Las vacaciones se han acabado por fin y yo he dejado a mis espaldas el viejo año agradecida, pero sin añoranza. A pesar de que he iniciado el nuevo de forma catastrófica, debo mirar hacia delante. No he hecho la consabida lista de buenos propósitos, pero me he prometido de nuevo que este será el año de las decisiones valerosas.
Para empezar quiero retomar con energía el trabajo. He realizado algunas entrevistas, pero según parece en Venecia no hay nada interesante por el momento. Así que me puse en contacto con la profesora Borraccini, la directora del Instituto de Restauración con la que aún colaboro, quien me propuso un proyecto en Padua: participar en la restauración de la capilla de los Scrovegni con un equipo que ella misma supervisa. Un trabajo prestigioso para mi carrera, pero debería ir y venir todos los días en tren, así que tengo que pensármelo.
Además me he apuntado a un gimnasio, no sé con qué valor, a decir verdad. El martes tengo pilates, el lunes y el jueves voy al curso de zumba. Obviamente, me va mejor con el pilates, quizá porque no hay mucho que hacer además de estirarse. Si bien no soy muy elástica, al menos logro tocarme las puntas de los pies con los dedos. Sobre la zumba, en cambio, correría un tupido velo. Gaia me convenció y ahora maldigo el día en que acepté. La instructora está loca; además, cuando estoy en la sala no puedo evitar mirarme al espejo y me siento ridícula en medio de la horda de mujeres desenfrenadas que se contonean y se mueven a un ritmo frenético mientras yo las sigo rezagada, al menos a media secuencia de tiempo. Acabo siempre la clase jadeando, pero no puedo por menos que reconocer que al final me siento ligera, cansada en el mejor sentido de la palabra, y que mi torpeza casi me divierte.
En cuanto a la vida sentimental, he de reconocer que la situación está realmente estancada.
Después de la terrible velada de Nochevieja, Filippo no ha vuelto a dar señales de vida. Gaia sigue preguntándome con insistencia por qué nos hemos distanciado y yo eludo siempre la respuesta. Le he dicho que hemos decidido no hablar por un tiempo, pero no le he contado mi hazaña, no le he dicho que yo soy la causa de la ruptura. He de reconocer que me comporté de manera imperdonable con él, creo que le dije todas esas cosas porque, de manera inconsciente, quería alejarlo de mí, lograr que me detestase. Lo he conseguido y, ahora, saber que nuestra relación ha terminado me deja un sabor amargo en la boca. Con todo, me acosa la duda de haber perdido una ocasión de ser feliz, pero no puedo evitar que mi corazón vaya ahora en otra dirección.
Así que es inevitable volver a Leonardo. No sé cómo contener el inmenso deseo que tengo de llamarlo, pero resistir es la única forma de recuperarlo. A veces el tiempo que me separa de él me resulta insoportable, pero no pierdo la esperanza: la Navidad queda ya lejos y sé que él no tardará en regresar. Volveremos a estar juntos. Él y yo, aunque no sé muy bien hasta qué punto. Pero, en el fondo, de ciertas cosas es mejor no saber cuál es la medida exacta.
***
Acabo de volver del gimnasio y me parece estar volando: he eliminado todas las toxinas que tenía en el cuerpo con un entrenamiento que habría dejado por los suelos incluso a Gaia. Esta noche puedo atracarme de comida sin sentirme demasiado culpable. Me estoy preparando unos tramezzini de rúcula y bresaola —bueno, sí, la carne ha dejado de ser un problema—, de queso brie y nueces y de gorgonzola y alcachofas. Dos de cada tipo. Los estoy rellenando hasta lo inverosímil, como hacen en la Toletta, el bar de Venecia que sirve los tramezzini más buenos del mundo.
Cuando faltan unos minutos para las ocho suena el telefonillo. ¿Quién será? No espero a nadie. Dejo en el plato el cuchillo manchado de brie y, lamiéndome los dedos, voy a la puerta a contestar.
—¿Sí? —pregunto.
—Leonardo. —Una voz firme y poderosa. La suya.
Dios mío, siento un fuerte malestar. Me miro instintivamente en el espejo que cuelga de la pared. Estoy hecha un adefesio: los vaqueros rotos, las zapatillas de lana y la sudadera Adidas descosida que uso para estar por casa. La misma desde la época del instituto. Por lo menos no llevo puesto el pijama de felpa con ositos polares.
—¡¿Leonardo?! —pregunto para cerciorarme de que no estoy soñando.
—Sí. ¿Quieres abrirme?
Espera un momento, tengo que cambiarme. Mejor dicho, un par de horas. Así me restauraré.
—Sube. —Pulso el botón y acto seguido corro al baño a pasarme un poco de polvos compactos por las mejillas. Si Gaia viera el estado de mi pelo diría que es un horror. Pero no tengo tiempo, de manera que me lo recojo en una coleta improvisada.
Está subiendo por la escalera.
No pensaba que llegaría así, sin ni siquiera llamarme por teléfono para avisarme. No estoy preparada. El corazón me estalla en el pecho y las piernas me tiemblan, pero tengo que mostrarme segura, desenvuelta, no quiero que vea que lo he echado de menos, aunque puede que él se lo imagine ya y que sea completamente inútil ocultárselo.
Le abro la puerta tratando de fingir moderado estupor.
—Qué sorpresa…
—La que esperabas —responde él echando por tierra todos mis esfuerzos. Está muy sexi, con una barba de varios días, el pelo revuelto y la tez un poco más oscura de lo habitual.
—Ven —le digo invitándolo a entrar con un ademán de la cabeza y conteniendo a duras penas las ganas de saltarle al cuello.
Da unos cuantos pasos hacia el salón, deja en el suelo una bolsa de color verde caqui y me acaricia la mejilla con un beso distraído, mientras mira alrededor.
—¿Cómo te ha ido sin mí?
—Bien.
—Mentirosa.
Me atrae hacia él y me besa una y otra vez. Se desliza hacia el cuello, con un movimiento brusco me coge la cara con las manos, me empuja contra la encimera de la cocina y me hunde la lengua en la boca. ¿Por qué no se deja aferrar? ¿Por qué no quiere ser mío? Cuánto he añorado estos labios voraces, estos brazos fuertes, este cuerpo con aroma a ámbar y a vida… Pero ¿por qué no puedo tenerlo cuando quiero?
No me contengo y respondo con idéntico deseo.
—¿Comes así? —me pregunta de repente soltándome después de haber visto en la mesa una tabla con una rebanada de pan untada de brie.
—Sí. Me encantan los tramezzini a la veneciana.
Leonardo sacude la cabeza esbozando una sonrisita desdeñosa. Puede que sea un cocinero de gran clase, pero no permito que nadie subestime mis tramezzini.
—Fíate, están buenísimos… —insisto, convencida.
Leonardo se echa a reír, como si acabase de decir un despropósito.
—Veamos si de verdad están buenísimos —susurra imitando mi voz. Muerde medio tramezzino de brie y nueces y lo saborea con parsimonia.
Me siento juzgada, como una concursante de Masterchef que está en un tris de ser expulsada del programa, con la única diferencia de que Leonardo, además de ser tan severo como los jueces del concurso, es sumamente sexi, de forma que uno se siente aún más cohibido en su presencia.
Me mira con unos ojos que no prometen nada bueno. A continuación suspira y me rodea la cintura tirando hacia él.
—Muy bien —comenta lamiéndose los labios—, casi, casi te contrato como ayudante.
—Gracias, pero ya tengo un trabajo. Más o menos… —contesto. Me da una palmada en el trasero—. En cualquier caso, si tienes hambre hay más… —digo señalando la tabla.
—De acuerdo —responde. Se quita la cazadora y nos encaminamos al sofá. Se mueve con total desenvoltura; en cambio, a mí me resulta un poco extraño que esté aquí, en mi casa. Es la primera vez. Debió de memorizar la calle el día en que subió el agua…
Sujeta en la mano un tramezzino de rúcula y bresaola, y yo arranco un pedazo del de gorgonzola y alcachofas. Mastico desganada, de repente se me ha pasado el hambre. Lo deseo.
—¿No te apetece?
—Claro que sí —miento con descaro. De pronto se me ocurre una idea—. ¿Quieres que vaya a por algo de beber? Tengo una botella de Dom Pérignon…
—¿Desde cuándo tienes alcohol en la nevera? Se cuida usted mucho, señora… —comenta asintiendo con la cabeza.
Me levanto del sofá y con la excusa de ir a la cocina me dirijo a toda prisa al baño y me bajo las bragas para comprobar cuál es la situación. Exhalo un suspiro de alivio. Tengo el pecho hinchadísimo, está a punto de venirme la regla, pero sería una lástima que sucediese justo esta noche… Me ajusto la coleta delante del espejo, o al menos lo intento, luego cojo el champán y vuelvo a la sala.
—¡Aquí estoy! —Dejo el Dom Pérignon en la mesita y busco dos copas. Leonardo me sigue con la mirada a la vez que descorcha la botella.
—¿Todo bien? —pregunta mientras le tiendo las copas.
—Sí —contesto mientras me siento de nuevo en el sofá. ¿Se nota tanto que estoy en ascuas? El curso acelerado de disimulo que me he autoimpuesto en las últimas semanas no está dando grandes resultados: no puedo ocultarle las emociones que me suscita.
—¿Por qué brindamos? —pregunto.
—Por nosotros —contesta mirándome a los ojos y haciendo tintinear su copa contra la mía. A continuación se levanta y saca un paquete blanco de su bolsa—. Esto es para ti, directamente de Sicilia —dice.
Un regalo. Esto sí que no me lo esperaba.
—Gracias —murmuro un poco cohibida—. Pero yo no tengo nada para ti…
—Vamos, ábrelo —me ataja Leonardo.
Desenvuelvo el paquete con sumo cuidado. Parece envolver algo blando.
—¿Cómo ha ido el viaje? —le pregunto entretanto. Tiene la mirada perdida en el vacío, puede que me equivoque, pero casi parece melancólico. Algo importante debe de vincularlo a su tierra. Algo que no puedo saber.
Libero la segunda capa de papel y un borde de tela lisa aparece bajo mis dedos. La extiendo apoyándomela en el pecho, como si estuviese desenrollando un póster. Miro hacia abajo para admirarlo. Es un maravilloso abrigo de seda negra con una capucha bordeada de raso.
—Se llama armuscinu —me explica Leonardo antes de que pueda hacer ninguna pregunta—. Está hecho a mano. En el pasado las mujeres sicilianas se lo ponían para salir de casa, pero ahora ya no se encuentra tan fácilmente.
—Es precioso —comento pegándomelo al pecho. Debe de ser una rareza. Evoco las imágenes congeladas de las películas de Tornatore: como nunca he estado en Sicilia, son mi única fuente.
—Lo llevaban de dos formas. —Leonardo me lo apoya en los hombros—. Con la capucha bajada, cuando iban a resolver sus asuntos, o con la capucha en la cabeza —me la cubre—, cuando iban a la iglesia o a visitar a personas importantes.
Sonrío. Con este gabán encima me siento una matrioska. ¡Bien distinta de Monica Bellucci en Malena!
Leonardo me lo pone como si fuera un estilista que prepara a su modelo; luego me admira, divertido también.
—Assabinidica[1], doña Elena. Te sienta de maravilla.
No sé qué contestar, de manera que hago una pequeña reverencia. Él se acerca a mí y coge un borde del abrigo.
—Pero aún estás mejor sin nada encima.
Me quita el abrigo, luego la sudadera y la camiseta de algodón. Sopla con delicadeza en mis pechos desnudos y los pezones se hinchan de inmediato. Se sienta en el sofá, me obliga a volverme y me acoge en el espacio que hay entre sus piernas. Dejo que me acaricie con sus manos expertas, siento que sus dedos suben suavemente por mi cuello y luego descienden hasta los costados trazando un sinfín de pequeños círculos a lo largo de la columna vertebral. Me roza los pechos. Una oleada de estremecimientos sacude mi cuerpo.
—Hueles de maravilla, tu aroma es muy dulce. —Hunde la nariz y la lengua, ardiente, en la cavidad del cuello. Siento que la sangre sube de temperatura en mis venas. Lo deseo con locura—. Te he echado de menos, Elena —sigue susurrándome quedamente.
Me besa en la nuca y se acerca hasta que su pecho, sus mejillas y su boca se pegan a mi espalda. Reposa unos instantes sobre mi cuerpo. Me vuelvo, no puedo resistir a la llamada de su boca. Le quito el suéter por la cabeza, me siento a horcajadas sobre él y lo beso hasta que se gira y se echa encima de mí. Me agarra los muslos con las manos y su boca se sumerge de inmediato en mi cuerpo. Me muerde con voracidad el sexo a través de los vaqueros. Mis dedos entrelazan su pelo. Gimo, y el placer se expande irrefrenable.
De pronto me levanta y me carga el hombro como si fuese un saco. Estoy cabeza abajo; agarro los bolsillos de sus vaqueros para sujetarme, a pesar de que me siento segura entre sus brazos vigorosos.
—¿Adónde me llevas? —pregunto riéndome.
Enfila el pasillo resuelto, como si conociera mi casa desde siempre.
—Quiero ver tu dormitorio. —Empuja la puerta entornada, entra y me tira sobre la cama—. Es acogedor. Me gusta —comenta contemplando el cuarto a la vez que me atormenta un pezón.
El corazón me late desbocado. El deseo me atraviesa como un rayo las entrañas. Leonardo me arranca los vaqueros y las bragas; después empieza a lamer la parte inferior de mi sexo y sube hacia el clítoris. Hiervo. Sus labios, diestros e inagotables, revelan que me desea con un ardor que jamás he sentido en ningún otro hombre.
—Tienes un buen sabor, Elena. A pan caliente. Y dentro a sal.
Su lengua se va adentrando poco a poco, parece insaciable.
Siento que me desvanezco en la nada, como si lo único que percibiese de mí fuese mi sexo sacudido por las convulsiones y los estremecimientos de placer.
De repente se levanta con los ojos enardecidos y los músculos del pecho tensos. Se desnuda a toda prisa y se abalanza sobre mí inmovilizándome las muñecas con las manos. Me penetra impaciente, de golpe, y empieza a moverse con un ritmo rápido, jadeando.
Al igual que una molécula en una transformación alquímica, paso a otra dimensión. Unidos, nuestros cuerpos liberan una energía tan intensa que me desorienta. Parece que nuestra separación no ha hecho sino aumentar el deseo, al punto de que nos hace vivir ahora algo turbador, desconcertante y violento.
Leonardo me obliga a volverme. Lo obedezco aferrándome al cabecero de la cama. Gimo y me muevo para acompañarlo mientras siento sus manos en mis costados y su sexo en el mío. El ritmo es agotador, pero logro seguirlo.
—Eres mía, Elena —me dice al tiempo que me acaricia las nalgas. Sigue empujando, lo suficiente para hacerme volar.
Grito sin poder evitarlo, mientras el cabecero golpea contra la pared. Me estoy precipitando en la vorágine del orgasmo, siento temblar todos los músculos de mi cuerpo, la sangre me sube hasta los dientes y la cabeza me da vueltas. Leonardo me secunda sujetándome con fuerza hasta que los dos nos desplomamos sobre las sábanas y él me aprisiona entre sus brazos.
Permanezco unos segundos acurrucada contra su pecho, admirando su cuerpo y aspirando su embriagador aroma. Me siento totalmente perdida en él, y por él.
—Clelia nos habrá oído… —murmuro.
—¿Quién es Clelia?
—Mi vecina. —He hecho más ruido que sus gatas cuando están en celo, pienso sonriendo.
—No sé qué dirá Clelia, pero es fantástico sentirte gozar. —Me pasa un dedo por la nariz mientras me mira complacido.
No hagas eso, me entran ganas de mimarte… y no puedo ceder a la ternura. Deslizo los dedos por el vello que le cubre el pecho.
—¿Te apetece un baño caliente? —le pregunto.
—¿Por qué no?
Hago ademán de moverme, pero él me lo impide.
—Quédate aquí, yo llenaré la bañera. —Se levanta y mis ojos acarician su cuerpo escultural. Me gusta que tome la iniciativa. Me gusta que esté aquí. Me gusta todo de él. Exceptuando el hecho de que nunca será mío.
***
Sigo hundida en un estado de dulce torpor cuando Leonardo entra de nuevo en el dormitorio con aire malicioso y divertido.
—¿Y esto?
¡Dios mío, el vibrador! Lo ha encontrado en el armarito donde guardo el gel de baño. ¡Nooo! La vergüenza que siento es tal que daría lo que fuese por desaparecer bajo las sábanas.
—Me lo regaló Gaia. Por Navidad —digo para justificarme.
Leonardo cabecea riéndose.
—¿Y lo has usado ya?
Se acerca a la cama. En sus manos, ese objeto frío resulta tremendamente erótico.
—La verdad es que no.
—¿Por qué no?
—No lo sé, creo que no me gustaría.
—¿Crees? —Su mirada es elocuente, mientras se echa a mi lado en la cama.
Aún debo recuperarme del orgasmo de antes. ¡Este hombre me va a matar! Me acaricia entre las piernas deslizándose arriba y abajo con los dedos como si tuviese que encender y apagar un interruptor. Mi nido se abre de nuevo, aún no se siente saciado, y de repente siento que algo que tiene la consistencia del cristal me llena. Liso y gélido, resbala a toda prisa arrancándome un gemido.
Leonardo lo empuja hasta el fondo. Lo saca y lo mete, después lo hace vibrar. Es una sensación nueva, arrolladora y excitante, como todo lo que hago con él. Abro los ojos y lo miro. Brilla con el reflejo de la lámpara. La vista del objeto inanimado dentro de mi cuerpo, vivo, es enajenante, pero, no sé por qué, me gusta.
Leonardo lo saca y me lo tiende.
—Sigue tú, Elena —me dice al tiempo que se coge el sexo entre las manos—. Quiero mirarte mientras lo haces. —Sus ojos vuelven a estar cargados de deseo.
Obedezco hipnotizada, no tengo fuerzas para oponerme. El cristal me regala un placer lascivo, que la mirada de Leonardo contribuye a amplificar. Pierdo la conciencia, me siento inerme: mi cabeza es un remolino, mis manos desfallecen. Leonardo me mira unos segundos más, luego me quita el juguete, me coge por las caderas y me penetra empujando vigorosamente. Gimo más fuerte que antes.
—Esto te gusta más, ¿verdad? —me susurra.
Mis labios emiten un gemido elocuente.
Sale de mi cuerpo y me lleva en brazos al cuarto de baño. El agua ha llegado al borde de la bañera. Se inclina para cerrar el grifo y echa dentro una bola efervescente de pachuli que se disuelve en una miríada de burbujas perfumadas. Grande, Leonardo. Siempre adivinas lo que me gusta.
Exhalo un hondo suspiro y me meto en la bañera deslizándome bajo la espuma. Él me devora con una mirada carnal y se sienta delante de mí haciendo rebosar el agua. La bañera es pequeña, facilita el contacto, nuestras piernas se entrelazan.
Sus ojos brillan anhelantes mientras se acerca a mi cara para besarme. Me la coge con las manos y se adueña de mi boca.
—Ven aquí —gruñe obligándome a ponerme a horcajadas sobre él. Acaricia el minúsculo lunar que tengo bajo el seno y me dice sonriendo—: Cada vez que pienso en ti pienso también en él.
Ahora lo siento. Se vuelve a adentrar en el incendio húmedo que arde en mis entrañas. Me siento poco a poco sobre él y cuando lo hundo en mi cuerpo para llenarme por completo arqueo la espalda y lanzo un gemido. Le cojo la cabeza y la aprieto contra mi pecho ofreciéndole mis pezones duros. Quiero sentir su boca en mi cuerpo y quiero que sienta cuánto lo deseo.
Nos movemos al unísono en el espacio restringido de la bañera, la piel está mojada y resbaladiza, los ojos empañados de placer, las bocas ávidas de pasión. Y el agua rebosa a nuestro alrededor.
Un nuevo orgasmo se propaga dentro de mí devorándome el alma y el cuerpo. Me siento avasallada por mis sensaciones y noto que él también está perdiendo el control. Nos corremos a la vez besándonos en la boca.
Soy suya. Y él es mío, al menos por esta noche.
El cuarto de baño está lleno de vapor. El agua se va tornando de nuevo transparente, poco a poco, después de que la espuma se haya dispersado. Seguimos sumergidos un rato más, yo tumbada boca arriba, encastrada entre sus piernas, que parecen una mullida cuna.
—Has cambiado, Elena, ¿lo sabes? —me dice mientras juguetea con mi pelo.
—¿Qué quieres decir?
—Haces el amor de manera distinta. Eres más libre, más sensual.
—Tú me has cambiado.
—Puede ser. En parte. En realidad me he limitado a liberar lo que llevabas dentro.
Es un cumplido inesperado que me llena de orgullo y de ternura. Al no saber bien qué hacer, me refugio en el sarcasmo:
—¿Eso significa que me aprobará en junio, profe?
Por toda respuesta me hunde en el agua empujándome la cabeza con una mano. Emerjo gritando, me abalanzo sobre él y le muerdo un brazo. Nos reímos.
Leonardo me levanta un poco y me pasa la esponja por la espalda dándome un masaje. Cuando quiere sabe ser enormemente dulce. Cierro los ojos y me relajo, acariciada por sus manos y por el sonido de las gotas que caen lentas en el agua.
—¿Te quedas a dormir? —Las palabras salen espontáneas de mi boca, sin que pueda frenarlas. Temo haber cometido un grave error. No se debe preguntar esas cosas a un tipo como él.
—Sí. —Abro desmesuradamente los ojos. No me esperaba esa respuesta. Lo usual es que los amantes no se queden a dormir. Me vuelvo para mirarlo y asegurarme de que habla en serio—. Para mí no es un problema, siempre y cuando no lo sea para ti. —Tomo nota. Lo que vale en general no vale cuando se trata de Leonardo.
Lo beso con pasión, como quizá nunca he besado hasta ahora, como si fuese mi hombre y yo su mujer y un pacto maldito no nos hubiese unido y separado.
No debo enamorarme, lo sé. Pero tampoco quiero desperdiciar estos instantes de felicidad ensombreciéndolos con pensamientos inútiles. Quiero vivirlo. Ahora.
Nos metemos en la cama, perfumados y caldeados por el largo baño. Leonardo está aquí, en mi cama, y está aquí por mí. Lo abrazo bajo las sábanas, feliz de saber que mañana por la mañana aún lo tendré a mi lado.
No nos dormimos enseguida, durante un rato damos vueltas en la cama, buscándonos, besándonos insaciables, abrazándonos estrechamente, como si quisiéramos arrebatarnos todo de nuestros cuerpos, incluso la respiración. Después me deslizo sin interrupción desde ese estado de duermevela a un sueño profundo.
***
A las seis y cuarenta y cinco el molesto timbre del teléfono me sacude del merecido reposo. Abro los ojos y lo cojo mientras recupero la conciencia: ¡coño, la entrevista con Borraccini! Tengo que estar en Padua dentro de dos horas. Le pedí a mi madre que me llamara para estar segura de despertarme, como hago siempre que debo despertarme muy pronto.
Respondo en voz baja tratando de que Leonardo no me oiga.
—Hola, mamá —murmuro con la voz pastosa por el sueño. Me encamino de puntillas hacia el salón.
—Pero ¿por qué hablas tan bajo? —inquiere mi madre.
—Puede que falle la cobertura. —Olvido que estoy hablando por el teléfono fijo y no por el móvil, pero, por suerte, a mi madre se le escapan ciertos detalles.
—Entonces, ¿estás despierta? ¿A qué hora tienes el tren?
No lo sé, mamá. Ni siquiera sé en qué mundo estoy.
—A las ocho —respondo sin demasiada certeza.
—¿Llegarás a tiempo?
—Sí, voy bien con la hora. —O al menos eso espero.
—Por favor, sé tú misma y haz todo lo que puedas, como siempre… ¡Suerte, cariño!
—Gracias, adiós.
Vuelvo a la habitación, los pies descalzos sobre el suelo frío y los escalofríos matutinos que afloran como agujas en la piel aún caliente. Me pongo un suéter de lana enorme.
Leonardo abre los ojos unos segundos y vuelve a cerrarlos de inmediato, le molesta el rayo de sol que se filtra por la ventana.
—¿Ha sonado el teléfono? ¿Qué hora es? —pregunta emergiendo del sueño. Su aspecto no es de los mejores, pero no por ello ha perdido un ápice de su atractivo. Yo, en cambio, debo de estar hecha un adefesio, mi pelo es una maraña y tengo bolsas bajo los ojos.
—Es pronto, pero debo marcharme. Tengo una cita de trabajo. Tú duerme tranquilo. —En cuanto acabo de decirlo siento una punzada en el estómago, caigo en la cuenta de que hace unos meses viví una situación similar con Filippo. Solo que ahora las partes se han invertido.
Borro de inmediato de mi mente este desagradable pensamiento y, mientras Leonardo sigue dormitando, abro una puerta del armario. Elijo a toda prisa la ropa y con ella en la mano me dirijo sigilosamente al baño. Camisa blanca y ceñida de Hermès, pantalones pitillo negros, chaqueta gris antracita y botines negros de poco tacón. Me cubro las ojeras con el corrector, me pongo un poco de colorete y de brillo y me recojo dos mechones de pelo en la nuca: una apariencia perfecta de buena chica. Te felicito, Elena. Pese a que ahora ya casi no recuerdas lo que es…
Cuando entro de nuevo en el dormitorio para coger el bolso y el abrigo veo que Leonardo me está mirando fijamente desde la cama con los brazos cruzados detrás de la cabeza y los ojos bien abiertos.
—No sé a qué hora vuelvo —le digo acercándome a él—, pero puedes quedarte todo el tiempo que quieras.
—Yo también tengo que irme enseguida —masculla con la voz un poco áspera. Me coge una mano y me obliga a sentarme en la cama.
—Da un golpe cuando cierres la puerta, así saltará la cerradura sola —prosigo.
—¿Siempre estás tan guapa por la mañana? —pregunta sin escucharme y atrayéndome hacia sus labios.
Se los mancho con el brillo. Verlo así me divierte, nunca lo he considerado desde esta perspectiva.
—Adiós —le susurro al oído. Salgo a toda prisa procurando no tropezar o chocar con algo, como tengo por costumbre.
—Adiós —repite él—. Que tengas un buen día.
***
Regreso de Padua a eso de la una y media. Aún no sé si aceptaré el trabajo que me han propuesto, pero me siento feliz y con ánimo de sonreír al mundo entero. Todos se han dado cuenta, incluso la arpía de Borraccini, quien, al verme llegar esta mañana, me ha dirigido un saludo de lo más caluroso:
—Buenos días, Elena. Tiene un aspecto estupendo.
Es evidente que hacer el amor con Leonardo produce ese efecto, es mucho mejor que una crema nutritiva o que cualquier vitamina.
Camino hacia casa apretando el paso, estoy llena de esperanzas, proyecto en mi mente una bonita película romántica cuyo protagonista es él. Subo los peldaños de dos en dos y evito la mirada de Clelia cuando coincidimos en el rellano; abro lentamente la puerta y miro alrededor. No hay el menor rastro de Leonardo.
Entro en el dormitorio. Daría lo que fuese por encontrármelo tumbado en la cama esperándome, tal y como lo dejé esta mañana. Aún lo deseo, anhelo su piel, su olor, su fuerza. Tampoco está aquí, pero su aroma sigue flotando en la habitación. Ha hecho la cama primorosamente y ha dejado encima el gabán de seda. En la almohada hay una nota doblada.
La abro y leo:
Si el buen día no refleja la mañana sino la noche precedente, este será uno magnífico. Hasta pronto.
Leo
Me dejo caer en la cama y me apoyo el mensaje sobre el corazón. Miro al techo, sonrío y pienso que es cierto: el día es espléndido.