporto la sensación de suciedad, pero él me lo impide con un empujón.

—¿Qué quieres hacer, Elena? —me susurra—. Me vuelve loco este color. —Y mientras lo dice me acaricia con los dedos manchados de témpera, de la cabeza a la tripa, dejándome unas huellas sangrientas en la cara y en la camiseta blanca.

Estoy en su poder, un miedo y un deseo feroces me martillean el corazón. Mientras me besa veo todo con lucidez: yo, él, el palacio vacío, lo que vamos a hacer.

Vacilante, separo mis labios de los suyos.

—Podría entrar alguien… —murmuro con un hilo de voz.

—Shh. No pienses en nada. —Leonardo me traspasa con la mirada y me hace callar posándome un dedo en los labios. Está convencido de lo que hace. Su seguridad me excita.

Me arranca los vaqueros y la camiseta. Sus ojos me miran con avidez. Ha vuelto a hundir la lengua en mi boca, con descaro. Excitada, empiezo a desnudarlo con una desenvoltura que no logro explicarme, que me asombra porque no es propia de mí: le desabrocho poco a poco la camisa y el cinturón de cuero. Está completamente desnudo, no lleva calzoncillos. Desnudo y excitado, listo para penetrarme.

Se inclina entre mis piernas, que ha abierto ligeramente con las manos. Las besa, insaciable; su lengua sube lentamente por el interior de mis muslos, aferra con los dientes las bragas de encaje negro y las arroja también al suelo.

Menos mal que esta mañana no me puse la ropa interior deportiva que suelo llevar…

Su lengua está cada vez más cerca…, se desliza dentro de mí. Estoy mojada y me abro dulcemente cuando sus manos me tocan.

—Sabes bien, me lo imaginaba. Deja que te coma…

Busca, explora con la lengua. No logro contener los gemidos de placer.

—Muy bien, Elena, así. —El deseo ha intensificado el tono de su voz.

Le levanto la cabeza tirándole con suavidad del pelo, a la vez que él acaba de desnudarse, se libera de los pantalones, que en un abrir y cerrar de ojos caen al lado de mi mono. Abro aún más los muslos, dejando que su pene, duro y liso, presione mis labios túrgidos.

Ya no sé quién soy. Tengo miedo y, al mismo tiempo, deseo que Leonardo no interrumpa lo que está haciendo. Tiene la frente fruncida, los músculos en tensión y una energía arrolladora que debe liberar en mi interior. Me penetra con un único movimiento brusco. Se detiene, baja los ojos y los clava en los míos, que están ofuscados por el deseo, narcotizados.

—Elena… —me susurra mordiéndome una oreja—, te siento. Y tú también lo deseas.

Cierro los ojos y exhalo un suspiro.

—Sí, lo deseo —digo con la voz quebrada por la excitación.

Empieza a moverse poco a poco en mi interior, como si tuviese miedo de romperme, con una lentitud que me destruye. Después empuja con más energía, más hondo, me colma. Aprieto los dientes y gimo. Leonardo acelera el ritmo; jadeo, mi pecho sube y baja convulsamente a la vez que mis piernas lo aprietan contraídas. Mueve la pelvis cada vez más deprisa sin dejar de besarme el cuello. Me está devorando.

—Goza, Elena. —Esta vez parece una orden, innecesaria…

Siento su cuerpo sobre el mío, sigue sujetándome las muñecas con las manos. Me ha hecho prisionera, una prisionera que no tiene la menor intención de escapar.

Apenas puedo respirar, mi sangre corre enloquecida por las venas y afluye entre las piernas. Un placer insidioso e irrefrenable ha cobrado vida en mi vientre y estalla fulminante difundiéndose por todas partes. Todas las moléculas de mi cuerpo se transforman en un prolongado orgasmo. Lanzo espontáneamente un grito, incapaz de controlarlo. Porque el grito soy yo. Pese a que sigo sin poder reconocerme. Estoy turbada, sorprendida de mí misma: no me creía capaz de sentir tanto placer.

Leonardo se corre también emitiendo un gemido casi animal en mi oído; en su rostro se dibuja una leve sonrisa. Así resulta aún más atractivo. Y yo lo hago gozar.

Permanecemos uno dentro del otro durante un tiempo que no puedo cuantificar. Los ojos en los ojos. La boca en la boca. La piel en la piel. Respiramos al unísono. Es un sonido intenso, sanguíneo. Un sonido que libera en mi interior ríos de emoción.

—No te muevas —me ordena en voz baja.

Se separa de mí, se tumba a mi lado y me besa, primero en el pecho, después en la frente y en la boca. Luego me pasa un brazo por debajo de la cabeza. Desnudos, seguimos abrazándonos un rato, sin importarnos la superficie fría, el polvo y las témperas esparcidas por el suelo. Apoyo una mejilla en su pecho. Su respiración hace subir y bajar mi cara.

Dos sensaciones, una de total satisfacción y otra de extravío, combaten por apoderarse de mi corazón y mi mente. Me cuesta recobrar la conciencia. ¿Dónde estoy? ¿Quién soy? ¿De quién soy? La Elena de hace tan solo una hora me parece lejanísima, irreal.

De repente, siento un ligero soplo en el cuello.

—No, te lo ruego —gimoteo—, así me haces temblar, tengo frío. —Me aovillo como un erizo.

Leonardo se ríe y me abraza por detrás, envolviéndome por completo con su cuerpo y protegiéndome con su calor.

—¿Quieres subir a mi habitación?

Sí.

No.

Ni siquiera sé lo que quiero. Estoy demasiado turbada para razonar. Me viene a la mente la última vez que hice el amor: con Filippo. Y me parece que las dos experiencias no tienen nada en común. O puede que sea yo, que he perdido por completo la lucidez y necesito estar sola para metabolizar lo que ha ocurrido.

—Será mejor que vuelva a casa —me apresuro a decir.

Me levanto a duras penas, un poco mareada, pero aun así logro ponerme en pie. Recupero la camiseta untada de pintura y me la pongo sin sujetador; encuentro las bragas atrapadas entre un cuenco vacío y una botella de disolvente y me las pongo también.

Leonardo se levanta después que yo. De pie, desnudo, resulta aún más imponente. Tiene los hombros anchos y las caderas estrechas, las nalgas duras, los músculos de las piernas largos y poderosos. Y unos ojos negros y risueños: las arrugas que se le forman en las comisuras al gesticular dulcifican su mirada viril, que aún emana deseo. Lo admiro, la impetuosidad de su cuerpo me turba. Mientras se pone los pantalones noto que tiene un tatuaje entre los omóplatos. Es un símbolo extraño, una suerte de carácter gótico que no logro descifrar. Tiene forma de ancla, aunque también podrían ser dos letras entrelazadas y atadas con una cuerda. Evoca el mar y el dibujo es antiguo. Además, al igual que todo lo que concierne a Leonardo, resulta trágico y enigmático. Siento la tentación de preguntarle qué significa, pero cuando él se vuelve hacia mí me falta el valor.

Se acerca mientras se pone la camisa, que deja abierta, y me acaricia un brazo.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien?

—Sí —asiento un poco cohibida.

Recuerdo el paseo que dimos después de la inauguración: él, que no me había quitado los ojos de encima durante toda la noche, me acompaña a casa y luego me deja tal cual, con el amargo sabor de la desilusión en la boca.

—¿Por qué no me besaste anoche? —le pregunto.

—Porque era lo que esperabas —contesta agarrándome las caderas y apretando mi cuerpo contra el suyo—. Algunas cosas se disfrutan más cuando te pillan desprevenido.

Tiene razón. Ayer estaba sobrecargada de ansiedad y expectativas, quizá no me habría abandonado del todo. Eso significa que Leonardo intuye a la perfección mis estados de ánimo y que le divierte manipular mis deseos. No tengo muy claro qué siento al respecto, pero es innegable que resulta inquietante.

Necesito alejarme un poco y guarecerme de su mirada, que es sumamente penetrante. Me libero con dulzura del abrazo.

—Ya… Ahora… me voy.

Termino de recoger la ropa y, después de arreglarme como buenamente puedo, me apresuro a salir cargada con un enigma irresoluble de preguntas sin respuestas.

***

He pasado el día casi en trance. He estado deambulando por casa como una autómata, tratando de mantenerme ocupada con cosas prácticas, pero sin poder dejar de pensar en Leonardo. De cuando en cuando las emociones que había experimentado con él hacía tan solo unas horas volvían a adquirir cuerpo, se me arremolinaban en la tripa y me encogían el estómago sin piedad.

Son las nueve de la noche. Acabo de comerme los cuatro granos de arroz basmati que he preparado con gran celo para tratar, sin conseguirlo, de distraerme. Enciendo el iPhone, que he dejado apagado adrede. Quería estar sola para poder ordenar mis pensamientos, sin interferencias externas. La pantalla se ilumina, vibra una vez, otra y otra más, parpadeando. Tres SMS, todos de Filippo.

¿Cómo estás, Bibi? ¿Por qué no me contestas? No hagas que me preocupe… ¿Hablamos por Skype esta noche?

Siento una especie de fuego en la cara y una intensa punzada en el estómago. El puñado de arroz que he comido se convierte de repente en plomo. Hasta ahora he estado en las nubes, y los mensajes de Filippo me devuelven a la realidad. «Perdona, no he podido contestarte porque estaba ocupada acostándome con otro»; si fuese realmente sincera, eso es lo que debería escribirle. Pero es evidente que no lo soy y eso me asombra.

Me siento en el sofá con cierto temor y enciendo el ordenador portátil. Filippo está conectado, me ha enviado ya un mensaje por Skype. Las videollamadas no me gustan mucho, pero es el único medio que tenemos para vernos, y después de lo que ha ocurrido hoy no sé qué efecto me producirá verlo a través de este filtro.

Respiro hondo, pulso la tecla verde y llamo. Él responde enseguida, lo veo aparecer delante de mí, medio cuerpo que no le hace justicia: su cara es distinta, más delgada, y lleva barba de varios días. Parece destrozado.

—¿Dónde te metiste ayer, Bibi? —me pregunta de inmediato un poco preocupado—. ¿Leíste mis mensajes?

Su voz y su rostro, tan familiares, me caldean de inmediato el corazón. Pese a ser virtual, la presencia de Filippo tiene el poder de reconfortarme, me devuelve a la vida concreta, a unas certezas que no pueden engañarme.

—Sí, disculpa, el móvil se quedó sin batería y no tenía el cargador. Además volví tarde a casa.

—¿Siempre pegada a esa pintura?

—Pues sí… —Trago saliva conteniendo en la garganta el apuro que siento. No sé mentir.

—Me prometiste que no te dejarías la piel en ese trabajo —me reprocha—. Pero la verdad es que también me alegro de que te estés esforzando tanto, así podrás acabar antes de lo previsto.

—Esperemos. —Estiro los labios esbozando una sonrisa forzada. A la sensación de seguridad se añade ahora cierta desazón. Y un sentimiento de culpa. Pero dado que, pese a la barrera de la distancia, él me ve, me esfuerzo por liberarme de ellos. En el fondo, no he engañado a nadie ni he hecho nada malo, me digo.

—Y tú ¿te has dejado crecer la barba? ¡Te sienta bien!

La verdad es que el pelo en la cara le favorece, le da la apariencia de ser un hombre más vividor, y también más sexi. Porque Filippo es sexi, no debo olvidarlo.

—No me creerás, pero algunas mañanas ni siquiera tengo tiempo de afeitarme. —Se pasa una mano por la mejilla—. ¡Estoy liadísimo con el trabajo!

—¿Renzo Piano te está apretando las tuercas? —Sonrío al ver las expresiones cómicas que pone.

—No me hables… Lo he entrevisto solo una vez, durante una inspección de las obras, y luego no se ha dignado aparecer de nuevo por aquí.

Se produce un momento de silencio en el que me pregunto qué sentido tiene la conversación. Estoy hablando con Filippo como si nada, como si entre nosotros las cosas siguiesen igual, a pesar de que algo ha cambiado profundamente en mí. Hago otra pregunta al azar, tratando de no pensar en ello:

—Entonces, ¿cómo te encuentras en Roma?

—Bien, Bibi, pero te echo de menos. Por lo demás, aquí da la impresión de que estás siempre en primavera.

—Qué envidia.

—¿Sabes que tienes los ojos brillantes esta noche? —dice de buenas a primeras—. Estás más guapa de lo habitual.

Dios mío, tengo la cara de una persona que acaba de hacer el amor. Trato de dominar el rubor.

—Gracias…

—¿Sabes, Bibi? No dejo de pensar en la noche que pasamos juntos… —Ha bajado la voz—. Me muero de ganas de dormir abrazado a ti.

Me muerdo el labio.

—Bueno, yo también te echo de menos. —Y quizá, si te hubieses quedado aquí, habría hecho el amor contigo y no con Leonardo. Amor…, sexo, mejor dicho. O tal vez no…, ¿quién sabe?

—Supongo que estarás ya pensando en el fin de semana en Roma, ¿verdad?

—Sí… —miento esperando que no lo note—. Pero tengo que organizarme.

—De acuerdo. —Noto cierta desilusión en sus ojos—. Pero no le des tantas vueltas… —me ruega.

Trato como puedo de cambiar de tema.

—¿Qué haces esta noche?

—Tengo que acabar un dibujo —resopla—. Y quizá, ya que estoy inspirado, luego haré otro de ti. De cómo te recuerdo esa noche…

—Eh, que luego se me subirán los humos… —Sonrío, pese a que en este momento soy un manojo de nervios—. Bueno, te dejo trabajar.

—Vale, pero no debemos permitir que pase otra semana sin hablar. Luego te echo de menos y me da por pensar mal…

—Vale.

—Bibi… —me mira a los ojos, como si de verdad estuviese delante de él—, te quiero mucho. —Da un beso a la cámara.

Exhalo un largo suspiro.

—Yo también.

Ya no puedo sostenerle la mirada.

***

La noche está hecha para las preocupaciones, los tormentos, las inquietudes. Pero por la mañana, bajo el agua caliente de la ducha, veo las cosas con mayor claridad. Alumbro siempre mis mejores ideas en esos diez minutos, mientras disfruto del chorro hirviendo que lava todos mis pensamientos. De manera que, a la vez que me enjabono el pelo y el aroma sensual del champú a aceite de almendras invade mis fosas nasales, reduzco todo a la posibilidad más sencilla de todas: hoy no iré a trabajar.

No tengo la menor intención de ver a Leonardo. No sabría qué decirle y, sobre todo, no sé qué esperar de él. Además, dado que nunca nos hemos intercambiado el número de móvil —¡afortunada coincidencia!—, no podrá llamarme, y no tendré la tentación de enviarle un mensaje. De alguna forma, eso me hace sentirme segura. Lo que ocurrió ayer entre nosotros fue maravilloso, impetuoso, no pretendo negarlo, si lo hiciese sería una hipócrita. Pero sucedió todo tan deprisa y de manera tan inesperada que aún no acabo de creérmelo. El contacto con Leonardo me ha precipitado a un abismo de sensaciones nuevas y turbadoras del que aún no he conseguido salir. Además, la llamada de Filippo contribuyó a aumentar mi confusión.

Por eso me quedo por la mañana en casa y finjo que me tomo las cosas como vienen. Limpiaré un poco —siempre es necesario, por lo que ni siquiera es una excusa— y luego iré al supermercado a hacer la compra, puesto que la nevera está de nuevo vacía. Puede que así me distraiga un poco.

De repente suena el telefonillo. Creo que sé quién es. Solo ella pulsa el botón durante diez segundos ininterrumpidos.

Levanto el auricular y me preparo para lo peor.

—¿Gaia?

—Pero ¿cuánto tiempo necesitas para responder? —Me taladra los tímpanos con su voz chillona—. ¿Puedo subir o tienes un hombre desnudo en la cama? No es que eso sea un problema en mi caso…

—Sube. La puerta está abierta.

¿Y ahora qué hago? ¿Le cuento todo o no?

Mientras me devano los sesos veo que Gaia se acerca a mí con su inconfundible caminar felino.

—¿Cómo es que aún estás en casa? He pasado a buscarte por el palacio…

—Hoy no voy a trabajar.

—¿Estás mal? —me pregunta escudriñándome la cara.

Prefiero que piense eso, consciente de que contarle la verdad puede ser fatigoso. Y ahora no tengo suficiente energía. Me digo que más que una mentira es una omisión, y con eso acallo mi conciencia. Al menos un poco.

—Será que me está a punto de venir la regla… Me duele un poco la cabeza —contesto, y para resultar más creíble me tiro en el sofá y me tapo las piernas con la manta de patchwork de margaritas y corazones. Me la regaló mi madre las pasadas Navidades, después de haber dedicado dos meses y medio de aguja e hilo (más algunas dioptrías) a hacerla. Se ha convertido en la manta de los días melancólicos y soñolientos.

—Esta mañana me he despertado ya con migraña. —Pongo expresión de sufrimiento y Gaia se agacha a los pies del sofá.

—Pobre amiguita mía… —Me acaricia una mejilla con aire compasivo.

Puede que esté exagerando con la escena, me estoy pasando un poco, así que corrijo el tiro.

—Pero ya estoy mejor.

—¿Has tomado algo?

—No, es inútil. Dentro de nada estaré bien, siempre me ocurre lo mismo.

—Te lo he dicho mil veces: debes desconectar de vez en cuando. —Cabecea con aire severo—. Ese fresco te va a volver loca. —Quizá no sea solo el fresco…—. En cualquier caso, he pasado para comunicarte una noticia increíble. —Gaia adopta de repente un aire malicioso y se sienta a mi lado apartándome las piernas.

—No… —Lo he entendido ya todo—. ¡Jacopo Brandolini!

Asiente con la cabeza, sumamente satisfecha.

—Sucedió la noche de la inauguración —dice pletórica—. A propósito, perdona que desapareciera de esa forma. Pero ya me conoces…

De repente recuerdo que me dejó plantada en medio de la velada y pongo carita de enfadada.

—De hecho, quería decírtelo: eres una capulla.

—Lo sé, lo sé, pero lo hice por una buena causa… —Alza las manos como si pretendiera defenderse—. Quizá también a Leonardo le sentara mal, pero, en cualquier caso, nos conocimos gracias a él…

—¿Qué quieres decir?

—En un determinado momento se acerca a mí y me dice: «El bufet de los postres está preparado, ¿no quieres probarlos?». Le explico que te estoy esperando, pero él insiste, dice que algunos hay que comérselos calientes. —Gaia está conquistando toda mi atención—. Al final decido hacerle caso —prosigue—, voy al bufé y ¿a quién me encuentro? Pues a Jacopo en persona. Casi parecía que me estuviese esperando. Nos pusimos a hablar y perdí la noción del tiempo…

De manera que Leonardo lo urdió todo, ¡arrojó a Gaia a los brazos de Jacopo para quedarse a solas conmigo! El entusiasmo que me produce este descubrimiento me causa un estremecimiento de satisfacción.

—Pero, bueno, ¿qué tal es Brandolini? —le pregunto volviendo a interesarme de inmediato por ella.

—Es simpático, brillante, galante a más no poder. Me parece tan distinto al resto de hombres con los que he salido…, me gusta.

Dios mío, Gaia tiene ya los ojos con forma de corazón.

—Pero ¿lo habéis hecho? —aventuro.

—Bueno… —Baja un segundo la mirada. Cuando la vuelve a levantar una sonrisa triunfal le ilumina la cara—. ¡Sí, claro que lo hemos hecho! ¿Por quién me tomas? —Le doy un pequeño puñetazo en el hombro, riéndome—. Me invitó a su casa. Vive en un palacio maravilloso, detrás de Rialto, con frescos en las paredes y los techos artesonados. Me parecía estar viviendo un cuento, te lo juro, me sentía como Cenicienta en el baile. Aunque también tenía un poco de vergüenza, ya sabes que casi nunca me sucede…

La escucho y disfruto de la manera que tiene de aderezar sus historias. Al menos está consiguiendo distraerme de otros pensamientos.

—¿Entonces?

—Entonces me conquistó, no podía negarme —suspira—. Mejor dicho, rectifico, no quería negarme.

—Pero ¿cómo se comportó?

—Diría que superbién… —Por su cara comprendo que Brandolini debe de ser experimentado—. No fue el polvo sin más. Fue muy dulce, atento, se preocupaba de que estuviese bien… —dice con mirada ensoñadora.

Por un momento recuerdo las caricias de Leonardo y una pequeña sacudida me atraviesa de nuevo el estómago.

—¿Qué dices?, ¿le darás una segunda oportunidad? ¿Os volveréis a ver?

—¡Por supuesto, Ele! Me ha invitado a cenar mañana… —La felicidad parece revolotear alrededor, y yo me alegro mucho por ella.

—Entonces, dado que valía tanto la pena, te perdono haberme dejado plantada —digo en tono solemne.

—De acuerdo, pero ya hemos hablado demasiado de mí… ¿Y tú? ¿Qué hiciste después? ¿No me estarás ocultando algo…?

—Nada, volví a casa.

Pero ¿por qué miento a mi mejor amiga? ¿No debería decírselo? Por un lado me gustaría mucho, pero todavía necesito ordenar las ideas y me da miedo que si hablo con alguien del tema, incluso con Gaia —que es como una hermana para mí—, el caos que siento no haga sino aumentar. Me muerdo los labios como si pretendiese evitar pronunciar el nombre de Leonardo. Para compensarla decido confesarle otra pequeña verdad.

—Escucha, tengo que decirte algo.

Gaia se yergue de golpe. Parece que le hayan salido antenas de repente.

—Soy toda oídos.

—Se trata de Filippo.

Gaia me escruta, ha intuido ya lo que voy a decirle.

—Bueno…, lo hicimos.

—¡Aleluya! —exclama aplaudiendo.

—Espera, no te precipites. Sucedió todo muy deprisa, la noche antes de que se marchase. No nos hemos prometido nada y no sé cómo acabará la historia…

Gaia brinca en el sofá.

—¡Qué más da cómo acabe! Lo importante es que ha empezado. —Luego se calla y me mira perpleja—. Pero ¿no estás contenta?

—Sí, pero quiero ir despacio. En el caso de Fil podría ser algo realmente importante, no quiero echar por la borda nuestra amistad… —Respiro hondo—. De todas formas, mientras él esté en Roma no podemos iniciar una relación, en eso estamos de acuerdo los dos.

—Demasiadas paranoias, Ele, como siempre. Se ve que estáis hechos el uno para el otro, siempre lo he dicho.

Esbozo una sonrisa. Sé que Filippo podría ser la persona adecuada para mí, alguien con quien construir una relación sólida y profunda. Basta con que yo quiera. Hasta es posible que en su día lo quisiera, antes de que Leonardo entrase en mi vida y diese un vuelco a mis planes y mis deseos. Ahora ya no sé lo que quiero. Pero Gaia no puede imaginarse todo eso.

—¿Habláis mientras tanto?

—Sí, ayer lo hicimos en Skype.

—En cualquier caso, Ele, Roma no está al otro lado del océano. Yo, por Belotti, fui hasta Flandes —dice toda convencida. Es cierto, Gaia hizo toda una serie de viajes absurdos por ese ciclista que, si he de ser franca, aún no sé qué lugar ocupa en su vida—. Creo que deberías ir a verlo y darle una sorpresa —sigue provocándome.

—Me lo pensaré.

—De eso nada. No debes darle tantas vueltas. —Me da unos golpecitos en la cabeza—. ¡Apaga esta de vez en cuando! Por eso te duele.

Sonrío. Antes fingí, pero ahora me duele de verdad. Me siento tan confusa que lo único que quiero es irme a dormir y dejar de pensar.

Gaia se levanta del sofá y se pone el bolso en bandolera, señal de que se dispone a salir. Me siento casi aliviada.

—Me voy. Si necesitas algo llámame.

—No te preocupes, estoy bien.

—Sí, claro… Lo dirías incluso si estuvieses agonizando en el suelo.

Te lo ruego, no me hables de suelos: no puedo dejar de pensar en Leonardo, en la pintura roja esparcida por todas partes, en el suelo, en mi cuerpo…

—Adiós, llámame para contarme cómo ha ido la cena con Jacopo.

—Por supuesto, te tendré al corriente. —Dejo que me estruje en uno de sus huracanados abrazos.

Después de que Gaia se haya marchado salgo a caminar en dirección al museo Peggy Guggenheim. Son casi las dos de la tarde y a esta hora no hay mucha gente en la calle. Los turistas abarrotan los restaurantes y los venecianos de Dorsoduro cumplen con la inevitable cita con la siesta. Tengo ganas de que me acaricie el sol tibio de octubre, cuya luz, amarilla y rosácea, hoy es espléndida. Aprieto el paso hasta llegar a Punta della Dogana y, tras dar un rodeo, me detengo en Campiello Barbaro, uno de los lugares de la ciudad que más me gustan. Es una plazoleta poco conocida, al margen de los habituales circuitos. Cuando mi cabeza es un hervidero vengo a veces aquí y, sin saber por qué, siempre me sucede algo mágico.

Me siento en el último escalón del puente de piedra, donde el sol ha depositado todo su calor, y apoyo la espalda en el muro de ladrillo por el que asoman algunas briznas de hierba. Desde aquí todo parece más dulce, los rayos adornan los dos árboles desnudos con un sinfín de minúsculas estrellas brillantes. En el centro de la plaza hay un parterre lleno de rosas; es increíble, florecen siempre, hasta en invierno.

Es inútil tratar de negarlo o, peor aún, de reprimirlo: mi corazón y mis pensamientos forman en este momento una maraña inextricable. No sé qué hacer.

En realidad, más que pensamientos son imágenes de Leonardo, fotogramas que atraviesan mi memoria: sus ojos misteriosos y las pequeñas arrugas que se le forman en las comisuras, sus manos fuertes, su cuerpo desnudo e imponente sobre el mío. Y el tatuaje. De repente, tengo un extraño presentimiento: siento que Leonardo puede hacerme daño, que el precio a pagar por participar en este juego es la condenación.

¿Y Filippo? ¿Qué papel juega en todo esto? Lo que siento por él es también intenso, pero muy diferente: la sintonía que nos une es familiar, nuestra relación es, ante todo, intelectual y afectiva. El sexo que compartimos fue tierno y delicado, como puede serlo entre dos personas que se conocen desde hace tiempo y se aprecian.

Con Leonardo, en cambio, fue una especie de lucha carnal, dictada exclusivamente por el deseo que se había apoderado de nuestros cuerpos, algo que jamás me había sucedido. Quizá por ello no puedo dejar de pensar en él.

Aparto la mirada de las rosas y la poso en el agua del canal que fluye lentamente bajo mis pies. El color es poco estimulante, está turbia, pero con todo me impresiona menos de lo habitual. De repente, incluso la idea de volver a ver a Leonardo ya no me atemoriza.

La verdad es que, a pesar de todo, aún lo deseo. Y, entre un sinfín de dudas, esta es la única certeza.