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Esta mañana he decidido descansar un poco del mural. Tengo un montón de aburridísimas tareas domésticas que hacer. Digamos que nunca he sido un ama de casa perfecta. El cesto de la ropa sucia rebosa y me resigno a poner una lavadora. Luego paso por la tintorería a recoger un vestido que lleva allí desde el verano y me aventuro en el supermercado para hacer la compra a mi manera: en pocas palabras, me abastezco de platos preparados y congelados, que son, desde siempre, mi especialidad. Una vez en casa me dejo tentar unos segundos por la idea de ordenarla un poco, pero las ganas de hacerlo se pasan enseguida; prefiero trabajar, de manera que cojo las llaves y salgo.

Antes de ir al palacio entro en Nobili: necesito medio gramo de polvo azul ultramar, por si no basta con el que tengo. Prefiero comprar yo el color y asegurarme de que es el correcto. Si mandase a Franco, como sugiere Brandolini, me arriesgaría a que en Nobili no volvieran a verlo por haberse equivocado de color.

A las dos de la tarde la calle del palacio está desierta. La ventaja de trabajar como autónoma en un edificio del que prácticamente solo yo tengo las llaves —bueno, al menos hasta ayer…— es que, en caso de que vaya retrasada, puedo dedicar el sábado a mi tarea, cuando la ciudad está menos frecuentada: no hay estudiantes ni personas que vayan a trabajar, y los turistas se concentran en San Marcos y en Rialto, que queda lejos de aquí.

Introduzco la llave larga en la cerradura del portón de la entrada, doy una vuelta a la izquierda y dos a la derecha y noto que gira en vacío. El portón está abierto y la alarma desconectada. Mejor así, porque en una ocasión saltó por error y fue la única vez en que tuve que recurrir a Franco. Probablemente esté dentro. Subo la larga escalinata de mármol y empujo la puerta de servicio, que da acceso al vestíbulo.

Por desgracia, el momento que tanto temía ha llegado.

Delante de mí se recorta una espalda robusta, envuelta en una camisa de lino rojo. Es él. El inquilino. No esperaba que estuviese ya aquí. Está observando el mural y parece hechizado por él. Inmóvil. Enorme. A sus pies hay una bolsa de viaje que tiene aspecto de haber pasado por más de un aeropuerto de la que asoma el borde de una cazadora vaquera.

Finjo un ligero golpe de tos para indicar mi presencia; él se vuelve y me embiste con una mirada tan intensa que casi me hace retroceder. Sus ojos son de un color negro impenetrable, pero, tras las cejas espesas, emanan una luz que, no sé por qué, me deja sin aliento.

—Hola, soy Elena —digo recuperando cierto aplomo y mirando el fresco—. La restauradora.

—Hola. —Sonríe—. Leonardo, encantado. —Me estrecha la mano y siento su piel áspera sobre la mía. Debe de ser el trabajo el que le ha estropeado tanto las manos—. Jacopo me ha hablado mucho de ti.

Ojeras, labios carnosos, nariz pronunciada, barba descuidada y en parte rojiza y una cabellera oscura que hace tiempo que no ve las tijeras de un barbero: parece salido de un cuadro de Goya. Debe de rozar los cuarenta años, pero su presencia es tan sólida e indispensable como la de un árbol secular.

—Esta pintura es sumamente sensual —afirma volviéndose de nuevo hacia la pared, con leve acento sículo.

Aprovecho para estudiarlo a fondo: viste unos pantalones negros de lino, al igual que la camisa, abotonada a medias, bajo la cual se intuye una poderosa musculatura. En su pecho moreno se entrevé un mechón de vello oscuro. Va calzado con un par de zapatillas de deporte rotas en varios puntos. Parece encerrar una energía misteriosa e indómita que podría estallar de un momento a otro bajo la ropa.

—Técnicamente se trata de una violación —preciso. Cuando me siento incómoda y quiero mantener las distancias tiendo a comportarme como una sabionda, no puedo evitarlo. Me mira y bajo los ojos. La vergüenza me incendia la cara—. Representa una escena de la mitología clásica, el rapto de Proserpina —añado en tono algo menos arrogante.

Asiente con la cabeza, absorto aún en la contemplación del mural.

—Plutón rapta a Proserpina y la lleva al Hades. Antes de acompañarla de nuevo a la Tierra, donde permanecerá seis meses, la obliga a comer nueve granos de granada. Es un mito que guarda relación con el tiempo y las estaciones.

Uno a cero para el cocinero siciliano, que conoce a los clásicos: me ha hecho callar, me lo merecía.

Leonardo mira en derredor aparentemente admirado y exhala un hondo suspiro. Noto que lleva un minúsculo pendiente de plata en el lóbulo derecho.

—La verdad es que el palacio es magnífico; es una suerte estar aquí, ¿no te parece?

«Lo ha sido hasta hoy, hasta antes de que llegaras», pienso, pero jamás tendré el valor de decírselo.

—Todo en orden, amigo, podemos irnos —tercia Jacopo. Ha salido de pronto del pasillo que hay a la izquierda del vestíbulo, y en cuanto nota mi presencia se apresura a saludarme—: Hola, Elena.

—Buenos días, conde…, esto…, Jacopo. —Todavía me cuesta un poco llamarlo por su nombre.

—Veo que os habéis presentado ya.

—Sí —asiente Leonardo—. Elena es muy amable, me estaba explicando su trabajo —miente por mí, que no he sido mínimamente amable, y busca mi complicidad con una mirada a la que, sin embargo, no correspondo.

Brandolini sonríe complacido.

—Ven, Leo —lo coge de un brazo—, te enseñaré tus habitaciones. Olga vino ayer para prepararlo todo.

Leonardo agarra la bolsa del suelo, se la echa al hombro y se dispone a seguir al conde.

Me siento angustiada al pensar en la asistenta.

—Disculpe, Jacopo… —La voz me sale más chillona de lo que desearía.

—¿Sí? —El conde se da media vuelta, al igual que Leonardo.

—No es nada, solo quería pedirle un favor. —Uso un tono más cordial—. Si puede, dígale a Olga que no limpie el vestíbulo; si levanta polvo podría echar a perder la restauración.

—Por supuesto, no se preocupe —me tranquiliza—. Ya se lo he advertido.

Noto de nuevo que Leonardo me mira. Trato de ignorarlo, pero no puedo, sus ojos son como imanes.

—Gracias —contesto al conde, y me vuelvo para escapar de su magnetismo. Los dos se despiden y desaparecen en las salas que hay detrás del vestíbulo.

Respiro hondo para liberarme de la extraña turbación que siento —aunque no sirve de mucho— y me pongo de inmediato manos a la obra: quiero probar el azul que he comprado hace un rato. Me dirijo al grifo de la cocina y lleno a medias la jarra que tiene un filtro que ayuda a eliminar las impurezas. La cal de Venecia es letal, daña gravemente el color. Lo he aprendido sola, por desgracia en la práctica, y me siento muy orgullosa de haber hecho ese descubrimiento.

Oigo las voces y los ruidos que hacen los dos intrusos en el ala derecha del palacio. Me tendré que acostumbrar a ellos, pero todavía no sé cómo. Espero que el tal Leonardo sea un tipo discreto. Confío en que pase el día en el restaurante y que esté el resto del tiempo en su habitación. No quiero tenerlo rondando por aquí, su presencia me turba.

Me arrodillo en la tela de protección y empiezo a mezclar los pigmentos blanco y azul en los tres cuencos. El color de la túnica de Proserpina no supone un gran problema, a diferencia de la granada. Cuando voy por el tercer cuenco tengo la impresión de que me estoy aproximando al resultado. El verdadero motivo de esta prueba es secundar mis manías incontroladas de perfeccionismo y comprobar que el pigmento es, efectivamente, de buena calidad.

—Mi querida Elena, yo me marcho. —Brandolini aparece de nuevo en el vestíbulo al cabo de un rato. Solo—. La dejo en buena compañía. Ya verá como le gusta estar con Leo. —Es la segunda vez que me lo dice y, no sé por qué, me parece de mal agüero. Pasa el dedo índice por el picaporte de la puerta de servicio, como si pretendiese quitar una capa de polvo inexistente—. Le deseo un buen trabajo. Adiós.

—Adiós, señor conde…, mejor dicho, Jacopo.

***

Son casi las seis y Leonardo aún no ha dado señales de vida. Durante un rato he oído música clásica en el piso de arriba, pero después se ha vuelto a sumir en el silencio. Supongo que dormirá durante toda la tarde, dado que ha viajado desde Nueva York y tendrá que recuperarse de la diferencia horaria. Sea como sea, si se queda en su madriguera y no sale, por mí encantada.

Entro en el cuarto de baño para arreglarme. Me quito la camiseta de trabajo y los vaqueros y me pongo unos pantalones limpios y una camisa de algodón que he traído en una bolsa de gimnasio. Diga lo que diga Gaia, así es como entiendo yo la elegancia.

Esta noche voy a casa de mis padres, a una cena familiar para celebrar que mi padre deja la Marina Militar, si bien aún no se ha producido el anuncio oficial. Después de cuarenta años de honrosa carrera, el teniente Lorenzo Volpe se retira del escenario. Ironías del azar, soy hija de un exmarino y apenas sé nadar. Quizá sea culpa de mi madre, quien, cuando íbamos a la playa en verano, siempre temía no volver a verme en cuanto me alejaba un poco de la orilla. Estoy segura de haber heredado de ella el carácter ansioso y, he de reconocerlo, en cierta medida paranoico. En cambio, a mi padre le debo una testarudez ilimitada y la plena dedicación al trabajo.

Sé ya que en cuanto cruce el umbral de casa mi madre saldrá a mi encuentro y me dirá que estoy demasiado delgada, demasiado cansada, hecha un desastre, vaya, a pesar de mis penosos intentos de ocultar el estrés a golpe de rímel y colorete. Mi padre, en cambio, me observará en silencio durante toda la velada y cuando llegue el momento de marcharme me acompañará a la puerta con las manos a la espalda, bien erguida.

—¿Cómo van las cosas? —me preguntará antes de que salga—. Si necesitas algo, aquí nos tienes. A tu disposición.

Yo le diré que no se preocupe, le daré un beso en la mejilla, como de costumbre, y volveré a casa serena y en paz conmigo misma, como solo me sucede cuando estoy en su compañía.

Hace bastante que no los veo y tengo muchas ganas de que me mimen.

Me froto los labios delante del espejo para mezclar bien el pintalabios que he extendido apresuradamente y meto todo en la bolsa. Estoy lista. Antes de salir echo una ojeada furtiva a la escalera. Según parece, Leonardo sigue atrincherado en sus habitaciones; no sé si despedirme de él. No tengo muy claro que sea oportuno.

Al final decido no despedirme.

Salgo por el portón de madera maciza procurando no hacer ruido y una vez en la calle me vuelvo instintivamente a mirar el palacio. La luz está encendida en la planta noble. Me produce un extraño efecto pensar que a partir de hoy ya no volveré a estar sola con mi fresco.

***

Son las últimas horas de la tarde de un tedioso domingo veneciano. He quedado con Gaia en el Muro, en Rialto, para tomar el aperitivo. Hace un rato me amenazó seriamente por teléfono: «¡Si no vienes vestida de mujer, juro que pediré a los gorilas que te echen!». Por lo general, ignoro sus consejos, pero de vez en cuando me gusta complacerla. Aun así me niego en redondo a ponerme un monstruoso tacón de doce centímetros, de manera que he elegido una sandalia de raso verde con un tacón que no pasa de los ocho. A ello se añade un minivestido de seda sin tirantes y una chaqueta negra. En mi caso se trata de un gesto de valor nada desdeñable, dado que no alcanzo a imaginar algo que resulte más femenino (bueno, reconozco que quizá podría haberme mostrado un poco más atrevida con el gorrito de colegiala…). Sé ya que, en todo caso, me arrepentiré, porque de noche en Venecia nos movemos a pie entre puentes y adoquines; el taxi cuesta una fortuna y los vaporetti funcionan al ralentí. Gaia tendrá que reconocer mi sacrificio.

El Muro está ya atestado, la gente se amontona entre el mostrador y los ventanales que dan a la plaza. La idea de mezclarme con el gentío no me entusiasma, pero tengo que hacerlo, al menos para dar un sentido al esfuerzo inhumano que me ha supuesto soportar los tacones para llegar hasta aquí. A codazos consigo abrirme paso entre la multitud que se apelotona delante de la puerta y en dos zancadas, propias de una top model al final de su carrera, entro en el local sana y salva. El caos reina soberano —la banda sonora no es, lo que se dice, de las más delicadas— y el índice de alcoholemia está ya por las nubes, pese a que apenas son las siete. Dado que soy prácticamente abstemia, nunca consigo integrarme del todo en las situaciones en las que el alcohol constituye el único placer. En cambio, Gaia es capaz de beberse tres mojitos en una hora y quedarse tan fresca.

¡Aquí está, la reina de la mundanidad! Va de una mesa a otra dedicando a todos su sonrisa más engatusadora, salpimentada con unos saludos melosos y tan agudos que rozan el ultrasonido. Su cola de caballo rubia destaca entre la multitud. Gaia es ya de por sí alta, pero, como de costumbre, también en esta ocasión luce sus tacones de combate. Se ha parado en el centro de un grupo de gente que conozco. Me pongo de puntillas y le hago una señal desde lejos. Por suerte, me ve. Bracea excitada invitándome a acercarme. Chocando con una decena de personas, me hundo en el gentío y me aproximo a ella.

—¡Por fin! ¿Dónde demonios te habías metido? —Me estampa un beso en la mejilla. Luego, como era de prever, me mira de arriba abajo—. ¿Y esas sandalias? Qué verde tan estiloso… ¡Así se hace, Ele, me gusta!

Examen aprobado. Al menos esta noche no tendré que enfrentarme a los gorilas.

—¿Y bien? ¿Cómo te fue con tu ciclista la otra noche? —le digo al oído pellizcándole un costado.

—No me fue. —Gaia pone una carita de dolor poco creíble—. Me temo que tiene otras cosas en la cabeza en estos momentos…

—¿Qué me dices? —digo fingiendo estupor.

—Sea como sea, ¡no dejaré que Belotti me encadene! No, ni hablar… —Recupera la agresividad en un abrir y cerrar de ojos—. Bueno…, un sitio en mi corazoncito sigue teniéndolo, pero debo dejar que se decida. Si me quiere tendrá que venir a buscarme.

—Ya veremos… —Sigo sin entender por qué le interesa tanto ese tipo. Los misterios insondables del amor. O de las hormonas, en el caso de Gaia.

—En cualquier caso, anoche, en el Pequeño Mundo, vi a Thiago Mendoza. ¿Sabes quién es? El modelo de Armani. Nos dimos el número de teléfono.

—Veo que no te cuesta nada consolarte… —No sé quién es la nueva adquisición, pero es típico de Gaia reaccionar ante un rechazo lanzándose a una nueva conquista.

Suelta una sonora carcajada y prosigue, dirigiéndose también al resto del grupo:

—Tengo sed, chicos. ¿Otro spritz para todos?

El grupo acepta por unanimidad y Gaia me coge del brazo y me arrastra de nuevo a la multitud.

—Nico, ¿me preparas ocho spritz al Aperol? —le dice al camarero cuando llega a la barra moviendo las pestañas cargadas de rímel.

—Enseguida, amor.

Es típico de los venecianos, tanto hombres como mujeres, llamar «amor» a las personas que conocen desde hace menos de una hora. Y Nico, el camarero aspirante a actor, no es una excepción.

—Y también una Coca-Cola para mi amiga —añade Gaia anticipándose a mis deseos.

Mientras tanto, el resto del grupo se ha acercado a la barra y en menos que canta un gallo los vasos pasan de mano en mano rozándose para brindar.

—¿Vamos a fumar? —propone alguien.

La manada se desplaza pacíficamente al exterior. Gaia se queda conmigo y se sienta en el taburete que está frente al mío. La Coca-Cola tarda en llegar.

—¿Filippo viene a cenar con nosotros?

—Por lo visto sí.

—Me alegro de volver a verlo.

Cuando conocí a Filippo ella había dejado la universidad hacía ya mucho tiempo. Se lo presenté yo, pero los dos descubrieron enseguida que tenían varios amigos en común: Venecia es bastante pequeña, uno acaba por conocer a casi todos, sobre todo si las relaciones sociales constituyen una enfermedad, como en el caso de Gaia.

De repente, alguien la llama desde el rincón donde están los sofás.

—Perdona, voy a hablar con unas personas —dice devolviendo el saludo y bajando de un salto del taburete.

—Ve, ve —contesto—. ¡Cumple con tu deber!

Gaia me guiña un ojo y desfila con sus leggings superceñidos. No hace mucho descubrí, obviamente gracias a ella, que los vaqueros ceñidos, rayanos en lo asfixiante, se llaman así. Gaia los luce a menudo, pese a que tiene los gemelos un poco gruesos, el defecto de su cuerpo que más la atormenta. Disfruto del espectáculo desde mi taburete: unos movimientos de gata y una camiseta de tirantes de algodón desteñida que deja poco espacio a la imaginación, si bien todo es mérito del push-up con relleno, porque Gaia al natural no pasa de la setenta y cinco (aunque eso solo lo sabemos los hombres que se han acostado con ella y yo).

Nico me pone, por fin, la Coca-Cola.

—¿Me echas un poco de hielo? —le pido.

—¿Quieres también limón, amor?

—Sí, gracias.

Después de dar el primer sorbo con la pajita oigo sonar el teléfono. Un SMS de Filippo.

Bibi, me he retrasado.

Llego dentro de media hora.

Beso

Le respondo enseguida, con la esperanza de que no tarde mucho.

Ok, ¡te esperamos!

Cuando acabo de responder, una mano me acaricia un hombro. Me vuelvo de golpe y veo a Leonardo Ferrante, el inquilino.

—Hola, Elena —dice—. Venecia es realmente un pañuelo…

Va descuidado, como antes; lleva la camisa por fuera de los pantalones, que no debe de haber planchado en su vida. Con todo, parece de verdad contento de verme.

—Hola… —Me ha pillado por sorpresa. Me acomodo mejor en la silla. Yo no me alegro tanto de verlo. Este hombre me desconcierta. Cuando lo tengo delante ni siquiera logro prever mis pensamientos. Y eso no es bueno.

Toma asiento en el taburete que Gaia ha dejado libre sin esperar a que lo invite y me escruta con sus ojos negros.

—¿Estás sola? —Me roza el brazo con una mano y, a saber por qué, el gesto me turba.

—No, estoy con unos amigos… —contesto agitando una mano en el aire como si pretendiese explicarle que, si bien cada uno va por su lado, todos seguimos aquí.

Hay algo en Leonardo que me inquieta, que me llega directo a la tripa, como un golpe seco. Me gustaría que se fuese. Aunque no lo tengo muy claro.

Se vuelve de repente hacia un grupo de gente que se está sentando a una mesa.

—Chicos, pedid lo que queráis —dice con aire autoritario—, enseguida estoy con vosotros. —Después se dirige de nuevo a mí—: Es el equipo del restaurante, mis colaboradores —me explica señalándolos.

—Ah, entonces tiene que irse… —me apresuro a responder.

—No, me alegro de haberte visto. —De manera que es oficial: pese a que yo sigo hablándole de usted, él ha decidido por su cuenta acortar las distancias.

—¿Por qué no me tuteas? —continúa.

Me miro las manos enfurruñada. Ni que me hubiera leído el pensamiento.

—Sí, claro… —murmuro. Por buena educación y para superar la vergüenza, hago un esfuerzo para entablar conversación—: Ayer salí del palacio procurando no hacer ruido. Espero no haberte despertado. —De inmediato me arrepiento de mis palabras. En el fondo, es él quien debe tratar de no tocarme las narices. ¿Por qué me justifico?

—Tranquila, cuando duermo no oigo nada.

Capta la mirada del camarero, que, mientras tanto, se ha acercado a nosotros.

—Un Martini blanco.

Nico le llena el vaso y él saca la cartera.

—Pago también el suyo —dice señalándome.

—No, no es necesario… —Intento oponerme hundiendo la mano en el bolso. Él me lo impide. Mi muñeca parece minúscula entre sus dedos; apenas me roza, pero lo hace resuelto. Sacude mínimamente la cabeza y yo me rindo al instante—. De acuerdo, gracias.

Mientras bebe a sorbos su Martini observa mi vaso.

—¿Por qué no bebes alcohol?

—Soy abstemia —me justifico encogiéndome de hombros.

—Eso está muy mal. —Esboza una sonrisa un tanto falsa—. Las personas que solo beben agua tienen algo que esconder.

—Pero yo no bebo solo agua. Esto, por ejemplo, es Coca-Cola.

Leonardo se echa a reír dejando a la vista unos dientes blancos y feroces. Tengo la impresión de que no se ríe de mi ocurrencia, sino de mí. A continuación da un nuevo sorbo a su vaso y adopta un aire serio.

—Te molesta mucho que viva en el palacio.

—No… —respondo sin pensar, pero dejo la frase a medias. La suya no es una pregunta y salta a la vista que mi falsa cortesía no le interesa. Lo intento de nuevo—: La verdad es que habría preferido seguir sola —me arriesgo a decir—. Soy así, no puedo concentrarme con gente alrededor. Además, los trabajos de restauración deberían hacerse en un ambiente lo más aislado posible.

Espero que diga algo así como: «Comprendo, procuraré molestarte lo menos posible». Pero no lo hace. Sigue escrutándome como si acabase de comprender algo fundamental que, sin embargo, a mí se me escapa.

De repente alarga una mano hacia mí. Retrocedo instintivamente —¿cuándo le he dado permiso para tocarme?—, pero sus dedos se hunden en mi pelo donde las puntas rozan el cuello.

—Cuidado, se te ha caído esto.

Sujeta uno de mis pendientes entre el pulgar y el índice. Lo miro atontada; luego lo cojo a toda prisa y me lo vuelvo a poner.

—Me ocurre a menudo, no están bien hechos —me justifico evitando su mirada. Mi cara se tiñe de todas las tonalidades del rojo. Ahora sí que daría lo que fuese por que se marchase.

Por suerte, uno de sus colaboradores lo llama. Leonardo le contesta con un ademán y después se gira de nuevo hacia mí.

—Perdona, tengo que volver con ellos —me dice—. Nos vemos mañana.

—Por supuesto, hasta mañana.

Veo cómo se reúne con el grupo sentado a la mesa, y mientras verifico que el pendiente escurridizo está en su sitio trato de sobreponerme a esta absurda sensación de vergüenza.

Gaia reaparece poco después. Ha conseguido liberarse de los deberes que conllevan las relaciones públicas. Se sienta de nuevo en el taburete y me escudriña con una mirada poco menos que policiaca. Me preparo psicológicamente para el interrogatorio.

—Ele, tesoro —ya sé adónde quiere ir a parar—, ¿quién es ese tipo?

—¿Quién?

—No disimules —me ataja—, ese con el que estabas hablando hace un minuto.

—Es el tipo que Brandolini ha tenido la amabilidad de meterme en el palacio. Se llama Leonardo y es chef. —Mi voz delata cierta crispación.

—Qué interesante… —Gracia lo observa a distancia—. Pero ¿cuántos años tiene?

—¿Y yo qué sé? Solo he cruzado dos palabras con él.

—Podrías habérmelo presentado…, ¡es supersexi!

—¡Dios mío, Gaia! ¿Será posible que siempre estés de caza? —Abro los brazos—. Además, no entiendo qué le ves, es un grosero —digo mirándolo también.

—Se ve a la legua que no es uno del montón, es un hombre de pies a cabeza. Hazme caso, Ele… —Gaia se muerde el labio.

Busco las palabras para contradecirla, pero no doy con ellas.

—¡Chicas! —Una voz familiar me salva de la lección de anatomía masculina que Gaia está a punto de iniciar.

Filippo se abre paso entre la gente y nos saluda besándonos en las mejillas.

—Perdonad, he tenido un problema en el estudio. El gilipollas de Zonta me hace trabajar hasta en domingo. Él y sus clientes millonarios… ¿Cuánto tiempo hace que no nos veíamos, Gaia?

—Dos años, Filippo. Por favor, dime que no he envejecido, aunque no lo pienses. —Nos echamos a reír los tres. Luego Gaia le da un spritz—. Ahora te bebes esto y luego vamos a cenar.

—¿Habéis decidido ya dónde? —Filippo da un sorbo al spritz sin protestar.

—¿Por qué no vamos al restaurante vegetariano del gueto? —propongo. Por la forma en que me miran entiendo de inmediato que mi idea no ha sido bien recibida.

—Ele —dice Gaia—, cómo te lo diría… Estamos un poco hartos de ti y de tus manías con la carne.

—Bueno, retiro la propuesta. Eres una insensible. —Pongo expresión de ofendida, pese a que jamás me enfado de verdad cuando es Gaia la que hace comentarios sobre mis manías vegetarianas.

—Vamos al Mirai —tercia Filippo—, el restaurante japonés de Cannaregio.

—¡Sí! —exclama Gaia—. Me encanta el sushi y allí lo bordan.

—Vale, así podré comer un poco de arroz y verduras.

—Entonces, ¿aceptado? —Filippo me mira como si dijese: «Espero haber propuesto un buen acuerdo».

Le sonrío y asiento con la cabeza.

—¡Vamos!

***

En el Mirai la cena fue agradable. Al final la mesa era de diez, porque en el Muro Gaia invitó a unas cuantas personas. El gesto, claro está, era intencionado. Sí, porque una vez acabada la cena, la reina de la noche logró arrastrar a todos al Pequeño Mundo, una de las discotecas en las que trabaja como relaciones públicas. A todos salvo a Filippo y a mí.

Cuando rechacé la invitación, Filippo me propuso que prosiguiéramos la velada juntos y ahora estamos caminando sin rumbo por la ciudad. Todavía hay gente por la calle, la temperatura es bastante templada y apetece estar fuera. Los bares se hallan abarrotados y de vez en cuando vemos a alguien salir de uno de ellos tambaleándose. Yo también empiezo a trastabillar, pero no por el alcohol, sino por las sandalias, que me están torturando los pies.

—No puedo más, parémonos un momento, por favor.

Un segundo después de decir esta frase me dejo caer en un banco vacío y me pongo a rebuscar en el bolso con la esperanza de encontrar una tirita. En vano. Antes de salir pensé en coger un par, pero después me olvidé. Me descalzo y veo que mis pies están rojos e hinchados, marcados por los surcos que han dejado las tiras. La moda es cruel.

—Dios mío, cómo están… —murmuro mientras los acaricio. Pero el caso es desesperado.

Filippo me coge el pie derecho y lo apoya en sus rodillas, obligándome a volverme por completo hacia él.

—¿Qué haces? —le pregunto sorprendida.

—Una cura de emergencia —contesta él al tiempo que empieza a masajearlo. Su caricia es terapéutica, siento que la sangre empieza a circular de nuevo. Me relajo unos minutos y dejo que sus manos se muevan dulcemente por el pie. Poco a poco, sin embargo, el alivio se torna en vergüenza. Estoy tumbada en un banco, en plena noche, y Filippo me está dando un masaje en los pies. La situación es un tanto extraña… y su gesto es demasiado íntimo tratándose de nosotros dos. Lo miro y noto que también él me mira, pero no como corresponde a un amigo. Nuestras caras están muy cerca, falta poco para que nos besemos, siento que va a ocurrir, lo deseo, pero a la vez me da miedo, contengo la respiración…

Un móvil suena y nos devuelve bruscamente a la realidad. Es el mío.

—Ele, disculpa la hora. ¿Estabas durmiendo?

Es Gaia.

—No, no…

El hechizo se ha roto. Recupero mis pies y me pongo a toda prisa las sandalias. Mientras me las abrocho miro de reojo a Filippo; parece decepcionado, y puede que yo también lo esté. Pero es irremediable, Gaia reclama mi atención.

—¿Me oyes? ¿Dónde estás?

—Sí, perdona. Aún estoy fuera…

—Escucha, me he metido en un buen lío. Me he peleado con Frank en el Pequeño Mundo… Está loco, me obligó a ir a su despacho y me dijo que la última vez que estuve en el local le llevé una gente de mierda. Me marché dando un portazo. El problema es que me he olvidado las llaves y el resto de mis cosas en su escritorio.

—¿Y no puedes volver a cogerlas?

—No, Ele, no quiero volver a ver a ese cabrón. Lo haré mañana, antes de que abra la discoteca y él haga acto de presencia. Pero esta noche… ¿puedo dormir en tu casa?

—Claro, te espero allí en un ratillo.

—Llego en dos minutos.

¿Dos minutos? Por lo visto estaba segura de que le diría que sí.

Cuelgo y me vuelvo hacia Filippo.

—Perdona, pero Gaia va camino de mi casa, ha perdido las llaves de la suya.

Él esboza una sonrisa, pero aun así me parece advertir en su mirada un velo de pesar.

—No te preocupes, Ele, te acompaño al vaporetto.

Lo esperamos durante un cuarto de hora en silencio, en el aire flota el bochorno que nos ha causado el beso fallido. Bromeamos para aliviar la tensión. Cuando llega el vaporetto me parece un príncipe azul que viene a salvarme, de manera que subo a él encantada, casi me precipito dentro.

—Bibi…, me llamarás, ¿verdad? —me dice Filippo desde el muelle.

—Por supuesto, hasta pronto —le contesto agitando la mano. Acto seguido me alejo deslizándome en el agua.

***

Delante del portón de casa me espera ya Gaia, que sigue enfadada. Mientras subimos la escalera me cuenta con pelos y señales lo que ha sucedido con Frank y eso me ayuda a dejar de pensar en Filippo. De cuando en cuando se encoleriza y me veo obligada a recordarle que baje la voz: es tarde y en el edificio todos están durmiendo.

Mientras nos preparamos para acostarnos, en el cuarto de baño noto que la mirada de Gaia me sigue en el espejo.

—¿No me estás ocultando algo? —Ya está, Gaia, la gran inquisidora.

—¿Y qué se supone que iba a ocultarte? —mascullo sin dejar de lavarme los dientes.

—No lo sé, Filippo y tú no me decís la verdad. ¿He interrumpido algo?

—Solo somos amigos, Gaia.

No parece en absoluto convencida.

—Mmm…, yo creo que le gustas. Pero ¿qué digo?, siempre le has gustado. —Me encojo de hombros—. ¿Y tú qué dices?

—No sé. Nunca lo he pensado en serio. —Y no miento, al menos hasta esta noche…

***

Nos metemos bajo las sábanas de la cama de matrimonio en la que duermo y, a saber por qué, el ambiente se anima de improviso. Gaia me lanza una almohada a la cara y enseguida me vienen a la mente las fiestas de pijama que organizábamos cuando éramos adolescentes. Nos reímos de cómo éramos entonces y de cómo somos ahora. Apago la lámpara y nos damos las buenas noches.

Apenas he conciliado el sueño, cuando la voz de Gaia me despierta:

—Ele…

—¿Eh? —le respondo medio dormida.

—Pero ese Leonardo…, dijiste que vive en el palacio en el que trabajas, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y dónde, exactamente?

—Mañana te lo explico. Ahora duérmete.