Hoy ya no tengo ninguna excusa: he de enfrentarme a la granada. Poco importa que me encuentre fatal, que haya tenido unas pesadillas tremendas toda la noche y que cuando haya abierto los ojos me haya encontrado atravesada en la cama, con la sábana arrugada y la almohada en el suelo. Me he levantado a duras penas, con el corazón bombeando sangre en los oídos, y ni siquiera las veinte gotas relajantes de tila que me he tomado han servido para calmarme. He intentado estirarme para desentumecer los músculos doloridos, pero cuando he comprobado que las puntas de los pies jamás me habían parecido tan lejanas, he desechado la idea.
Dadas mis condiciones físicas y mi estado de ánimo por los suelos, para venir hasta aquí he decidido coger el vaporetto: esta mañana no tenía ningunas ganas de caminar.
Me apoyo en la escalera y miro la granada de abajo arriba. Exhalo un suspiro en el que se entremezclan la admiración y la inquietud.
Me gustaría decirme que estoy llena de energía, que estoy segura de que lo conseguiré, pero no es cierto. Tengo miedo de que el trabajo no salga perfecto, como pretendo de mí misma, de que al final tenga que contentarme con un resultado aproximativo, quizá con un color que, pese a no ser idéntico, trata sin conseguirlo de parecerse al original. Lo sé ya: el pintor anónimo se me aparecerá en sueños, por la noche, y me acusará de haber echado a perder su obra maestra.
Me atuso el pelo para apartar estos pensamientos estúpidos y me pongo el pañuelo. Debo permanecer concentrada y acabar como sea la maldita granada. Si sigo así corro el riesgo de perder también la visión de conjunto y de comprometer el resto.
El campanario de San Barnaba acaba de dar las once. Por lo general, almuerzo a esta hora, como en el colegio —en realidad es un desayuno tardío—, pero en este momento no tengo nada de hambre. La mañana no ha empezado bien y, por lo visto, va de mal en peor. He perdido también el colirio, justo ahora que lo necesito. «Estás en las nubes», me diría mi madre, no sin razón. Lo busco por el suelo del vestíbulo, porque podría habérseme caído del bolsillo, pero nada. Maldita sea, y ahora ¿qué hago? ¿Salgo y voy a la farmacia a comprar otro? Ciertamente, con lo productiva que he sido hasta ahora…
Qué se le va a hacer, al infierno con el colirio. Me doy un ligero masaje en los párpados con las yemas de los dedos, subo a la escalera repitiendo mi nuevo mantra —«lo puedes conseguir, Elena»— y me enfrento por enésima vez a la granada, que me mira con aire de desconfianza.
No te temo, no, no te temo en absoluto.
Cuando llevo trabajando casi una hora con escasos resultados, una voz a mis espaldas rompe la frágil burbuja de concentración en la que he conseguido encerrarme a duras penas.
—Hola, Elena.
Vaya, el que faltaba.
—Leonardo… —lo saludo distraída confiando en que no pretenda que le dé conversación. Hacía varios días que no lo veía, desde que me llevó a casa a hombros. Con todo, desde entonces ha protagonizado, a mi pesar, ciertos pensamientos secretos e inoportunos que, por lo general, reprimo puntualmente en cuanto aparecen en mi mente.
Lo espío con el rabillo del ojo: lleva en la mano una bolsa de papel marrón, de las que se utilizan en el mercado.
Mira el fresco rascándose la barbilla; acto seguido se dirige al pequeño sofá que está pegado a la pared y tira la bolsa, que, con un ruido sordo, rebota en el terciopelo de la tapicería. Dándome la espalda, se quita la cazadora de cuero y se queda con una camiseta blanca de manga corta. Su piel es oscura, quemada por el sol; el trabajo y los esfuerzos han esculpido sus músculos; y tiene las venas marcadas. Es un hombre muy atractivo. No puedo por menos que darle la razón a Gaia.
—¿Puedes bajar un minuto? —me pregunta.
Me vuelvo hacia él frunciendo el ceño y sacudo la cabeza como si dijese: «¿Por qué debo hacerlo?».
—Vamos —insiste él en tono firme—. Quiero hacer un experimento.
—¿Qué experimento?
—Baja y te lo digo. —Una sonrisa ambigua se dibuja en sus labios.
No sé qué quiere hacer; su mirada no es, que digamos, muy tranquilizadora, pero no me puedo resistir a su invitación, estoy intrigada. Entretanto, mi apuro va en aumento —me arde la cara, lo siento— y la única manera de vencerlo es obedecer la orden sin darle demasiadas vueltas. Así que dejo el cuenco y el pincel en el último peldaño de la escalera y bajo lentamente.
Me paro delante de él. Leonardo me estudia traspasándome con la mirada.
—Bien —exhala un hondo suspiro—, ahora debes cerrar los ojos.
—¿Eh? —Trago saliva—. ¿Puedo saber qué intenciones tienes?
—Es solo una prueba —me anima con voz persuasiva—. Pero si funciona me lo agradecerás.
Me doy cuenta de que me tiemblan un poco las manos. No es normal que este hombre venga aquí a interrumpir mi trabajo y a darme órdenes, ni que yo sea incapaz de contradecirlo como me gustaría. Tiene algo magnético, algo que no puedo controlar y aún menos rechazar.
Lanzo un largo suspiro. Luego otro al tiempo que dejo caer los brazos a lo largo de los costados y, ahora sí, cierro los ojos. Me pongo en sus manos, supongo que es inevitable.
—Debes jurarme que no los abrirás hasta que yo te lo diga.
—De acuerdo —acepto—. Me siento un poco estúpida.
—Fíate, Elena —dice para tranquilizarme. Su voz es ahora más dulce.
Noto que da unos pasos. Se está alejando de mí. A continuación oigo que arruga un papel. Debe de estar rebuscando en la bolsa. Miro entreabriendo un poco los párpados, pero Leonardo está de espaldas y no veo nada, así que decido que más vale volver a cerrarlos. Me pregunto si no debería tener miedo, en el fondo este hombre es un perfecto desconocido… No, pensándolo bien no creo que deba tener miedo. En realidad tengo ganas de sonreír.
—Veo que te estás divirtiendo…, ¡bien! Mejor así —comenta Leonardo.
Dios mío, se ha dado cuenta. Ahora se dirige hacia mí. Se ha parado a pocos centímetros de mi cara —eso parece—, hasta puedo sentir su respiración.
—Y ahora no pienses en nada. Limítate a escuchar —ordena autoritario.
Un ruido seco me llega directo al oído derecho. Es un sonido indescifrable, primero duro y después más suave. Algo vivo que se rompe, que se parte por la mitad con un crujido.
—¿Qué es? —pregunto sorprendida.
—Tienes que adivinarlo, ese es el juego. —Intuyo que sonríe, su aliento flota en mi cara. Cada vez está más cerca—. Huele.
Acerca el misterioso objeto a mi nariz y dejo entrar el aire. Un olor muy especial me sacude y desciende hasta mi garganta. Musgo, tierra…, materia viva.
—¿Es una fruta? —aventuro.
Leonardo no contesta. Me coge con dulzura las manos y las gira poniendo las palmas hacia arriba. Un cálido estremecimiento me recorre la espalda y se pierde en la ranura de las nalgas.
—Tócalo —susurra. Me pone en las manos dos semiesferas.
Doblo ligeramente los dedos para sentir mejor su consistencia. Por fuera es a la vez liso y rugoso, mientras que dentro reconozco por el tacto una confusión de granos revestidos de una película fina desgarrada en varios puntos.
Puede que lo haya entendido.
—¿Es una granada?
—Ahora lo descubrirás. —Leonardo me libera las manos—. Abre la boca, prueba.
Titubeo, no me gusta la idea de no ver lo que estoy a punto de meterme en la boca, pero hago lo que me dice. Varios granos resbalan frescos por mi lengua. Su sabor es acidulado, pican un poco, y siento sobre los dientes una pulpa dura y azucarada de alma leñosa.
—Abre los ojos —dice Leonardo.
Obedezco. Él se encuentra delante de mí y me mira con aire satisfecho.
—Es una granada. Verdadera —sentencia sujetando aún la fruta entre las manos—. Creo que necesitas partir de esto para llegar a eso. —Señala la granada del fresco.
Yo también lo miro a la vez que los granos, hechos papilla por las muelas, se mueven todavía en mi boca. El detalle, que antes era un simple retículo de formas y colores, ha cobrado vida de repente. Lo tengo en la boca, en la nariz, en la barriga, más que en la cabeza. Y me parece verlo de verdad por primera vez, siento que ahora soy capaz de desvelar su misterio. No sé qué decir, estoy completamente desconcertada. Busco ayuda en la mirada de Leonardo. Él me sonríe.
—A veces los ojos no bastan para verlo todo, ¿no crees?
Asiento con la cabeza, aún vacilante.
—Creo que he entendido lo que quieres decir…
—En ese caso te conviene volver de inmediato al trabajo. Te dejo tranquila. —Hace ademán de marcharse.
Da unos pasos en dirección al pasillo, pero, de repente, retrocede, como si hubiese olvidado algo, tal vez la bolsa con las granadas o la cazadora en el sofá. Pero no. Baja un instante la mirada, hurga en un bolsillo de sus vaqueros y saca un tarro de colirio.
—Lo encontré ayer en mi habitación —explica mientras me lo tiende—. Puede que lo necesites.
Petrificada, cojo el frasco. Lo único que deseo en este momento es hacer un agujero en el suelo, enterrarme y no volver a salir nunca de él.
—Gracias, me he pasado la mañana buscándolo —digo con descaro tratando en vano de ocultar el apuro que siento crecer en mi interior—. La verdad es que no sé cómo ha ido a parar a tu habitación —prosigo, al mismo tiempo que siento arder mis mejillas. De nuevo. Daría cualquier cosa por encontrar una coartada válida, pero nunca he sabido mentir. La imbécil de Gaia… ¡Y yo aún más por haberla secundado! Ahora él pensará que soy una entrometida o, peor aún, una maniaca, porque es obvio que en su opinión soy yo la autora de la fechoría.
Leonardo me mira con complicidad, como si pudiese leerme el pensamiento. Se encoge de hombros divertido y me regala una sonrisa amistosa que significa: «Puedes estar tranquila, no tiene importancia». A continuación, sin añadir nada más, se marcha y me deja allí, plantada en el centro del vestíbulo. Vacilo entre hacer como si nada o correr a esconderme donde nadie pueda encontrarme.
***
Cuando salgo del palacio casi ha anochecido, las farolas de la calle ya están encendidas y el aire fresco de octubre me obliga a levantarme el cuello del gabán. Mientras me peino hacia un lado, una voz, poco menos que un susurro, me llama.
—Psss… ¡Bibi! —Es la voz de Filippo.
Está sentado con las piernas cruzadas en el borde del pozo que se halla en el centro de la plazoleta. Cuando nuestras miradas se cruzan, baja y aterriza en el adoquinado, sacudiéndose la gabardina de color gris oscuro.
—Por lo visto ese fresco no quería dejarte… —Se mete el móvil en el bolsillo y se acerca a mí.
—Ha sido un día productivo —respondo, aunque decido pasar por alto el experimento de Leonardo—. ¿A qué se debe que estés por aquí?
—He pasado a saludarte —dice mientras se echa al hombro la bolsa del ordenador portátil—. No te he llamado porque sé que no contestas cuando estás trabajando.
—Bueno, a lo mejor te habría contestado —digo dándole un alegre empujón con el hombro.
Nos encaminamos hacia el Campo San Barnaba. Me alegro de que Filippo haya venido. Posee la extraordinaria capacidad de relajarme, de liberarme del estrés y de conseguir que me sienta a gusto.
—Tengo que decirte una cosa. —Se rasca la nuca como si estuviese buscando las palabras. Sus ojos se entristecen de inmediato.
—¿De qué se trata?
—Mañana debo regresar a Roma. Y quedarme allí —dice de golpe.
—Ah, vaya… —No sé cómo reaccionar a la noticia. Quizá para él es buena y no me parece conveniente manifestar el ligero malestar que, con todo, siento subir por la garganta—. No me habías dicho nada…
—Me he enterado hace dos horas. —Abre los brazos en señal de resignación—. Una decisión del jefe. Ha pensado mandarme a la sede de Roma porque piensa que soy el más cualificado.
—Suena a promoción.
—Eso parece, al menos eso asegura Zonta. «Considéralo un paso adelante en tu carrera», me ha dicho al mismo tiempo que me tiraba los documentos sobre el escritorio. —Filippo hunde las manos en los bolsillos y clava los ojos en un punto indefinido del horizonte—. Aumento de sueldo y, claro está, alojamiento pagado. Creo que es una de esas propuestas que no se pueden rechazar… —dice imitando la voz de Marlon Brando en El padrino. Pero no parece feliz.
—¿Y no estás contento? —le pregunto a bocajarro.
—Sí que lo estoy —contesta—. Solo que ha sucedido todo de buenas a primeras, justo cuando acabo de reasentarme de nuevo en Venecia… —Me mira y por un momento espero que añada: «Y, además, no quiero dejarte», pero me obligo de inmediato a olvidarlo. Es su momento, es su carrera, el objetivo por el que tanto ha luchado… Debo alegrarme por él y dejar a un lado el egoísmo—. No sé más detalles, pero lo cierto es que se habla de meses…, y el primer periodo será absolutamente frenético. —Respira hondo, como si se estuviese preparando para hacer una confesión—. El estudio ha logrado asociarse para construir un edificio que ha proyectado Renzo Piano.
—¡Caramba, Fil, felicidades! ¿Se puede saber a qué esperabas para decírmelo? —La noticia no solo es buena, es excepcional. Por desgracia. Le doy un fugaz beso en la mejilla—. Es la ocasión de tu vida.
Filippo sonríe circunspecto. Su modestia te deja sin palabras, y he de confesar que es un aspecto de él que me encanta. Sé que se enorgullece de sus logros, pero aun así nunca alardea de ellos. No se le subirían los humos a la cabeza ni aunque le pidiesen que volviera a proyectar el Empire State Building.
—Escucha, ahora tengo una cena con los colegas del estudio. La han organizado para despedirse de mí antes de que me vaya. —Por su mirada comprendo que no le apetece mucho, pero que debe ir por educación. Lástima, esperaba pasar al menos esta velada con él. Pero me consuela intuir que él siente lo mismo.
—¿Y nosotros? Supongo que no nos despediremos así —protesto.
—Lo siento, Bibi —dice con voz contrita y bajando los ojos—. Mañana, entre los preparativos y el viaje, no tendré mucho tiempo…
—Caramba, Fil… —Todo sucede demasiado deprisa para mí.
Él me levanta la barbilla y me sonríe animoso.
—Pero te espero. Debes venir a verme a Roma.
—Por supuesto que iré —respondo haciendo una mueca.
—Solo dame tiempo para instalarme y luego organizamos un fin de semana. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —Si bien la invitación no acaba de consolarme.
—Me alegro de que la noticia te entristezca, ¿sabes? —Me aparta de la frente un mechón de pelo—. A mí me ocurre lo mismo, solo que no sé demostrarlo. Ahora, sin embargo, tengo que dejarte, si no esos me matarán… o, peor aún, me arriesgo a encontrármelos borrachos perdidos.
—Te echaré mucho de menos.
—Yo también.
Nos damos un fuerte abrazo, como si deseásemos imprimir en él nuestras huellas. Después nos besamos intensamente en la mejilla y nos miramos durante un momento, vacilantes. Tal vez querríamos darnos un beso distinto…, pero enseguida desviamos la mirada y representamos de nuevo el papel de viejos amigos.
—Me voy. Te llamaré pronto.
—Buen viaje, Fil. Y buena suerte.
Otro abrazo apresurado, después del cual nos separamos y echamos a andar en dirección opuesta. Nos volvemos una vez más para saludarnos con la mano y seguimos adelante por unos caminos que acaban de bifurcarse.
***
Mientras me dirijo a paso lento hacia casa me asalta una enorme tristeza. Me parece una terrible injusticia que Filippo deba marcharse justo ahora: acabábamos de reencontrarnos y estábamos empezando a comprender muchas cosas el uno del otro. Estúpidamente, solo ahora caigo en la cuenta de la importancia que ha tenido para mí su presencia en los últimos meses.
Hace más de un año que estoy sola, en el sentido de que no hay ningún hombre en mi vida, aunque la soledad nunca me ha pesado demasiado. He descubierto que soy una persona autónoma e independiente, mucho más de lo que pensaba. Pero luego llegó Filippo y lo sentí muy cerca, más que nadie. Por primera vez después de mucho tiempo tuve serias dudas sobre mi vocación de soltera.
En un instante aparece ante mis ojos, cruel, la imagen de Valerio, mi último novio, un amor que nació durante el periodo despreocupado de la universidad y que acabó en cuanto tuvimos que enfrentarnos a la vida adulta. Cuando lo recuerdo me pregunto si lo quería en serio o si lo que me atraía entonces era la seguridad postiza que me procuraba nuestra relación. Después de recibir la licenciatura no tardé en detestar mi trabajo precario, abrigaba numerosas dudas sobre mi futuro y me sentía siempre insatisfecha, de manera que en esos años Valerio fue uno de mis pocos puntos de estabilidad. Tenía tanta necesidad de creer en lo nuestro que no veía hasta qué punto era él más frágil que yo, no comprendía que nuestras debilidades no generaban ninguna fuerza. Dejarlo fue muy doloroso, pero, visto con cierta perspectiva, creo que hice lo que nos convenía a los dos. Valerio representaba tan solo mi vía de escape de la realidad. El problema es que, en ocasiones, esa vía de escape puede parecerse mucho al amor. Con todo, ahora estoy convencida de que romper con él marcó de alguna forma mi transición a la vida adulta y me siento orgullosa de haber sido yo la que tomó la decisión.
He llegado a casa. Basta ya de pensar en el pasado. Ha pasado, precisamente, y ahora lo razonable sería empezar a abrirme a las cosas nuevas que me aguardan. Si hubiese podido dedicar más tiempo a Filippo, quizá nuestra amistad —pese a que en este momento tengo serias dificultades para definir así nuestra relación— se habría transformado en otra cosa. Quién sabe…, puede que, de una forma u otra, no todo esté perdido. Es evidente que añoraré nuestras salidas, nuestras conversaciones sobre cine, nuestras cenas y nuestras risas. Añoraré todo de él. Es inútil negarlo.
Después de cenar me pongo el uniforme de estar por casa —sudadera enorme y vaqueros cómodos— y me tumbo en el sofá para zapear. Mientras dormito delante de un documental sobre los animales de la sabana llaman a la puerta. Miro el reloj: es casi medianoche, ¿quién puede ser a estas horas? Echo una ojeada por la mirilla con cierto temor y veo una cabeza rubia. Y los ojos verdes de Filippo.
—¡Eh, hola! —le digo mientras abro la puerta un poco desconcertada.
—Pasaba por aquí y quería ver si aún estabas despierta —me contesta con una sonrisita pícara.
—Estaba viendo la tele —le digo echándome a un lado para dejarle pasar.
Filippo entra y yo lo sigo hasta el salón. Se comporta de manera extraña, está tenso, azorado. Le señalo el sofá y me siento a su lado. Se encuentra pálido como un cadáver, me preocupa.
—¿Algo va mal? —pregunto circunspecta.
—No, pero quería hablar un poco contigo antes de…
—Fil, ¿has cambiado de idea? ¿Ya no quieres marcharte?
—No, no es eso…
—Entonces, ¿de qué se trata?
—De ti, Elena.
De mí. Bueno, ahora está claro: Filippo ha decidido declararse y pretende hacerlo justo unas horas antes de mudarse a otra ciudad. Por si fuera poco, me pilla totalmente desprevenida: llevo puestas las peores prendas de mi guardarropa —propias de un ama de casa desesperada— y ni siquiera me he lavado los dientes.
—No quería marcharme sin decirte lo importante que eres para mí —continúa.
—Ya sé que me quieres mucho. —No sé qué otra cosa decir, trato de aligerar el tono de la conversación con una sonrisa y le revuelvo el pelo. Espero que se detenga aquí, que no vaya más allá.
—No, no lo sabes. —Me sujeta la mano y me da un beso profundo en la palma. El calor de sus labios me recorre el brazo y me llega directamente al corazón. Después, sin decir nada, se acerca a mí y me besa también en los labios, suavemente, vacilante, como si me estuviese pidiendo permiso para hacerlo.
No retrocedo, al contrario, me acerco aún más a él. Tienes mi permiso, Fil. Sus labios se vuelven entonces más audaces y su lengua se mueve lentamente en busca de la mía. Sus manos, delicadas, me sujetan la cabeza y aferran mis pensamientos aprisionándolos en el espacio que ha dejado de existir entre nosotros. Cierro los párpados, contengo la respiración. Nos estamos besando de verdad. Filippo se separa y me mira a los ojos.
—No sabes cuántas veces he deseado hacerlo, Bibi. Pero no estaba seguro de que tú quisieses también.
—No esperaba otra cosa.
Nos volvemos a besar, insaciables, sin valor para decir nada. Luego, con delicadeza, Filippo me tumba en el sofá y se echa a mi lado. Sigue besándome, mete una mano bajo la sudadera y me acaricia el pecho con la punta de los dedos. Me estremezco. Me mira como si fuese la cosa más preciosa del mundo, como si no pudiese dar crédito a lo que está viendo. También a mí me cuesta creer que, después de tantas dudas y ocasiones fallidas, ahora estemos aquí, abrazados y emocionados, con una sola noche que compartir para recuperar el tiempo perdido.
—Siempre te he deseado. Desde que nos conocimos —me susurra al oído antes de volver a besarme con mayor ímpetu.
Su mano se desliza por mi piel y me acaricia el pecho. Se sienta a horcajadas sobre mí y me quita la sudadera y la camiseta con un solo movimiento. Debajo no llevo nada; me siento incómoda, de manera que busco con la mirada el interruptor de la lámpara para apagarla.
Veo que se inclina poco a poco hacia mí, siento su boca, que encuentra los pezones ya túrgidos y los chupa poco a poco, como si fueran de azúcar. Me deshago bajo su cuerpo. Le paso los dedos por el pelo gozando de ese instante de auténtica dulzura.
Busca la cremallera de mis vaqueros y la baja. Contraigo los músculos de la barriga mientras su mano se abre paso bajo mis bragas. Me acaricia el clítoris sin dejar de besarme el pecho. Es una sensación deliciosa que casi había olvidado. Se detiene, pero solo para quitarme los vaqueros y las bragas. Yo le quito la camiseta, mientras él se libera de los pantalones. Estamos desnudos y en la oscuridad puedo entrever su tórax esbelto y definido y su sexo erecto, que apunta hacia mí. Me repito en silencio que estoy a punto de acostarme con Filippo, que está sucediendo ahora, aquí, en mi casa, pero aún me cuesta ser consciente de ello. El pensamiento es más lento que el cuerpo.
Entretanto, él ha empezado a acariciarme de nuevo el clítoris, sus dedos empujan los labios y luego suben para llenar el vacío. Retrocedo un poco, sorprendida.
—¿Va todo bien? —me pregunta.
—Sí —contesto para tranquilizarlo.
Hace casi un año que no lo hago y, a decir verdad, me siento algo inquieta. Filippo espera a que esté lista; luego se tumba sobre mí y sujetando el pene con una mano me penetra dulcemente, sin apresurarse. Cuando está del todo dentro exhala un suspiro más hondo y empieza a moverse a ritmo regular. Le rodeo el cuello con los brazos y lo beso en la boca a la vez que acompaño su balanceo con la pelvis. Me dejo mecer por él y me abandono. No recordaba que podía ser tan maravilloso. Tan pleno.
La unión de nuestros sexos libera unos estremecimientos de placer que se van intensificando. Hasta que Filippo empuja con un poco más de fuerza y yo me aferro a él casi con violencia, emitiendo un pequeño gemido. El orgasmo, líquido y dulzón, se propaga en mi interior como una larga ola. Tiemblo entre sus brazos, pierdo por completo el control, el sentido del tiempo y del lugar donde me encuentro. Es sorprendente que Filippo me esté regalando esto. Me siento feliz. Como no lo era desde hacía mucho tiempo.
Filippo se inclina para besarme sin dejar de mover la pelvis, buscando su propio placer. También él está gozando ahora, siento su sexo latiendo en el mío mientras cae sobre mí lanzando un grito casi liberatorio.
Nos besamos y nos abrazamos intensamente, con cierto asombro. No hablamos, no en este momento. Hemos hecho el amor y ha sido maravilloso. Ninguno de los dos tiene ganas de preguntarse qué sucederá mañana, ahora no.
—Elena —dice Filippo al cabo sujetándome la cara con las manos—. Quiero dormir contigo esta noche.
—Sí —respondo en voz baja.
Nos levantamos del sofá cogidos de la mano y, con las piernas aún temblorosas, lo llevo a mi cama y nos metemos bajo las sábanas. El sueño nos sorprende abrazados.
***
Abro los ojos. Una luz azulada invade la habitación. Anoche no bajé las persianas y por la ventana entra la claridad del alba. Me vuelvo hacia Filippo, pero él está ya de pie y se está vistiendo. Me sonríe.
—Duérmete, aún es pronto. Yo tengo que ir a hacer las maletas.
No le hago el menor caso y me incorporo apoyándome en el cabecero. Nos miramos, conscientes de que ahora será aún más difícil despedirse. Filippo se sienta a mi lado y me peina, debo de tener el pelo desgreñado. Dios mío, ¡no quiero dejarle como última imagen la ruina que soy por la mañana cuando me levanto!
—Nada de caras tristes, Bibi.
—¿No te da miedo que hayamos complicado todo, Fil? Quizá hemos hecho lo correcto, pero en el momento equivocado.
—Puede ser, pero no me arrepiento. Te quería y aún te quiero.
—¿Y qué haremos ahora?
—No debemos tomar una decisión a la fuerza. Tenemos tiempo. No pienses que esto es un adiós, Bibi…
—No, claro —contesto, pese a que no estoy del todo segura—. Es que las grandes decisiones me angustian, ya lo sabes.
—Lo sé, pero no tenemos prisa. Cuando nos volvamos a ver lo retomaremos desde este momento.
—¿De manera que estamos posponiendo las cosas a la espera de que lleguen tiempos mejores?
—Al menos mientras yo esté en Roma y tú en Venecia.
—Me parece la elección más sabia, Fil.
—Es la única forma de no enloquecer, Bibi.
Nos abrazamos con fuerza y nos besamos por última vez; después Fil se pone de pie. Me gustaría levantarme también para acompañarlo, pero él me lo impide. Me tapa con la manta.
—No, quédate aquí, calentita.
Un último beso en la frente y acto seguido desaparece por la puerta de la habitación. Me tumbo de nuevo y me tapo hasta el pelo. Me gustaría dormir y detener el cerebro, pero es inútil, mi mente es un hervidero.
La noche que he pasado con Filippo ha sido tierna y emocionante. Me pregunto si podré enamorarme de verdad de él. Siempre nos hemos llevado bien… Pero ¿será suficiente? Debo tratar de entenderlo, porque no puedo permitirme el lujo de cometer un error y luego echarme atrás, con Filippo no. Debo estar lúcida, averiguar si estoy confundiendo el afecto con algo más profundo. La distancia nos pesará, por descontado, pero tal vez sea la prueba que necesitamos para comprender cuál es la auténtica naturaleza de nuestros sentimientos.
Doy vueltas en la cama inquieta, regodeándome en un sinfín de análisis inútiles —¿una noche de sexo y ya me he vuelto paranoica?—, y al final me resigno a levantarme y voy a la cocina a prepararme un té.
En la mesa, bajo el frutero, hay un folio. Es un dibujo, el retrato de una mujer esbozado a lápiz. Soy yo. Giro la hoja y en una esquina, abajo, leo un mensaje escrito con una caligrafía regular y minuciosa.
¡Qué guapa eres!
Dormías tan a gusto esta noche…
Justo abajo, una firma: «Filippo».
Me dejo caer en la silla con los brazos pegados a los costados. Echo la cabeza hacia atrás y exhalo un hondo suspiro. No vale, Fil. ¿Cómo pretendes que esté lúcida si te comportas así?