Estoy despierta desde hace un par de horas. He desayunado con calma, cosa que casi nunca hago: me he preparado un buen café, he cortado un poco de fruta de temporada y he untado dos tostadas de Nutella. Me considero satisfecha.
Ahora estoy sentada delante de mi MacBook y necesito desesperadamente que alguien me diga qué hacer. Miro por la ventana. Los árboles del Campo San Vio están adornados con lazos rojos y por la noche brillan con unas lucecitas amarillas; además, la entrada de la pizzería está coronada por una estrella luminosa un tanto cursi con la palabra FELICIDADES. El tiempo ha volado y solo faltan cinco días para Navidad. Yo también he sacado los consabidos adornos y he puesto mi árbol ecológico, pero este año hay una novedad: he escrito en las bolas de cristal de Ikea los versos de amor de varios poetas famosos. Es un árbol de Navidad romántico, una pequeña concesión a mi corazón amordazado.
Vuelvo a mirar el ordenador. Una única e inmensa razón me empuja a hacerlo: Filippo. No he contestado a su último correo. Lástima que luego él me haya vuelto a escribir varias veces preguntándome con creciente insistencia por dónde andaba e invitándome a ir a Roma. Lamento haberlo engañado. A pesar de que no es mi novio y de que decidimos de común acuerdo no comprometernos, el sentimiento de culpa me encoge el corazón cuando pienso en él.
He decidido escribirle. La página en blanco se abre ante mis ojos, dejo que mi pensamiento vaya libremente a donde quiera y mis dedos lo siguen con docilidad.
De: Elena Volpe
A: Filippo de Nardi
Asunto: Con el corazón
Querido Fil:
Te escribo de nuevo después de un largo silencio. No ha sido un periodo fácil para mí. Podría ponerte un sinfín de excusas, pero es inútil mentirte: la verdad es que debería haber tenido el valor de hablarte con la sinceridad que mereces. Fil, he conocido a un hombre del que no puedo privarme. No me lo puedo explicar a mí misma y aún menos a los demás, pero de todas formas quiero intentarlo. No estamos juntos, pero entre nosotros existe una relación brutalmente carnal. Él me ha hecho prisionera y ha sacudido mi vida, se le ha metido en la cabeza que debo superar mis inhibiciones, mis límites, una suerte de reto o de juego, y yo se lo he concedido. Lo que ocurre es que he aprendido a gozar como nunca lo había hecho antes, que mis sentidos se han despertado y ahora lo reclaman desesperados. En cierta forma me ha liberado, pero ahora no logro ser de nuevo la de antes. Es una especie de obsesión, pienso en él a todas horas y cada vez que lo veo el deseo de volver a estar con él no hace sino aumentar.
No pretendo que me entiendas, soy consciente de que todo esto puede parecerte absurdo.
Lo siento muchísimo, pero creo que, teniendo en cuenta lo que somos y lo que hemos imaginado que seríamos, vernos en Roma sería algo más que unas meras vacaciones, sería el inicio de una relación que antes habría deseado pero que ahora no logro concebir. No puedo, Fil. De verdad, no puedo.
Me odiarás, lo sé, y no querrás volver a verme. Me lo merezco y no haré nada para evitarlo. Ahora solo necesito vivir esto hasta el final, sin importar adónde me lleve.
Perdóname, pero después de esta carta me sumiré de nuevo en el silencio.
Bibi
He escrito impulsivamente, en un estado rayano en el trance, y aquí están mis pensamientos al desnudo, expresados casi contra mi voluntad. He escrito más para mí misma que para él, ahora lo tengo claro.
Vuelvo a leer el correo dos veces más y deambulo por el salón como si pretendiese distanciarme de él. Me siento de nuevo y mi dedo se demora sobre el teclado. La tecla ENVÍO jamás me ha dado tanto miedo. Si lee esta carta Filippo se sentirá herido, pero al menos sabrá la verdad. De repente un aviso de Skype me indica que está conectado. Un segundo más tarde me escribe un mensaje:
Bibi, ¿estás ahí? ¿Podemos hablar?
Me siento sucia, como si me hubiesen pillado robando. Contesto que sí y acepto su videollamada.
Por lo que veo, no está en casa. Me está llamando desde un lugar de Roma que reconozco al instante.
—¡Buenos días, Bibi! ¿Vienes a tomar un té a Babington’s? —Es la primera cosa que me dice con esa sonrisa que me llega directamente al corazón. Sus ojos verdes brillan con el sol. Se necesita tener valor para herir a un príncipe azul como él.
—¡Ojalá, Fil! —Me acomodo en la silla con cierta desazón—. Pero ¿estás en la plaza de España?
—Sí, sentado en la escalinata. —Gira el monitor y la vista panorámica de la Trinità dei Monti aparece ante mis ojos en todo su esplendor. Tengo la impresión de estar en una película y que él es el director—. ¿Ves?
—¡Menudo espectáculo! Tan fantástica como siempre… —La última vez que estuve allí fue con él, en una excursión organizada por la universidad cuando estábamos en el tercer curso.
—Entonces, ¿cuándo piensas venir?
Ya estamos. Sabía que me lo preguntaría, pero no sé qué contestarle.
—Tarde o temprano… —digo ocultando el tormento que siento con una sonrisa.
—¿Has acabado el fresco?
—Sí, hoy es el último día. —Suspiro.
—En ese caso, ven durante las Navidades, ¿no?
—Pero ¿tú no vuelves? —replico. Es una forma miserable de eludir de nuevo la pregunta y de ganar tiempo.
—El veintisiete trabajo, por desgracia —resopla encogiéndose de hombros—. Vamos, Bibi, ven. Te echo de menos, no me descuides…
Dios mío, no logro sostenerle la mirada. Yo también te echo de menos, Fil, pero no de la misma manera. Desde que te marchaste han cambiado muchas cosas.
—En Navidad no puedo, Fil. —Tengo un nudo en la garganta, pero aún puedo controlarlo—. En Nochebuena ceno con la familia. —Trato de convencerlo poniendo una expresión de sufrimiento—. Para mis padres es importante, ya sabes cómo son. Los veo poco…
—Entiendo… Navidad con tus padres… —dice con una sonrisa de resignación—. Soy el único hijo cabrón que boicotea las reuniones familiares.
—No eres un cabrón.
—¿Estás segura?
—Sí. —La única cabrona soy yo.
Sonríe socarrón, luego se vuelve de repente, como si hubiese visto algo o a alguien.
—Ahora tengo que dejarte. Está llegando el ayudante de Renzo Piano para comentar el proyecto. —Me lanza un beso al aire.
—De acuerdo, buen trabajo, entonces.
—Gracias, lo mismo digo. —Me mira fijamente a los ojos, como si quisiera leer algo en ellos. O quizá la única causa de mis paranoias sea que no tengo la conciencia limpia—. Te volveré a llamar para felicitarte… En cualquier caso, no doy mi brazo a torcer: espero verte pronto —concluye.
—Yo también. —Le devuelvo el beso al tiempo que su rostro desaparece.
Cierro Skype y en la pantalla del MacBook aparece de nuevo la carta, semejante a una nube amenazadora en un cielo límpido. Ahora creo que escribirla ha sido una locura. ¿Cómo se me puede haber ocurrido? No puedo excluir a Filippo de mi vida. Así no, con un frío correo electrónico. No se lo merece.
El cursor se desplaza hasta la tecla BORRAR. La pulso sin piedad y sin vacilar. Sí, quiero borrar el correo. Al igual que quiero borrar los sentimientos de culpa, las inseguridades y las obligaciones morales cuyo peso me aplasta inevitablemente. Puede que sea una hipócrita y una egoísta, pero necesito saber que Filippo existe, en un rinconcito de mi mente necesito creer que aún tenemos algo que darnos. Si un día debemos decirnos adiós lo haremos, pero ahora no. No de esta forma.
Me vuelven a la mente las palabras de Leonardo cuando me dijo que los deseos no pueden encerrarse en una jaula. Fuera de ella, ahora me doy cuenta, está el caos emocional, pero ya estoy metida en esto y es imposible dar marcha atrás.
***
A primera hora de la tarde me arreglo para salir; me lavo el pelo y me visto con esmero, como si se tratase de una ocasión importante, y esta, en efecto, lo es. He acabado de restaurar el fresco y me dispongo a devolver las llaves del palacio. A juzgar por la sustanciosa compensación que ha ingresado en mi cuenta corriente —superior a la pactada—, Brandolini debe de estar más que satisfecho con el trabajo. Eso significa que, por primera vez desde que me licencié, podré comprar por fin los regalos de Navidad sin preocuparme por la cartera… Es una gran satisfacción.
Cruzo el portón y subo a toda prisa la escalinata hasta llegar al vestíbulo. El fresco me recibe con su juego de colores, que por fin se muestran vivos y resplandecientes. Esbozo una sonrisa silenciosa y me acerco un poco para verlo mejor. Imagino que el anónimo pintor se me aparece y me ofrece unos granos de granada en señal de agradecimiento. ¡Cuántos días de pruebas y frustraciones me ha costado ese detalle! Es muy probable que sin la ayuda de Leonardo jamás hubiera logrado encontrar el matiz adecuado. Gracias a él mis ojos han experimentado un cambio y han aprendido a mirar de forma distinta no solo la granada, sino el mundo en general. Este fresco me ha acompañado durante los últimos meses de mi vida, de mi transformación, y ahora me conmueve separarme de él. La próxima vez que vuelva a este palacio —en caso de que lo haga— ya no lo haré por él, sino por Leonardo.
Como si se tratase de un hechizo maldito, en cuanto lo evoco se materializa en el vestíbulo. Mi corazón da un vuelco cuando lo veo. Como siempre.
—Hola —le digo—, estaba pensando en ti.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué pensabas, si se puede saber? —Se acerca mirando el fresco.
—Pues que de no haber sido por esta restauración, nunca nos habríamos conocido. —Me vuelvo un poco y veo sus ojos oscuros. Las arrugas que tiene en las comisuras me indican que está sonriendo.
Querría besarlo, pero, como siempre, espero que él tome la iniciativa.
—Lo has hecho muy bien, Elena. Es realmente precioso.
—Deberíamos celebrarlo. —No lo resisto y me vuelvo. Hago ademán de darle un beso, pero cuando me pongo de puntillas él se aparta de mí dejándome petrificada.
—Lo celebraremos cuando vuelva —dice en tono circunspecto y firme.
—¿Cuando vuelvas? —Abro desmesuradamente los ojos. En mi fuero interno aún debo digerir el rechazo—. ¿Te marchas?
—Esta noche, a Sicilia.
—¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé, lo decidiré una vez allí. —Tiene la mirada empañada, casi sombría. De repente lo siento frío y distante.
—¿Y el restaurante? —pregunto.
—He dejado un sustituto. —Se encoge de hombros—. Mis colaboradores ya pueden trabajar solos.
La noticia me turba. Me había hecho ya mil ideas —quizá sería más correcto hablar de fantasías— sobre las vacaciones de Navidad; en parte le he dicho que no a Filippo porque esperaba pasar todo el tiempo con Leonardo. En cambio…
—Pero ¿debes ir? —pregunto tratando de ocultar mi desesperación.
—Quiero ir —contesta con una mirada resuelta—. Al menos una vez al año, no importa dónde esté, vuelvo a Sicilia.
—¿Tienes algún ser querido allí?
—Tengo mi pasado.
Le haría más preguntas, pero me muerdo la lengua. Leonardo no soporta las intrusiones en su vida privada y, justo por eso, el vínculo que lo une a su tierra pertenece a una esfera absolutamente íntima e inviolable.
—Intenta divertirte sin mí. —Me coge la barbilla con una mano y hace un esfuerzo para sonreír, como si pretendiese eludir el rumbo que ha tomado la conversación.
Me gustaría decirle que no se vaya o que me deje ir con él, no soporto la idea de separarnos durante tanto tiempo.
—¿Al menos me llamarás por teléfono? —Es lo único que oso preguntar.
Niega con la cabeza.
—No, Elena. Prefiero que no hablemos mientras esté fuera.
—¿Por qué? —Le cojo un brazo. Sé que no debo insistir, pero necesito una explicación.
—Porque me hace falta alejarme, estar solo. Porque mi vida no se reduce a lo que hago aquí y no quiero mezclar las cosas. —Su mirada no admite objeciones—. Te llamaré en cuanto regrese. —Me hace una última caricia y se encamina hacia la escalinata sin volverse.
Estoy anonadada. Se ha marchado, sin excusas ni justificaciones. Me ha dejado aquí tragándome el enésimo nudo en la garganta, con los brazos inermes, apoyados en los costados.
Basta. Tengo que huir cuanto antes. Busco al portero en el jardín y le entrego el juego de llaves.
—Adiós, Franco, y feliz Navidad —lo saludo apresuradamente sin perder demasiado tiempo con las formalidades.
—Igualmente, señora, feliz Navidad. —Franco hace una media reverencia, como tiene por costumbre—. Cuídese.
Alzo la cabeza, echo una última ojeada a las ventanas y acto seguido salgo a toda prisa a la calle.
Adiós, fresco. Adiós, Leonardo.
***
Es Nochebuena y he tenido que hacer un esfuerzo sobrehumano para sobrevivir a estos días de euforia festiva después de que Leonardo me abandonara de esa forma. El peregrinaje ritual de una tienda a otra para comprar unos regalos del todo inútiles me ha hundido en un estado de profunda melancolía; yo, que por lo general disfruto con la Navidad, en este momento la odio con todas mis fuerzas.
En cualquier caso, he conseguido sobrevivir a estos cuatro días. Aunque sé que lo peor aún está por llegar. Son las ocho de la noche y en menos de una hora estaré en casa de mis padres para la tradicional cena familiar. Si logro superarla también puedo considerarme casi salvada.
A las nueve y cuarto, después de haber perdido un vaporetto y de haber desgastado medio tacón de las botas nuevas por haber ido a pie, me encuentro delante de la puerta de la casa de los Volpe. Toco el timbre con cierta dificultad, cargada con los paquetes.
Me abre mi madre, embutida en un traje de chaqueta de color rojo cereza con una expresión de inquietud en la cara.
—¡Elena! ¡Creíamos que te habías perdido! Solo faltabas tú. —Al fondo oigo las conversaciones de los parientes y la voz de Mariah Carey que canta los habituales villancicos.
—Lo siento, mamá, perdí el barco.
Con un solo gesto me besa, me quita el abrigo, lo cuelga del perchero, me arregla el pelo, y logra que me sienta culpable.
—¿No te parece un poco corta esa falda, cariño? —me pregunta mirando perpleja mi vestido de encaje, el mismo que me puse para cenar con Leonardo en la cocina del restaurante.
—No creo —respondo desenvuelta—. Siempre te quejas de que nunca llevo falda… Pues bien, esta noche te doy el gusto.
Entro en el comedor y por un instante se me pasa por la mente la idea de escapar: alrededor de la mesa hay alineado un pelotón de parientes que patean agitando en el aire los cubiertos, como si no hubieran comido en una semana. Desecho la idea sacudiendo la cabeza. Todo está bajo control, Elena, puedes conseguirlo.
No falta nadie: las abuelas, las tías, los primos, mi madre ha logrado incluso corromper al tío Bruno, que se dedica a viajar por el mundo en compañía de sus amigos homosexuales. Hago un saludo general, recibiendo como respuesta varias sonrisitas a derecha e izquierda, y me apresuro a sentarme en mi sitio. Obviamente, me han colocado al lado de mi prima Donatella, que es casi coetánea mía, pero que está a mil años luz de mí en todo lo demás. A los veinticinco años se casó con Umberto, el clon veneciano de Flavio Briatore, y un año después había dado ya a luz a la pequeña Angelica, que ahora tiene siete y parece una Barbie en miniatura. La niña se sienta a mi izquierda y me saluda con la mano.
—¡Hola, tía!
Le acaricio la cabecita y le sonrío guiñando los ojos, falsa a más no poder.
—Estás estupenda, Elena —dice Donatella mientras me da dos besos y me inunda con su nauseabundo perfume a iris amarillo.
—Gracias, tú también estás fantástica.
—Calla, por Dios. He engordado cinco kilos. —Con una expresión de desesperación se sube la falda y me enseña un muslo—. Mira, todos han ido a parar aquí.
Ya empieza. Todas las Navidades la misma historia, pero este año no estoy de humor para aguantar su parloteo insulso. Tengo que salvarme como sea, antes de que empiece a divagar sobre el último hallazgo en cremas anticelulitis.
—¿Qué te ha traído Papá Noel? —pregunto a su hija tratando de cambiar de tema.
—Un móvil nuevo —responde enseñándome ufana un iPhone de última generación.
—Qué bonito… —Ignoro para qué le puede servir a su edad.
—¿Puedo ver el tuyo, tía? —Eh, deja de llamarme tía, apenas te conozco, criatura.
Saco el iPhone del bolso. Lo coge con una expresión de sorpresa.
—Pero ¡es el cuatro! ¿No sabes que ya ha salido el cinco? —pregunta escandalizada.
Asquerosa, impertinente, mimada y odiosa. Por un instante vuelvo a ser niña y me entran unas ganas enormes de tirarle del pelo.
Esbozo otra sonrisa forzada y decido ignorarla concentrándome en los entrantes, que acaban de salir de la cocina. Ni que decir tiene que la tradición de la casa de los Volpe impone que Nochebuena sea de vigilia, de manera que solo comemos pescado. Bacalao mantecado, vieiras gratinadas y tostadas de salmón.
Mi madre disfruta con las felicitaciones que le dirigen los parientes.
Para evitar que me muera de hambre, como suele ocurrir en estas ocasiones, ha preparado un menú vegetariano solo para mí. Es evidente que ignora mi reciente conversión a la carne y, para evitar preguntas y no frustrar sus esfuerzos, decido pasar por alto la cuestión.
—Gracias, mamá, eres un cielo —le digo mordisqueando un grissino a la vez que me sirvo una pequeña porción del risotto con achicoria roja que ha cocinado con mucho amor para su niña.
Observo a mis parientes uno a uno. Tengo la impresión de estar con un grupo de desconocidos; no me apetece estar aquí, quiero volver a mi vida, al menos a la que ha sido mi vida en los últimos dos meses. Cada día que pasa sin Leonardo me parece un día perdido. Me escancio una buena copa de vino espumoso con la esperanza de que me ayude a levantar el ánimo.
Mi madre me mira como si de repente me hubieran salido escamas.
—¿Qué haces, Elena? —pregunta horrorizada.
—¿Por qué? ¿Ahora está prohibido? —inquiero dirigiéndole una mirada inocente a la vez que me lleno la copa.
—Pero ¿desde cuándo bebes vino? —No ceja, y su insistencia me irrita. No tolera que algo pueda escapar a su vigilancia y su aprobación.
—Desde ahora mismo, si no te molesta —contesto enfadada.
—Si he de ser franca, un poco sí…
—No jorobes, mamá —la interrumpo bruscamente. Mi madre me mira incrédula, también mi padre. Un silencio grave se instala en la mesa. La abuela, que es un poco sorda, pregunta a uno de mis primos qué está ocurriendo, a la vez que la tía se coloca la servilleta en las rodillas y tose. Miro alrededor un tanto arrepentida. He exagerado, no suelo responder así, en casa me muestro siempre afable y dócil. Ahora comprendo que los desconocidos no son ellos, que soy yo la que he cambiado.
Por suerte el tío Bruno sale en mi ayuda.
—Vamos, Betta, un poco de vino es bueno para la salud —afirma dándole un pellizco en el brazo—. Además, ¡en las fiestas hay que brindar! —Alza la copa y la hace chocar con la mía guiñándome un ojo.
—Tienes razón, ¡por nosotros! —continúa mi padre levantando a su vez la copa. Por la manera en que me mira comprendo que me ha perdonado.
La cena prosigue sin ulteriores tropiezos hasta el panettone, que va seguido del habitual intercambio de felicitaciones y regalos. Recibo un cojín de patchwork que ha cosido mi madre —debería combinar bien con el edredón que me regaló el año pasado—, una gorra de lana, dos pares de calcetines hechos a mano y una bufanda de cachemira. Por lo visto tengo pinta de ser una persona friolera. Pero para el hielo que siento en este instante no me sirve la lana.
En cuanto puedo doy un beso de reconciliación a mi madre, me despido de la familia y pongo pies en polvorosa, rumbo a casa. Feliz de haber despachado el asunto y de volver a estar sola.
Es casi la una. Los campanarios de Venecia anuncian alegres el final de la misa del gallo, al mismo tiempo que los pocos gondoleros que siguen trabajando se apresuran a concluir la última vuelta en barca. Aprieto el paso, tratando de concentrarme en la nubecita de vapor que crea mi respiración. No quiero pensar, pero antes de abrir el portón alzo los ojos al cielo y miro las estrellas. A saber si Leonardo las estará mirando también.
***
El día de Navidad, a última hora de la tarde, voy a ver a Gaia, que vive en un pequeño ático cerca de los jardines de la Bienal. De vez en cuando, bajo la ventana de su habitación, aparece alguna extraña instalación; la última es obra de un artista brasileño: una fila de tótems de plástico blanco que por la noche se iluminan con unas lucecitas fluorescentes. Más que tótems parecen unos chuscos muñecos de nieve y, pese a que no creo que fuera esa la intención del artista, su apariencia es sumamente navideña. A Gaia le he comprado como regalo un cofrecito recubierto de purpurina con una máscara volumen de Lancôme y un rizador de pestañas de Shu Uemura. Le privan estas cosas y estoy segura de que le encantará.
En cuanto abre la puerta me estruja en uno de sus enérgicos abrazos y casi me hace caer sobre la gigantografía de Marilyn Monroe que cuelga de la pared.
—¡Feliz Navidad! —me dice exultante mientras me precede hacia el salón, calzada con las zapatillas. El único lugar donde no lleva tacones es en casa.
—¡Igualmente, Gaia! —respondo al tiempo que me quito el abrigo.
—Ven, sentémonos en el sofá —me dice, y apaga la televisión.
Cada vez que me siento en su carísimo sofá de piel blanca no puedo por menos que pensar en las barbaridades que hará en él con sus amantes.
—¿Te has curado ya? ¿Te apetece un Bellini? —pregunta.
—Sí.
—¡Muy bien, así me gusta! —Me mira gratamente asombrada por mi elección alcohólica.
Desaparece en la cocina y cuando vuelve con la bandeja y las copas noto que lleva un brillante en el anular.
—¿Y eso? —le pregunto enseguida.
—Me lo ha regalado Jacopo —explica al tiempo que me lo acerca a la cara.
—¿Es un anillo de compromiso? —pregunto abriendo desmesuradamente los ojos.
—Bueno, es un anillo.
—Gaia, no te hagas la idiota —le reprocho.
—Está bien, lo reconozco. Jacopo va en serio.
—Pero tú no —concluyo su pensamiento.
—Es demasiado pronto, ¿no crees? —Me mira buscando mi aprobación. Parece que está en apuros. No está enamorada de verdad (me habría parecido un milagro, dados los precedentes), se le nota en la cara.
—Pero, entonces, ¿por qué has aceptado un regalo tan importante?
—¿Qué debería haber hecho? —se justifica—. ¿Devolvérselo? ¿En Navidad?
—No lo sé, Gaia, pero quizá deberíais hablar.
—Mira que a mí Jacopo me interesa —dice dando un sorbo a su bebida.
—Puede, pero quizá te interesa más otro que nunca da señales de vida…
He dado en el blanco.
—Lee —me dice tendiéndome la BlackBerry. Es el último SMS de Belotti.
Feliz Navidad, pequeña. Tarde o temprano iré a buscarte
Los ojos de Gaia tienen ahora forma de corazón. En cualquier otro momento la habría puesto en guardia, habría representado el consabido papel de la amiga seria y un poco formal que te devuelve a la realidad y te dice lo que te conviene hacer. Pero ahora la entiendo como nunca y no me parece justo regañarla.
—¿Vendrá de verdad a buscarte? —pregunto.
—Quién sabe —responde ella esperanzada. No tiene ningún sentimiento de culpa por el pobre conde, no le preocupa que pueda sufrir por su causa. Lo único que quiere es ser feliz. A ser posible con Belotti.
Puede que sea la ley de atracción, pero justo en ese momento suena mi iPhone. En mi interior albergo una única esperanza. Dios mío, ojalá sea Leonardo.
—¿Quién es? ¿Quién es? —pregunta Gaia curiosa.
Leo el mensaje y trato de ocultar la decepción.
—Es Filippo, me felicita la Navidad.
—¿Y lo dices así?
Puede que no haya sabido fingir como debía.
—¿Por qué? ¿Cómo debería haberlo dicho?
—¡Con un poco más de entusiasmo, Ele! —Me sacude con afecto los hombros—. ¿Qué te pasa? ¿Ya no estás convencida con él?
—De eso nada —me apresuro a decir—. Lo añoro un poco…
Ella me mira perpleja.
—¿Solo un poco? Mira que Fil es un buen tío. En mi opinión es el hombre que te conviene.
¡Dios mío, Gaia, no me compliques la vida también tú! Tengo la cabeza hecha un lío… Filippo es el hombre adecuado, pero no es a él a quien deseo en este momento.
—Ya veremos… —me limito a decir.
—Contéstale enseguida —me ordena—, yo mientras tanto iré a coger tu regalo.
Tecleo una respuesta un tanto fría y formal, pero solo me doy cuenta después de haberla enviado. Cuando alzo la cabeza Gaia está de nuevo en el salón con una sonrisa triunfal en los labios.
—Voilà! —Me da el paquete y yo hago lo mismo con el suyo.
Ni que decir tiene que Gaia rompe el papel en menos que canta un gallo. A juzgar por su cara he acertado de lleno, el regalo le gusta. Yo, en cambio, siempre he tardado una infinidad en abrir los paquetes: procedo con calma, me gusta paladear la sorpresa.
Al sacudir ligeramente el envoltorio supongo que puede ser un aceite para el cuerpo o un perfume, el ruido parece el de una botella de cristal.
—Es inútil que intentes adivinar qué es, nunca lo conseguirás…
Por fin abro la caja y me pongo roja como un tomate.
—¡¿Un vibrador?! ¡¿De cristal?!
—Falso cristal, para ser más precisa.
Lo cojo con la mano sin saber si mostrarme enojada, divertida, escandalizada o desesperada. Al final suelto una carcajada, es lo único que puedo hacer. Gaia se ríe conmigo, ha obtenido el efecto que deseaba.
La escena es propia de Sexo en Nueva York.
—Dado que no tienes uno y que jamás te lo comprarás, lo he hecho yo por ti. —Acciona el interruptor con ademán experto al tiempo que me guiña un ojo—. Dicen que es fantástico…
—Bueno, no puedo negar que es muy chic. —Cabeceo mirando el objeto, cuya luz se refleja en la pared—. Pero espero que no te ofendas si no lo uso.
—Nunca se sabe. Sea como sea, conviene tener uno… —contesta ella convencida.
—En fin, al menos no es el habitual par de medias —digo con estudiado aplomo.
Nos reímos de nuevo y pienso que Gaia es la única persona con la que se puede pasar una tarde de Navidad así.
***
No obstante, nada más volver a casa me abruma de nuevo la tristeza y la sensación de impotencia que se produce cuando no puedes tener todo lo que anhelas. Por mucho que trate de borrarlo de mi mente, Leonardo la domina de manera implacable. ¿Por qué fue tan duro conmigo? ¿Por qué sigue siendo tan evasivo? ¿Por qué insiste en rodearse de sombras y de misterio? Por un instante siento la tentación de llamarlo o de escribirle un mensaje, pero al final apago el teléfono para vencerla.
Dejo el bolso con el regalo de Gaia en el escritorio. Saco el vibrador de la caja y me apresuro a esconderlo en el cuarto de baño. ¿Qué puedo hacer con esa cosa?
Me gustaría estar con Leonardo. Y nada puede colmar ese deseo.