6

El rojo te favorece más —afirma Gaia empujándome hacia el espejo del salón—. ¡Mírate, estás estupenda!

Me pongo de puntillas y me doy media vuelta, pero al ver mi imagen reflejada arrugo la nariz. No estoy convencida. Esta noche se celebra la tan esperada —al menos por parte de Gaia— inauguración del restaurante de Brandolini; por ese motivo deambulo por casa medio desnuda, buscando desesperadamente un vestido decente que ponerme. Gaia lleva conmigo dos horas, es agotadora. Temerosa de que cambiase de opinión en el último momento, se presentó en el piso, maquillada, peinada y vestida de punta en blanco, arrastrando una maleta con ruedas y dos bolsas enormes llenas a reventar de ropa y complementos. Y ahora pretende imponerme el vestido que ella ha elegido para mí.

—Es demasiado corto, Gaia —protesto señalando los muslos con los dedos—. Tengo la impresión de que no llevo nada encima…, y, además, este rojo es como un puñetazo en el ojo.

Gaia cabecea y alza los ojos al cielo.

—Contigo no hay esperanza. No entiendes una palabra de moda…

—Vamos, deja que me pruebe otra vez el Gucci negro —le digo preparándome para enfrentarme por enésima vez al espejo.

Gaia se mueve felina calzada con unas sandalias de color turquesa que combinan a la perfección con el minivestido que se ha puesto para el evento y va a la otra habitación a coger mi vestido.

—Ten —resopla a la vez que me lo tira—. Haz lo que te parezca. Si lo que quieres es pasar desapercibida…

Mientras está en el cuarto de baño retocándose el maquillaje, me quito el vestido rojo, me alejo del espejo para no ver de cerca mi cuerpo pálido y poco vigoroso y me pongo a toda prisa el negro. Una mirada desde lejos de cuerpo entero, una más cerca de medio cuerpo y una vuelta completa. Eso es, ya está. Me convence más, si bien creo que nada me sentará nunca como un guante.

—Pero ¡es un poco escotado! —protesto en voz alta para que Gaia me oiga, a la vez que me ajusto la parte de arriba al pecho.

—Para nada —replica ella asomándose desde el cuarto de baño—. Te sienta de maravilla. El rojo de Prada era mejor, pero este de Gucci no se queda corto…

Apoyo las manos en la cintura y meto tripa. Tengo que reconocer que mi dieta a base de pizzas y congelados no es la ideal para la línea.

—Me gustaría saber de dónde los has sacado. Estos vestidos valen una fortuna.

—Muy sencillo: los he alquilado en un sitio —me contesta guiñándome un ojo.

Lanzo un último vistazo al espejo asesino tratando de convencerme: el vestido me sienta bien, estoy mona…, vamos, sea como sea estoy presentable.

—¿Y el sujetador? Necesito uno sin tirantes. —Miro a Gaia confiando en que encuentre una solución.

—Pero ¿por quién me tomas? ¿Por una aficionada?

Saca de una de las bolsas un push-up de encaje negro y lo agita ante mis ojos.

Me lo pongo y, como por arte de magia, mi pecho gana una talla. Me miro indecisa: ¿no será un poco vulgar que el encaje quede a la vista?

—Ten. —Gaia me pone en el cuello una bufanda de seda blanca—. Pero no te tapes toda, vamos…, solo un poco. —Sonrío. Si entiende a sus clientas como me entiende a mí es la personal shopper más diabólica del mundo—. Y ahora pasemos a los zapatos. —Sigue rebuscando en una de las bolsas. Me duelen los pies solo de pensarlo—. Paciotti de raso negro, tacón de doce centímetros —sentencia Gaia mientras me muestra un par sandalias que más bien parecen zancos—. Y no admito discusión.

—Sí, vale… —Una risotada histérica sale de mi boca—, voy a necesitar un tacatá para poder andar.

—¡Vamos, Ele, no te morirás por una noche!

Exhalo un largo suspiro.

—De acuerdo, pero me las pondré un segundo antes de salir. Si puedo ahorrarme unos minutos de martirio…

—Haz lo que quieras, pero así no te dará tiempo a acostumbrarte a ellas…, peor para ti. —Entretanto saca de la maleta unos bártulos espantosos, dignos de un artista del maquillaje.

—Y ahora, mi querida amiga, hay que pintarse y peinarse —dice esbozando una sonrisa triunfal.

La miro con desconfianza.

—Bueno, pero no te pases… —le ordeno.

No me suelo maquillar mucho, puede que porque nunca he aprendido de verdad a hacerlo y las pocas veces que lo he intentado he tenido la impresión de que me hacía un flaco favor. Y eso que las reglas son las mismas que las de la restauración: para empezar hay que limpiar bien, luego se prepara el fondo, a continuación se extiende el color y al final se abrillanta. Solo que hacerlo en una pared es una cosa y en la cara otra.

Gaia empieza a aplicarme el corrector de ojos, luego coge el maquillaje de larga duración y le da unos golpecitos con una pequeña esponja de látex. Me fío de ella. Sabe lo suficiente sobre la materia como para realizar un buen trabajo.

Me estudia los ojos cogiéndome la barbilla con los dedos.

—¿Tienes un rizador de pestañas?

—¿Tú qué crees?

—¡Oye, que no te he pedido un consolador!

—La experta eres tú…

—De hecho, tengo las dos cosas —reivindica orgullosa—. ¿Cómo quieres que te peine? —prosigue mientras me pone colorete en los pómulos.

—Con raya al lado, sin más. —No me apetece que me torture con pinzas y horquillas, en parte porque con eso tendría asegurado el dolor de cabeza.

—Mmm…, vale, pero intentaré hacerte alguna que otra onda. Esta noche tienes que parecer una diva.

No tengo escapatoria.

***

Después de dos horas y media de preparativos, por fin estamos arregladas. Gaia ha bajado ya a la plaza para fumarse un cigarrillo. Me pongo una gabardina ligera y cojo un chal de seda, el bolso de mano plateado y las sandalias, que me pongo bajo el brazo. Apago las luces, cierro la puerta con llave y bajo descalza la escalera.

En cuanto me ve salir por el portón, Gaia apaga la colilla con la plataforma de su zapato. Me ato los zancos a los pies y echamos a andar. Que Dios se apiade de mí.

***

Son las nueve y media de la noche y a la entrada del restaurante del Campo San Polo ya hay cola. La fiesta es exclusiva, de manera que los que no han sido invitados no pueden entrar. Gaia lo considera una buena señal, significa que dentro hay solo gente de lo mejor. Yo no sé qué pensar, no soy una mujer de mundo, lo máximo que espero de esta velada es no tropezar y caerme al suelo delante de alguien.

Cuando llegamos a la entrada mostramos las invitaciones al gorila, que luce un traje cruzado negro. Parece un agente de los servicios secretos: lleva el pelo al ras y un auricular en una oreja. Tras mirar distraído nuestras invitaciones, desengancha el cordón rojo que impide pasar a la gente.

—Por favor —dice dejándonos entrar.

—Gracias —contestamos a coro. Gaia me guiña un ojo excitada, está en su salsa.

Tras superar el primer obstáculo recorremos la alfombra roja que se extiende por el patio interior, iluminado por antorchas y lámparas. El flas de un fotógrafo casi me ciega. Espero no haber salido en la imagen, porque justo en ese momento me estaba recomponiendo la melena de diva. Maldigo a Gaia por haberme hecho ondas y, sobre todo, por haberlas llenado de laca. Mis dedos se enganchan en ellas sin remedio.

Dos modelos envueltas en unos impecables vestidos cortos negros puntean nuestros nombres en la lista de invitados y nos desean que pasemos una buena velada.

En el interior el ambiente es cálido y sugerente, la decoración típica de una casa noble veneciana, en la que abundan los arabescos. El restaurante ocupa dos pisos; el de abajo está rodeado de ventanales que dan a un jardín interior. La música de fondo es suave, acogedora y discreta.

Un grupo de camareros da vueltas entre la gente sosteniendo unas bandejas llenas de copas de champán. Cojo una para mojarme un poco los labios y enseguida se la doy a Gaia, que ya ha apurado la suya.

Salimos al jardín, donde nos quedamos literalmente maravilladas: este sitio es un auténtico placer para la vista. Los invitados se mueven entre antorchas y linternas de papel suspendidas en el aire, que confieren un aire mágico a la atmósfera. Observo a las personas que se apiñan alrededor de las mesas y noto una explosión de chifones, sedas, encajes y tafetanes. Solo los incesantes flases de los fotógrafos intentan romper el hechizo. Hay también un pequeño grupo de la televisión: la periodista, con el micrófono en la mano, y los cámaras que la siguen deambulan entre los invitados para recoger comentarios entusiastas sobre la velada. Se acerca también a mí y me explica que el especial se emitirá en un canal conocido, pero aun así me niego a participar. La mera idea me ha hecho ya enrojecer.

Gaia está pletórica de alegría. Saluda a gente que desconozco sin dejar de sonreír amistosamente a diestro y siniestro.

—Perdona, pero ¿los conoces? —le pregunto.

—Un poco —contesta—. A algunos solo de vista, pero siempre es bueno que te vean.

Sacude la cabeza resignada y me mira como si dijese: «Por lo visto tengo que enseñártelo todo».

De hecho, en caso de que quisiese ampliar de verdad mis horizontes sociales, aprendería mucho de ella. Miro alrededor y analizo la situación. En el fondo, ¿qué tengo yo que ver con todas estas personas? Decir que me siento como gallina en corral ajeno es solo un eufemismo. Dos hombres que están cerca de mí me devuelven la mirada joviales. ¿Por qué se ríen? Quizá me haya despeinado, me digo, o tenga restos de pasta dentífrica en los labios… Me escondo detrás de un camarero simulando que no los he visto. De repente recuerdo que llevo encima poca ropa y me ajusto el chal sobre los hombros. Mientras tanto, Gaia ha desaparecido.

Entro de nuevo para buscarla y diviso a Jacopo Brandolini a lo lejos: por fin, una cara familiar. Jamás me he alegrado tanto de verlo. Está conversando con un grupo, pero me ha visto y nos saludamos con un ademán de la mano.

Mientras me acerco a él un estruendo de aplausos se eleva desde el público. Las personas que aún estaban en el jardín se apresuran a entrar y se vuelven hacia una peana que hay en el centro de la sala, donde un hombre elegante, vestido de esmoquin, anuncia el espectáculo: «Señoras y señores, tengo el honor de presentarles a un hombre que ha hecho de la cocina un arte, una fiesta tanto para los ojos como para el paladar: el chef Leonardo Ferrante».

Las luces se atenúan, la expectativa caldea el ambiente. Las notas de un violín flotan en el aire a la vez que unos faroles azules se encienden en la tarima, donde aparece una violinista guapísima ataviada con un vestido rojo. En sus espléndidas manos, sutiles y cubiertas por unos guantes de encaje negro, empuña un violín eléctrico de cristal transparente que se ilumina de azul cada vez que el arco lo toca. Reconozco el vestido y también a la mujer. Quizá sea solo mi imaginación, pero me parece que es la misma que vi salir del palacio hace unos días en compañía de Leonardo. La diva de la lancha. Es ella, estoy segura.

—¿La has visto, Ele? —Gaia aparece como por arte de magia a mi lado—. La tipa que toca es famosa.

—Ah, ¿sí?

—Es Arina Novikov, la violinista rusa. Dio un concierto en el Arena de Verona el sábado pasado.

—Pues es la misma que pasó la noche con Leonardo —le digo saboreando de antemano su sorpresa.

—¿Eh?

—La mujer de la lancha.

—¿De verdad?

—Sí, estoy segura.

—¡Caramba! —Gaia parece divertida: el hecho de tener que competir con esa especie de diosa no le preocupa en absoluto; al contrario, la estimula. Le encantan los desafíos.

La violinista interpreta el inconfundible tema «El Invierno» de Las cuatro estaciones, de Vivaldi, y para mí es un auténtico tormento. Al contrario que Gaia, no logro mirarla sin pensar que es cien veces más guapa y talentosa que yo.

No obstante, los ojos de los presentes se vuelven de pronto al centro de la sala, atraídos por una nueva aparición. Leonardo llega a su sitio mientras estallan los aplausos. Lleva una chaqueta negra de cuello mao adornada con unas franjas y unos botones blancos. Enrollada en la frente, una banda de seda negra sujeta su pelo largo y sedoso, lo que le hace parecer un guerrero oriental. Su presencia resulta realmente magnética.

Un foco amarillo lo ilumina por detrás y dos puntos de fuego se encienden a ambos lados del escenario. La actuación se inicia con el crescendo de Vivaldi. Gaia me indica con un ademán que quiere que nos acerquemos a él para verlo mejor, de manera que, a base de codazos, logramos abrirnos paso y avanzar unos metros. Ahora estamos justo debajo de él.

Leonardo empuña un cuchillo y empieza a cortar en láminas finísimas un trozo de pez espada que sujeta a la superficie de mármol con una mano. La seguridad con que lo aferra me resulta familiar y mi mente se retrotrae enseguida a hace unos días, a la tarde en que me cargó sobre su espalda a la vez que me clavaba los dedos en los muslos. A medida que el ritmo de la música aumenta, Leonardo va esparciendo por las láminas de pescado algo que, a esta distancia, parecen semillas de amapola. Los diminutos granos caen impalpables de sus dedos y se depositan en la carne roja del pescado punteándola de negro. Después desmenuza un pimiento rojo hasta convertirlo en un polvo iridiscente y, con la precisión y la velocidad de una máquina, corta en juliana varios trozos de hinojo, calabacines y apio.

Me deja sin aliento: es un maestro. Me vuelvo un instante hacia Gaia buscando su complicidad y me doy cuenta de que ella también está hechizada, con los ojos clavados en él y la boca entreabierta en una expresión de estupor.

Leonardo coloca los trozos de pez espada en varios cofrecitos de pasta quebrada, que luego decora con la mezcla de verduras y trocitos de monda de naranja. Está sumamente concentrado, se mueve con absoluta seguridad, tiene las mandíbulas tensas y las venas marcadas en las sienes. Plasma y transforma la materia con manos de artista, porque lo suyo es, a todos los efectos, un arte; las creaciones que realiza son pequeñas obras dignas de admiración y de ser paladeadas, no me cabe la menor duda. Leonardo seduce con la comida y es consciente de ello, la usa para cautivar los sentidos y la mente. Por un instante nuestras miradas se cruzan y tengo la impresión de que me dedica una sonrisa imperceptible. Quizá sea solo fruto de mi imaginación, pero un estremecimiento de placer me atraviesa la nuca.

La música está ahora en el crescendo final. Leonardo coloca en una tabla de cortar unos langostinos crudos y unos pedazos sutiles de pez limón. Trabaja la pulpa del pescado como si tuviese un fluido en las manos, hasta formar varios corazoncitos partidos por la mitad. Al final esparce por ellos flores de azahar, pimienta y semillas de sésamo. Coloca todo de manera escenográfica en tres elegantes platos y, coincidiendo con la última nota del violín, sonríe al público. El aplauso es inmediato, intenso y prolongado. Leonardo nos ha conquistado. A todos.

***

Una vez finalizada la actuación la gente se dispersa por el jardín, donde se ha servido la cena en unas mesas de bufé. Sigo a la masa en compañía de Gaia, aventurándome en busca de alguna delicia entre la finger food de las formas y colores más variados. Ante nuestros ojos se despliega el centro de la mesa, cubierto de manjares en miniatura, extravagantes y geniales, destinados a ser cogidos con dos dedos y devorados de un solo bocado. Pienso en el tiempo que habrán tardado en prepararlos y en lo rápidamente que se consumirán. En el fondo, es lo único que los diferencia de una obra de arte: son el fruto de una mente creativa y del sabio trabajo de las manos, pero no están hechos para durar.

—Leonardo ha estado magnífico —comenta Gaia mordiendo un filete de salmón con mejillones por encima.

—Es increíble… Me alegro de que hayas insistido para que viniese —contesto—, jamás me habría imaginado un espectáculo así.

Recorro con la mirada los platos, pero me doy cuenta de que, por muy deliciosos que resulten a la vista, son toda una afrenta a mi credo vegetariano. Cigalas rellenas de salmón marinado, ostras en gelatina de vino espumoso con salsa de jengibre, pan tostado con foie y pechuga de pichón. He de reconocer que son preciosos, magníficos, puede que incluso sabrosos, pero no para mí. Me limito a probar las dos únicas propuestas vegetarianas que encuentro: una oblea de parmesano con achicoria y castañas y apio verde con queso robiola, peras y nueces. De todas formas, no tengo mucha hambre; me suele suceder cuando no me siento a gusto. Además, no sé por qué, la actuación de Leonardo me ha revuelto el estómago.

Gaia me coge de un brazo y me pregunta:

—¿Ese de ahí es Brandolini?

Lo diviso al lado de dos rubias que se deshacen en sonrisitas licenciosas y miradas felinas.

—Sí, es él. Siempre rodeado de mujeres, el conde.

—Caramba…, no está nada mal —comenta. La miro para comprobar si lo dice en serio. Compruebo que sí—. Emana algo especial, se ve que tiene clase. Otro que deberías haberme presentado…, pero si espero a que lo hagas…

Lo observo intentando comprender qué puede ver en él, pero me doy cuenta de que no soy objetiva: Brandolini es mi jefe y, rígida como soy para estas cosas, no consigo considerarlo bajo otro punto de vista. De repente, Leonardo aparece a sus espaldas. Se ha quitado la banda de seda de la frente y en lugar del uniforme de chef lleva una de sus camisas arrugadas de lino blanco. Jacopo le estrecha la mano y le felicita con una amistosa palmada en la espalda.

—¿Nos ha visto? —pregunta Gaia al tiempo que se coloca delante de mí, de espaldas a él.

Lo miro disimuladamente mientras habla con el conde y su harén.

—No creo.

—¿Qué dices? ¿Vamos a saludarlos?

—Esperemos a que se quede libre, ¿no?

Gaia da un sorbo a su copa, impaciente.

—Oye, que no pretendo arruinarles la ocasión a esas dos…

—Espera, se han despedido de ellas, se están acercando a nosotras —susurro.

Leonardo avanza en nuestra dirección, delante de Brandolini. Saluda primero a Gaia —que se da media vuelta fingiendo sorpresa; la declaro oficialmente mi mito—, luego se inclina hacia mí y me besa en las mejillas. Es la primera vez que sucede, noto la aspereza de su barba rojiza al tiempo que sus dedos me rozan el costado.

—Felicidades, ha sido una inauguración espectacular —digo al conde mientras le estrecho la mano.

—Todo es mérito del gran chef. —Brandolini sonríe señalando a Leonardo y, acto seguido, mira a Gaia de pies a cabeza.

Leonardo tercia oportuno:

—Es Gaia, nuestra relaciones públicas —dice liberándome de la molestia de tener que hacer las presentaciones.

—Encantado, Jacopo. —El conde le da la mano y amaga una especie de reverencia.

—Encantada —contesta ella guiñando un ojo.

—Así que te ocupas de eventos… —dice Brandolini con vivo interés. No entiendo por qué tutea enseguida a Gaia cuando a mí me sigue hablando de usted.

—Sí, tengo una agencia con una socia. Empezamos un poco como un juego, pero poco a poco se ha ido convirtiendo en un auténtico trabajo. —Gaia domina la situación.

—Estoy seguro de que podría ayudarte mucho, Jacopo —tercia Leonardo—. ¿Por qué no le cuentas tus proyectos para promover el local?

El conde coge la ocasión al vuelo y se pone a hablar con Gaia, que parece encantada de sus atenciones, pese a que no deja de observar de cuando en cuando a Leonardo. Entretanto, él se acerca a mí y me envuelve con su mirada.

—Esta noche estás guapísima —dice con dulzura.

—Gracias —me limito a responder, tratando de averiguar si es sincero o si lo dice por pura caballerosidad.

—Con todo, tengo que reconocer que el modo de trabajo te favorece también —añade acariciándose la barbilla.

—Dios mío, no creo que…

—Créeme. No soy el tipo de hombre que dice cumplidos así como así.

Lo creo, porque desempolvar un poco el ego siempre viene bien. Por un momento olvido incluso que me duelen los pies e intento darme importancia enderezando la espalda y sacando pecho.

Mientras tanto, la conversación entre Gaia y Jacopo se ha animado; ríen al unísono y se miran con complicidad. Da la impresión de que se conocen de toda la vida. De repente, sin embargo, un camarero se acerca a Brandolini y le susurra algo al oído. El conde se vuelve hacia Leonardo y le aferra un brazo.

—Tenemos que marcharnos, Leo. Nos esperan los Zanin para hablar de los vinos.

Se acabó mi momento de gloria. Me deshincho como un globo pinchado.

—Lo siento mucho, chicas —se disculpa el conde—, pero el deber nos llama. Aunque seguramente nos veremos más tarde —concluye mirando elocuentemente el escote de Gaia.

Cuando nos quedamos solas Gaia me acribilla a preguntas sobre Leonardo. Quiere saber con pelos y señales de qué hemos hablado.

—¿Se ha insinuado? —me pregunta al final. Ahí es donde quería ir a parar.

—No digas memeces.

—Ele, ¡se te comía con los ojos!

—¡Qué dices!

—Tranquila, que no me enfado… En primer lugar, no soy celosa; en segundo, ahora puedo consolarme con el conde. —Me guiña un ojo.

—Qué magnánima eres.

—Lo que sea por una amiga. —Sonríe socarrona—. En cualquier caso, Jacopo está muy bien, me gusta.

Si lo dice ella…

Pero ¿de verdad Leonardo podría estar interesado en mí? Si hasta Gaia lo ha notado, quizá… ¿No lo habrá dicho solo para animarme?

—Ele, se te ha corrido un poco el pintalabios.

—Voy al servicio a retocarme, ¿me acompañas?

—No, te espero sentada aquí. —Se acomoda en un silloncito que hay bajo el templete—. Estoy un poco mareada, debo de haberme pasado un poco con el champán.

—¿Estás segura de que no necesitas ayuda?

—Segura, vete. —Se despide con un empujón.

—Como prefieras, pero tú no te muevas de aquí.

—Tranquila, no tengo fuerzas para nada. —Sonríe al tiempo que deja caer los brazos sobre el asiento.

***

Cuando vuelvo del servicio, Gaia, claro está, ha desaparecido. La busco entre la gente, en el jardín, en las mesas, entro de nuevo, subo incluso al piso de arriba, pero nada…, parece haberse volatilizado. Al final vuelvo al jardín, al lugar en el que nos separamos, y me resigno a esperarla. Tarde o temprano tendrá que pasar por aquí, me digo. Al cabo de unos minutos saco el iPhone del bolso de mano y le envío varios SMS amenazadores. Después intento llamarla, pero su teléfono está apagado. ¡A saber dónde se habrá metido! Y con quién, sobre todo…

Mientras sigo buscándola con la mirada, Leonardo aparece de repente delante de mí. Se sienta en una silla a mi lado y me mira con ojos inquisitivos.

—Entonces, ¿te ha gustado de verdad la velada?

—Sí, muchísimo. —Me estiro hacia abajo el vestido tratando de que cumpla con su deber: taparme.

—¿Has comido?

—Un poco…

—¿Un poco? —me pregunta escandalizado.

—Mmm…, es que soy vegetariana. Desde hace varios años.

—Ah. —Esboza una sonrisa. ¿Qué tiene de divertido que sea vegetariana?

Trato de cambiar de tema.

—Me ha gustado el espectáculo, ¿sabes? Preparas unos platos que parecen obras de arte. Son tan bonitos que casi da pena comérselos.

Ladea la cabeza.

—¿Y quién ha dicho que una cosa bonita no se puede comer? —pregunta escrutándome con unos ojos extraños, que parecen ocultar algo—. Cuanto más hermosa es una cosa, más me apetece comérmela… —¿Por qué tengo la impresión de que se refiere a mí? De repente, me coge una mano y se levanta—. Ven, quiero que pruebes algo especial —dice a la vez que me arrastra hasta una mesa donde hay distintas variedades de ron y chocolate—. Los acabo de hacer. —Leonardo coge de una bandeja un bombón de chocolate finamente grabado con motivos florales que parece una pequeña joya. Lo acerca a mis labios—. Vamos —dice con una mirada letal.

Abro la boca y siento que el chocolate se deshace bajo mis dientes liberando una crema dulce con una punta de ácido. Retengo con la lengua el gusto maravilloso, tan voluptuoso que se difunde por todo mi cuerpo.

—Está buenísimo. —Miro a Leonardo inerme. Debo de tener en la cara una expresión de aturdimiento posterior al orgasmo que solo espero que no sea demasiado evidente.

—Los he hecho con algo que, a estas alturas, deberías conocer muy bien —me dice con una sonrisa maliciosa. Abro desmesuradamente los ojos, sorprendida; creo adivinar a qué se refiere.

—Pues sí…, es zumo de granada. Mezclado con extracto de naranja y flores de azahar. —Me pasa el pulgar por el labio superior, probablemente para quitarme un resto de chocolate.

Dios mío, me parece que Gaia tiene razón, se está insinuando. De pronto recuerdo que la he perdido y para aliviar la tensión busco el móvil en el bolso de mano. Pruebo a llamarla, pero aún tiene el teléfono apagado.

Leonardo me mira como si fuese una niña a la que no le salen los deberes.

—Si estás buscando a Gaia, la he visto salir con Jacopo —me advierte—. Y no creo que vuelva —añade divertido.

—¿De manera que me ha dejado aquí sola?

—No estás sola, estás conmigo —me corrige frunciendo el ceño.

Si lo que pretendía era tranquilizarme no lo ha conseguido. Si bien me adula el interés que demuestra, me siento también aterrorizada y molesta, si pudiera saldría corriendo.

—Sea como sea, el caso es que se ha hecho muy tarde —observo con una sonrisita nerviosa—, será mejor que me vaya.

—Te acompaño.

—No hace falta, debes de estar muy ocupado.

—Pueden sobrevivir sin mí —dice zanjando la cuestión con un ademán de la mano—. Además, tengo muchas ganas de dar un paseo. —Su mirada revela la satisfacción del depredador que tiene a su víctima entre los dientes.

No tengo escapatoria.

***

Recorremos un buen tramo del camino en silencio, a través de calles que conozco al dedillo y por las que me muevo con la seguridad de un gato, a pesar de la oscuridad. Me duelen los pies, pero trato de que no se note imponiéndome un paso digno.

La ciudad está desierta y de los canales sube un vapor denso que penetra en la nariz y se insinúa bajo la piel hasta llegar a los huesos. De repente, como si alguien la hubiese erigido en ese mismo instante, nos encontramos frente a la basílica de los Frari.

—Dentro está mi cuadro de Tiziano favorito —digo para romper un silencio que me desazona al tiempo que señalo la iglesia con la barbilla—. De vez en cuando me refugio aquí para contemplarlo… No sé por qué, pero estoy convencida de que puede inspirarme.

—Entremos entonces, siento curiosidad —propone él.

—Pero qué dices, no se puede. La iglesia está cerrada por la noche.

—No creo que eso sea un problema. —Su voz no denota la menor vacilación.

En unos segundos Leonardo encuentra la puerta de la sacristía y la abre sin demasiado esfuerzo. Me arrastra dentro cogiéndome de la mano. ¿Por qué nunca logro decirle que no? Tengo miedo, podría saltar la alarma o alguien podría vernos. A fin de cuentas, está prohibido. Me siento electrizada y asustada a la vez.

Desde la sacristía salimos a la nave lateral y avanzamos hasta llegar al altar central, donde se encuentra la tabla de la Asunción. La iglesia está a oscuras, pero la iluminación de la tela sigue encendida, además de una cámara de seguridad, o al menos eso me parece. ¡Estupendo! Me arrestarán por entrar de manera ilícita en un lugar consagrado.

—Ahí tienes el cuadro —le digo tratando de no pensar en ello.

—Es enorme, no me esperaba que fuese tan grande.

—Sí, tiene una altura de siete metros.

—Es imponente, y predomina el rojo —comenta Leonardo mirándolo admirado.

—Tiziano fue muy osado para su época —asiento—. Nadie había vestido jamás de rojo a la Virgen ascendiendo al Cielo.

—¿Por eso te gusta tanto?

—No solo… Es la tensión vertical que lo atraviesa todo, de abajo arriba —le explico siguiendo la trayectoria del cuadro con las manos—. ¿Ves al apóstol que está de espaldas y que alarga los brazos hacia la Virgen? Parece que la esté lanzando al aire, que le esté dando impulso para subir al Cielo.

—De manera que es eso lo que ves.

—Sí.

Nuestros hombros se rozan. El contacto con él me estremece. Nuestros ojos se cruzan por un instante, pero me vuelvo enseguida hacia la tabla y sigo hablando.

—Hay un detalle interesante. No sé si notas que el rostro de la Virgen no está del todo iluminado. Eso significa que aún no ha alcanzado el Empíreo; la sombra evoca el mundo terrenal al que María permanecerá vinculada hasta que complete su ascensión.

Leonardo asiente con la cabeza y sigue observando el cuadro en silencio. Quizá le interesa de verdad lo que estoy diciendo… Me gustaría saber qué está pensando —porque salta a la vista que algo está pensando—, pero no me atrevo a preguntárselo.

—Pero ahora vámonos —le imploro—, antes de que venga alguien a arrestarnos.

***

Una vez fuera echamos de nuevo a andar. Soy yo la que dicto el paso y la dirección, Leonardo me escolta confiado y paciente, como si no tuviese otra cosa que hacer. De repente me doy cuenta de que se ha quedado un poco rezagado; me vuelvo y lo veo apoyado en la barandilla de un puente. Está mirando una góndola iluminada por unas luces de colores. Me acerco a él. Cuando llego a su lado me percato de que, en realidad, no está mirando la góndola, sino que es el agua lo que atrae sus ojos.

—A saber lo que hay debajo. ¿Lo has pensado alguna vez? —me pregunta.

Miro el canal mientras pienso que, en efecto, jamás me lo he preguntado.

—Esta ciudad hace tantos esfuerzos para mantenerse a flote que uno nunca se preocupa de lo que hay debajo, en lo más profundo de su corazón —reflexiono en voz alta.

Calla durante unos instantes que me parecen eternos; luego se vuelve y me pregunta susurrando:

—¿No te gustaría descubrir lo que se oculta en el fondo de todas las cosas?

Ahora es a mí a quien mira. Un destello feroz le atraviesa los ojos, pero es fugaz. Tras esbozar una sonrisa amable, se aparta de la barandilla y empieza de nuevo a caminar.

Lo sigo un poco turbada. La proximidad de este hombre, la manera en que me habla y me toca, su aroma embriagador, todo en él me produce una extraña agitación. Casi hemos llegado a casa y me preparo para el momento en que tendremos que despedirnos. ¿Intentará besarme? La imagen de Filippo rebota como una pelotita de goma en mi mente, pero vuelve a salir de ella de inmediato, como si no fuese capaz de retenerla.

Me digo que estoy dando alas a la fantasía. Es posible que Leonardo mantenga una relación con la diva de la lancha, quizá esta noche solo tiene ganas de dar un paseo y, desde luego, ninguna intención de besarme. Reconozco, sin embargo, que esta segunda posibilidad me disgusta un poco.

—¿La violinista es tu novia? —suelto de buenas a primeras, casi sin darme cuenta.

Leonardo me mira risueño.

—No, Elena…, no soy hombre de novias.

—Ah, comprendo. —En realidad no entiendo nada. ¿Qué significa que no es hombre de novias? ¿Que quiere estar solo? ¿Que no está hecho para la vida en pareja? Por unos segundos espero que me dé alguna pista que me permita descifrar la frase, un tanto enigmática, pero permanece callado y yo me guardo muy mucho de hacerle más preguntas. Ya he ido demasiado lejos.

Por fin llegamos al portón.

—Gracias, es aquí.

—De nada. Acompañarte a casa se está convirtiendo en una agradable costumbre —dice con una voz cálida y musical.

—Entonces, adiós. —Doy un paso hacia él.

Leonardo apoya una mano en mi cara a la vez que enrolla un mechón de pelo con un dedo. No puedo respirar. Me mira fijamente a los ojos. Tengo que hacer un esfuerzo para resistir. Sus labios me atraen, deseo sentirlos sobre los míos.

Pero él baja los párpados, esboza una sonrisa sesgada, como suele hacer, y me acaricia un hombro.

—Adiós, Elena, ha sido una velada estupenda.

Me da un fugaz beso en la frente y camina unos pasos hacia atrás. A continuación se da media vuelta y se aleja con las manos hundidas en los bolsillos de la chaqueta. Lo miro aturdida, como si hubiese recibido una bofetada.

***

Subo la escalera corriendo. Entro precipitadamente en casa, me desprendo del vestido y lo tiro al suelo. Me pongo la primera camiseta que encuentro y me refugio en la cama, sin ni siquiera desmaquillarme.

Mi mente empieza a dar vueltas mientras miro fijamente el techo. Qué estúpida he sido al pensar que a un tipo como Leonardo podría interesarle alguien como yo. ¡Eres una pobre ilusa, Elena! Con todo, no logro quitarme de la cabeza ciertas miradas suyas, el dedo metido en la boca y su mano hundiéndose en mi pelo… Basta, Elena, a dormir. Si no mañana no te levantarás y no acabarás el fresco.

Cojo el iPod de la mesita y me pongo los auriculares. Es el momento de la música tibetana. A grandes males… Por lo general me ayuda a conciliar el sueño.

Buenas noches, Elena. Y, por favor, deja de pensar.