Estoy volviendo a casa del cine. En el Giorgione proyectaban hoy la tercera película de una retrospectiva dedicada a Tornatore y he ido sola. Únicamente Filippo habría sido capaz de aguantar las dos horas y media de Baarìa conmigo, pero él no está aquí y yo lo siento cada vez más lejos. En los últimos tiempos nuestras citas en Skype son cada vez menos frecuentes, sobre todo por mi culpa. Su lejanía física repercute también en mis pensamientos, y de cuando en cuando tengo la impresión de que he empezado a olvidar su cara, de que ni siquiera recuerdo su voz.
Mi mente está ahora dominada por un único pensamiento: Leonardo. Todo me reconduce a él, me acompaña en todo lo que hago. No logro liberarme. Mientras estaba en la sala y contemplaba los paisajes abrasados por el sol y las caras excavadas por el viento, no pude por menos que pensar en Sicilia. En su tierra. A saber qué cara tendrán sus padres, sus amigos, en qué pueblo nació y creció. ¿Por qué sueño con viajar un día allí? ¿Incluso con él?
Basta. Estoy dejando volar la fantasía y no debo hacerlo. No puedo caer en las garras del enamoramiento. Tengo que mantener el control de la situación, racionalizar, separar el corazón, la mente y el cuerpo. Hace ya más de un mes que hicimos el amor por primera vez y no sé cómo acabará nuestra historia, quizá muy mal para mí. Pero no tengo la menor intención de renunciar a él, quiero vivir esta aventura hasta las últimas consecuencias.
Son las diez de la noche, fuera hace frío, las luces navideñas que iluminan los palacios se reflejan en los canales. Faltan quince días para Navidad y apenas puedo creerlo, el tiempo ha volado literalmente.
Oigo un silbido en la calle, luego una voz masculina hablando en dialecto romano —«¿Has visto a esa?»— seguida de un parloteo malicioso. Son dos jóvenes con fuerte acento romano que pasan a mi lado y, después de desnudarme descaradamente con los ojos, me sonríen complacidos y empiezan a hablar entre ellos a la vez que se alejan a mis espaldas. Me sucedió también el otro día con un tipo que pasaba por la calle; se volvió y nuestras miradas se cruzaron. El hecho me sorprendió, ya que no estoy acostumbrada. Antes de conocer a Leonardo no me solía suceder tan a menudo, quizá porque lo evitaba de forma inconsciente y mantenía a los demás a distancia. Ya no soy la misma, estoy cargada de una energía nueva, sensual. Y los demás también deben de notarlo, porque da la impresión de que me miran de manera diferente. Yo misma me miro en el espejo encantada con la imagen que veo reflejada —ya no soy la de antes, pero me gusto—. Es cierto. Mi cuerpo desnudo ha dejado de ser una visión que trato de evitar y se ha convertido en algo íntimo y familiar, un paisaje que habito sin inhibiciones. Ya no tengo miedo de exhibirlo o de valerme de él para provocar: la ropa interior de encaje negro, los zapatos de tacón, el maquillaje ligero o los vestidos escotados han dejado de ser un tabú para mí. Leonardo me ha hecho descubrir una feminidad a la que antes no prestaba ninguna atención. El deseo de ser a toda costa una mujer para él me ha llevado a serlo también para mí misma y para los demás.
Antes de volver a casa me desvío un poco alargando el recorrido varios cientos de metros. A paso lento me acerco a la parte posterior del palacio de Brandolini con la única intención de sentirme más cerca de Leonardo. Desde aquí puedo ver sus habitaciones, las del piso de arriba. Están iluminadas. Tengo la tentación de llamar al telefonillo, pero eso supondría incumplir nuestro acuerdo. Espero siempre a que sea él el que llame, el que me haga la propuesta indecente, y en ciertos momentos debo reconocer que la espera me resulta insoportable, porque yo querría verlo siempre. Alzo la mirada hacia las ventanas.
Vamos, Leonardo, asómate y dime que me deseas. Estoy aquí por ti.
De repente veo pasar por detrás de los cristales una sombra negra que no es la suya. Se trata del cuerpo de una mujer, lo deduzco por la curva del pecho y por la melena, larga y suelta. Una mujer desnuda…, ¡la violinista! Estoy segura de que es ella. El corazón me da un vuelco y la sangre deja de circular por mis venas. No estoy soñando, todo está sucediendo ante mis ojos.
Con un nudo en la garganta y las piernas temblorosas recorro la calle que desemboca en el Gran Canal imaginando de antemano la sorpresa que me aguarda. En efecto, en el muelle que hay delante del palacio está atracada la barca blanca. Esa barca.
Me siento como si hubiese recibido una bofetada en plena cara. Aprieto los puños con toda la fuerza que puedo hundiendo las uñas en las palmas. Me gustaría llorar, pero las lágrimas no brotan, están estranguladas en el grumo de rabia que anida en mi interior. «No eres la única, Elena. No esperes que te sea fiel». Las palabras de Leonardo me retumban en la cabeza como un mantra. Insoportables. Él me lo advirtió, fue claro desde un principio. Pero eso no quita para que esté fuera de mí, y el hecho de haber sido preparada no atenúa el golpe. Un puñetazo es un puñetazo y hace daño, por mucho que lo hayas visto llegar.
Me gustaría rociarle la barca con gasolina a esa cabrona y luego echar una cerrilla encendida, como en las películas. O pegarme al timbre para interrumpir el idilio y soltarles una retahíla de insultos a los dos. Pero, en lugar de eso, me marcho, recompongo mis pedazos y me bato en retirada, herida e impotente.
***
Han pasado varios días interminables, y unas noches aún más largas, desde esa velada. Leonardo ha vuelto a desaparecer y yo procuro no ir al palacio durante las horas en que sé que él está allí. Ya no sé qué pensar. Puede que, simplemente, no deba hacerlo. Los deseos incontrolables de venganza o, peor aún, de reivindicación han dado paso a una honda tristeza. Con todo, añoro a Leonardo y su ausencia me hiere más que cualquier otra cosa. Me niego a pensar que lo he perdido para siempre, no puedo aceptar que esa mujer me lo haya arrebatado. Todas las noches me duermo pensando en él, sabedora de que sus ojos negros infestarán mis sueños. Lo odio, pero es imposible olvidarlo.
***
Luego, una mañana, cuando ya he perdido toda esperanza, reaparece de nuevo. Es casi mediodía y estoy acabando una parte del fresco. El iPhone, que tengo en el bolsillo del mono, suena una vez. Un SMS.
A las 17 en los Mendicoli. Te quiero con falda y medias de liguero
Es Leonardo, con su arrogancia de siempre. Las manos me tiemblan un poco mientras tecleo la respuesta.
Espérame. Allí estaré
¿Qué otra cosa podía contestarle? ¿Que estoy harta de él y que no quiero volver a verlo? No es cierto, así que me mentiría a mí misma y no serviría para nada.
Así pues, decido de inmediato que le dejaré dirigir el juego, ya que, además, no tengo otra alternativa. No organizaré ninguna escena, no plantearé exigencias inútiles, solo necesito mirarlo a los ojos para comprender si algo ha cambiado en el pacto que sellamos. Pero, por encima de todo, si soy capaz de aceptar las condiciones.
***
Son casi las cinco y prácticamente ha anochecido. No sé por qué Leonardo ha querido que nos veamos justo en San Nicolò dei Mendicoli, uno de los rincones más recónditos de la ciudad. Somos pocos los que lo conocemos, aunque a mí siempre me ha parecido un lugar muy sugerente, uno de esos que se te quedan grabados por lo diferentes que son del resto del mundo. Cuando frecuentaba el Instituto de Arquitectura tenía que pasar por allí para ir a clase. De vez en cuando, a principios del verano, me refugiaba en la iglesia para guarecerme del bochorno insoportable y me quedaba sentada al fresco leyendo un libro y dejándome mecer por la música sagrada que llegaba ininterrumpidamente del púlpito que hay detrás del altar. Por lo que sé, es la única iglesia de Venecia en la que suena un disco grabado las veinticuatro horas del día, saturando el aire de notas celestiales. Pero aún no alcanzo a entender el motivo por el que Leonardo ha elegido el Campo de los Mendicoli, aunque también es posible que no haya una razón precisa. Solo espero que sea puntual, porque no resistiré mucho vestida de esta forma: las medias de liguero no son, desde luego, las más indicadas para este clima, ya invernal. Pese a que me he emperifollado con el abrigo de zarina, largo hasta los pies, me siento desnuda y el frío húmedo me sube por las piernas causándome escalofríos en la espalda.
Leonardo es puntual. Aún no son las cinco y él ya ha llegado. Tiene la mirada perdida en el horizonte y el cuerpo cubierto por un gabán largo, al estilo de Keanu Reeves en Matrix. En cuanto me ve se precipita hacia mí y me saluda con un abrazo y un beso impetuoso.
—Cada vez más guapa… Tengo la impresión de ver cada vez a una mujer distinta —dice mientras me radiografía de pies a cabeza.
Lo escruto. Sus ojos oscuros no han cambiado, emanan esa luz cálida que deshace el hielo que rodea el corazón.
—¿Por qué hemos quedado aquí? —pregunto desviando la mirada hacia el campanario de la iglesia, que está dando las cinco.
—Porque me gusta. Descubrí este lugar por casualidad hace unos días, mientras caminaba hacia el muelle de Santa Marta para recibir un cargamento de mercancía. —Mira en derredor a la vez que me calienta la cara con las manos—. Es precioso, casi parece estar fuera del mundo.
—Es verdad. —Tenemos idénticos pensamientos. ¿Debo empezar a preocuparme? Poso mis manos en las suyas y por un instante me olvido de la mujer desnuda que vi en la ventana de su dormitorio, la tristeza de los últimos días y las pesadillas que han poblado las últimas noches. Cuando me besa solo sé una cosa: que aún me desea. Al igual que yo.
Nos demoramos de pie en la esquina, besándonos, antes de entrar en la tienda de vinos que se encuentra a varios metros. No tengo ganas de beber, pero Leonardo ha insistido en que entremos. La mano que me ha apoyado en la espalda resbala rápidamente hacia el trasero, en tanto que me empuja hacia la barra. El local está casi desierto, de manera que los ojos curiosos del dueño se concentran en nosotros mientras nos sentamos en los taburetes. A pesar de que en mi fuero interno sigo muriéndome de celos, disfruto de las efusiones de Leonardo, de que hunda sus dedos en mi pelo, de que sus piernas se entrelacen con las mías. Tras leer la carta de vinos elegimos un Pinot gris. Leonardo paga, salimos con las copas en la mano y usamos el muro que costea el canal como mesa, a la manera de los venecianos.
Si bien ahora estoy bastante relajada, basta una mirada demasiado insistente de Leonardo a una joven que pasa por delante de nosotros para que los celos vuelvan a envenenarme la sangre. Salí con la idea de no montar escenas y estaba convencida de que me mantendría fiel a mi propósito, pero es muy duro. Bebo un sorbo de vino y vuelvo a dejar la copa en el muro mientras miro hacia la otra orilla. Mi semblante está sumamente serio, y él se ha dado cuenta.
—¿Qué pasa? —pregunta cabeceando.
—La vi, ¿sabes? —El nudo de rabia que tenía dentro se deshace al instante vertiéndome hiel en el estómago.
Leonardo cae de las nubes.
—¿A quién viste?
—Vamos, entre nosotros están de más las mentiras inútiles, ¿no? —Me vuelvo hacia él lanzando llamas por los ojos—. Tu amante, la vi. En tu habitación, hace varias noches.
Exhalo un suspiro y retrocedo unos pasos.
Leonardo pone los ojos en blanco y en su rostro reaparece enseguida una expresión tranquila y relajada.
—De manera que me espías. —Se carcajea—. Cuidado con lo que descubres, Elena. —Me acaricia la nariz con el dedo índice.
Le cojo la mano y se la aparto bruscamente.
—Al menos dime quién es, qué significa para ti…
—Se llama Arina —precisa.
—¡Arina o como demonios se llame! —La imagen de esa mujer se detiene ante mí y me siento irremediablemente pequeña, perdedora. La seguridad que creía haber conquistado en los últimos tiempos se desvanece en un segundo—. ¿Has seguido viéndola durante todo este tiempo? —le pregunto.
—Por supuesto que la he visto, es amiga mía. Aunque solo nos hemos acostado un par de veces —dice en tono provocador, pero con una placidez que me saca de mis casillas.
La facilidad con la que obtengo una respuesta de él me desconcierta. Leonardo no tiene nada que ocultar, porque no me debe nada, esa es la cuestión.
Mis ojos se empañan, me escuecen debido a las lágrimas de rabia que contengo con una firmeza férrea. Me atrae hacia él agarrándome por un costado y me sujeta la cara con una mano.
—No hagas eso, Elena. ¿Quieres saber lo que significa esa mujer para mí? Es una aventura, un viaje, como las demás…
—¿Y yo? ¿Soy también igual que las demás?
—No, no lo eres. —Me mira a los ojos—. Porque cada viaje es diferente, cada uno es hermoso a su manera.
—Pero yo no te basto. —Directa al grano.
—¿Por qué razonas así? No entiendo por qué sacas esas conclusiones… Si tú tuvieses otros amantes yo me alegraría por ti y no tendría nada que reprocharte. —Parece casi alterado por mi rigidez—. Los celos son una jaula que únicamente te dan la ilusión de poseer al otro. Pero no puedes aprisionar los deseos —sentencia mientras me aprisiona con su abrazo. Querría desasirme y molerlo a puñetazos. Lo odio, a él y a su libertad, que, al mismo tiempo, envidio. Me gustaría tener su apertura mental, pero es difícil liberarse de los esquemas que se han adueñado de tu forma de pensar, de los modelos interiorizados. Por otra parte, si ahora se pusiese a hacerme grandes promesas de fidelidad nunca acabaría de creerlo del todo. Debo enfrentarme a la realidad: Leonardo jamás será del todo mío, jamás podré encerrarlo en un recinto. Solo puedo esperar que en su vagar vuelva siempre a mí.
***
Caminamos en dirección al Campo Sant’Angelo. Permanezco callada y un poco huraña; Leonardo me ciñe por la cintura a la espera de que se me pase el mal humor. Alzo la mirada de repente y veo una figura familiar a unos cuantos metros de distancia. Es Jacopo Brandolini, que se acerca hacia nosotros. Me zafo de inmediato de Leonardo, en el preciso momento en que él nota nuestra presencia. ¡Dios mío, ahora se preguntará qué hacemos aquí y ni siquiera tenemos tiempo de inventarnos una historia!
—¡Hola, Jacopo! —lo saluda Leonardo, con su flema habitual.
—Buenas noches. —El saludo va dirigido a los dos. Veo que los ojos de Brandolini trazan una curva hasta posarse en mi cara—. ¿Qué hacen por aquí? —Cambia la bolsa de cuero de un hombro al otro y nos sonríe sorprendido.
Me río nerviosa.
—¿Y usted? —pregunto en un intento desesperado de disponer de dos segundos de tiempo. Estoy sumamente tensa, el desastre es mayúsculo.
—Voy al único sastre decente que queda en la ciudad. Me hace las camisas a medida. —En efecto, ahora que lo pienso tiene todas las camisas con las iniciales JB bordadas en la muñeca.
Caramba, no consigo dejar de mover la pierna derecha. Estoy muy agitada. Cálmate, Elena. No os ha visto besaros. Respira.
—Volvía de Santa Marta. Fui a verificar la llegada de un cargamento —explica Leonardo. Domina perfectamente la situación— y me encontré con Elena delante de la iglesia…
—La iglesia de San Nicolò dei Mendicoli… —tercio con vehemencia—. El sacerdote está buscando un restaurador para un trabajo. —¿Y tú te presentas en minifalda, medias de liguero y botas de tacón? Razona, Elena. Cierro todo lo que puedo el abrigo—. ¿Sabe? Creo que en Navidad habré terminado en el palacio.
—Ya, el fresco es fantástico, has hecho un magnífico trabajo, Elena —dice Brandolini aparentemente satisfecho.
—Gracias. —Estoy a punto de añadir algo para despedirme de él, pero es más rápido que yo.
—¿Puedo invitarles a beber algo? —pregunta señalando el bar que hay detrás de nosotros.
Balbuceo y gruño algo incomprensible. A continuación miro a Leonardo en busca de ayuda.
—Gracias, pero tengo que ir de inmediato al restaurante. —Se zafa con infalible destreza—. En otra ocasión.
Hago acopio de valor y escapo a mi vez.
—Yo me quedaría muy a gusto, pero por desgracia tengo que acabar las compras navideñas. —Es la primera excusa que se me ocurre. Leonardo me está convirtiendo en una terrible mentirosa.
—De acuerdo, entonces nos vemos en el palacio. —Se despide de nosotros estrechándonos la mano. Aún no entiendo cómo puede acostarse con Gaia y mantener esas formalidades conmigo, supongo que se imaginará que estoy al tanto de todo.
—Adiós. —Nos despedimos.
Lo miramos hasta que lo vemos entrar en la sastrería que se halla frente a nosotros. Exhalo un suspiro de alivio.
—Qué casualidad… —comenta Leonardo.
—Venecia es pequeña —repongo aún enojada—. Supongo que ya te habrás dado cuenta.
Pero él tira de nuevo de mí y me estampa un beso en la mejilla. El hecho de haber compartido el pequeño engaño nos ha convertido en cómplices y ahora se siente autorizado a borrar la distancia que yo había marcado entre nosotros. Me vuelvo de inmediato para comprobar que Brandolini se ha alejado y él se ríe de mi prudencia.
—Se ha marchado, tranquila… En cualquier caso, aunque nos vea no pasa nada.
—No, la verdad es que no. Pero no quiero pasar por una amante —digo insistiendo en mi malhumor y echando de nuevo a andar. Con el rabillo del ojo veo que cabecea y que me sigue con una expresión de resignación, pero también divertida. Me lo esperaba.
Caminamos uno al lado del otro un poco más y llegamos a la calle del Avogaria. Hay un cartel pegado a una pared: ESCUELA DE TANGO.
Fui una vez con Filippo, cuando estábamos en la fase musical de Carlos Gardel. Resultó una velada desastrosa. Después de machacarnos los pies a base de pisotones, los dos comprendimos que no estábamos hechos para el tango.
Leonardo se adelanta unos pasos y después se pone a andar hacia detrás de manera cómica, delante de mí. Qué extraño, en cierta forma también eso es un tango.
—¿Cuánto piensas estar de morros conmigo? —me pregunta mientras me busca la mirada.
—No lo sé —respondo enfurruñada.
—Eres una cría, ¿sabes? —Se para de golpe haciéndome chocar contra su pecho. Me estrecha entre sus brazos. Estoy atrapada—. Dame un beso y hagamos las paces —me ordena risueño.
A mí también se me escapa la risa, pero me contengo.
—No.
En realidad, me muero de ganas de besarlo.
—Entonces te lo robo.
Me besa presionándome con la lengua los dientes, que permanecen cerrados en señal de protesta. Sin desalentarse me empuja contra la pared, se insinúa bajo el suéter y me acaricia el pecho.
—Suéltame —digo sin demasiada convicción.
—No.
Sus dedos se deslizan por mi piel y yo vibro como un instrumento sensible a su roce. Me lame el cuello con la lengua y sube a mis orejas trazando unas espirales concéntricas. Me deshago en un lento y agradable tormento y olvido todo lo demás. Al final me rindo y abro la boca para dejar que entre su lengua; con una mano le acaricio la nuca, en tanto que la otra resbala hasta su sexo. Me desea, lo siento dentro de la tela de los pantalones.
—Vamos a casa —le susurro al oído.
Pero él me coge de la mano y me arrastra hasta un pórtico que se abre a un lado de la calle, casi una pequeña galería que accede a un patio cerrado, sumido en el silencio. Se mueve con seguridad, como si conociese estos lugares. En el pórtico hay un viejo portón encastrado en la pared. Leonardo me empuja contra la madera y, cogiéndome por las nalgas, pega su pelvis a la mía para que sienta su excitación.
—¿Qué quieres hacer? —le pregunto temiendo la respuesta.
—Lo que tú también quieres —contesta sin dejar de morderme el cuello.
—¿Aquí?
—¿Por qué no?
Mi móvil suena de repente. Logro moverme lo suficiente para sacarlo del bolsillo del abrigo y ver de quién se trata mientras me prometo a mí misma que, en cualquier caso, no voy a responder. Dios mío, es Brandolini. Miro a Leonardo sin saber qué hacer.
—Contesta —me sugiere él despreocupado.
Lo hago con cierto temor.
—¿Dígame? —respondo tratando de parecer natural.
—Hola, Elena —dice el conde con su habitual voz circunspecta. Mientras tanto, Leonardo mete una mano bajo mi falda—. Antes me he olvidado de decirle que si necesita que la recomiende a don Marco para el trabajo de los Mendicoli puedo hacerlo. Lo conozco mucho.
No estoy muy segura de haber comprendido toda la frase. ¿Me quiere recomendar al sacerdote? La mano de Leonardo me acaricia ligeramente las bragas a la vez que con la otra me aprieta el pecho izquierdo. Contengo un gemido.
—Ah, gracias —digo con la voz quebrada por el deseo.
—Lo hago con mucho gusto. A estas alturas me fío de usted.
—Es muy amable por su parte, pero preferiría esperar. Todavía no estoy segura de aceptar ese trabajo… Disculpe, pero no lo oigo bien… —Finjo que no hay cobertura. En realidad, lo oigo de maravilla, pero ahora la mano de Leonardo ha dejado atrás el encaje de las bragas y se está abriendo camino en mi sexo húmedo—. Ahora debo dejarle.
—De acuerdo, Elena —concluye Brandolini—. Nos vemos en los próximos días.
—Por supuesto. Adiós.
—Lo has hecho muy bien —gimotea Leonardo buscando mis labios a la vez que mete los dedos en mi interior.
Apago el móvil y lo dejo caer en el bolsillo del abrigo, en tanto que él me lame el pecho, en medio del escote de la camiseta, aparta ligeramente una copa del sujetador y me chupa el pezón.
—Para, por favor. Puede vernos alguien… —digo tratando de oponerme.
—Lo sé —me interrumpe—, por eso estamos aquí.
Ahora entiendo que lo ha planeado todo, que es uno de sus experimentos: me ha traído a este sitio para someterme a otra de sus pruebas, para desafiar mi sentido del pudor.
Pierdo por completo el control de la situación. Leonardo me levanta un poco la falda, corta ya de por sí, y me arranca las bragas desgarrando el borde con las manos. Estoy desnuda de cintura para abajo. Me aterroriza que alguien nos descubra, pero, al mismo tiempo, esa posibilidad me excita. Leonardo se desabrocha los pantalones y saca su pene, hinchado y duro. Me empuja al rincón que hay entre el portón y la jamba de mármol y me levanta una pierna. Me aprieta las nalgas con las manos y me penetra. Su amplio gabán nos tapa a los dos. Leonardo permanece parado unos instantes, como si pretendiese hacerme saborear su deseo; luego empieza a moverse lentamente hacia delante y hacia detrás.
Me muero de placer. Querría que esta agonía no acabase nunca, es una sensación que se va abriendo paso poco a poco en mi interior y que me asciende por la espalda hasta la cabeza. Gimo, incapaz de contener la explosión de goce.
Leonardo sigue besándome en la boca y en el cuello. Pese a que estoy medio desnuda y el aire es gélido, su cuerpo, pegado al mío, emana un calor inmenso.
De repente oímos unas voces que se acercan y nos detenemos de golpe. Leonardo me aplasta contra la pared sin salir de mí. Respiramos quedamente, nuestras caras están muy próximas y mi corazón late enloquecido contra su pecho. Dos hombres pasan por la calle y dejan atrás el pórtico sin vernos. Miro a Leonardo espantada; él, en cambio, sonríe con descaro. En cuanto oímos que se alejan me levanta la otra pierna cogiéndome casi en brazos y empieza a moverse de nuevo con renovado vigor.
—¿Qué estamos haciendo, Elena? —dice, provocador—. Si alguien nos viera, una buena chica como tú… —me susurra diabólico.
Es una auténtica locura, algo perverso y excitante. Ya no entiendo nada, lo único que sé es que estoy gozando. Le aprieto la cintura con las piernas y le agarro un mechón de pelo gimiendo en su oreja.
—Maldito seas.
Me penetra con una acometida aún más violenta. Gimo aún más fuerte.
Un nuevo y dulce tormento va aumentando en mi interior, son unas sacudidas profundas que me estremecen. Siento que el orgasmo se acerca, descompuesto y desenfrenado. Sin poder dominarme lanzo un grito ronco y poderoso que Leonardo se apresura a acallar tapándome la boca. Sigo gritando en su palma, ajena a todo, la vista se me empaña y una lágrima cálida me resbala por la comisura de uno de los ojos. Leonardo se corre inmediatamente después; tras exhalar un gemido cavernoso, se hunde en mi interior y deja caer la cabeza en mi cuello.
Me mantiene un poco más en esa posición, a horcajadas sobre él, mientras me besa con dulzura los párpados, sin moverse, demorándose. Nuestros jadeos se mezclan ahora con los ruidos de la ciudad, que, poco a poco, van emergiendo de nuevo: el motor de un vaporetto a lo lejos, una ventana que golpea en algún lugar, el vocerío de las personas en la plaza cercana. Cuando me despierto de este sueño estático, Leonardo se desliza lentamente fuera de mí sosteniéndome mientras apoyo un pie y luego otro en el suelo. Un halo caliente se ha esparcido a nuestro alrededor y asciende desvaneciéndose en el aire húmedo del invierno.
—Ahora sí que podemos ir a casa —comenta sonriendo.
Sonrío también y sacudo la cabeza resignada, divertida y asombrada a la vez.
Nos recomponemos la ropa a toda prisa. Él debe ir al restaurante y yo volveré a casa. Me bajo la falda y veo que mis bragas están en el suelo, rotas. Las miro vacilante sin atreverme a cogerlas.
Leonardo lo hace por mí y se las mete en el bolsillo al mismo tiempo que me coge de la mano y me guía fuera del patio.
—Estás mejor sin ellas —me dice guiñándome un ojo. Luego me da un sonoro beso que remata con un mordisco.
No tengo fuerzas para contestarle. Este hombre me desarma siempre. Tengo que resignarme a caminar así, sin nada debajo, salvo el olor a sexo.
De acuerdo, Leonardo. Has vuelto a ganar.