17

Hoy he llorado durante dos horas ininterrumpidas. Lágrimas plenas, dolorosas, que no he intentado combatir. Es otro día de tormento que se añade a los precedentes. Llevo cuatro días atrincherada en casa, con un nudo indisoluble que me oprime el pecho y me produce una sensación de náusea sofocante. No dejo de pensar en él. De vez en cuando me acuerdo de comer, pero solo consigo tragar unos cuantos bocados, lo necesario para no morir de hambre. Tengo el estómago cerrado, el cuerpo débil, la cabeza de plomo, el corazón enmarañado de rabia. Odio a Leonardo por haberme abandonado así. Me odio a mí misma por haber abrigado la ilusión de que lo nuestro podía acabar de otra forma. ¿Se puede ser más estúpida? No sirvió de nada que me repitiese una y otra vez que no debía enamorarme, al final caí en la trampa de los sentimientos. ¿Qué otra cosa podía esperar de mí? ¿Convertirme de verdad en otra persona, más fuerte, más autónoma y valiente? No he logrado ser la mujer emancipada que creía ser. Todo ha sido una espléndida ilusión. Y ahora estoy mal, el dolor me priva de las fuerzas y me carga el alma de tormento.

No contesto al teléfono. Gaia me ha buscado varias veces estos días, pero no le he respondido ni una sola vez. Ni siquiera contesto a mi madre, que debe de estar a punto de llamar a ¿Quién sabe dónde? Quiero estar sola, regodearme en mi soledad y en mi tristeza. En ciertos momentos estoy tan apesadumbrada que me cuesta moverme, y hasta desplazarme de la cama al sofá me parece toda una empresa; en otros estoy tan enfadada que me gustaría romper todo lo que tengo al alcance de la mano. Hace poco hice añicos un paquete de galletas a base de puñetazos. Después lo tiré todo por la ventana. No pensaba que el abandono de Leonardo fuera a dejarme así y no oso pensar cuánto tiempo me llevará aún recuperarme.

Miro alrededor. En mi casa nunca ha reinado un caos semejante: el suelo está lleno de polvo y de migas, los platos por lavar, los vestidos tirados de cualquier manera, la cama sin hacer. La cama todavía conserva su aroma, el nuestro. Las sábanas mantienen un vago perfil de nuestros cuerpos. Quiero volver a ella para sentirme más cerca de Leonardo.

Me quito las zapatillas de lana y me meto bajo las sábanas. Llevo puesto el pijama de felpa con los ositos polares. Y son las tres de la tarde. Me arrastro hasta tocar el fondo del colchón, engancho el borde con los pies y dejo que mis sentidos se nutran de él. Veo su cara, inhalo su olor, siento sus manos y su boca en mí. Es desgarrador. No puedo privarme de él, pero a la vez querría que todos los recuerdos se borrasen en un instante.

Fuera sopla un viento siroco espantoso. Chirría en los cristales de las ventanas y se filtra por los postigos silbando de forma inquietante. Una angustia violenta se apodera de mí. Rebrotan los antiguos miedos, los que tanto me costaba controlar, el miedo a no estar a la altura, a no ser suficiente, a no ser amada.

El miedo a quedarme sola.

Entre sus brazos todo era maravilloso. Era feliz, me reía mucho, mientras que ahora lo único que hago es llorar.

En un instante de irracionalidad me pasan por la mente unos pensamientos que la mayor parte de las personas no reconoce tener, como meterme en la boca una docena de pastillas y tragármelas con un poco de vodka, o tirarme desde el duodécimo piso de un edificio. Aunque, pensándolo bien, ¿en Venecia hay edificios tan altos? Creo que no…

Qué estúpida soy, menos mal que en medio de todo este sufrimiento aún queda espacio para una sonrisa.

¿Sería tan inoportuno mandarle un mensaje para decirle que lo echo de menos y pedirle que vuelva?

Sí, no es conveniente, lo sé. Pero en el fondo ya no tengo nada que perder… Cojo el iPhone de la mesita de noche y empiezo a componer su nombre en el teclado con los dedos temblorosos y el corazón en un puño. De pronto, antes de que haya podido escribir la primera línea del SMS, el teléfono se bloquea y la pantalla se oscurece. Por unos segundos soy víctima del pánico, lo apago y lo vuelvo a encender temerosa de haber perdido todos los datos; solo me calmo cuando veo reaparecer poco a poco los iconos.

Es una señal, estoy segura. El universo me está mandando un mensaje y, sin demasiada originalidad por su parte, lo hace a través del iPhone: ¡no debo llamar a Leonardo, debo olvidarlo! Es un cabrón, un egocéntrico, un egoísta, un cobarde. Métetelo bien en la cabeza, Elena. ¿Quieres causarte más daño? No, no quiero.

Haciendo gala de un enorme valor, borro su número de la agenda. Me siento hecha un asco, pero es la única manera de no caer de nuevo en la tentación. De ahora en adelante Leonardo está definitivamente fuera de mi existencia. He tocado fondo, pero soy una de esas mujeres que deben sufrir antes de espabilarse y comprender. Para eso sirve todo este dolor, para que entienda que ha sido un error, un daño, un peligro que no debería haber corrido, un salto en el vacío que al final me ha hecho estrellarme.

Ha llegado el momento de poner punto final a esta historia.

Pienso en todas las personas que en este instante estarán sufriendo por amor en Venecia y en todo el mundo y me siento menos sola. Me repito que me las arreglaré, que no será tan difícil como parece. Ya no lloro, me concentro en la respiración, como he aprendido a hacer en las clases de pilates. Inspiro, expiro. Lentamente.

¿Qué haré ahora?

Al mismo tiempo que formulo una cantidad insoportable de pensamientos inconexos, oigo que suena el timbre. Es Gaia, solo puede ser ella, la reconozco por la forma machacona de llamar. No tengo la menor intención de levantarme de la cama para ir a abrirle. No quiero que me vea en este estado, no aguantaría sus preguntas.

Permanezco inmóvil, en silencio. El timbre ha dejado de sonar. Quizá Gaia haya pensado que no hay nadie en casa y se haya resignado. Solo que no es el tipo de mujer que se rinde, de manera que al cabo de unos segundos vuelve a llamar con mayor insistencia. Luego se produce un nuevo silencio.

—¡Elena! —Oigo su voz retumbando en mi cabeza como si fuese una habitación vacía—. ¡Elena, abre, me preocupas! —Me arrastro por inercia hasta la entrada, pero permanezco callada—. ¡Sé que estás ahí! ¡Si no me abres llamaré a los bomberos para que tiren abajo esta maldita puerta! —grita aporreándola como si de verdad quisiese echarla al suelo.

Al final abro y le dejo entrar.

Cuando me ve se queda boquiabierta.

—¿Se puede saber qué te pasa? —pregunta. Sin aguardar mi respuesta me estruja en un abrazo y me da un beso en la mejilla.

El calor de ese abrazo me abre el corazón. Me deshago entre sus brazos y me abandono. ¿Cómo he podido pensar que podía pasar sin ella? Gaia es la única persona a la que puedo confiar lo que queda de mí.

Así que le cuento todo. Con valor y sinceridad, sin pudor. La amarga verdad sobre Leonardo sale entre mis labios, gota a gota la vierto sobre ella. El primer abrazo en el palacio, el pacto diabólico, las pruebas, el sexo, mi resistencia, mi perdición. Ella me escucha en silencio, sentada delante de mí en el sofá, negando en varias ocasiones con la cabeza, con sus enormes ojos clavados en los míos.

Al final de mi relato Gaia está asombrada y conmovida, una lágrima parece estar a punto de resbalarle por la mejilla. He conseguido dejarla sin palabras, algo inaudito en ella. Pese a que no dice nada, me estrecha en un abrazo que quiere decirlo todo y yo me sumerjo en una piscina caldeada donde se hace pie y nunca te hundes. Siento la consistencia del verdadero afecto. En los escasos segundos en los que me estrecha entre sus brazos y pega su mejilla a la mía, Gaia me infunde una quietud que casi me cuesta aceptar. Ahora sí que no estoy sola.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —pregunta incrédula apartándose un mechón de pelo de la frente.

—Porque tenía miedo de que me juzgases mal.

—¡¿Yo?! —exclama—. Ele, ¿cómo podría juzgarte mal?

Bajo la mirada unos segundos y la vuelvo a alzar.

—Me daba vergüenza.

Ahora, en realidad, me avergüenzo de haberle mentido, pero sus ojos verdes están llenos de perdón.

—Eh… —susurra—. Sabes que siempre estaré a tu lado, suceda lo que suceda.

—Lo sé… —Es fantástico oírlo.

—¿Y ahora? ¿Qué quieres hacer con Leonardo? —pregunta con una discreción que jamás he visto en ella.

—Olvidarlo, enterrarlo. Sufro muchísimo, pero también siento mucha rabia. —Gaia me coge las manos y su gesto me anima a hablar—. El problema es que aún estoy más enfadada conmigo misma. ¡Fui yo la que se enamoró como una estúpida! —me enfervorizo—. Él me lo advirtió varias veces. Pensaba que podría controlar el juego y en cambio…

Gaia cabecea.

—Si me lo hubieses dicho antes quizá habría podido ayudarte. Te guardaste todo dentro… ¡y yo no me di cuenta de nada! —Se reprocha a sí misma mi amiga, a la que he ocultado todo deliberadamente.

—La culpa es mía… Cometí todos los errores que podía cometer, Leonardo me hizo mentir a las personas a las que más quiero. Es tremendo, lo sé. Lo siento.

—¡No! No vuelvas a pronunciar la palabra «culpa» —dice en un tono casi airado—. Tú no tienes ninguna culpa. Ha acabado mal, pero los remordimientos no sirven ahora para nada.

—Dios mío, Gaia… —Hundo la barbilla en el pecho, desesperada. Cierro por un instante los ojos y cuando los vuelvo a abrir dejo caer nuevas lágrimas.

—Eh, basta ya de llorar. Tú no te equivocaste, lo único que hiciste fue obedecer a tu corazón. —Gaia se acerca a mí y me estira las mejillas hasta dibujar en ellas una sonrisa—. Dime que, al menos, te divertiste un poco… —me provoca en tono de complicidad.

Mientras me enjugo las lágrimas se me escapa una sonrisa sincera.

—Pero ¿y tú cómo estás? —le pregunto emergiendo de nuevo del túnel de mis pensamientos—. Solo hemos hablado de mí…

Gaia exhala un largo suspiro.

—Hay novedades. Ese es otro de los motivos por los que te llamé.

—¿Buenas o malas?

—Ni siquiera yo lo sé. —Se encoge de hombros.

—¿Qué quieres decir?

—He roto con Jacopo. —Su semblante se ensombrece al instante.

—¡No! —Lo siento de verdad. Me gustaba su relación—. ¿Qué ha ocurrido?

—Me pidió que me fuera a vivir con él —explica con voz inexpresiva—. Al tener que enfrentarme a un compromiso tan grande comprendí que no podía mentir, ni a él ni a mí. —Ella, que por lo general es tan frívola e impulsiva, parece estar cobrando ahora conciencia de manera equilibrada.

—¿Belotti tiene algo que ver? —le pregunto, convencida de que es así.

—He intentado olvidarme de él, Ele, pero no lo he conseguido. —Sus ojos resplandecen mientras lo dice—. Jacopo ha sido perfecto conmigo, me ha colmado de atenciones y de regalos, pero no ha sido suficiente. Sigo pensando en ese cabrón.

—Pero ¿os habéis visto?

—Solo hemos hablado por teléfono —contesta, casi resignada—. Está entrenando mucho. Este es un año muy importante para él, debe recuperarse de las caídas que sufrió los pasados meses.

—¿Entonces?

—Entonces da igual. —La tristeza le surca la cara—. A pesar de que está lejos, de que, con toda probabilidad, solo lo veré cuando termine la temporada…, lo esperaré, ¿qué otra cosa puedo hacer? —Asiento con la cabeza para brindarle todo mi apoyo y comprensión—. Quizá sea una gilipollez de la que me arrepienta amargamente —suspira Gaia—. Jacopo se ha quedado hecho polvo. Está realmente enamorado, ¿sabes?

—Lo sé. Yo era una de sus fans. No sabes cuánto me apetecía tener una amiga condesa… —digo para quitar hierro a la situación. Una sonrisa asoma a sus labios, pero ella hace todo lo posible para que vuelva al lugar de donde ha venido.

—En cambio tienes tan solo una amiga imbécil.

—Bueno, al menos ahora somos dos.

***

Después de que Gaia se haya marchado, el amasijo de pensamientos en el que estaba inmersa se va deshaciendo poco a poco, como si la piedra que me pesaba en el estómago hubiese salido rodando de improviso de mi cuerpo dejándome una sensación de liberación y ligereza. Hablar con ella me ha aliviado, contarle la verdad me ha ayudado a ver las cosas desde otra perspectiva, con una mayor distancia.

He sido feliz, ya no lo soy, pero puedo volver a serlo. Debo relativizar mi dolor, considerar a Leonardo un episodio de mi vida, sumamente hermoso, pero irrepetible. El futuro me espera, lo único que necesito es comprender en qué dirección debo ir. Podría sumergirme en el trabajo, por ejemplo, decidirme y aceptar el empleo de Padua, siempre y cuando no esté ya fuera de plazo. Quiero ser una mujer fuerte, racional, tengo casi treinta años y quiero dirigir mi vida, concentrarme en las cosas que me interesan, encontrar mi lugar en el mundo. La Elena que gozaba entre los brazos de Leonardo, que esperaba confiada cada uno de sus gestos, de sus palabras, que estaba dispuesta a hacer todo lo que le pidiese ya no existe. Esa mujer no era yo. Era la mujer que él deseaba. Ahora debo volver a ser yo misma, sin Leonardo, una Elena que solo pertenece a Elena.

Suspiro. Es más fácil decirlo que hacerlo. Debo empezar por las pequeñas cosas: voy a mi cuarto a hacer la cama. Pongo sábanas limpias y meto las sucias en el tambor de la lavadora para liberarme de su aroma y de su imagen. A continuación abro las ventanas y dejo salir el aire viciado de la habitación. Hace falta una ráfaga de viento que borre todos los recuerdos. Mientras llevo a cabo estas cosas un pensamiento cruza por mi mente. ¿Es posible que las emociones que experimenté con Leonardo no fueran amor? ¿Respondían más bien a la fascinación que ejerce lo prohibido, al gusto que produce violar las reglas? La idea me inquieta. Mucho. Pero ¿y si fuese así?

Basta, me niego a pensar en ello.

Aunque puede que si redujese nuestra relación al simple deseo oculto de transgresión me resultara más fácil dar una dimensión más adecuada a todo…

Voy al salón y cojo de la librería un bonito volumen ilustrado sobre Miguel Ángel y la Capilla Sixtina. Por lo general, contemplar las obras de arte de los grandes maestros me ayuda a relajarme. Me tumbo en el sofá con la cabeza apoyada en un cojín y empiezo a hojear el libro deteniéndome en ciertos detalles que llaman mi atención.

Cuando estoy casi a la mitad del libro un folio resbala de sus páginas y cae sobre mi pecho. Lo miro: es el retrato que Filippo me hizo la noche antes de marcharse. Lo metí entre estas páginas para que no se estropease, casi me había olvidado, y ahora, al encontrarlo de nuevo, el corazón me da un vuelco.

«Qué guapa eres… Dormías tan a gusto esta noche…».

De repente siento una inmensa nostalgia de él. Fil, ¿por qué no comprendí enseguida que era tu amor el que debía aceptar? Tú eras el que me hacía sentirme realmente protegida, el que me aceptaba tal y como era, con todos mis límites y defectos, sin pretender que cambiase. Y yo no hice nada para proteger ese sentimiento puro y sincero que nos unía, no supe cuidarlo, lo maltraté persiguiendo estúpidas ilusiones. Solo ahora me doy cuenta de lo que he perdido.

Una lágrima cae lentamente de mis ojos, luego otra y otra más. Me abandono a un llanto liberador, que no es de rabia ni de dolor, es el llanto que se reserva a las personas realmente importantes, a las que estamos vinculadas por algo que va más allá del corazón, el cuerpo y la mente. Estas lágrimas borran todas las emociones que he experimentado en los últimos meses, y cuando se acaban me dejan extenuada. Pero ahora hay en mí una nueva determinación, una nueva fuerza. Estoy preparada para renacer y lo primero que tengo que hacer es pedir perdón al que ha sido víctima de mis errores.