10

Hace días que no veo a Leonardo. Ha desaparecido de repente, no he recibido ni un mensaje ni una llamada y me arrastro con la extraña sensación de haber sufrido una amputación. No ha pasado mucho tiempo desde el día en que sellamos nuestro pacto —si es que se puede llamar así— y, sin embargo, se ha vuelto ya indispensable para mí. Estoy viviendo una dependencia que jamás he experimentado, espero nuestro próximo encuentro como si hiciese meses que no nos vemos; soy suya y me gustaría serlo aún más. Nadie se ha adueñado nunca de mí de una manera tan visceral.

Por el palacio no ha dado señales de vida. Eché una ojeada a su habitación (me comporto como una paranoica, y no es propio de mí) y solo vi el habitual desorden, las consabidas sábanas arrugadas y las consabidas camisas tiradas por la alfombra. He intentado llamarlo al móvil, pero la voz anónima del contestador, aconsejándome que lo intentase más tarde, me dejó fría.

Y eso fue lo que hice, sin recibir, a pesar de ello, ninguna respuesta. Leonardo parece haberse evaporado en la nada y su silencio me lleva a hacerme mil preguntas. De todas ellas, una me intranquiliza en particular: ¿y si se hubiese cansado ya de mí? He formulado las suposiciones más absurdas. De vez en cuando me lo imagino de espaldas en la cama de un hospital con un gotero en el brazo, un minuto después en la lujosa habitación de un hotel gozando en brazos de otra mujer. Puede que me haya dejado por la violinista escultural; en el fondo, es más que plausible.

El trabajo no me ayuda a distraerme: mis manos no están quietas, mis ojos se niegan a enfocar como deberían y mi mente inventa mil conjeturas. Me pregunto si volveré a ser feliz, como lo he sido en contacto con su piel desnuda. Pero, por encima de todo, me cuestiono si durante estos días habrá pensado en mí como yo pienso en él. Como si fuese una obsesión.

***

Vuelvo en el vaporetto de la isla de San Servolo. Para contrarrestar mis pensamientos he ido a ver la retrospectiva de un famoso reportero gráfico sueco. No sé si ha sido una gran idea. Las imágenes de los paisajes iraníes atraían mis ojos, pero mientras deambulaba sola por las salas atestadas de gente no pude dejar de pensar en Filippo. Solíamos ir juntos a las exposiciones, me encantaba compartir opiniones con él y comprobar cómo nos comprendíamos al vuelo con una simple mirada. A veces él tenía el valor de pasar horas enteras apoyado en una pared, con la moleskine y el bolígrafo en la mano, copiando pies, trazando bocetos o tomando notas. Hasta que yo me hartaba y, después de haberle secuestrado su adorado cuaderno, lo obligaba a salir a empellones. Nos reíamos como locos.

Una ligera niebla se posa sobre las aguas de la laguna, el día se está hundiendo silencioso en el horizonte. Disfruto del atardecer desde el vaporetto con la impresión de estar desplazándome en el cielo en compañía del sol. A esta hora en el ambiente de Venecia se difunde siempre una extraña nostalgia.

Me apeo en la parada de San Zaccaria y choco con la gente que se apiña en el muelle. Alrededor de los embarcaderos de los vaporetti las personas, sus pensamientos suelen parecer especialmente próximos y convergentes. Todos somos marineros, aunque solo nos desplacemos de un barrio a otro de la misma ciudad.

He decidido pasar a saludar a mis padres; podría aprovechar la visita para consumir la única cena de la semana digna de ese nombre. Después de varios días inapetente empiezo a sentir el estímulo del hambre, pero aún no estoy del humor adecuado para enfrentarme al supermercado. Si voy a hacer la compra corro el riesgo de llenar un carrito con galletas de chocolate y de arrepentirme nada más haberlas pagado y haber engullido medio paquete por la calle.

Camino apretando el paso bajo los pórticos del Florian, al abrigo de la multitud; dejo la plaza de San Marcos para los turistas y sus fotografías. Desafiando el viento frío que corta la cara llego al Campo de Santa Maria del Giglio y toco el telefonillo de la casa de los Volpe. Responde mi madre y, por la voz, deduzco que está en el séptimo cielo. No esperaba mi visita.

Subo la escalera y me dejo envolver por el aroma del strudel de manzana que acaba de sacar del horno. Mi madre es una cocinera excelente. Si no me hubiese nutrido ella es probable que en estos años de estricta fe vegetariana me hubiera muerto de hambre.

Me quito la cazadora y tras picar un trozo de strudel me dejo caer en el sofá. Enciendo el equipo de música, porque es lo único que me permiten hacer: en casa de los Volpe la prohibición de ver la televisión antes de las nueve de la noche ha sido siempre una norma férrea. Por eso crecí sin dibujos animados y al ritmo de las canciones de Mina y Battisti.

Mi madre deja en reposo la masa de los ñoquis de calabaza —otra de sus especialidades—, entra en la sala procedente de la cocina y empieza a acribillarme a preguntas sobre la inauguración del restaurante de Brandolini. No la he visto desde entonces, de manera que no me sorprende que me someta a un tercer grado sobre el acontecimiento del mes, me lo esperaba. Se lo cuento a grandes rasgos sin mencionar a Leonardo, por supuesto, y ella parece insaciable. Quiere saber quiénes asistieron y quiénes no, y pretende que le cuente todos los detalles sobre los invitados.

—He leído en el periódico que había un cocinero famoso… —insiste esperando una respuesta que la satisfaga.

—Claro, mamá, es el tipo que vive en el palacio donde estoy restaurando el fresco. —Si bien me muestro elusiva, noto que las mejillas me arden. Si supiese qué hace su niña con el «cocinero famoso»… Me ajusto la bufanda. No me la he quitado para esconder la marca inequívoca que Leonardo me dejó el otro día en el cuello.

—¿Cómo es? —continúa, con su consabido tono inquisitorio.

—Me lo he cruzado unas cuantas veces. —Clavo la mirada en la alfombra—. Por lo visto, cocina bien.

—¿Y qué había de comer?

—Muchos tipos de finger food, una cosa supersofisticada…, pero nada comparable con lo que tú preparas, mamá —la tranquilizo esbozando una sonrisita aduladora.

Complacida, se da unas palmaditas en el pelo que, desde hace veinte años, se tiñe del mismo color castaño cobrizo. Cada vez que alguien le hace un cumplido sobre su cocina mi madre entra en éxtasis.

—Pero ¿no te quitas la bufanda?

Ya está, lo sabía. No se le escapa nada.

—Es que tengo tortícolis y así no se me enfría el cuello —digo con una expresión falsa de dolor.

—Cariño, ¡con esta humedad debes abrigarte más!

—Puede que haya cogido frío. He pasado mucho tiempo subida en la escalera, en una posición incómoda. —Socorro, no logro mantener la excusa de la tortícolis cuando pienso en mí abrazada a Leonardo.

—Claro, si has forzado los músculos es fácil que tengas después una buena contractura —dice totalmente convencida.

Te lo ruego, mamá, no sigas. No sabes —y no quieres saber— qué músculos ha forzado tu niña. Intento cambiar de tema.

—¿Dónde está papá?

—Ha ido a la ferretería.

—¿Para qué?

—Quién sabe. —Sacude la cabeza, resignada—. Desde que se jubiló se dedica al bricolaje.

—Eso está bien. Entonces le diré que me haga una nueva librería, que en la mía no queda un solo espacio libre.

En ese preciso instante oigo sonar el móvil en el bolso. Miro el iPhone, en el que parpadea un número que empieza por cero cuatro uno, el prefijo de Venecia. ¿Quién puede estar llamándome desde un teléfono fijo que no tengo memorizado en la agenda? Claro, será la consulta del dentista para recordarme la cita de mañana.

—¿Dígame? —contesto con tono distraído.

—Hola, soy yo. —Una voz potente llega desde el otro lado de la línea. Su voz.

Lanzo una mirada tranquilizadora a mi madre —como si le dijese: «Todo va bien, es una llamada de trabajo»— y me escabullo a mi antigua habitación. El corazón me late en las sienes.

—Leonardo… —Me apoyo en el radiador y miro por la ventana. Durante unos segundos tengo la impresión de que el tiempo se detiene y de que el agua del canal que hay debajo deja de correr. Apoyo la frente en el cristal—. Pero ¿dónde te has metido? He intentado llamarte un montón de veces.

—Lo sé —dice él.

—Pensaba que no querías volver a verme —añado con voz vacilante.

—Claro que no, Elena, no te precipites… He estado en Sicilia —prosigue él en son de paz—. Era un asunto urgente y tuve que marcharme sin avisar, eso es todo.

—Al menos podías haberme llamado una vez —insisto con un punto de rabia.

Él inspira.

—No esperes que te llame, Elena. No esperes la rutina de un noviazgo. Tengo que poder moverme con libertad, por eso no quiero atarme.

De manera que es así, mucho más sencillo de lo que había imaginado. Podía haberse inventado una excusa; en cambio me lo dice con brutalidad: no me ha llamado porque no ha querido. Y yo debo aceptarlo, o lo tomo o lo dejo.

—Estoy en el restaurante —continúa—. Volví hace una hora y eres la primera persona a la que llamo.

—¿Para decirme qué? —le pregunto arisca, con el orgullo herido.

—Ven aquí. Te espero a medianoche, después de cerrar.

—¿Por qué?

Cojo el teléfono con la otra mano y me seco la palma sudada en los pantalones. Me estoy poniendo nerviosa.

—Porque tengo ganas de verte. —Me parece que se toma a broma mi reticencia—. Ven con un vestido de noche y con mucha hambre. Cenaremos juntos.

Da ya por descontado que le diré que sí. Como siempre. Me gustaría tener la fuerza para negarme y así hacerme respetar y vengarme de que me haya abandonado de esa forma. Pero no me puedo engañar a mí misma: yo también tengo muchas ganas de verlo.

—De acuerdo. Nos vemos más tarde. —Al infierno el orgullo.

—Hasta luego.

La llamada se corta. Aprieto con tanta fuerza el teléfono que los dedos acaban doliéndome. Me alegro de que haya vuelto a dar señales de vida, lo estaba deseando, pero al mismo tiempo me siento cada vez más insegura, a merced de sus oscuros planes. A saber qué tenía que hacer con tanta urgencia en Sicilia para desaparecer de esa forma. No sé por qué, pero de improviso tengo ganas de llorar. No sé nada de Leonardo ni de su pasado, ni de lo que hace cuando no está conmigo. A pesar de que conozco cada centímetro de su cuerpo, su mundo interior sigue siendo un misterio para mí.

Necesito un poco de tiempo para sobreponerme, de manera que antes de volver al salón voy al cuarto de baño para ver cómo tengo la cara. El fuego que arde en mi interior me ha subido hasta la frente y siento que una oleada húmeda se insinúa suavemente entre mis piernas. El mero hecho de pensar en él me causa una reacción física. Lo deseo con locura.

De camino al salón veo a mi madre inclinada en la encimera de mármol de la cocina enrollando los ñoquis con un tenedor, una habilidad que siempre me deja asombrada.

—¿Quién te ha llamado? —pregunta sin dejar de cortar trozos de masa.

Tras un segundo de reflexión estoy lista para mentir.

—Era Gaia.

—¿Cómo está? Hace mucho que no la veo…

Me preparo para otro interrogatorio. Veo una escena retrospectiva del instituto, cuando volvía a casa exhausta después de un día de colegio y ella me preguntaba qué notas habían sacado mis compañeros o de qué habíamos hablado durante la clase de Italiano. Si yo no estaba de humor, era ella la que se encargaba de llenar los silencios contándome los achaques de sus amigas, lo antipático que había sido el empleado de Correos o que se había encontrado a mi maestra de tercero de primaria en la frutería. No ha cambiado mucho desde entonces.

—Gaia está bien, siempre muy ocupada. —Me acerco al perchero y cojo la cazadora—. Perdona, mamá, pero no puedo quedarme a cenar.

—Pero, bueno, ¿te marchas así? —Frunce el ceño en señal de desaprobación y me mira de reojo—. He preparado también una macedonia, porque sé que nunca comes fruta. —Me escruta circunspecta—. Estás muy pálida, Elena. ¿Seguro que te encuentras bien?

¿Pálida? Yo, en cambio, tenía la impresión hace un momento de estar ardiendo. Mierda. ¿Habrá intuido algo? En la época del instituto me negaba siempre a decirle qué chicos me gustaban para evitar que me acribillase a preguntas. Pese a que tengo casi treinta años, no he dejado de querer que mis padres me estimen, que tengan una buena imagen de mí. Y mi madre, una mujer que centra su vida en la receta del strudel y en los centímetros de bordado, jamás comprenderá una relación como la que existe entre Leonardo y yo. Aunque, a decir verdad, yo tampoco la comprendo.

—Sí, estoy bien, mamá. Será que la tortícolis me desmejora.

Mi madre se mira el regazo y se alisa la falda. Le ha dolido. Primero nutro su esperanza y luego le digo que no puedo quedarme a cenar. Ser hija única es un trabajo a tiempo completo, no tengo hermanos ni hermanas que me sustituyan cuando no puedo cumplir con mi obligación.

—Vamos, no te enfades… —Me acerco y le estampo un beso en la mejilla—. Gaia ha insistido, ya sabes cómo es. Tiene que hablar conmigo de algo importante.

—¿Qué es eso tan importante?

Ataca de nuevo. Puede que haya intuido que Gaia no es la única causa de mi partida y quiere ver si cedo.

—No lo sé, mamá, pero parecía algo urgente… Adiós, me tengo que ir.

—De acuerdo, pero pórtate bien. —Al final se resigna, pero antes de marcharme me pone en las manos un recipiente lleno de ñoquis de calabaza—. Ponlos en la nevera, duran hasta mañana. ¡Y cómetelos!

***

Habría podido cenar en casa de mis padres e ir a ver a Leonardo más tarde, pero no me apetecía pasar sin interrupción del hogar a las garras de mi Pigmalión. Habría sido demasiado traumático. Tampoco tenía la menor intención de quedarme sola en casa, la espera me habría consumido. De manera que llamé a Gaia y le pedí que cenásemos juntas. Ella aceptó al vuelo. Su relación con Jacopo sigue yendo viento en popa desde la última vez que hablamos, pero supongo que habrá novedades dignas de mención y ella no ve la hora de contármelas.

Me pongo el conjunto negro de ropa interior que me compré hace unos días en una mercería del centro. Medias con banda elástica y un vestido de encaje, también negro, que tenía metido en el armario y que no he llegado a estrenar. Me lo regaló Gaia, no recuerdo en qué ocasión, pero siempre me ha parecido demasiado corto y escotado. No obstante, esta noche me estoy vistiendo para que Leonardo me desnude y la idea me incita a ser osada.

Me reúno con Gaia en las Oche, una pizzería de las Zattere. Dado que hay un poco de cola a la entrada, le propongo que vayamos al pequeño restaurante que está a unos metros. No quiero llegar tarde a la cita con Leonardo, pero Gaia insiste, se muere de ganas de comer pizza y me promete que si la situación no se resuelve enseguida montará una escena. Eso sí que me tranquiliza. La observo: esta noche está más radiante de lo habitual, tiene las facciones relajadas y el pelo perfectamente peinado. De sus lóbulos cuelgan dos llamativos pendientes de perlas y oro blanco.

—¿Tengo algo en la cara? —me pregunta dándose palmaditas en las mejillas.

—Estaba mirando los pendientes. Son preciosos…

—¿Verdad? Me los ha regalado Jacopo —dice con una amplia sonrisa.

—Brandolini no falla una, ¿eh?

Sonríe de nuevo, estaba deseando que tocase el tema.

—Me llevó a un hotel de lujo, en las colinas toscanas, y pasamos un fin de semana estupendo, pensaba que estaría lleno de esnobs, pero… —Me lo cuenta todo para matar el tiempo mientras esperamos. Al final me pregunta cómo me fue a mí el fin de semana.

—Fantástico —contesto—. Trabajé. Dediqué unas cuantas horas al fresco.

—¿Has vuelto a ver a Leonardo? —inquiere distraída mientras nos acompañan a una mesa del piso de arriba—. Yo no lo he visto desde la noche de la inauguración. ¡Tenemos que volver a su restaurante!

El corazón me da un vuelco.

—Por qué no, claro. —Trato de ser ambigua, pero por un pelo no tropiezo en la escalera.

Cuando llegamos a la mesa y me quito el abrigo Gaia pone una expresión de asombro.

—¡Por fin te veo con ese vestido! —Me observa encantada bajo las luces y me obliga a darme la vuelta—. El maquillaje también te favorece. Bien, veo que de vez en cuando me escuchas: la gilipollez del agua y jabón murió con las feministas de los años setenta.

—Yo te escucho siempre —replico risueña.

—Por supuesto… —Hunde un trozo de apio en la vinagreta—. También el collar es bonito. Un poco llamativo, pero te queda de maravilla. —Lástima que no sepa lo que escondo debajo. En cualquier caso, contar con la aprobación de Gaia refuerza mi esperanza de gustarle a Leonardo.

El camarero se aproxima a la mesa. Gaia pide una pizza de rúcula y bresaola, y yo una ensalada. Leonardo me ha dicho que vaya con hambre, no quiero perder el apetito.

Gaia me mira atónita.

—¿No tomas nada más? ¿Dejas que me atiborre sola de carbohidratos?

Trato de pacificarla:

—Ya te he dicho que casi he cenado en casa de mis padres. Ya sabes cómo está el strudel de mi madre…

—Ah, el strudel de Berta… Bueno, esta noche te perdono.

Aunque está hablando conmigo, mira al camarero, que sigue de pie a nuestro lado y que he de reconocer que es guapo. Él esboza una sonrisa y ella se la devuelve, coqueta.

—Que la pizza esté bien hecha…, por favor. —Se aparta el pelo hacia un lado.

El camarero guiña un ojo y a continuación nos deja solas. Gaia no se pierde el espectáculo del trasero embutido en unos pantalones ceñidos.

—Es demasiado joven para ti —le digo sin importarme que él aún pueda oírnos.

—Pero ¿qué dices? —contesta ella con aire inocente—. Vamos, no estaba coqueteando. Pero solo porque es homosexual, que quede claro.

Soltamos una carcajada. A pesar de Brandolini, Gaia sigue siendo una devoradora de hombres incorregible. Soy yo la que ha cambiado: siempre le he contado mis cosas, pero ahora no logro hablarle de Leonardo. Debería explicarle que lo nuestro no es exactamente una relación, que hemos sellado una especie de pacto, un juego perverso en el que él lleva las de ganar y yo corro el riesgo de perderme a mí misma. No, creo que Gaia no lo aprobaría; es más, es probable que se preocupase y que me aconsejase que lo dejara. Pero yo no quiero dejarlo, aún no.

—Cuéntame algo de Filippo… —dice de repente al tiempo que se limpia las comisuras de la boca con la servilleta—. ¿Cuándo hablaste con él por última vez?

—Hace bastantes días, por Skype. Trabaja muchísimo.

—Madre mía, solo por eso haríais una buena pareja. ¡Sois dos workaholics! —Bracea y a continuación se inclina hacia delante y me dice con aire serio—: Ele, no sé cuántas veces te he dicho que deberías ir un poco más lejos con él.

—No sé… —contesto mirando fijamente el mantel. En este momento Filippo me parece muy lejano.

Gaia hace una mueca.

—Pero ¿por qué te contienes tanto? Relájate y escucha tus emociones por una vez…

—Ya te lo he dicho, me asusta la distancia… —Además del hecho de que me acuesto con otro.

—Entonces ¡ve a verlo! O haz algo por Skype, por ejemplo… —prosigue en tono cada vez más malicioso.

—Olvídalo, ¿crees que Filippo es de ese tipo…?

—¡Dios mío, Ele, espabila! Es hombre también…, no será muy distinto de los demás.

—¡Basta! —Me tapo la cara con la servilleta. Puntual, aparece ante mis ojos la imagen de mí misma dándome placer entre los brazos de Leonardo.

Por suerte llega la comida. Tomo el primer bocado de ensalada; sé ya que tendré que hacer un gran esfuerzo para acabármela. Tengo el estómago cerrado y las verduras me parecen insípidas. El aroma y el sabor de Leonardo, esa mezcla de ámbar, mar y tierras lejanas, es lo único que ocupa mi mente. Me pregunto qué me esperará después, pero por el momento aparto esa idea.

Para distraerme trato de tirar de la lengua a Gaia.

—En fin, por lo que veo Jacopo te gusta mucho. Pero explícame una cosa: ¿qué lugar ocupa entonces el ciclista en tu clasificación?

Gaia cambia de expresión de forma inesperada. No era mi intención meter el dedo en la llaga.

—Por desgracia, no he olvidado a Belotti. —Suspira—. Sé que ahora está retirado con el equipo, pero tarde o temprano me llamará, ya verás.

Me sorprende, no pensaba que sus sentimientos hacia ese tipo fueran tan tenaces.

—Y entonces ¿qué harás?, ¿liquidarás a Brandolini de buenas a primeras? —le pregunto.

—No lo sé, puede que lo haga para estar con él. —Busca al camarero con la mirada y le pide la cuenta garabateando en el aire—. Pero por ahora no suelto a Jacopo.

—Y haces bien —comento. Entre el conde y el ciclista me quedo con el primero.

—¿Vamos a tomar algo al Skyline? —propone recuperando de golpe su habitual despreocupación.

Desenfundo la excusa que he preparado de antemano.

—No puedo, mañana tengo que levantarme pronto para trabajar —digo con la voz pastosa, fingiendo sueño y bostezando como es debido.

—Habría apostado mis Manolo Blahnik a que dirías que no. —Bien, mi interpretación ha sido convincente—. Pero prométeme que cuando vuelvas a casa encenderás el ordenador y buscarás a Filippo en Skype.

—De acuerdo…, si está despierto.

Nos despedimos en la esquina del puente. Le doy un abrazo y le agradezco la velada. Echo a andar en dirección a casa, pero en cuanto nos separamos enfilo la segunda calle a la derecha y empiezo a correr hacia una tentación a la que ya no puedo resistirme más.

Bordeando el Gran Canal llego al Campo San Polo. De los palacios que dan a él quedan pocos iluminados, la mayor parte se ha sumergido ya en la penumbra. La típica neblina previa al invierno, que lima los cantos y atenúa los colores, hace que la oscuridad resulte más densa. Tengo frío, mis manos están heladas, pero a la vez siento una vorágine cálida en mi interior. Me he quitado el collar y la bufanda, puesto que ya no hay ninguna razón para que sigan en mi cuello. Quiero que sea suyo cada centímetro de mi piel.

El restaurante está cerrado. Llamo a Leonardo al móvil. No contesta, pero en un instante veo su sombra en los ventanales de la entrada. Abre la puerta y aparece en el umbral con el habitual aire descuidado, el aspecto de quien confía poco en el mundo y mucho en sí mismo. Tira de mí hacia dentro rodeándome la cintura con un brazo y me besa intensamente en la boca.

—Bienvenida.

Me aferro a su espalda como a una roca segura. Me ha atormentado, se marchó sin dejar rastro, pero ahora está aquí, entre mis brazos, y lo he olvidado todo.

Me guía entre las mesas del comedor con paso seguro en dirección a su reino: la cocina. Es un lugar que atemoriza un poco, sumamente aséptico y ordenado e inmerso en la penumbra; a saber qué infierno se organiza aquí mientras los clientes esperan la comida cómodamente sentados a las mesas. Parecería un laboratorio si no fuese porque una esquina de la barra está dispuesta para dos comensales e iluminada por un haz de luz naranja. A poca distancia, en la misma barra, hay varias bandejas protegidas por unas tapaderas de plata. Los cubiertos, los platos y los vasos son sencillos y están resplandecientes, como si fueran instrumentos de precisión. La verdad es que parece el escenario de un experimento más que de una cena.

—Tu sitio es ese. —Leonardo me quita el abrigo, me hace tomar asiento en uno de los taburetes y a continuación se sienta.

—Nunca he comido en la cocina de un restaurante. Es más, creo que hasta ahora nunca había entrado en una —digo mientras miro alrededor con curiosidad.

—Deberías verla de día, llena de personas, de ruidos, de movimiento. Pero yo la prefiero de noche, cuando está vacía y silenciosa. —Recorre con la mirada mi vestido—. Estás muy elegante —comenta satisfecho. Se detiene en el cuello—. ¿Y esa marca?

—Me la hiciste tú… —Me la tapo instintivamente con una mano. Leonardo me la aparta, se inclina hacia mí y posa sus labios, tibios y suaves, sobre ella.

—¿Aún tienes hambre? —pregunta tendiéndome un cóctel de fresas y champán.

—Bastante —contesto a la vez que nuestras copas chocan tintineando. En realidad tengo un nudo en el estómago. Me apetece él, no la comida. Me mojo un poco los labios y dejo la copa en la barra.

—Debes bebértelo todo —me reprocha, socarrón y amenazador al mismo tiempo.

—No puedo. La cabeza empieza a darme vueltas al segundo sorbo, lo sé.

—Bueno, en ese caso me tocará volver a llevarte a casa cargada al hombro. —Sonríe, pero su mirada me da a entender que no puedo rechazarlo. Dejo resbalar un sorbo del cóctel bajo la lengua y, cuando desciende, mi estómago se estruja como una hoja seca. Quema, pero tengo que reconocer que está bueno—. No es solo un sacrificio, ¿verdad? —me pregunta bebiendo también.

Asiento con la cabeza y sigo dando sorbos al champán. Leonardo coge un cubito de hielo y me lo pasa por el cuello, luego traza una estela hasta el escote y la lame. Mi cuerpo se estremece de inmediato, los pezones se tensan, reclaman una lengua, unos dientes que los torturen. Pero aún no ha llegado el momento, mi deseo debe esperar. Él tiene otra cosa en la mente.

—Esta noche, Elena, será el paladar el que guíe tu placer —me susurra—. Quiero que olvides tus preferencias y costumbres y que lo pruebes todo, incluso la comida que no te gusta o que no te ha gustado hasta ahora. —A la vez que habla levanta la tapadera de plata de un plato abarrotado de ostras marinadas. Así pues, pretende destruir mis tabúes en la mesa. Pero no lo conseguirá.

—Te lo ruego, no —le imploro con los ojos entornados. No sé si podré hacerlo. Hace tiempo, cuando era aún adolescente, comencé a considerar a los seres vivos como algo no comestible. En definitiva, desde entonces comer la carne de cualquier animal es para mí como llevar la muerte en el estómago. Puede que sea un poco melodramática, lo reconozco, pero es así—. Ya he probado las ostras. Te aseguro que me hacen vomitar —explico con la esperanza de que se apiade de mí.

Cabecea impasible.

—Las experiencias pasadas no cuentan. Deja que sean solo tus sentidos los que juzguen. Aquí y ahora. —Resuelto, coge una ostra y me la acerca a los labios. Vacilante, arranco el molusco con los dientes y siento su carne blanda disolverse entre la lengua y el paladar. Aún parece estar viva. Y no sabe a muerte, como temía, sino a mar, un gusto descaradamente femenino e intrigante. Me la trago un poco sorprendida y en ese preciso momento descubro un retrogusto a naranja confitada.

—La combinación con la fruta confitada es uno de mis secretos. —Leonardo me mira como si, a la vez que come, pudiese percibir todas mis sensaciones—. ¿Has visto? Has sobrevivido… Vamos, coge otra.

Indecisa, elijo otra concha y esta vez arranco el molusco con la lengua, como si estuviese dándole un beso lascivo. Me siento atraída por el magnetismo que emana de sus ojos, pero el hecho no me inhibe, al contrario, me excita. Sin dejar de mirarme coge una botella de Valpolicella ya abierta y llena dos copas altas.

—Ahora prueba esto.

Bebo el vino espeso y oscuro. Es fuerte, aromático, antes de subir a crear confusión en la cabeza caldea el corazón. Leonardo se levanta y coge otras dos bandejas, en tanto que yo me voy hundiendo en una agradable ebriedad. Observo su cuerpo imponente, que se mueve con sorprendente agilidad, y una sonrisa sin sentido me aflora en los labios. Cuando se vuelve trato de disimular apoyando la barbilla en una mano.

—Ya estás bebida…, pero también me gustas así. Y no intentes esconderlo —me reprocha mientras se vuelve hacia mí como quien ha pillado a un niño con las manos metidas en la mermelada. Deja las bandejas en la barra y me escruta—. Estás guapísima con las mejillas rojas y ese brillo en los ojos.

Instintivamente miro mi reflejo en la bandeja que cubre el plato y compruebo que tiene razón: mi tez ha adquirido unas tonalidades rojizas, sobre todo en los pómulos, y mi mirada tiene una luz extraña, se diría que líquida. Pero eso me divierte. Mientras observo mi imagen, Leonardo levanta la bandeja y descubre el plato. Un tartar de carne roja aparece, monstruoso, ante mis ojos. Me quedo horrorizada. Retrocedo sin poder evitarlo, tratando de reprimir una mueca de disgusto al mismo tiempo que el olor de la sangre, unido al de las especias, penetra en mi nariz. Miro a Leonardo aturdida y él asiente inflexible con la cabeza.

—Sí, Elena. Tienes que comértela. Cruda.

Bebo otro sorbo de vino para darme ánimos. Puede que sirva para prepararme para los sabores fuertes, pienso. Pero no puedo, es demasiado para mí. Trago saliva.

—No intentes imaginar qué gusto tiene —me sugiere Leonardo—, descúbrelo y ya está. —A continuación clava el tenedor en la carne y la prueba. Luego hunde dos dedos en la salsa de jengibre y a continuación moja con ella mis labios. Me limpia pasando por ellos la lengua, que en un instante se abre paso en mi boca, húmeda ya de deseo. Además de su sabor siento, sutil pero insistente, el de la carne mezclada con el jengibre.

Coge el tenedor de mi plato y me lo acerca a la boca. La oposición que muestro es tan débil que siento ya el sabor violento y sanguíneo en el paladar. Mastico y trago casi por reflejo condicionado, pero mi estómago se rebela, se contrae en un espasmo. Me apresuro a borrar todo con un sorbo de vino.

Leonardo observa todas mis reacciones.

—Vamos, Elena. Vuelve a intentarlo. Si algo no te gusta al primer bocado puede que te guste al segundo. En el placer no hay nada que sea innato o instintivo: hay que alcanzarlo poco a poco, conquistarlo.

Miro el plato apretando los puños. Después, de manera voluntaria, aferro el tenedor y cojo otro bocado. En esta ocasión saboreo la carne durante más tiempo, respirando con calma. No sé si está buena o no, pero sabe a prohibido, tiene el gusto ambiguo de la transgresión. Me voy animando, tomo más. Más aún. No puedo creérmelo: estoy comiendo carne, después de varios años, después de haber olvidado hasta el olor que tiene, y el mío es un gesto animal, feroz, primitivo. Lo hago porque Leonardo me lo pide y porque yo también me siento así bajo su mirada famélica: carne, presa, instinto. Y, debo reconocerlo, me gusta. Hacemos ya el amor mientras comemos uno frente al otro, mirándonos y bebiendo vino. Como si nos alimentásemos el uno del otro.

Hemos acabado el tartar y Leonardo está aliñando con aceite y guindilla una ensalada de hinojo, naranja y aceitunas negras. La revuelve con las manos. Me acosa con la mirada y yo trato de escapar, espero a que venga a por mí, sin prisa. Me siento audaz e indefensa al mismo tiempo, en un estado de abandono e impotencia. ¿Es él o el vino? Ya no lo sé, y no me importa. He perdido el control y no quiero recuperarlo, sea cual sea su plan quiero que lo ejecute.

Me sirve un poco de ensalada en el plato y se acerca a mí mientras la pruebo. El fuego de la guindilla me baja por la garganta mezclándose con el sabor acre de la naranja, el amargo de la oliva y el fresco del hinojo.

—Prepárate, Elena, porque la próxima cosa que voy a comer vas a ser tú —me susurra Leonardo junto a la cara.

Su mano se desliza por debajo de la falda y supera el borde de las medias hasta llegar a las bragas. Se insinúa lasciva bajo la goma y me penetra sin consideración.

El tenedor se me resbala de la mano, no puedo respirar. Entre mis piernas, la guindilla que ha quedado pegada a sus dedos me irrita, quema como el fuego. Trato de liberarme, completamente desconcertada, pero Leonardo me lo impide.

—No huyas, es inútil —me advierte.

Me quita las bragas y las tira al suelo. Acto seguido me abre las piernas separando las rodillas con las manos y se inclina hacia mí. Su boca se une a mi sexo en un beso hambriento. Chupa, saborea, lame. El aguijoneo de su barba híspida y rojiza se une al de la guindilla. Me sujeto con las manos al borde de la barra, vencida por el dulce tormento. Leonardo emerge de repente para mirarme, como si quisiese admirar el efecto que causa sobre mí.

—No te pares, por favor… —le suplico. Quiero que siga devorándome de esa manera.

Sus labios húmedos y rojos se pliegan por un instante en una sonrisa perversa; después se posan de nuevo en el clítoris. Sin dejar de mirarme, su lengua vuelve a abrirse espacio y a acariciarme. Su boca en mi sexo, sus manos en mis caderas, su mirada en la mía. Es un paraíso de lujuria que jamás pensé que llegaría a conocer. Me meto dos dedos en la boca y empiezo a chuparlos, gimoteando y moviéndome desenfrenadamente. El incendio se extiende cada vez más potente. Cuando alcanzo el ápice del placer echo la cabeza hacia atrás y lanzo un grito profundo; acto seguido me dejo caer sobre la barra, entre los platos y los cubiertos.

Leonardo se levanta de nuevo al tiempo que se pasa la lengua por los labios. Lo veo mientras emerjo del orgasmo con los ojos aún empañados. Lo sucedido me parece sensual y divertido a la vez. Nuestras miradas se cruzan, sonreímos y nos echamos a reír. Si ha sido el vino el que me ha regalado esta sensación de plenitud y felicidad, me arrepiento de los años de estúpida abstinencia… Pero no creo que se trate solo de eso. Ahora que Leonardo me abraza y me besa lo sé con certeza.

—Eres preciosa. Cuando te ríes aún más —me susurra.

Mis entrañas se revuelven al instante y antes de que pueda controlarme vuelvo a desear que me tenga así para siempre.

Al cabo de un rato se separa de mí y me coge la cara entre las manos.

—La cena aún no ha terminado. Falta el postre. ¿Te apetece?

—Sí. —Habría respondido lo mismo a cualquier pregunta.

Saca de la nevera una botella y cuando la apoya en la barra leo el nombre en la etiqueta: Picolit.

—Adoro este vino —me dice mientras lo descorcha—. Viene de una cepa extraña. Debido a un defecto congénito solo maduran unos cuantos granos. A simple vista los racimos son pobres, parecen enfermos, jamás pensarías que de ellos pueda salir algo tan bueno. En cambio, prueba esto —concluye escanciándome un poco. Bebo un sorbo y siento una dulzura atormentadora.

—Está exquisito —comento.

—Este vino es la prueba de que incluso el error y el defecto pueden encerrar algo sublime. Basta tener la paciencia de descubrirlo.

Me da un beso en la boca con los labios dulces, luego saca un pañuelo de seda de un bolsillo de los pantalones. Por un momento pienso que va a vendarme de nuevo, pero él se apresura a tranquilizarme:

—No te preocupes, esta vez no es para los ojos. —Mientras me habla con su voz irresistible me vuelve para atarme las muñecas a la espalda. Acto seguido bebe un sorbo de vino y me acerca la copa a los labios. Bebo como si fuese ya la cosa más natural del mundo.

Abre el congelador y extrae una bandeja. Después de rociarla con Picolit me la pone delante: un cilindro de sorbete de chocolate fondant con toda su pecaminosa belleza.

—Vamos, pruébalo. —Una sonrisa burlona se dibuja en su cara.

Me inclino hacia delante y empiezo a lamerlo, primero poco a poco, después con una voracidad creciente. Siento que el chocolate se deshace al entrar en contacto con el calor de mi lengua. Leonardo me abraza por detrás y me acompaña en esta danza lenta. Siento su sexo duro contra mis nalgas, su pecho musculoso me oprime la espalda en tanto que su lengua resbala ligera por mi cuello.

Noto el peso y la ausencia repentina de cualquier pensamiento. El Picolit ha reavivado mi embriaguez y Leonardo ha vuelto a encender el deseo.

De pronto se separa de mí. Veo con el rabillo del ojo que se quita la camisa y los pantalones; después me desnuda con parsimonia. Debajo ya no llevo nada y estoy mojada, de forma que cuando me penetra me abro enseguida para acogerlo. Sentirlo en mi interior es embriagador, como recibir el universo entero. Su sexo voraz se nutre del mío. Siento que voy a estallar y no veo la hora de hacerlo, pese a que, a la vez, deseo que este momento sea eterno. Sale y entra en mí al ritmo de una melodía rápida, y mis caderas se mueven anhelantes acompañando su movimiento. No tardo en perderme en un nuevo orgasmo, en un desfallecimiento de saliva, sudor y gemidos.

Leonardo no me da tiempo para sobreponerme: me desata las manos y me da la vuelta.

—Ahora te toca a ti, Elena —dice obligándome a tocar su pene erecto mientras se apoya en la barra.

Con cierta vacilación empiezo a acariciarlo, en un primer momento con suavidad, después cada vez más fuerte. Me arrodillo delante de él y me mojo los labios y la lengua con un poco de saliva. Su sexo me reclama. Lo agarro por la base tensando la piel con el pulgar y el índice, al mismo tiempo que con la mano libre le acaricio el interior de los muslos y los testículos. Lo lamo dos veces, dejando resbalar la saliva por la línea del fuego, y después lo chupo.

Leonardo me sujeta la cabeza con dulzura y empieza a deslizarse suavemente hacia delante y hacia atrás en mi boca, siguiendo mis oscilaciones. Está creciendo dentro de mí, cosquilleando mi placer líquido. Mientras subo tuerzo un poco la cabeza, luego me concentro en la cima posando la punta de la lengua bajo el borde inferior del glande, apretando levemente el frenillo.

—Sí, Elena, así —gime—. Me gusta lo que haces.

Lo miro. Tiene los ojos y la boca entreabiertos. Está gozando. Me gusta comprobar que puedo apoderarme de este hombre grande y poderoso y reducirlo también a un grumo de placer. Me hace sentirme fuerte.

Prosigo hasta que Leonardo lanza un gemido más intenso y yo siento que se está corriendo. Dejo que lo haga en mi boca, recibo su chorro cálido mientras su sexo late aún entre mis labios. Cuando termina me aparto con delicadeza. Él me sujeta por los hombros y me obliga a levantarme, me ciñe la cintura y me mira. Todavía tengo su esperma en la boca. Nunca lo he hecho, pero esta vez me pregunto cómo será si me lo trago. Me decido y lo hago sin más. Es dulzón y viscoso, aunque tiene también un gusto perturbador, como el resto de Leonardo. Ahora lo sé.

No soy yo. O puede que sí, que esta sea yo y deba aprender a descubrirme y a relacionarme con esta Elena, que parece haber estado durmiendo durante veintinueve años en mi interior. Él me sonríe casi atónito y apoya su frente en la mía.

—Ahora conoces mi sabor, Elena. —Me llena la boca con un beso.

Dejo caer la cabeza en su pecho y escucho los latidos de su corazón. Es un sonido sereno, regular; podría pasar horas y horas oyéndolo.

***

Mientras nos volvemos a vestir recuerdo los días que he pasado sin Leonardo, la frialdad de la separación, y pienso también en el profundo entendimiento que nos une ahora, en la naturalidad con la que nos hemos reencontrado. Con él vivo siempre una suerte de extravío: le he confiado mi vida más íntima y secreta y, pese a ello, sigo sin conocerlo.

Es como si tuviese una doble alma, un lado alegre y hedonista, el que le gusta mostrar, y un lado misterioso, una sombra negra que esconde celosamente pero de la que, en cualquier caso, no puede desprenderse, y que solo se oculta a la vista de los que no lo conocen bien.

Me vuelvo para mirarlo y mis ojos se posan en el extraño tatuaje que tiene entre los omóplatos. Me aproximo y lo rozo con los dedos, sé que es ahí donde guarda su secreto.

—¿Cuándo te lo hiciste? —me aventuro a preguntarle.

Su semblante se ensombrece al instante y se queda petrificado.

—No quiero hablar de eso —contesta, irritado y triste.

—Pero así solo consigues que aumente mi deseo de saberlo —le hago notar.

—Lo sé, pero, por desgracia, deberá quedar insatisfecho. —Se pone apresuradamente la camisa. Luego me mira como si considerase necesario hacer una precisión—. Hay cosas que quiero tener para mí, Elena. No es necesario que sepamos todo el uno del otro.

Entre nosotros puede haber sexo, nada más, eso es lo que me está diciendo. Me coso la boca, no quiero que piense que me cuesta aceptar esa condición.

La cocina se ha tornado repentinamente gélida.

—Vamos, te acompaño a casa —me dice volviendo a mostrarse amable. Pero es evidente que tiene prisa por marcharse.

Sin perder tiempo me pongo el abrigo y lo precedo hacia la salida apretando el paso. No obstante, antes de que pueda abrir la puerta me coge de un brazo y me atrae hacia él.

—Escucha, Elena, disculpa si he sido brusco. —Me estrecha con tanta fuerza que casi me hace daño. Asombrada, alzo la mirada hacia su rostro y descubro en él una expresión de dolor que jamás he visto hasta ahora—. Pero tú debes prometerme una cosa.

—¿Qué?

—Que no te enamorarás de mí.

¿Por qué me está diciendo eso ahora? Me lo pregunto en silencio al tiempo que lo miro con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Lo digo por ti —prosigue Leonardo hundiendo los dedos en mis brazos—. Porque yo no me enamoraré de ti y si un día noto que tus sentimientos son demasiado profundos te dejaré. Te juro que no cambiaré de opinión.

Trago saliva tratando de disolver el nudo que tengo en la garganta. Represento el papel de mujer fuerte y emancipada.

—De acuerdo, lo has dejado muy claro desde el principio —digo con la esperanza de parecer tranquila y firme.

—En ese caso, prométemelo. —Tira de mí sin dejar de sujetarme con fuerza.

—Te lo prometo.

Por fin me suelta y salimos juntos al aire libre. Lo sigo silenciosa por la calle masajeándome los brazos. Por supuesto que no me enamoraré, me digo, a la vez que una rabia impotente me retuerce las entrañas. No sé nada de él, es huidizo, lunático, incluso brutal. Y yo soy una mujer independiente, perfectamente capaz de mantener una relación sexual sin complicarlo todo con los sentimientos. Seguiremos un tiempo más y después cada uno continuará por su camino, como nos hemos dicho desde un principio.

No me enamoraré de él.

No me enamoraré de él.

Me lo repito una y otra vez, hasta que las palabras pierden su significado y quedan reducidas a una huera oración.