13

La última cosa que me siento capaz de afrontar ahora, tanto física como emocionalmente, es una sesión de total restauración de mi persona para la fiesta de Nochevieja del hotel Hilton. Gaia y Brandolini me han invitado y todos mis intentos de rechazar la propuesta han sido inútiles. Debería sentirme agradecida con mi amiga y su «novio», pero, dado el humor que tengo, la idea de ser la incómoda tercera persona durante toda la velada me deja la moral por los suelos. Estoy sola, sin Leonardo, y me rodeará una multitud alegre. Me siento huraña y arisca, quizá porque me afecta también el clima y en este momento un espantoso cielo plúmbeo me amenaza desde la ventana.

Habría preferido quedarme esta noche en casa viendo una película en pijama y tapada con el edredón de patchwork, arriesgándome a sufrir diabetes debido a un atracón de After Eight.

En cambio, aquí estoy, luchando delante del espejo. Tengo que alisarme el pelo, depilarme de pies a cabeza, pasarme la crema reafirmante por el pecho y los muslos, ponerme la ropa interior de color rojo, cubrirme las mejillas de colorete, extender la sombra iridiscente en los párpados y el pintalabios de larga duración en la boca. Todo esto ¿para quién? Tenía sentido hacerlo para Leonardo, para que me encontrase atractiva, pero ahora tengo la impresión de que no sirve para nada. ¡A saber qué estará haciendo ahora! ¡Y con quién! Tengo síndrome de abstinencia de él y cada vez lo deseo más, con la avidez de una drogadicta. Lástima que ningún camello pueda facilitarme la droga que necesito en este preciso momento.

Suena el telefonillo. Deben de ser Gaia y Jacopo, que llegan puntualísimos para sacarme de aquí y llevarme a la fuerza a su fiesta de Nochevieja.

—Bajo enseguida —digo desganada por el auricular.

—De acuerdo, date prisa —contesta Gaia alegremente.

Echo una última mirada al espejo poniendo en su sitio un mechón rebelde —la verdad es que es hora de volver a darle forma a mi antigua melena de paje— y me precipito por la escalera procurando no tropezar con el abrigo.

Abro la puerta y veo a Gaia y Jacopo cogidos de la mano.

—¿No debería llevarme un paraguas? —pregunto. A continuación alzo la mirada y en la oscuridad que hay a sus espaldas noto una sombra familiar.

—Pero ¿qué paraguas ni qué ocho cuartos?, se ven las estrellas. —Su voz es inconfundible y me llega como una caricia inesperada.

Gaia me guiña un ojo y Brandolini se aparta para dejarme pasar.

Filippo está aquí, delante de mí, envuelto en su Burberry verde. No me lo puedo creer, por un instante me parece estar soñando.

—Fil, ¿qué haces aquí?

—He vuelto —dice esbozando una de sus espléndidas sonrisas.

En mi corazón se debaten sentimientos opuestos que me producen una confusión excitante e inesperada. Al final, sobre ellos prevalece una ternura inmensa y, de repente, siento la necesidad de abrazarlo. No obstante, sigo petrificada, con los brazos colgando. ¿Qué se hace en estos casos? ¿Besarse? El de hace unos meses fue un adiós apasionado, pero mientras tanto ha ocurrido de todo y no sé si… Por suerte es Filippo el que rompe el hielo, se acerca a mí y me da un beso fugaz, que apenas me roza los labios, algo que no se le escapa a Gaia. Ahora sí, lo abrazo con la desesperación de una náufraga. Le agradezco que esté aquí, y a Gaia la magnífica sorpresa.

Mi amiga y Jacopo nos preceden mientras caminamos por la calle a varios metros de distancia. Filippo me ofrece el brazo y yo me aferro a él gozando del calor de su cuerpo.

—Me alegro de que hayas venido —digo.

—Yo también.

—Pero ¿cuándo has llegado?

—Hace unas dos horas.

Lo miro con mayor atención bajo la luz tenue de una farola. Su cara sin barba y un poco picada revela las noches que ha pasado trabajando, si bien sus ojos resplandecen más de lo habitual.

—Creía que tenías mucho que hacer en Roma.

—Sí, pero aun así he conseguido cogerme un par de días libres. —Me sonríe—. Tenía demasiadas ganas de verte.

Yo también tenía ganas de verlo, pero solo ahora me doy cuenta. Hasta este momento estaba demasiado ocupada pensando en otras cosas.

—¿Solo dos días? —le pregunto.

—Por desgracia sí. El dos debo estar de nuevo en el despacho. Son unos esclavistas, y yo me dejo esclavizar. —Aminora el paso y me suelta por un instante el brazo a la vez que me mira fijamente a los ojos—. ¿De verdad te alegras de verme? Por la cara que has puesto antes se diría…

Es tan sensible que capta todos los matices de mis estados de ánimo. Lo había olvidado.

—Claro que me alegro —le digo esbozando una sonrisa—. Es que no me lo esperaba…

Un frío repentino me recorre la espalda. No es la brisa invernal, no. Es que no estoy diciendo toda la verdad. Me alegro de verte, Fil, pero mientras estabas lejos otra persona me ha hecho enfermar y no sé si podrás curarme.

Echamos de nuevo a andar, yo no le suelto el brazo. Me vuelvo a prometer en silencio que olvidaré a Leonardo, al menos durante unas horas, y que viviré este momento con serenidad. Ahora me siento feliz de no haber enviado a Filippo el correo. Si lo hubiera hecho nunca habría ocurrido todo esto. Y si está sucediendo es porque el destino está de nuestra parte, al menos por esta noche.

***

Subimos los cuatro a una lancha en las Zattere y en dos minutos cruzamos el canal de la Giudecca y llegamos a la entrada del Hilton. Es raro ver la ciudad desde aquí, es como tener una perspectiva al revés. Nos deslizamos por la pasarela de terciopelo rojo y gracias a la ayuda de Brandolini superamos la entrada blindada por los gorilas arrogantes de rigor. Nunca había estado en este sitio. Es un hotel lujosísimo que supera cualquier expectativa, el personal es sumamente elegante, con unas maneras formales, rayanas en el empalago.

Después de una breve parada en el guardarropa y de una primera ronda de cócteles llegamos a nuestra mesa, donde nos juntamos con varios conocidos de Brandolini. La sala es grande y está finamente decorada. Hay al menos cincuenta mesas, los invitados están eufóricos, pero a la manera de la gente refinada: se comportan como si hubiese una cámara de vigilancia permanentemente encendida.

—Gaia frecuenta ahora la alta sociedad —observa Filippo acercándose a mi oreja. Al igual que yo, no está acostumbrado a tanta ostentación.

—No, es la alta sociedad la que ahora frecuenta a Gaia… —respondo. Sonreímos con complicidad.

La cena prosigue sin contratiempos, agradable, y descubro que los amigos del conde son menos engreídos de lo que pensé en un primer momento. Gaia tenía razón. Me obligo a dispensar unas cuantas sonrisas y a no pensar demasiado, repitiéndome que, en el fondo, es solo una velada. El hecho de que Filippo esté a mi lado me hace sentirme en cierta forma segura, y a medida que pasan los minutos tengo la impresión de ir recuperando la armonía que siempre nos ha unido. De repente me doy cuenta de que me está mirando el escote. Ahora que lo pienso, nunca me ha visto con un vestido de noche, es el primer acontecimiento de gala al que asistimos juntos. La situación me divierte, de manera que, en lugar de taparme como suelo hacer, le sostengo la mirada.

—¿Te gusta mi vestido? —pregunto.

Él se agita, un poco azorado.

—Estás guapísima…, pero no solo por el vestido. Te noto distinta, Bibi, es como si hubieses florecido.

—En ese caso, brindemos por los cambios positivos —le digo alzando mi copa de vino y chocándola con la suya.

Filippo jamás me ha visto beber. Se queda estupefacto.

—¿Ahora también bebes?

—Pues sí, nuestra Elena es una borrachina… ¡Ya era hora! —tercia Gaia uniéndose a nuestro brindis.

Filippo sonríe un poco aturdido.

—Creía que eras abstemia. —Me mira intrigado—. Ni siquiera brindaste cuando te entregaron el diploma de la universidad.

—Yo también lo creía —me encojo de hombros mientras bebo un buen sorbo—, pero quizá me equivocaba. —Al igual que me equivoco en muchas cosas.

—Muy bien, pues entonces por las novedades. —Filippo apura su copa.

Mientras bebemos alegremente y comemos canapés y volovanes, finjo escuchar con interés las frívolas conversaciones que zumban alrededor sin dejar de sonreír. El alcohol empieza a hacerme efecto, me siento ligera y relajada, justo lo que quería. En cierto momento, sin embargo, golpeo sin querer una botella de vino, que cae sobre el vestido de la joven que está sentada delante de mí. Un camarero se apresura a remediar el desastre. Por suerte, los demás comensales hacen caso omiso de mi bochorno y aprovechan lo sucedido para volver a brindar. No obstante, a la joven no le ha hecho mucha gracia y me lanza una mirada iracunda.

—¿Estás bien, Bibi? ¿No te habrás pasado un poco? —me susurra Filippo solícito.

—Una pizca… —contesto apretándome la sien con una mano. Me temo que estoy un poco borracha, quizá soporto el vino mucho menos de lo que pensaba—. Soy un desastre, ¿eh?

—Un espléndido desastre. —Me guiña un ojo—. Además, esa tipa tiene cara de capulla.

Es estupendo tenerlo aquí, pienso envuelta en las emanaciones del alcohol. Es estupendo sentirme mimada y apreciada incluso cuando me meto en líos. Solo Filippo sabe hacer que me sienta así.

Entretanto, Gaia se ha levantado y se ha dirigido al centro de la sala en compañía de otras personas de nuestra mesa. El DJ acaba de poner una canción dance que le gusta mucho, de David Guetta o algo así. Mi amiga se mueve con una gracia maliciosa, perfectamente dueña de su cuerpo, resplandece en la pista de baile embutida en el minivestido de gasa con lentejuelas, el sudor le ha rizado un poco el pelo y tiene las mejillas sonrosadas. Me entran ganas de bailar, a mí, que por lo general nunca lo hago, de forma que me levanto para unirme al grupo. Arrastro a Filippo a la pista haciendo oídos sordos a sus protestas.

—¡No se discute! —le digo imperativa al tiempo que le tiro de una manga.

Me viene a la mente la famosa velada en la escuela de tango que acabó en un pisoteo mutuo y sé que él también piensa en eso mientras da en el sitio unos cuantos pasos rígidos sonriéndome sin cesar. Suelto una sonora carcajada, la verdad es que ya no me puedo controlar. Filippo me pregunta qué me ocurre, pero no logro responderle. Es una hilaridad imprevista, inmotivada y exasperada. También Gaia lo nota y, divertida, se acerca a mí y me aferra las muñecas.

—¿Estás borracha, Ele?

—Espero que sí —le contesto enjugándome las lágrimas. Solo que ahora ya no sé si son de felicidad o de desesperación.

***

Unos minutos antes de la medianoche subimos todos a la azotea para contemplar los fuegos artificiales. Siempre me han gustado, y no solo mirarlos sino también tirarlos. Recuerdo que cuando era niña, a finales de año me gastaba todos los ahorros que había acumulado en mi cerdito rosa para comprar tracas y petardos, y luego mi padre y yo nos divertíamos como enanos haciéndolos explotar en el cielo. Mis amigas me decían que no era cosa de chicas, pero a mi padre parecía darle igual y a mí me encantaba compartir con él esos momentos.

El negro de la noche se ha aclarado un poco y se entrevén algunas estrellas. La vista desde aquí abajo es, como poco, espectacular, da la impresión de que somos unos puntitos suspendidos entre el agua, la tierra y el cielo. Ha llegado el fatídico momento de la cuenta atrás. Gaia y Jacopo se ponen delante, al amparo de las agujas, en tanto que Filippo y yo nos quedamos rezagados en un rincón.

—Cinco.

Filippo me rodea con fuerza la cintura.

—Cuatro.

Me estrecho contra su cuerpo.

—Tres.

Me mira.

—Dos.

Alzo la barbilla.

—Uno.

Su boca está a escasos centímetros de mi cara.

—¡Feliz año! —Lo decimos a la vez mirándonos a los ojos y dejamos nuestras bocas libres para buscarse y encontrarse.

Es el primer beso verdadero de esta noche y contiene toda la ternura que había olvidado. Filippo descorcha la botella de Moët & Chandon que tiene en la mano y bebemos unos sorbos mientras los fuegos artificiales iluminan con sus colores la ciudad y el canal que está a nuestros pies. Admiramos el espectáculo en silencio durante unos minutos.

—Ahora hay que expresar un deseo —me susurra de pronto Filippo.

—De acuerdo. —Cierro los ojos para concentrarme, pero, por hermoso que sea este momento con él, por mucho que me esfuerce buscando otro distinto, en mi mente predomina un único deseo: Leonardo. Cuando abro de nuevo los ojos tengo ganas de llorar.

—¿Ya está? —me pregunta Filippo.

Asiento con la cabeza rehuyéndole la mirada. Le arranco la botella de la mano y bebo otro sorbo.

—¿Y tú? ¿Has pedido algún deseo? —le pregunto tratando de sonreír.

—No era necesario. Mi deseo está aquí —me dice mientras me abraza y me vuelve a besar.

Quiero morirme. Soy el ser más mezquino de este mundo. Me aferro a su beso con todo mi ser, lo cargo con la misma fuerza con la que me gustaría pedirle perdón.

Filippo me atrae hacia él y me estrecha contra su pecho. Permanecemos así no sé cuánto tiempo, me parece haber hecho un largo viaje, del que ya he regresado. Los fuegos han terminado y la mayoría de la gente ha vuelto abajo. Solo algunos se demoran en la azotea. Siento que el calor de Filippo se mezcla con el mío, nuestros cuerpos están muy próximos bajo la ropa y la sangre me hierve en las venas. Puede que el vino me haya excitado, pero de repente siento unas ganas enormes de hacer el amor con él. No sé si es por deseo o por rabia, por alegría o por desesperación, lo único que sé es que esta noche quiero olvidarme de todo y volver a ser suya. Mañana pensaré en las consecuencias.

Así pues, le cojo la cara con las manos y lo beso apasionadamente hundiéndole la lengua en la boca y metiéndo la mano entre las piernas.

Pero Filippo me aparta y me mira desconcertado.

—¿Qué pasa? ¿No te apetece? —le pregunto.

—Sí que me apetece… —contesta él mirando alrededor.

—¿Entonces? —le susurro empujándolo hacia un rincón más oscuro de la azotea.

—Bibi, nos están mirando. —Le gusta, lo sé, pero le da mucha vergüenza.

—Pues que miren. —Le cojo una mano y la pongo en mi pecho.

—Pero ¿qué te pasa esta noche? —dice. En sus ojos verdes hay una luz que jamás había visto hasta ahora.

—Me pasa que me apetece —contesto en tono de desafío a la vez que me bajo un tirante del vestido y le dejo entrever un pecho.

—Pero ¿qué haces? Tápate. —Está consternado, contrariado, me tapa a toda prisa.

—¿Por qué eres tan rígido? —Yo, en cambio, me siento irritada y frustrada. Leonardo no me lo habría impedido. Leonardo no me habría dicho esas cosas. Leonardo me habría tomado aquí, contra esta pared. Leonardo, Leonardo, solo pienso en él, ¡maldita sea! «¿Por qué no haces algo para que lo olvide?», me gustaría gritarle.

—Estás borracha como una cuba —me dice al tiempo que me aparta un mechón de pelo de la frente. Cuando se enoja resulta mucho más sexi…, su mandíbula parece más cuadrada.

Ahora lo deseo casi por desquite, su rechazo me excita, siento la necesidad de escandalizarlo, de echarle a la cara la nueva Elena, que ya no es suya, sino de otro. Le desabrocho el cinturón con ademán impaciente.

—¡Vamos, Fil! ¿Quieres o no?

Me detiene al instante apretándome la muñeca.

—Para ya, Elena. Te estás pasando —susurra. Nunca me llama Elena. Parece alterado.

—¡Entonces pasémonos! —repito irritada—. ¿No puedes relajarte por una vez?

—He dicho que pares.

—¿Qué ocurre? ¿Tienes que pensártelo? ¿Vamos a tomarnos tiempo también para esto? —Ahora estoy encolerizada y no logro frenar las palabras que salen como veneno por mi boca—. ¿Dónde está la pasión, Fil? ¿Es que nunca vamos a poder tomar una decisión sin razonar? Coño, ¿no puede haber un poco de sana locura entre nosotros? ¡Todo es siempre tan previsible!

Lo he dicho, lo he gritado y ya me arrepiento. Filippo me mira incrédulo.

—He hecho seis horas de viaje para verte —me dice, pálido, apretando los dientes—. Pero pensaba que éramos algo más que un simple polvo en la azotea de un hotel.

Me cojo la cara con las manos. Me muero de vergüenza.

Recula con los ojos apagados. Rechaza el contacto con mi cuerpo.

—No sé qué te ha ocurrido durante estos meses, Elena, pero no te reconozco. Y lo que he visto esta noche… no me gusta.

Hace amago de marcharse, pero lo retengo agarrándole de un brazo.

—Disculpa, no quería…

Él se suelta.

—Sí que querías. —Me mira gélido, apretando los puños—. Has dicho lo que pensabas, incluso con demasiada claridad. Te deseo un feliz año. —A continuación baja corriendo la escalera que lleva a la salida.

Ya no puedo detenerlo, y no lo intento. Me siento desfallecida, me acurruco contra la pared, la cabeza me da vueltas y tengo arcadas, pero por suerte puedo contenerlas. Respiro hondo, con calma, y me levanto de nuevo. Vuelvo a entrar en el edificio con paso incierto, llego a nuestra mesa. Yo también me voy, a estas alturas de nada sirve que me quede. Recupero mi bolso y me despido apresuradamente de Gaia y Brandolini sin darles ninguna explicación. Por suerte, Gaia está más colocada que yo y no ha notado la desaparición de Filippo ni mi desastroso estado. Me repite «Feliz año» una vez más y, después de darme un pellizco en el trasero, deja que me vaya.

***

Aquí estoy. Sola, en mi piso de soltera, a las tres de la madrugada del uno de enero, con la perspectiva de vomitar de un momento a otro y un dolor de cabeza que no me da tregua. Buen inicio de año. Sin Leonardo. Y, ahora, también sin Filippo. ¿Qué he hecho para merecer todo esto? Me siento cansada, exhausta; si bien he tomado ya una decisión, el destino se divierte abofeteándome. Quiero lo que no puedo tener.

Sosteniéndome a duras penas sobre las piernas, trastabillo hasta la cocina, en busca de algo que pueda absorber el alcohol que me revuelve el estómago. Encuentro un trozo de pan y me lo meto en la boca sin preguntarme cuánto tiempo puede llevar allí. Luego entro en el cuarto de baño y abro el grifo de la bañera, en la que echo después unas gotas de aceite. Se me va la mano, pero no reacciono. Mientras espero a que se llene la bañera vuelvo al salón y mi mirada se posa en el árbol de Navidad, que aún tiene las luces encendidas. Me siento en el suelo para contemplarlo. En una bola leo uno de los versos que yo misma escribí:

Odio y amo. Me preguntas cómo es posible.

No lo sé, pero siento que es así y me atormento.

Catulo

Estoy a punto de echarme a llorar. El nudo que tengo en la garganta se está deshaciendo. Soy una estúpida sentimental con los ojos enrojecidos, una niña que ha jugado a ser mujer y que solo ha causado problemas.

Me libero del vestido arrugado y de la estúpida ropa interior sexi de encaje rojo, los voy dejando caer en el suelo mientras vuelvo al cuarto de baño. Me sumerjo lentamente en la bañera hundiendo también la cabeza, disolviendo las lágrimas en el agua.

Aquí está la nueva Elena. Sola, confusa y culpable. Víctima y verdugo de sí misma.