—¡Ele!
Alguien me está zarandeando por la espalda.
—¡Vamos, Ele, despiértate! —La voz de Gaia me devuelve a la realidad de golpe.
—¿Qué pasa? —mascullo con la voz pastosa de sueño.
—Coño, me he acordado de que tengo que ir a recoger a Contini al aeropuerto…, el director…, tiene una cita en el taller de Nicolao para ver los trajes de la próxima película.
El aroma a café recién hecho me invade dulcemente el olfato.
—Pero ¿qué hora es?
—Las siete y cuarto. Espero que el vuelo de Roma lleve retraso…
Me restriego los ojos para ver mejor. Gaia está ya vestida y maquillada. No sé cómo puede caminar aún con los botines que llevaba anoche.
—Tengo que irme pitando. El café está preparado. —Me da un fugaz beso en la mejilla—. Gracias por la hospitalidad.
—De nada —gruño volviéndome hacia un lado—. Me encanta que me den patadas por la noche.
Gaia me revuelve el pelo, sale entornando la puerta y me deja sola en la habitación para que me acabe de despertar. La sigo con el pensamiento por la escalera, me la imagino pegada ya a la BlackBerry hablando de vestidos, complementos y lentejuelas.
Haciendo un esfuerzo que me parece inhumano me apoyo en la cabecera de la cama. Mi cuerpo cruje. Tal vez debería considerar la idea de ir al gimnasio con ella. Gaia no aparenta, desde luego, los veintinueve años que tiene, es un estallido incesante de energía.
No obstante, la imagen de mi cuerpo brincando en mallas delante de un espejo al ritmo de la música neutraliza de antemano cualquier posible entusiasmo por la gimnasia. Me tocará convivir con unas articulaciones crujientes, me resignaré.
Bajo de la cama y me sumerjo en el armario, donde recupero al azar una falda y un suéter deportivos, y a continuación me encamino hacia el cuarto de baño.
***
La luminosidad de esta mañana de octubre me recibe fuera del portón. Es una luz tenue, que caldea sin dañar la mirada. Hoy no cogeré el vaporetto: de San Vio a Ca’ Rezzonico hay tan solo diez minutos y tengo ganas de disfrutarlos a fondo.
La vista necesita acostumbrarse gradualmente a la luz matutina. Y no puedo permitir que hoy, el día en que pienso dedicarme en cuerpo y alma a la granada, me traicionen los ojos: mi reto es encontrar el matiz perfecto.
***
Camino sin prisas, con paso lento y relajado; en parte porque aún me duelen los pies y también porque es imposible sustraerse al sosiego veneciano.
El primer puente del día me recuerda que el alma de estos lugares es el agua, no la piedra, desde luego. Y me gusta detenerme, aunque solo sea un momento, para observar la vida desde aquí arriba. A mis pies, el río de San Vio es un canal estrecho, extraño, una franja que une el Gran Canal con las Zattere partiendo en dos el barrio. Desde aquí se pueden ver las dos caras de Venecia: San Marcos a un lado y la Giudecca al otro. La Venecia de los turistas y la de los venecianos.
El campanario de la iglesia de Sant’Agnese señala las nueve. Me apresuro. Llego tarde. Mientras paso por delante de las galerías de la Academia, una mujer rubia y obesa me pide en inglés que le saque una fotografía con su novio. No me apetece, tengo prisa, pero acepto y ella me tiende la cámara a la vez que me explica qué botón debo apretar. Me echo el bolso al hombro y abro un poco las piernas para mantener el equilibrio, al mismo tiempo que sus expresiones de felicidad se congelan en el encuadre.
Clic. Enfoco, primer disparo. Clic. Fotografía en pose, unas sonrisas de treinta y dos dientes y una vista de tarjeta postal, probablemente la que elegirán para su álbum. Clic. La tercera foto, inesperada, cuando dejan de posar. La mejor.
La pareja se suelta y me da las gracias repetidas veces. Al igual que muchos, no solo han venido a Venecia para visitarla, sino también para vivir una historia romántica. Y tienen todo el derecho. Al menos, eso creo…
Esbozo una sonrisa y me escabullo. Una brisa ligera me revuelve el pelo. Aún no es cortante, pero sí que anticipa el invierno que está en puertas.
El aire huele a cruasanes calientes descongelados y a capuchino, el aroma intenso que acompaña mis pasos cada vez que voy a trabajar a pie. Casi nunca desayuno en un bar. Por la mañana no como, tengo el estómago cerrado y, además, luego me entra sueño. Hoy me paro un momento en el estanco que hay debajo del pórtico para comprar una caja de regaliz: me ayuda a concentrarme y a evitar mis bajadas de tensión crónicas.
La calle del palacio da directamente al Gran Canal. Hay que estar atento cuando se camina por ella, sobre todo de noche. Es un callejón anónimo, escondido, mal iluminado y poco aristocrático, infestado en varios puntos de malas hierbas que se pegan a las paredes. Nadie diría que al final de esta lengua de guijarros se esconde la entrada de uno de los edificios más hermosos de Venecia.
Por otra parte, esta ciudad constituye una anomalía urbanística. Todo parece estar en ruinas, a punto de diluirse en el agua turbia, pero, al mismo tiempo, rebosa vida y atrae irremediablemente la mirada con una belleza que deja sin aliento.
***
Los pinceles y la pintura al temple están justo donde los dejé el sábado, en el mismo orden riguroso. Nadie los ha tocado y eso me tranquiliza. También el fresco está como corresponde, no le ha ocurrido nada. Quizá parezca evidente, pero a una obra en restauración le puede suceder una infinidad de cosas si no se vigila. Todas las mañanas compruebo ansiosa que no haya una mancha de humedad, una fila de hormigas o huellas humanas en él.
En el piso de Leonardo no hay señales de vida. Quizá haya salido ya.
Me pongo el uniforme de trabajo y, disfrazada de cazafantasmas, me dispongo a empezar. Estoy casi lista…, debo refrescarme los ojos con colirio como sea. Por culpa de Gaia, que no paraba de revolverse en la cama —y, a decir verdad, también de Filippo, que no dejaba de darme vueltas en la cabeza—, no he dormido bien esta noche y tengo los ojos tan pesados como dos bolas de plomo.
Por un momento pasa por mi mente la escena de anoche en la que Filippo me masajeaba los pies en el banco. Sucedió hace tan solo unas horas, pero en este momento me parece un sueño. El recuerdo está desenfocado, no consigo revivir las sensaciones que debería traer consigo. Qué raro.
Cojo el frasco azul del bolsillo del peto, echo la cabeza hacia atrás y dejo caer dos gotas en el ojo derecho y dos en el izquierdo. Al principio el líquido quema, pero el escozor pasa en cinco segundos y me siento renacer.
De repente, se oye una carcajada maliciosa en el vestíbulo. A pesar de que aún tengo los ojos empañados, puedo ver dos figuras acercándose hacia mí. Caminan cogidos de la mano. Leonardo y…, parpadeo para enfocar…, y una mujer guapísima: el pelo vaporoso, el cutis de porcelana y el cuerpo envuelto en un elegante vestido corto de raso rojo que, además de resaltar sus piernas, torneadas y esbeltas, le deja toda la espalda al aire. Su porte causaría envidia hasta a la mismísima Audrey Hepburn, y su mirada es satisfecha y luminosa.
—Buenos días, Elena —dice Leonardo cuando pasan a mi lado. No va vestido para salir: lleva una sudadera y chanclas en los pies, en extraño contraste con la elegancia de ella.
—Hola —contesto con estudiada indiferencia.
La diva me saluda con una inclinación de cabeza y sigue a Leonardo repiqueteando con los tacones en el suelo. Se encaminan hacia el tramo de escaleras que lleva a la salida; él desliza una mano por la espalda desnuda de ella con un movimiento sensual a la vez que protector. El contraste entre su piel oscura y la blanca de ella es turbador. No puedo por menos que pensarlo. Es evidente que han pasado la noche juntos, en el aroma que han dejado a sus espaldas al pasar se percibe un ligero olor a sexo.
Me gustaría poder volver a concentrarme en mi trabajo, pero algo nuevo me distrae; en esta ocasión es un estruendo que procede del exterior y que hace temblar las paredes. Parece el motor de una barca al arrancar. Intrigada, aparto la cortina de una de las puertas acristaladas que dan al Gran Canal y veo que hay una lancha atracada en el embarcadero del palacio. Y en ella está la diva: se acaba de quitar los tacones y se ha puesto una cazadora negra de cuero. Se acerca al borde y busca a Leonardo con la mirada. Él no se hace de rogar e, inclinándose desde el embarcadero, le da un beso fugaz en los labios; acto seguido alza la cuerda del palo de amarre y se despide de ella levantando una mano. La diva se pone unas gafas de sol negras, acciona la palanca que hay en el puente de mando y parte como un rayo dejando tras ella una estela plateada. Parece la escena de una película, pero todo es real.
Suelto la cortina y vuelvo de inmediato al trabajo. No es asunto mío, me repito al mismo tiempo que trato de pensar en otra cosa.
Leonardo vuelve enseguida. Finjo que estoy muy ocupada mientras mezclo al azar varios pigmentos esforzándome por mantener la mirada clavada en ellos. Pasa por delante de mí sin decir una palabra y en un segundo desaparece silbando en sus habitaciones.
***
Preparo un poco de rojo y subo a la escalera dispuesta a dedicarme a la granada. Espero poder trabajar en paz, pero, como de costumbre, mis pensamientos vagan por su cuenta y yo no hago sino perseguirlos. Me pregunto si esa mujer será la novia de Leonardo o la aventura de una sola noche… No logro apartar de mis ojos la imagen de él acariciándole la espalda desnuda y el beso, tan sensual.
Oigo correr el agua en el cuarto de baño. Luego una voz poderosa, aunque desentonada, entona una melodía con sabor a verano y a mar. Leonardo se toma su tiempo, por lo visto esta mañana no tiene demasiada prisa por ir a trabajar.
Cuando me vuelvo para buscar un pincel veo que ha salido del cuarto de baño y que ahora se acerca a mí por el vestíbulo. Con el pecho al aire. Lleva una toalla azul enrollada a la cintura, tiene el pelo mojado y va descalzo. Recuerda a un guerrero de la Antigüedad. Se aproxima a mí con aire descarado y el suelo, inestable, oscila un poco bajo su peso.
—¿Cómo va, Elena?
—Bien, gracias —digo casi susurrando, esforzándome por parecer indiferente. Intento mantener la mirada pegada al fresco. Me siento agitada, minúscula, además de hecha un adefesio con este mono que no tiene la menor forma. ¿Por qué no va a vestirse?
—¿Y la obra? —Se sacude el pelo y una nube de gotitas se libera en el aire. Lo miro con el rabillo del ojo. Por suerte, aún sigue a cierta distancia de seguridad de la pared.
—En fin…
—¿Sabes que pareces más relajada en esa escalera que sentada en el taburete de un bar?
—Lo consideraré un cumplido.
—De hecho, lo es.
No da muestras de ir a marcharse. Me siento observada, casi sometida a examen, y no me gusta.
—Perdona, pero estoy muy ocupada… —digo al tiempo que me vuelvo hacia el fresco.
—Por supuesto —responde esbozando una sonrisa consciente y levantando las manos—. No te gusta tener gente alrededor cuando trabajas. Lo dejaste muy claro la otra noche…
—Así es —farfullo a la vez que veo que se aleja en dirección a su dormitorio. Aunque, a decir verdad, no tengo muy claro si se lo digo o si me limito a pensarlo.
En cuanto me quedo de nuevo sola, bajo de la escalera: necesito regaliz. La presencia de cualquier otra persona me molestaría sin más, la suya me desestabiliza.
Respiro hondo y, deshaciendo la barra de regaliz en la lengua, me decido a volver a empezar. Coño, el color se ha secado del todo. Lo he hecho demasiado denso. Ahora tendré que vaciar los cuencos, lavarlos y reducir las cantidades de polvos. Trataré de usar el pincel de punta plana, al menos para la primera capa, así iré más deprisa.
Subo de nuevo a la escalera, examino de cerca la gradación de los granos de pintura e intento grabarla en la memoria. Acto seguido trato de hacer una nueva mezcla de rojo y morado.
Por el pasillo que hay a mi derecha oigo acercarse las habituales pisadas resueltas. Me vuelvo instintivamente… Esta vez va vestido. Lleva unos vaqueros desgarrados y una camisa de lino blanca: por lo visto ese tejido le priva. Al cuello, una bufanda de seda negra y en los pies las mismas chanclas de antes. No sé cómo no tiene frío. Estamos ya en octubre…
Se aproxima y apoya un brazo en la escalera. Siento un escalofrío en la espalda y pierdo ligeramente el equilibrio. No tengo la menor idea de lo que me está sucediendo, pero no me gusta.
—Salgo a comprar para el restaurante —dice mirando hacia arriba—. Voy a Rialto, ¿necesitas algo?
—No, gracias.
—¿Segura? —Ladea levemente la cabeza y la luz hace resplandecer el pendiente que lleva en la oreja. También sus ojos brillan de una forma inusual. Casi parece que sonríen. Jamás me han parecido tan sexis las arrugas que se forman al gesticular en las comisuras de los ojos. Dios mío, el espíritu de Gaia se está adueñando de mí…
—Sí, de verdad. Con toda confianza. —Me sobrepongo y me vuelvo hacia la pared para no quedarme de nuevo atontada. El fresco es mi única salvación—. Ah, para ir a Rialto te conviene coger el vaporetto, así no te arriesgas a perderte —añado tratando de mostrar naturalidad.
—Pero ¡es tan bonito perderse en Venecia! —dice encogiéndose de hombros.
—Lo decía para ayudarte a ganar tiempo. Supongo que tendrás muchas cosas que resolver.
—Por supuesto, pero dejo que sean mis colaboradores los que se ocupen de las más engorrosas. A mí me corresponde la parte divertida del juego. —Sonríe, seguro de sí mismo. Da la impresión de ser una persona con una confianza absoluta en su talento, a la que las cosas le salen naturalmente bien, sin hacer demasiado esfuerzo—. En la cocina he dejado unos cruasanes y café aún caliente por si quieres desayunar.
—No, gracias. No suelo comer por la mañana… Y, además, ahora no puedo interrumpir el trabajo.
—¿Por qué? —Parece intrigado.
—Tengo que mantener el ojo centrado en el color, de lo contrario lo pierdo.
Leonardo se pasa una mano por la barbilla y me escruta.
—¿El color de la granada?
—Sí —asiento alzando los ojos hacia delante—. Hace días que lo intento, me está volviendo loca. Tiene un sinfín de matices y todos son difíciles de plasmar, por no hablar del claroscuro… —A mi pesar, estoy mostrándome locuaz, hablar de mi trabajo me enardece. Leonardo debe de haberse dado cuenta, porque sonríe. Observa atentamente la granada y luego a mí, como si estuviese dándole vueltas a una idea.
Me callo, no sé qué está pensando, pero me digo que, en cualquier caso, no es asunto mío. Me ha hecho perder ya demasiado tiempo. Cuando estoy a punto de despedirme de él, una voz conocida me deja con la palabra en la boca.
—¿Estás aquí, Ele? —El inequívoco ruido de unos tacones de doce centímetros en la escalinata—. ¿Hay alguien ahí?
Leonardo me mira inquisitivo y yo le indico con un ademán que todo está bajo control. Gaia aparece de repente en el vestíbulo: ha pasado por casa para cambiarse y, si bien ya no lleva la ropa de anoche, va de punta en blanco, como siempre. Saluda a Leonardo antes que a mí.
—Hola…
—Hola —le responde él haciendo una pequeña reverencia.
—He venido a saludarte —dice a continuación con una sonrisa inocente. Mentirosa. Desde que trabajo en este palacio no me ha visitado una sola vez. Ha venido por él, debe de haber encontrado la dirección en mi casa. Cuando quiere es una detective magnífica.
Me quedo clavada en la escalera, no bajo ni muerta. Entre otras cosas, porque quiero disfrutar de la escena con todos sus detalles.
—Pero ¿no tenías un compromiso importantísimo esta mañana? —le pregunto por el puro placer sádico de ponerla en un apuro.
—¡Ya he terminado! He recuperado también el bolso en el Pequeño Mundo —se apresura a responder, y me mira como si dijese: «¿A qué estás esperando para presentármelo?».
Noto que Leonardo la está examinando complacido, con una mano metida en un bolsillo de los vaqueros y un dedo apoyado en los labios.
—Es Gaia, amiga mía —digo. Desde aquí arriba mi presentación suena extrañamente solemne.
—Encantado. Leonardo. —Le estrecha la mano vigorosamente, con una expresión entre seducida y divertida.
Me pongo a mezclar de nuevo el color para demostrar que no me interesa lo que pueda ocurrir metro y medio por debajo de mí.
—Encantada… —oigo la voz de Gaia, y estoy segura de que parpadea maliciosa. A pesar de que no la veo, es evidente que está poniendo toda la carne en el asador. De repente la oigo exclamar—: ¡Vaya trabajo estás haciendo, Ele! Es enorme, pero estupendo… —La miro atónita, suspicaz: la restauración y la pintura al fresco jamás le han interesado—. ¿No es cierto? —añade dirigiéndose a Leonardo. Salta a la vista que lo único que pretende es pegar la hebra con él.
—A Elena le apasiona su trabajo, se ve. —La cálida vibración de la voz de él sube hasta mí.
Mientras tanto, Gaia, que por fin ha conseguido abrir una brecha, se adentra en ella:
—Y tú, en cambio, ¿qué haces?
—Soy chef. En este momento estoy poniendo en marcha el nuevo restaurante de los Brandolini.
Sé de sobra cuáles serán las próximas palabras de Gaia: «Chef…, ¡qué maravilla!».
—Un trabajo precioso.
Me he equivocado, pero por poco. Sonrío; a fin de cuentas, no me ven.
Gaia prosigue con las preguntas de rigor: cuándo llegaste a Venecia, cuánto piensas quedarte, cómo te encuentras aquí…
Se ríe y asiente solemnemente con la cabeza cada vez que él dice algo. Me sé al dedillo el arsenal de seducción de mi amiga: ojos lánguidos, dedos que se entrelazan el pelo, sonrisa provocadora, morritos…
Me inclino hacia delante en la escalera para asistir al espectáculo y puede que también para comprobar el efecto que el mismo causa en Leonardo. Parece encantado. Como a todos, Gaia también lo ha hechizado. Con todo, de repente se acuerda de mí y mira hacia arriba. Retrocedo de golpe y por un pelo no tiro al suelo un cuenco de pintura.
—¿Te estamos molestando, Elena?
Me propongo ser un poco más ácida:
—Bueno, haced lo que os parezca…
Leonardo se dirige de nuevo a Gaia:
—Será mejor que nos vayamos, entre otras cosas porque llego tarde. En cualquier caso, ha sido un placer.
—Lo mismo digo —contesta ella derritiéndose como un bombón al sol.
Leonardo se despide de las dos y a continuación se encamina apretando el paso hacia la salida. Gaia le mira el trasero, yo miro a Gaia e, inevitablemente, mis ojos se posan también en el objeto de su interés. Luego nuestras miradas se cruzan.
—No está nada mal… —Pese a que las dos lo hemos pensado, ella es la única que lo dice—. ¿Cómo puedes trabajar con alguien así alrededor?
—¡Querrás decir cómo puedo trabajar con vosotros dos coqueteando a mis pies! —replico indignada—. Por si fuera poco, finges que has venido a verme… Qué cara más dura tienes.
—Tenía que inventarme algo, ya que tú no colaboras. ¿Quieres bajar de la escalera, por favor?
—No.
Suspira y apoya un pie en el último peldaño y un brazo en otro sin dejar de mirar en la dirección en que Leonardo ha desaparecido.
—Sea como sea, Elena, ese hombre es impresionante. Como no lo reconozcas te tiro de ahí.
Adopto la estrategia de la indiferencia.
—Pásame esa esponja, al menos servirás para algo.
Gaia me obedece; acto seguido mira alrededor para estudiar el ambiente, dado que hasta ahora no ha tenido tiempo.
—¿Vive ahí? —pregunta señalando el pasillo de la izquierda.
—Sí —contesto.
—¿Has visto su habitación?
—No, ¿por qué?
—No te creo… ¿No has tenido ganas de curiosear?
—Claro que no… —Un escalofrío de terror me recorre la espalda cuando adivino lo que está tramando.
—Yo, en cambio, sí —dice, y se encamina hacia allí sin esperarme.
—¡Vuelve aquí enseguida, Gaia! —le grito, obviamente en vano. Me veo obligada a bajar de la escalera y a correr en pos de ella—. ¿Se puede saber qué pretendes hacer? ¡Estate quieta! —Le doy alcance y le aferro una manga, pero ella, que es más fuerte y más voluntariosa que yo, me arrastra.
—¡Vamos, solo echaré un vistazo! —insiste, excitada.
Hemos cruzado ya el pasillo y estamos subiendo la escalinata que lleva al piso de arriba, donde está el dormitorio de Leonardo. Dado que no puedo impedírselo, tengo que seguirla para evitar que organice un lío o, peor aún, que deje alguna huella.
—¡Escucha, me estás poniendo en un aprieto, yo trabajo aquí! —Intento enfocarlo por el lado dramático, pero olvido que el tema del trabajo no hace mella en mi amiga.
La puerta de la alcoba está abierta. La habitación es enorme, tal y como me imaginaba; parece la suite de un hotel de lujo. La cama, que ocupa el centro de la estancia, está sin hacer, las sábanas de seda cuelgan de un lado. Las paredes están tapizadas con una tela roja y dorada que se refleja hasta el infinito en los enormes espejos que flanquean el baldaquín. El ambiente es acogedor y elegante, está decorado con cierta coquetería. Brandolini no le ha dado esta habitación por casualidad, desde luego…
—¡Qué estilo! —exclama Gaia.
—¡Qué desorden! —digo yo. El dormitorio está patas arriba. Por lo visto, Leonardo no se preocupa demasiado por adjudicar un lugar a cada cosa. En el silloncito de terciopelo rojo hay una decena de camisas amontonadas y sobre la alfombra persa yacen dos pares de pantalones de lino.
—Es normal que sea descuidado —comenta Gaia con aire de sabelotodo—, es un artista.
—A decir verdad, es cocinero —la contradigo— y, en todo caso, esa historia del genio y el desorden es una gilipollez, o tan solo una excusa…
—Puede, pero en su caso es cierta —replica resuelta—. Vamos, basta verlo para comprender que es un excéntrico, un creativo.
—Caramba, por lo que veo ya sabes todo sobre él.
—Ciertas cosas saltan a la vista. Simplemente.
Encima de la mesilla de noche hay una botella abierta de Moët & Chandon y una bandeja de plata con dos copas. Una de ellas con evidentes marcas de pintalabios.
Gaia me lanza una mirada elocuente y yo confirmo su intuición.
—Esta mañana estaba con una mujer, era evidente que habían pasado la noche juntos. —Puede que haya encontrado la manera de neutralizarla, de modo que me encarnizo—: Entre otras cosas, es guapa, rica y fascinante. Poco menos que inalcanzable. Incluso para ti, querida… Así que vámonos.
—Mmm, el juego se pone interesante. —Los ojos de Gaia brillan de curiosidad. Me temo que he logrado el efecto contrario—. Quizá no sea su novia. Si fuese así vivirían juntos, ¿no? —prosigue aferrándose a puras conjeturas—. Es normal que un hombre así tenga más de una amante. —La próxima vez debo recordar que cuando trato de desanimarla lo único que consigo es empeorar la situación.
En lugar de salir del dormitorio, como querría yo, Gaia se acerca al armario y lo abre. Por unos segundos mi mirada se posa en el cenicero que hay en el centro de una mesita taraceada y veo los restos de un porro. No le digo nada a Gaia, no quiero alimentar más su interés.
—Es un fanático del lino arrugado —constata al tiempo que se asoma por una puerta del armario. Luego se acerca al sillón cubierto de ropa y acaricia con los dedos las prendas usadas de Leonardo con aire soñador—. Es elegante, tiene gusto…, y, fíate de mí, esa característica es rara en un hombre.
—¡Ya basta, estoy harta! —suelto renunciando a seguir adelante con una estrategia psicológica—. ¡Vámonos, por favor!
Cuando me acerco a Gaia para cogerla de un brazo mi olfato percibe un aroma intenso, que bien podría ser ámbar. Lo noto de manera nítida, de inmediato: es el olor de Leonardo, que ha impregnado su ropa. Me siento inquieta, como si él estuviese aquí. Tiro de la manga de Gaia.
—Vamos, no seas coñazo… Unos segundos más… —protesta mientras trata de zafarse de mí.
De repente, un ruido en el exterior anuncia la llegada de alguien. Oímos una puerta cerrarse con un chirrido. Dios mío, Leonardo ha vuelto.
—¿Lo ves? —le gruño, presa del pánico.
Nos precipitamos fuera de la habitación y bajamos volando la escalinata. Una vez en el vestíbulo —casi sin aliento y con el corazón en un puño—, vemos, casi decepcionadas, que no es Leonardo, sino el portero del palacio.
Me sobrepongo enseguida y lo saludo desenvuelta:
—Buenos días, Franco.
—Buenos días, señora. He pasado a echar un vistazo. ¿Todo bien?
—Sí, gracias, ningún problema —contesto con la voz entrecortada debido a la carrera—. Estaba enseñando el palacio a mi amiga, que ha venido a verme.
—Hola —dice Gaia saludándolo también con una mano. Franco nos mira con aire benévolo, el mismo que, estoy convencida, reserva a las jóvenes respetables.
—De acuerdo, en ese caso me marcho —concluye, acercándose a la salida—. Si necesita algo…
—Gracias, Franco, pero no necesito nada. Hasta mañana.
—Adiós.
Cuando la puerta se cierra, Gaia y yo nos miramos fijamente a los ojos. Me gustaría molerla a palos y, sin embargo, siento que los músculos de mi cara ceden bajo el empuje de una carcajada. Nos echamos a reír tapándonos la boca con las manos como cuando éramos niñas y acabábamos de hacer una de nuestras travesuras.
Hago un esfuerzo para recuperar la compostura.
—Ahora, sin embargo, desaparece, ¿está claro? —le ordeno en tono amenazador. Me doy cuenta de que se ha hecho realmente tarde y debo recuperar como sea el trabajo que me queda por hacer.
—De acuerdo, te dejo en paz. —Gaia hace amago de marcharse, pero antes de salir se vuelve hacia mí—. No obstante, nos hemos divertido y, como siempre, el mérito es mío… —dice guiñándome un ojo.
—Desaparece —replico risueña.
—Adiós, capulla.
***
Son más de las seis y me resigno a volver a casa, pese a que el día no ha sido todo lo productivo que me habría gustado. Es inútil, no se puede trabajar con un vaivén de gente como ese. He perdido la mañana casi por completo, solo por la tarde he conseguido concentrarme un poco; he dejado la granada, al menos por el momento, y he dado la primera capa a la túnica de Proserpina, que, al menos, ha salido bien.
Nada más abrir el portón de la calle me doy cuenta de que me he tomado demasiado a la ligera la alarma meteorológica que lanzó anoche el centro de mareas. El agua está subiendo a una velocidad espantosa. Debería haberme marchado antes, en cuanto oí la sirena fuera, con un anuncio similar al del toque de queda, pero nunca hago caso y pienso siempre que el agua tarda bastante en subir y que, en ocasiones, ni siquiera lo hace. Esta vez, en cambio, me he comportado como una idiota. Esta mañana hacía sol, así que dejé las botas de agua en casa. Un clásico: solo las cojo cuando no hacen falta, como me suele suceder con el paraguas.
Intento avanzar unos metros caminando de puntillas con mis bailarinas de ante hundidas en el agua, que ha empezado ya a correr por el suelo, lenta pero implacable. Es toda una empresa. Cuando llego al final de la calle tengo los pies empapados. Podría buscar dos bolsas de plástico y envolverlos atando las asas al tobillo, pero me temo que ya es demasiado tarde, puesto que el agua parece haber subido al menos treinta centímetros en cinco minutos.
Me pongo a salvo encima de un muro bajo que el agua todavía no ha alcanzado y pienso en lo que debería hacer a continuación…, si bien soy consciente de que no hay mucho que pensar. O voy a casa, a sabiendas de que llegaré mojada de pies a cabeza y con la ropa para tirar a la basura, o vuelvo al palacio con el riesgo de quedar atrapada en él hasta bien entrada la noche, momento en que la marea volverá a bajar.
Mientras me debato entre estas dos opciones tan poco atrayentes, Leonardo sale del portón silbando y calzado con unas botas de pescador.
—Hola, Elena, ¿qué haces aquí? —pregunta cuando me ve posada sobre el muro como un gato hidrófobo.
—Intentaba volver a casa… —respondo tratando desesperadamente de contenerme—. Pero ¿tú no estabas en el restaurante?
—Sí, pero volví a eso de las cinco —dice a la vez que se acerca a mí moviendo metros cúbicos de agua con sus pisadas—. Solo que tú estabas tan abstraída en el trabajo que no te diste cuenta y no quise molestarte.
—Ah. —Llega a mi lado. Encaramada al muro casi soy tan alta como él.
—¿Qué quieres hacer? —Observa circunspecto el nivel del agua—. ¿Quieres que te lleve a casa?
—¿Cómo?
—Tú agárrate aquí —me ordena dándose unos golpecitos en el hombro—, que del resto me ocupo yo.
Su propuesta es un poco indecorosa. Lo miro vacilante. Me gustaría contestarle: «No te preocupes, gracias, ya me las arreglaré», pero, dada mi situación, no resultaría creíble. Me temo que no me va a quedar más remedio que aceptar.
—Pero ¿estás seguro? Te haré perder tiempo… —Estoy a punto de decirle que sí…
Rechaza mis objeciones con un ademán de la mano y se vuelve mostrándome la espalda. De acuerdo, acepto.
Su espalda es grande, semejante a una montaña, y yo debo escalarla. Bajo la consabida camisa de lino se entrevén sus músculos. Levanto un pie y lo vuelvo a apoyar en el suelo, indecisa. Maldita sea, ¿por qué me habré puesto esta mañana una falda y un par de medias hasta la rodilla? Me siento tan torpe como cuando en primaria la maestra de gimnasia me hacía trepar por la pértiga bajo la mirada cruel de mis compañeros de colegio. Lo intento de nuevo: apoyo primero una mano en su hombro, luego la otra y aprieto a la vez que dejo caer el resto del cuerpo sobre su espalda. Leonardo me coge un brazo con una mano y con la otra una pierna, que coloca alrededor de su cintura. Hago lo mismo con la otra pierna.
—¿Lista? —me pregunta.
—Creo que sí. —Mi cuerpo ahora está completamente pegado al suyo—. ¿Y tú? ¿Puedes?
Se ríe.
—Eres tan ligera como una muñeca.
Me sujeta los muslos desnudos con sus manos. Caminando con la andadura de un titán, cruza el primer puente como un rayo. Siento el pecho aplastado contra sus dorsales, al mismo tiempo que le rodeo el cuello con los brazos para no caerme. Huele bien, el aroma es el mismo que emanaba de su ropa. Pero debajo se intuye otro olor, más auténtico y salvaje, el de su piel. Olor a viento y a mar.
—¿Por dónde? —me pregunta cuando llegamos al otro extremo del puente.
Le indico la calle hablando a un centímetro de su oreja, en un susurro que, no sé por qué, tiene algo de malicioso, y él echa de nuevo a andar. Prosigue tranquilo, como si fuese la cosa más normal del mundo, en tanto que yo me pregunto qué demonios hago a horcajadas sobre un desconocido. Todo esto es absurdo y, sin embargo, no me molesta. Tengo una sensación de calor y, por un instante, deseo no bajar nunca de allí, quedarme pegada a Leonardo para siempre. De repente, caigo en la cuenta de que mi sexo está haciendo presión sobre su espalda: lo único que nos separa es la tela de las bragas, dado que las medias solo me llegan a las rodillas. Estoy segura de que Gaia pagaría lo que fuese por estar ahora en mi lugar.
Dios mío, creo que me voy a resbalar.
—¿Seguro que estás cómoda? De verdad, eres tan ligera como una pluma. Casi no te siento… —Me aprieta las piernas y me ayuda a colocarme bien dándome un pequeño empujón.
—Sí…
Es fuerte, siento sus músculos en tensión, la sangre caliente que late en sus venas. Sus manos se deslizan por mis muslos con una naturalidad que vence cualquier vergüenza. Casi parece que conoce ya mi cuerpo, y eso me desconcierta, no sé qué pensar.
En la calle de la Toletta los barrenderos están montando las pasarelas de madera y, sonriendo maliciosos y lanzando frases expresivas, me miran como si fuese una princesa árabe a lomos de un camello. Parecen estar diciendo: «Mira a esta qué bien le va». Mi apuro crece a medida que va subiendo el agua, que rebosa sin cesar de las alcantarillas e inunda todo, empapa las paredes, deshace los palos de madera. Por suerte, Leonardo no puede ver el rubor que me está encendiendo las mejillas.
En las tiendas están quitando a toda prisa la mercancía de los estantes más bajos. Los comerciantes maldicen gritando por todas partes. El agua alta es aterradora, lo arrebata todo, no tiene piedad de nada ni de nadie. La verdad es que no puedo por menos que reconocer que hoy me ha ido bien.
Hemos llegado. El puente de madera de la Academia se abre ante nuestros ojos. Estoy a cien metros de casa y, por fortuna, desde este punto las pasarelas lo cubren ya todo.
Doy un ligero pellizco en la espalda a Leonardo.
—Puedes dejarme ya —digo—, desde aquí puedo ir sola.
Se para.
—¿Estás segura? No me cuesta nada caminar unos metros más.
—Así está bien, de verdad. Has sido ya de gran ayuda, en serio… —Sopeso por un momento la idea de invitarlo a tomar un café para darle las gracias, pero no quiero causar equívocos. Hoy las distancias se han acortado ya bastante entre nosotros. Aunque, sobre todo, mi casa está hecha un desastre, de manera que prefiero ahorrarme otro apuro.
—Fin del trayecto —dice al tiempo que me suelta las piernas y me roza las bragas. Es evidente que no se ha dado cuenta. Es más, puede que solo sean imaginaciones mías… A continuación dobla las rodillas y, sujetándome por los hombros, me ayuda a bajar.
Salto sobre la pasarela y me ajusto la ropa.
—Gracias, me has salvado.
—Ha sido un placer.
Lo miro a los ojos. ¿De verdad ha sido un placer? Porque en mi caso creo que lo ha sido realmente.
—Adiós, entonces. Hasta luego.
—Adiós, Elena. Hasta mañana. —Da un paso en el agua turbia; después se vuelve y dice—: Me ha encantado caminar con el agua alta, ¿sabes? Es una experiencia que siempre he deseado vivir…, y jamás me habría imaginado que la compartiría contigo.
Le sonrío, me devuelve la sonrisa y me deja sola, mientras Venecia se deja acariciar por la marea.