16

A las nueve y media de la mañana la plaza Roma es una babel de gente, coches, autobuses y motos que van y vienen: la frontera entre la Venecia de los canales y la provincia de las calles asfaltadas. Estoy aquí porque Leonardo ha decidido llevarme a las colinas Trevigiani y tiene que pasar a recogerme con un coche de alquiler. No sé muy bien adónde vamos, lo único que sé es que debe ver a un productor de vino. «Es una cita de trabajo, pero me gustaría que me acompañases», me dijo una noche mientras estábamos en la cama. Obviamente, la idea me entusiasmó, pero traté por todos los medios de que no se me notase. Desde que nos conocemos nunca hemos salido de la ciudad ni hemos pasado un día juntos.

Llevo varios minutos en el aparcamiento sin dejar de mirar alrededor intentando adivinar por dónde aparecerá, pero la confusión es tal que no logro ver más allá de un radio de dos metros. De repente un rápido golpe de claxon hace que me vuelva. Ahí está. Es él, a bordo de un BMW X6 blanco y resplandeciente. Se arrima con los cuatro intermitentes encendidos. Sin apearse del coche se inclina para abrirme la puerta desde dentro y me invita a subir.

—¿Estás lista? —Me da un suave beso en la boca y se pone en marcha.

—Sí. —Me pongo el cinturón de seguridad y me reclino en el asiento de piel.

Leonardo se ajusta las Ray-Ban negras y pisa el acelerador al máximo mientras emboca el puente de la Libertad, que une Venecia con tierra firme. El sol pálido de febrero brilla en la Laguna y varias bandadas de gaviotas puntean el cielo de blanco.

Veo que el cuentakilómetros roza ya los cien.

—Mira que luego te llegará una multa… —En realidad se lo digo para inducirlo a ir más despacio: la velocidad siempre me ha angustiado un poco.

Leonardo se echa a reír y me acaricia un muslo para tranquilizarme. Después desliza los dedos por el salpicadero y enciende la radio.

—Pongamos un poco de música, así te relajarás. —Se muestra desenvuelto y seguro de sí mismo al volante. Como en todo lo demás.

Arranca Starlight, de los Muse. Permanecemos en silencio unos minutos escuchando la canción. Después, en el estribillo, Leonardo empieza a mover la cabeza siguiendo el ritmo y a canturrear tamborileando en el volante con los dedos como si fuese una batería.

—Entonas bien —comento, irónica.

Me espía con el rabillo del ojo.

—¿Te burlas de mí?

—Sí.

—Mira que te dejo en la primera área de descanso, te abandono como a un perrito… —me amenaza a la vez que enfila la autopista de Treviso y me revuelve el pelo.

—¿Adónde vamos exactamente? —pregunto mientras me peino de nuevo con las manos.

—A Valdobbiadene, a la tierra del Prosecco. Los Zanin son unos importantes proveedores del restaurante y tienen una bodega fabulosa. —Se aparta con un dedo un mechón que le tapaba los ojos.

Los Zanin. Recuerdo el apellido. Asistieron también a la inauguración, cuando Leonardo era poco más que una fantasía en mi mente. Desde entonces ha sucedido lo inverosímil y casi no puedo creer que ahora esté aquí, a su lado en un coche.

—¿Tienes que comprar algo para el restaurante? —pregunto contemplando el paisaje que corre tras la ventanilla.

—Sí. Queremos proponer a nuestros clientes algo especial, un Cartizze de calidad superior.

—Creía que de eso se ocupaban tus colaboradores —comento al recordar lo que dijo hace unos meses.

—Hoy me ocupo yo —responde con voz firme—. Tenía ganas de dar un paseo contigo fuera de la ciudad.

Hoy no hay pruebas que superar, no hay retos. Solo él y yo, y un día entero para estar juntos. Es una promesa de normalidad en una relación que es todo menos normal, una excepción a nuestra rutina, hecha de coitos y de encuentros fugaces, y eso me colma de alegría. Leonardo me está regalando la ilusión de ser una verdadera pareja.

Introduce una dirección en el navegador.

—Deberíamos llegar en un cuarto de hora.

Lo miro y me siento completamente perdida. No siento ninguna ansiedad ni deseo, ni ninguna expectativa. El momento me parece perfecto.

—Leo…

—Sí… —Vuelve la cara hacia mí, sorprendido. Es la primera vez que lo llamo así.

—Soy feliz. —Querría decirle mucho más, pero no tengo el valor suficiente.

Me mira un poco desconcertado, no se lo esperaba.

—Soy feliz de que tú lo seas —dice esbozando una leve sonrisa; sonríen también las pequeñas arrugas que se forman a ambos lados de sus espléndidos ojos oscuros. Luego se vuelve a concentrar en el volante. Basta, no debo añadir nada más, lo he comprendido.

***

La visita a los Zanin es agradable y nos ocupa toda la mañana. El propietario, un hombre de unos sesenta años, tan arreglado y elegante como un lord inglés, nos enseña la finca, con sus viñas y árboles frutales. A continuación, mientras nos explica los métodos de elaboración de las uvas, nos hace entrar en la bodega. Aprovechando que Leonardo y él conversan sobre los tartratos, la formación de la espuma, los fermentos y el perlaje —temas cuyo sentido solo intuyo vagamente—, paseo entre las hileras de toneles, que me recuerdan a unas enormes barrigas en fermentación. Al final, Zanin nos enseña orgulloso los muros de botellas en los que el Prosecco reposa antes de ser consumido y nos ofrece una degustación de vinos valiosos que acompaña con un poco de pan y fiambre local.

Más tarde, mientras entablo amistad con los perros de la casa, un póinter hembra y sus dos cachorros, Leonardo cierra el trato. Nos despedimos de Zanin y nos marchamos.

Subimos de nuevo al coche y volvemos a recorrer la magnífica carretera panorámica que atraviesa las colinas. A pesar de que estamos en febrero, la temperatura de primeras horas de la tarde es templada e invita a estar al aire libre.

—¿Te apetece dar un paseo? —me pregunta Leonardo. Esperaba que me lo pidiese.

Dejamos el coche en una pequeña explanada y seguimos a pie, embocando un sendero de piedras flanqueado por hileras de viñas. Vivir en Venecia te hace olvidar que hay una tierra firme, sólida, espaciosa, y que existen verdaderos caminos por los que es posible andar, además de los puentes sobre los canales. El perfil de la colina es suave, desciende gradualmente hacia el valle tropezando con una hilera de inmensos cipreses. Es un paseo encantador, que apacigua el corazón y relaja la mente. Lo recorremos en silencio, cogidos de la mano. Respiramos a pleno pulmón inhalando el olor a hierba y a tierra húmeda. De repente, sin embargo, algo gélido me roza la mejilla.

—Está lloviendo. —Alzo la mirada al cielo, que ha oscurecido en el horizonte—. Me ha caído una gota… —Leonardo levanta una mano con la palma hacia arriba—. Otra. —Me toco la cabeza para cerciorarme de que no estoy soñando—. ¿Cómo es posible que sea la única que lo siente?

—Ahora yo también lo he notado —dice él cerrando la mano para aprisionar una gota de agua.

En unos minutos el cielo se cubre por completo de nubes y empieza a llover a cántaros. Parece un adelanto de la primavera, es uno de los típicos aguaceros que te pillan desprevenido en el mes de marzo.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunto desilusionada. Lamento que nuestro paseo haya acabado así. Lo lamento porque sé que es una ocasión inusual, puede que incluso única.

Leonardo me cubre la cabeza con su cazadora de piel.

—Estamos demasiado lejos del coche para volver a él. —Mira en derredor en busca de una solución—. Ven. Corramos hasta allí —me dice señalando un edificio a lo lejos, una casa roja aislada del resto del mundo, en medio del valle.

Cogidos de la mano corremos un centenar de metros bajo el chaparrón. El agua nos rodea, al punto que parece que nos estemos moviendo en un mundo líquido. Es un fastidio, pero he de admitir que esta tormenta inesperada tiene todo el sabor de una aventura.

Llegamos al pórtico exterior de la casa y nos guarecemos. Jadeo. Estoy empapada. La camisa de Leonardo se le adhiere al pecho, completamente mojada; su pelo y su barba, rojizos, gotean. Lo miro y casi me echo a reír, pero un frío imprevisto me azota la espalda, siento un escalofrío y me veo obligada a cruzar los brazos. Leonardo me abraza y me caldea con su cuerpo.

—Este sitio parece habitado —observa al percibir que hay luz en la casa—. ¿Llamamos?

—No sé…, ¿crees que podemos?

Entretanto, un señor anciano, alto y delgado, sale de una especie de henil y se acerca corriendo hacia nosotros cargado con un cesto abarrotado de achicoria roja. Debe de tratarse del dueño de la vivienda. Antes de que pueda alarmarse, Leonardo lo saluda con un ademán de la mano.

—Buenos días. Discúlpenos, pero hemos aprovechado el pórtico para refugiarnos…

—Pero ¿qué hacen ahí abajo? Entren, por favor —se apresura a decir el hombre con un tono que no admite objeción, de manera que, tras ponernos de acuerdo con la mirada, lo seguimos—. Entren al calor si no quieren pillar algo —nos invita, al tiempo que abre la puerta de la casa.

El interior es agradable y acogedor, decorado con muebles sencillos y prácticos, que parecen de otra época. Se respira un buen olor, a esencias aromáticas y a madera, típico de las casas de campo, y hay plantas ornamentales y flores frescas en varios rincones.

Nuestro anónimo anfitrión nos lleva hasta la cocina, donde una mujer de unos sesenta años trajina en los fogones.

—Adele, tenemos invitados —dice en voz alta el hombre mientras deja el cesto sobre la mesa. La mujer se vuelve y nos recibe con una mirada curiosa.

—Buenas tardes.

—Se han calado hasta los huesos y se han resguardado bajo el pórtico, los muy pobres —continúa él señalando nuestra ropa chorreante.

Adele nos acomoda delante de la gran chimenea, en la que arde un buen fuego.

—Vengan, siéntense aquí, al calor. —Su voz es delicada y tiene unas manos claras y rugosas. Unas manos que han trabajado toda una vida.

—Gracias —respondemos al unísono.

Me impresiona su amabilidad. Creo que yo no aceptaría a un caminante en mi casa con tanta facilidad. Pero, sobre todo, me cautiva la atmósfera serena y reconfortante que se respira aquí.

—Voy arriba a ver si encuentro algún vestido seco —dice Adele, y, a paso lento, se dirige a la escalera.

—No se preocupe, señora… —trato de detenerla—. ¡Han sido ya muy amables!

—Sí, Adele, ve —la incita el marido—, ¡no pueden seguir tan mojados!

La mujer desaparece en el piso de arriba y el hombre se sienta a nuestro lado, se calienta las manos delante del fuego y nos pregunta cómo nos llamamos.

—Yo me llamo Sebastiano —se presenta después—, pero todos me llaman Tane.

Le contamos de dónde venimos y cómo hemos ido a parar a su casa. Parece sinceramente contento de tenernos ahí, nos observa con los ojos sinceros de quien ha aprendido a escuchar a lo largo de la vida.

Al cabo de un rato, Adele regresa con dos perchas de las que cuelgan unas prendas limpias, sencillas y un tanto pasadas de moda.

—Tengan, eran de mis hijos. Es lo mejor que he podido encontrar —dice tendiéndolas—. Si quieren colgar las suyas cerca del fuego…, así se secarán más deprisa.

Hace apenas media hora que la conozco y ya siento deseos de abrazarla.

—Si necesitan ir al baño, está ahí detrás —explica señalando una puerta en el pasillo.

—Gracias, Adele, no tardaremos nada —responde Leonardo, y, cogiéndome de la mano, me saca de la habitación.

Nos cambiamos a toda prisa. Me pongo unos vaqueros que me quedan holgados y una vieja sudadera Benetton de rayas de colores; Leonardo, por su parte, se pone un suéter de lana y unos pantalones de pana. Me mira afectuosamente y me besa con ternura en la frente, quiere asegurarse de que estoy bien. Antes de salir nos paramos unos segundos delante del espejo, uno al lado del otro, y sonreímos al vernos en esta nueva versión.

Después volvemos a la cocina y colocamos nuestra ropa en dos sillas, delante de la chimenea. Adele nos ofrece un vaso de vin brulé y un trozo de tarta de manzana.

—¿Usted no come? —pregunta Leonardo a Sebastiano.

El anciano niega con la cabeza.

—Tengo diabetes. Esta tirana me mata de hambre. —Busca con la mano a su mujer, quien la aprisiona entre las suyas riéndose.

Hay una dulzura infinita en la manera en que se miran, un amor sólido, incondicional, que los dos parecen haber aceptado como un destino. Leonardo y yo nos sonreímos fugazmente. Puede que estemos pensando lo mismo, que Adele y Sebastiano son un espectáculo raro y que, cogidos de la mano, suscitan una inmensa ternura. Pero no sé si él siente envidia de ellos, si, al igual que yo, se pregunta qué nos reserva el futuro a nosotros.

—¿Cuánto tiempo llevan casados? —pregunto.

—Cincuenta y dos años —responden al unísono.

—Usted, en cambio, ¿cuándo piensa casarse con su novio? —me pregunta Adele a bocajarro—. Perdone, señora, pero he visto que no lleva la alianza en el dedo… ¡A ver si se le va a escapar! —me regaña bondadosa.

Cuando me dispongo a decirle que no, que va desencaminada, que nosotros no somos pareja, Sebastiano se adelanta:

—No te metas donde no te llaman, cariño, no los pongas en un aprieto… Se ve a la legua lo enamorados que están.

El corazón me da un vuelco. Es una simple frase dicha con suma ingenuidad, pero me produce el efecto devastador de una bomba. A ojos de este desconocido resulta evidente lo que nosotros siempre nos hemos negado a ver, y sus palabras hacen irremediablemente real lo que siempre hemos considerado imposible. No me atrevo a volverme hacia Leonardo, pero noto que se levanta de golpe y que se aleja de la chimenea, como si estuviese escapando. Se acerca a un mueble sobre el que hay varias fotografías y se pone a mirarlas de espaldas a nosotros.

—¿Son sus hijos? —pregunta cogiendo un marco y cambiando de tema con una desenvoltura que a mis ojos no logra simular del todo.

Adele se aproxima a él para explicárselas.

—Este es Marco, el mayor, trabaja en Alemania. Y esta es Francesca, vive en Padua con su marido.

—Los jóvenes ya no tienen nada que hacer en las colinas —comenta Sebastiano dirigiéndose a mí con tono de resignación. Aún me siento turbada y no se me ocurre nada que decir para animar la conversación.

Mientras tanto, Adele sigue hablando de sus hijos y enseñándonos fotografías.

—Mire, aquí eran pequeños, todavía iban a la escuela primaria…

Alzo los ojos en dirección a ella y me cruzo con los de Leonardo. Sujeta el marco en la mano, pero me está mirando a mí. Y en su mirada veo algo que nunca había apreciado hasta ahora, un deseo feroz, una necesidad desesperada, una ternura infinita. Amor. Por un brevísimo instante tengo esa certeza.

Pero es tan solo un instante y su mirada no tarda en huir para refugiarse en otro lugar. Después no estoy segura de nada, y mi corazón sabe a ciencia cierta que lo que tiene ya no le basta.

***

Son las cinco de la tarde y por fin ha dejado de llover. La ropa está seca y, a pesar de que nuestros anfitriones nos han invitado a quedarnos un poco más, decidimos marcharnos. Nos vestimos de nuevo y nos despedimos de ellos con afecto.

—Por favor, si pasan de nuevo por aquí vengan a vernos —dice Sebastiano mientras nos estrecha la mano.

—Quién sabe… —contesta Leonardo. Pero su mente está ya lejos.

Salir de la casa es como volver de otra época, fuera ha anochecido y el mundo es diferente a como lo dejamos. Las sombras y el frío lo envuelven todo, también a Leonardo. Tiene los ojos mortecinos y la inmovilidad de su cara me atemoriza. Me coge de la mano y caminamos hacia el coche sin pronunciar una sola palabra. Temo preguntarle en qué está pensando, no me atrevo a turbar la gravedad de su silencio.

Por unos segundos tengo la clara percepción de que está a punto de suceder algo terrible. Pero desecho esa idea sacudiendo ligeramente la cabeza.

Entramos de nuevo en el coche. Durante todo el trayecto Leonardo permanece distante, taciturno, como si estuviese rumiando algo. De vez en cuando me mira a los ojos e intenta tranquilizarme con una caricia, pero también su tacto es frío, lo siento en la piel. Pienso extrañada que este hombre necesita que lo salven de sí mismo.

***

—¿Se puede saber qué te pasa? ¿A qué viene esa cara tan larga? —suelto mientras caminamos hacia casa, después de haber devuelto el coche de alquiler.

Él exhala un hondo suspiro y se detiene de golpe, obligándome a hacer lo mismo. Estamos a dos pasos de mi casa, en el mismo punto en que nos paramos hace unos meses, después de que me hubiese llevado a hombros por culpa —¿o por mérito?— del agua alta.

—Esta es la última vez que nos vemos, Elena. —Me lo dice mirándome directamente a los ojos. Es una afirmación sencilla, que no admite réplica.

Siento que la sangre se me congela en las venas, y que a continuación se hace añicos.

—¿Por qué? No lo entiendo… —balbuceo, confusa.

—No tiene sentido posponer más este momento. Hace tiempo que me di cuenta, pero quise esperar como un estúpido, confiando en que… Hicimos un pacto y creo que ha concluido.

—¿Qué? —Estoy completamente desconcertada, un estertor amargo sale de mi pecho—. ¿Por qué hablas del pacto ahora?

—Porque lo que nos dijimos al principio sigue valiendo para mí. Te he guiado hasta aquí y ahora nuestro viaje ha terminado. —Es inflexible. No tengo la menor esperanza de hacerle cambiar de idea.

—Pero ¿por qué no puede seguir todo tal y como está? —insisto—. ¿No podemos seguir viéndonos como hemos hecho siempre?

Leonardo sacude la cabeza.

—Nos hemos dado ya todo lo que podíamos darnos, Elena, y ha sido precioso. Pero ha llegado el momento de romper, antes de que el placer se transforme en costumbre o necesidad. —A la vez que lo dice una arruga profunda le surca la frente. Parece estar luchando consigo mismo.

No puede ser verdad, no es posible que después de un día como este, el más bonito que hemos pasado juntos, Leonardo decida dejarme. Aunque quizá sea justo ese el motivo, puede que las emociones que ha experimentado hoy lo hayan asustado.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que me enamore de ti? ¿O es al contrario? —le grito, rabiosa.

He perdido el control. Se lo he dicho para provocarlo, más que por convicción, pero espero haber metido el dedo en la llaga. Leonardo se queda aturdido, quizá no esperaba que demostrase tanto valor.

Se defiende con una sonrisa sarcástica.

—¿Cómo puedo tener miedo de una idea que ni siquiera he tomado en consideración? —Más que sus palabras es su repentina frialdad, su indiferencia, lo que me hiere—. Elena, entre nosotros ha habido sexo, complicidad e intrascendencia. No amor, eso nunca…

—Te envidio, ¿sabes? —lo interrumpo, cáustica—. Me gustaría tener también todas esas certezas, querría saber distinguir con claridad qué es el amor y qué no lo es, como tú.

Además me gustaría permanecer impasible y no llorar, pero debo de tener los ojos brillantes, porque Leonardo ya no puede mirarme a la cara.

—No compliques las cosas, te lo ruego. —Traga saliva y me atrae hacia él. Me estrecha entre sus brazos como si pudiese protegerme del dolor que él mismo me está infligiendo. El calor de su cuerpo es de una familiaridad atormentadora, no puedo soportar la idea de separarme de él—. Si siguiese contigo te haría aún más daño. Y, créeme, es la última cosa que deseo —me dice quedamente. Después se aparta un poco y me enjuga una lágrima que me resbala por la mejilla—. Al principio, cuando te conocí, estaba convencido de que eras un desafío para mí, un juego. Pensaba que eras simplemente una muchachita a la que podía escandalizar, provocar. En cambio, en ti he descubierto mucho más. Te he visto transformarte, brotar bajo mis ojos. Eres una mujer espléndida, Elena, eres libre y fuerte, no me necesitas.

—Pero yo te deseo todavía —digo, con la desgarradora certeza de haberlo perdido ya.

Leonardo cierra los ojos un instante. Una miríada de emociones le atraviesa el semblante. Cuando vuelve a abrirlos tiene la mirada ausente, perdida en el vacío.

—Perdóname, Elena, tengo que marcharme —dice casi de forma precipitada. Me da un beso en la frente y pronuncia la palabra que jamás habría deseado oír—: Adiós.

Se desase de nuestro abrazo llevándose una parte de mí. Permanezco allí, como amputada, con los brazos dolorosamente vacíos y los ojos anegados en lágrimas. Lo único que puedo ver a través de ellas es su espalda, que se aleja. Es lo primero que vi de Leonardo y lo último que me queda de él.