El amarillo absorbe la luz del sol, se torna naranja y después adquiere un matiz rojo encendido. Un corte, poco menos que una herida, deja entrever los minúsculos granos de color morado resplandeciente. Hace horas que mis ojos están clavados en esta granada. Es un simple detalle, desde luego, pero es a la vez la clave del mural.
El tema es el rapto de Proserpina, una instantánea del momento en que el severo señor de los infiernos, un Plutón envuelto en la nube purpúrea de su túnica, aferra con fuerza por la cintura a la diosa, que está cogiendo una enorme granada a orillas de un lago.
El fresco no está firmado, de manera que el autor está rodeado por un halo de misterio. Lo único que sé es que vivió a principios del siglo XVIII y que tuvo que ser un auténtico genio, considerando el estilo del dibujo, los granos del color y el delicado juego de sombras y claroscuros. Estudió cada pincelada, y yo me esfuerzo para estar a la altura de su voluntad de perfección. A distancia de varios siglos, mi tarea es interpretar su gesto creativo y reproducirlo en el mío.
Esta es la primera restauración merecedora de ese nombre que me han encargado y en la que trabajo completamente sola. A mis veintinueve años, la siento como una gran responsabilidad, pero también con una pizca de orgullo: desde que salí de la Escuela de Restauración he estado esperando una oportunidad y ahora que ha llegado haré todo lo que pueda para ser digna de ella.
Por eso estoy aquí, subida desde hace horas en esta escalera, vestida con un mono de tela encerada y un pañuelo rojo que sujeta el casco marrón —aunque algunos mechones rebeldes se obstinan en soltarse y me tapan los ojos—, sin dejar de mirar a la pared. Por suerte aquí no hay espejos, porque a buen seguro tengo la cara demacrada y ojeras. Da igual. Son las señales visibles de mi determinación.
Miro por un momento afuera: soy yo, Elena Volpe; estoy sola en el inmenso vestíbulo de un palacio antiguo que lleva mucho tiempo deshabitado y que está situado en el corazón de Venecia. Soy, ni más ni menos, lo que quiero ser.
***
He pasado una semana limpiando el fondo del fresco y hoy usaré el color por primera vez. Una semana es mucho tiempo, puede que demasiado, pero no he querido arriesgarme. Hay que proceder con la máxima precaución, porque basta equivocarse en una pincelada para comprometer todo el trabajo. Como decía uno de mis profesores: «Si lo limpias bien, tienes medio trabajo hecho».
Algunas partes del fresco están completamente destrozadas, así que tendré que resignarme a enlucirlas de nuevo con yeso. La culpa es de la humedad de Venecia, que penetra todo: la piedra, la madera, el ladrillo. No obstante, alrededor de las zonas dañadas hay otras en las que los colores han conservado todo su brillo.
Esta mañana, mientras subía por la escalera, me dije: «No bajaré hasta que no encuentre los tonos justos para la granada». Pero ahora pienso que tal vez me dejé llevar por el optimismo… Ni siquiera sé cuántas horas han pasado; sigo aquí, probando toda la escala del rojo, del naranja y del amarillo sin dar con un resultado que me satisfaga. He tirado ya ocho cuencos de prueba en los que mezclo los polvos pigmentados con un poco de agua y unas cuantas gotas de aceite para dar consistencia al compuesto. Cuando estoy a punto de aventurarme con el noveno cuenco oigo un timbre. Procede del bolsillo del mono. Por desgracia. De nada sirve tratar de ignorarlo, así que cojo el móvil, corriendo un gran riesgo de caerme, y leo el nombre que parpadea con insistencia en la pantalla.
Es Gaia, mi mejor amiga.
—Ele, ¿qué tal? Estoy en el Campo Santa Margherita. ¿Vienes a beber algo al Rosso? Hay más gente de lo habitual, es estupendo, ¡vente! —dice de golpe, sin preguntarme antes si me pilla en buen momento y sin dejarme hablar, dado que lo único que pretende es que le responda enseguida.
Gaia está en plena fase mundana. Mi amiga trabaja para los locales de moda de la ciudad y del Véneto, organiza eventos y fiestas vip. Empieza a eso de las cuatro de la tarde y no para hasta altas horas de la noche. Pero para ella no se trata exclusivamente de un trabajo, sino de una auténtica vocación; apuesto a que lo haría igual aunque no le pagaran.
—Perdona…, ¿qué hora es? —pregunto intentando contener el chorro de palabras.
—Las seis y media. Entonces ¿qué?, ¿vienes?
El Rosso es un pub donde se reúne la juventud veneciana que no da golpe, el tipo de personas que necesitan a alguien como Gaia para saber cómo ocupar sus veladas.
Dios mío, ¿ya es tan tarde? El tiempo ha pasado volando y no me he dado ni cuenta.
—Ele…, ¿sigues ahí? ¿Estás bien? Di algo, coño… —Gaia grita y su voz me taladra el tímpano—. Ese maldito fresco te está agilipollando…, ¡debes venir aquí enseguida! Es una orden.
—Vamos, Gaia, media hora más, te lo prometo —inspiro hondo—, pero cuando acabe me iré a casa. No te enfades, por favor.
—Claro que me enfado. ¡Eres una capulla! —suelta.
Un clásico. Representamos siempre la misma escena: al cabo de dos segundos vuelve a estar serena y feliz. Menos mal que en lo que concierne a mis negativas Gaia tiene memoria de pez.
—Vale, escucha: ve a casa si quieres, descansas un poco y más tarde vamos al Molocinque. Solo te digo que tenemos dos entradas para el privé…
—Gracias por pensar en mí, pero no tengo ninguna gana de meterme en ese maremágnum —me apresuro a decir antes de que siga.
Sabe que no soporto las multitudes, que soy poco menos que abstemia y que para mí bailar significa, en el mejor de los casos, mover un pie al ritmo de la música; un ritmo muy personal, a decir verdad. Soy tímida, no me va ese tipo de diversión, me siento siempre fuera de lugar. Pero Gaia no da su brazo a torcer: una y otra vez trata de arrastrarme a sus veladas. Y en el fondo, pese a que nunca se lo confesaré, se lo agradezco.
—¿Has acabado ya de trabajar? —le pregunto, intentando alejar la conversación de territorios potencialmente peligrosos.
—Sí, hoy me ha ido genial. He estado con una directora rusa. Hemos pasado tres horas en Bottega Veneta mirando bolsos y botas de piel, luego la llevé a Balbi y allí a la señorona le dio por comprar dos jarras de cristal de Murano. Por cierto, en Alberta Ferretti he visto un par de vestidos de la nueva colección que parecen hechos a propósito para ti. De un color beis que quedaría fantástico con el tono avellana de tu pelo… Un día de estos vamos y te los pruebas.
Cuando no está ocupada sugiriendo a la gente adónde ir por la noche, Gaia les explica cómo gastarse el dinero: en la práctica, es una personal shopper. Es ese tipo de mujer que tiene las ideas claras sobre todo y una gran habilidad para convencer a los demás. Tan grande que algunos están incluso dispuestos a pagar con tal de dejarse convencer.
Yo, sin embargo, no: a lo largo de los veintitrés años de amistad que nos unen he desarrollado anticuerpos.
—Claro que iremos; así acabarás comprándotelos tú, para variar.
—Tarde o temprano conseguiré que te pongas algo decente. ¡Has de saber que el reto que tengo contigo sigue pendiente, querida!
Desde que éramos adolescentes Gaia lleva adelante la cruzada contra mi forma, digamos un poco descuidada, de vestir. Para ella ir con vaqueros y zapato plano no representa una cómoda posibilidad, sino la intención explícita e incomprensible de mortificarse. Si fuera por ella, iría todos los días a trabajar con minifalda y unos tacones de doce centímetros, sin importar que luego tenga que subir y bajar por unas escaleras de pintor como mínimo poco peligrosas o que pase horas en ciertas posiciones que, desde luego, no se pueden definir como cómodas. «Si yo tuviese tus piernas…», me repite siempre. Y luego me recita el mantra de Coco Chanel: «Hay que ir siempre elegantes, todos los días, porque el destino puede estar esperándonos a la vuelta de la esquina». De hecho, no sale de casa si no está perfectamente maquillada, peinada y con los complementos adecuados. A veces resulta increíble comprobar hasta qué punto estamos en las antípodas. Si no fuera mi mejor amiga, es muy probable que no la soportara.
—Pero, Ele —vuelve a la carga, impasible—, esta noche tienes que venir al Molo…
—Vamos, Gaia, no te enfades, te he dicho que no puedo.
Cuando se le mete una cosa en la cabeza me saca de mis casillas.
—Pero ¡si va a venir Bob Sinclar!
—¿Quién? —le pregunto, a la vez que en mi frente parpadea la frase FILE NOT FOUND.
Gaia resopla exasperada:
—El DJ francés, ese tan famoso. Estaba en el jurado de la Mostra del Cinema hace una semana…
—¡Ah, en ese caso…!
—Sea como sea —prosigue como si nada pudiese hacer mella en ella—, sé de buena tinta que en el privé habrá varios personajes famosos, entre los cuales, ojo al parche, estará… —hace una pausa estudiada— ¡Samuel Belotti!
—Dios mío, ¿el ciclista de Padua? —gimo irritada, en un tono de total desaprobación. Es uno de los numerosos medio novios «famosos» que Gaia ha ido sembrando por todos los rincones de Italia.
—Ni más ni menos.
—No entiendo qué ves en él; es un cretino, un arrogante, no sé por qué te parece tan estupendo. —Tampoco en cuestión de hombres tenemos los mismos gustos.
—Pues porque sé dónde es tan estupendo… —replica riéndose.
—De acuerdo. —Paso de largo—. ¿Y a él le apetece?
—Le he escrito un SMS. No me ha respondido, ahora está con la bailarina de la tele —explica exhalando un suspiro—, pero yo no cejo, porque no me ha dado del todo el pasaporte… Creo que solo está ganando tiempo.
—No sé cómo te las arreglas para conocer a cierta gente, aunque quizá prefiero no saberlo.
—Trabajo, querida, puro trabajo —dice, y puedo imaginar de maravilla la sonrisita maliciosa que tiene dibujada en este momento en la cara—. Las relaciones públicas, ya se sabe, requieren un gran esfuerzo…
—Las palabras «trabajo» y «esfuerzo» dichas por ti suenan vacías, carentes de significado —la provoco escondiendo una pizca de envidia. En eso me gustaría parecerme un poco a ella, lo reconozco. Yo soy toda rigor y sentido de la responsabilidad; ella, ligereza y descarada inconsciencia.
—No me quieres, Ele. ¡Eres mi mejor amiga y no me quieres! —dice risueña.
—Como quieras, ve al Molo y diviértete. ¡Y procura no cansarte demasiado, querida!
—La verdad es que siempre me dices que no…, pero me importa un comino, seguiré machacándote, ya lo sabes. No me rindo así como así, cariño…
Claro que lo sé. Todo ese teatro es nuestra manera de decirnos cuánto nos queremos.
—Es que ahora estoy pasando por un momento muy malo; no puedo acostarme a las tres, si no mañana no me levantaré.
—De acuerdo, te dejo ganar por esta vez. —Por fin…—. ¡Pero tienes que prometerme que este fin de semana nos veremos! —concluye, yendo al grano.
—Te lo prometo. A partir del sábado estoy a tu disposición.
***
Tengo que tirar también el noveno cuenco de rojo Tiziano: he acercado el color a la piel de la granada y es evidente que aún no lo he conseguido. Me resigno a volver a empezar desde el principio, pero un ruido a mis espaldas llama mi atención. Alguien ha entrado por la puerta principal y está subiendo la escalinata de mármol: son pasos de hombre, sin duda; por un momento he temido que Gaia hubiese improvisado algo. Me apresuro a bajar por la escalera de mano procurando no tropezar con los cuencos que he dejado caer de cualquier manera sobre la tela protectora.
La puerta del vestíbulo se abre antes de lo previsto y en el umbral aparece el cuerpo seco de Jacopo Brandolini, el propietario del palacio, además de mi cliente.
—Buenas tardes —lo saludo con una sonrisa de circunstancias.
—Buenas tardes, Elena —me contesta sonriéndome a su vez—, ¿cómo va el trabajo?
Al tiempo que se anuda a la altura del pecho las mangas del suéter —de cachemira, claro está— que lleva sobre los hombros, mira el cementerio de cuencos que se extiende a nuestros pies.
—Muy bien —miento, asombrada de mi descaro, pero no me apetece explicarle los detalles que, en cualquier caso, no comprendería. No obstante, debo añadir algo para aparentar tono profesional—: Acabé de limpiar ayer y a partir de hoy puedo concentrarme en el color.
—Estupendo. Confío en usted, dejo todo en sus manos —dice alzando la mirada del suelo y posándola en mí. Sus ojos son pequeños y azules, dos grietas de hielo—. Como ya sabe, me interesa mucho ese mural. Quiero que quede lo mejor posible. A pesar de que no está firmado, se ve que el autor tenía buena mano.
Asiento con la cabeza.
—El que lo pintó era, sin lugar a dudas, un gran maestro —me apresuro a decir.
Brandolini esboza una sonrisa que revela un punto de satisfacción. Tiene cuarenta años, pero aparenta varios más. Su apellido es antiguo —es el vástago de una de las familias de nobles venecianos más célebres— y también él lo parece un poco. Es delgadísimo, tiene la tez clara, la cara demacrada y nerviosa y el pelo rubio ceniza. Además, se viste como un viejo. O, mejor dicho, la ropa produce sobre él un efecto extraño, un tanto retro; por ejemplo, en este momento lleva un par de vaqueros Levi’s y una camisa azul de manga corta, pero, dado que parece flotar dentro de ella debido a lo delgado que está, el resultado tiene algo de añejo que no sabría explicar. Con todo, se dice que el conde tiene un discreto éxito con las mujeres. Es muy rico, no me lo puedo explicar de otra forma.
—¿Cómo se encuentra aquí? —pregunta al tiempo que mira alrededor como si estuviese verificando que todo está en su sitio.
—¡De maravilla! —respondo a la vez que me suelto el pañuelo que llevo al cuello, consciente de que mi aspecto no es muy presentable.
—Si necesita algo pídaselo a Franco. Si hay que ir a buscar material puede mandarlo a él.
Franco es el portero del palacio. Es un hombrecillo achaparrado y muy simpático, aunque también discreto y silencioso. En los diez días que llevo trabajando aquí solamente nos hemos cruzado dos veces: en el jardín del patio interior, mientras él regaba el agapanthus, y delante de la puerta de entrada, mientras sacaba brillo a los picaportes de latón.
—Me las arreglo muy bien sola, gracias. —Me doy cuenta demasiado tarde de que mi respuesta es un poco brusca y me muerdo la lengua.
Brandolini alza los brazos en señal de rendición.
—En cualquier caso —carraspea—, he pasado para decirle que a partir de mañana habrá un inquilino en el palacio.
—¿Un inquilino?
No. No es posible. No estoy acostumbrada a trabajar con gente alrededor creando confusión.
—Se llama Leonardo Ferrante, es un célebre chef de origen siciliano —me explica complacido—. Viene directamente de Nueva York para abrir nuestro nuevo restaurante en San Polo. Supongo que sabrá que lo inauguramos dentro de tres semanas.
En colaboración con su padre, el conde dirige ya dos restaurantes en Venecia; uno se encuentra detrás de la plaza de San Marcos y el otro, más pequeño, al abrigo del puente de Rialto. Los Brandolini tienen otro en Los Ángeles, además de dos clubes privados, un café y una residencia. El año pasado abrieron dos más en Abu Dabi y en Estambul. En fin, que no es raro ver fotografías suyas en las revistas de papel satinado o de cotilleo que tanto le gustan a Gaia.
A mí lo mundano no me interesa. Pero, sobre todo, lo último que necesito ahora es que algo me estorbe.
—Hemos dado saltos mortales para hacerlo todo en poco tiempo y, como sabe, la logística veneciana no es de gran ayuda —prosigue él sin notar mi contrariedad—, pero cuando se desea algo con intensidad el esfuerzo que se hace para obtenerlo no pesa.
Por si fuera poco, también da lecciones de vida. Asiento mecánicamente con aire de aprobación. La idea de tener que trabajar con un desconocido vagando por el palacio me irrita sobremanera. ¿Cómo es posible que Brandolini no entienda que el mío es un trabajo delicado? ¿Que basta una nimiedad para que pierda la concentración y lo ponga en peligro?
—Ya verá que se lleva de maravilla con Leonardo, es una persona exquisita.
—No lo dudo, el problema es que este vestíbulo…
No me deja acabar.
—No puedo obligarlo a vivir en una fría habitación de hotel —continúa Brandolini con el aplomo de quien no tiene que pedir permiso a nadie—. Leonardo es un espíritu libre y aquí se sentirá a sus anchas, podrá cocinar cuando quiera, desayunar de noche y comer por la tarde, leer un libro en el jardín y disfrutar del canal desde la terraza.
Estoy en un tris de hacerle notar que desde el vestíbulo donde trabajo se accede a las restantes habitaciones del palacio, que no hay otro acceso y que, por tanto, el tipo en cuestión pasará por aquí a saber cuántas veces al día. Pero Brandolini también lo sabe, así que, evidentemente, ha decidido hacerse el sueco. Dios mío, estoy al borde de una crisis de nervios.
—¿Cuánto tiempo se quedará aquí el chef? —pregunto deseando que la respuesta sea alentadora.
—Al menos dos meses.
—¡¿Dos meses?! —repito sin molestarme ya por ocultar mi irritación.
—Sí, dos meses, puede que incluso más, al menos hasta que el restaurante esté completamente en marcha. —El conde se vuelve a ajustar el suéter en los hombros, luego me mira resuelto a los ojos—. Espero que no le suponga un problema. —Como si pretendiese decir: «Lo quiera o no, tendrá que aguantarse».
—Bueno, si no hay más remedio… —Que, a su vez, es mi manera de decir: «No me apetece en absoluto, pero ¿qué puedo hacer?».
—De acuerdo, en ese caso le deseo un buen trabajo. —Me tiende su fina mano—. Adiós, Elena.
—Adiós, señor conde.
—Me llamo Jacopo, por favor.
¿Trata de dorarme la píldora acortando las distancias? Le concedo una sonrisa forzada.
—Adiós, Jacopo.
Cuando sale Brandolini me siento en el sofá de terciopelo rojo que hay pegado a la pared este de la sala. Me encuentro inquieta, intolerante: he perdido la concentración. No quiero saber nada de su restaurante, de su aristocrático chef, me importa un carajo su inauguración de las mil y una noches. Lo único que quiero es trabajar en paz, sola y en silencio. ¿Pido tanto? Me llevo las manos a la cabeza y miro los cuencos abarrotados de pintura al temple que parecen estar allí con el único objetivo de echarme en cara mi fracaso. Haciendo un gran esfuerzo decido ignorarlos. ¡Al infierno también el mural! Son las siete y media y mi concentración se ha ido a hacer puñetas. Basta. Estoy cansada. Me voy a casa.
***
Salgo a la calle y me dejo envolver por el aire húmedo y dulzón del mes de octubre. Se siente ya el fresco de la noche. El sol se ha puesto casi por completo en la Laguna y empiezan a encenderse las farolas.
Recorro las calles a paso rápido, con la mente luchando aún por liberarse. Tengo la impresión de que ha quedado atrapada en el polvoriento vestíbulo y temo que permanezca allí mucho tiempo, dada mi propensión a rumiar las cosas. Gaia y mi madre me lo suelen reprochar: dicen que cuando se me mete algo en la cabeza me abstraigo, que estoy distraída, en las nubes. Es cierto, me pierdo de buena gana en mis pensamientos, los secundo cuando me llevan lejos…, pero es tan solo una pequeña evasión de la realidad, un vicio personal al que no estoy dispuesta a renunciar. Por eso me encanta andar sola por la calle: dejo que sean mis pies los que me guíen con la mente finalmente libre y sin nadie que exija ser el centro de mi atención.
Una leve vibración me obliga a volver de golpe a la realidad. Tengo un SMS sin leer en la pantalla del iPhone.
Bibi, ¿vienes al cine? Esta noche ponen la última de Sorrentino en el Giorgione. Besos
Filippo. Alguien con el que me apetece pasar la velada, incluso después de un día como este, pero no creo tener la energía suficiente para arrastrarme hasta el Giorgione. Estoy agotada y no me entusiasma la idea de encerrarme durante dos horas en una sala. Necesito repantigarme en un sofá.
De manera que le envió este:
¿Y si cenamos en mi casa y luego vemos una película? Estoy muerta, no creo que hoy pueda disfrutar de Sorrentino…
Contestación inmediata:
Ok. Nos vemos en tu casa ;-)
Conozco a Filippo desde la época de la universidad. Nos vimos por primera vez en el curso de Arquitectura de Interiores; yo aún era una novata, en su caso era el tercer año. Un día me propuso que estudiásemos juntos y yo acepté. Me parecía alguien del que me podía fiar, sentía, de manera aún misteriosa, que entre nosotros existía cierta afinidad. No tenía ninguna razón en especial para pensar así, lo sabía sin más.
De manera que nos hicimos amigos enseguida. Íbamos juntos a las exposiciones, al cine, al teatro. O pasábamos noches enteras charlando. Filippo me llama «Bibi» desde entonces. Me repetía una y otra vez que me parecía a una tal Bibi de un cómic japonés que había leído, un personaje un poco torpe y con tendencia a rumiarlo todo y a perderse en fantasías retorcidas y carentes de sentido.
Después de la universidad, no recuerdo bien por qué, nos perdimos un poco de vista. Hace un año Gaia me dijo que él había empezado a trabajar para Carlo Zonta, un famoso arquitecto italiano, y que se había mudado a Roma.
Luego, hace un mes, como si solo hubiese pasado un día desde aquellos años que me parecían ya tan remotos, volvió a dar señales de vida con un correo electrónico: «He vuelto a Venecia. ¿Cuánto tiempo hace que no vamos al palacio Grassi?». Una invitación inesperada que me pilló tan desprevenida que, de repente, me di cuenta de lo mucho que lo había echado de menos. Acepté al vuelo.
Era la primera vez que volvíamos a vernos después de mucho tiempo y, sin embargo, daba la impresión de que nada había cambiado. Paseamos por las salas del museo con calma, parándonos delante de nuestras obras preferidas —yo recordaba aún las suyas y él las mías— y contándonos nuestras vidas desde el momento en que nos habíamos perdido de vista.
Después nos volvimos a ver: una vez salimos a cenar y otra al cine. Nos dijimos también que sería estupendo organizar un reencuentro con los demás compañeros de universidad, pero, quién sabe por qué, ni siquiera lo intentamos.
***
Falta poco para las nueve y el sonido del telefonillo me obliga a salir del cuarto de baño con un poco de maquillaje en los ojos y el pelo recogido, como aquel que dice. Me obligo a no pensar en la expresión que pondría Gaia si me viese de esta guisa. Abro la puerta en vaqueros, camiseta de tirantes blanca y chanclas, y mientras espero a que suba me sumerjo en una sudadera enorme. Es mi look casero, pero estoy segura de que Filippo no se escandalizará…
Sube corriendo la escalera con dos cajas de pizza en las manos. Cuando llega lo recibe la voz dulce y cálida del último CD de Norah Jones.
—¡Vamos, deprisa, que se enfrían! —dice nada más entrar. Tira al suelo su bolsa, me da un beso fugaz en la mejilla y se dirige como un rayo a la cocina.
—¿Tienes hambre?
Lo sigo y hago sitio en la mesa.
—¡Me estoy muriendo de hambre!
Ha abierto ya un cajón —tras adivinar enseguida el correcto, pese a que hace años que no mete el pie en mi piso— y ha encontrado el cortador de pizza. Se ocupa en primer lugar de la mía.
Lo miro. Su cara es, en cierta manera, abierta y luminosa, casi tranquilizadora; quizá esa sea otra de las razones por las que decidimos ser amigos en la universidad. Tiene unos ojos grandes y profundos, de forma alargada; pasarían por asiáticos si no fuera porque son verdes y por la mata de pelo rubio y desgreñado que le cubre la cabeza.
—Verdura sin pimientos, tu preferida —me dice al tiempo que me tiende la pizza ya troceada.
Se acuerda hasta de eso. Asiento con la cabeza complacida y él me escruta con sus ojos, que son casi una anomalía y que capturan a la fuerza la mirada. Permanecemos así un segundo; luego Filippo se concentra de nuevo en la pizza y yo me pongo a buscar los vasos por hacer algo. Es apenas un instante, pero los dos somos conscientes de que el aire está cargado de una extraña electricidad.
—Esta noche yo también soy vegetariano, así te sentirás menos sola —dice mientras abre la segunda caja. Sonríe, dejando a la vista sus dientes, blancos y regulares. Otra cosa que me gusta de él. Al igual que el hoyuelo que tiene en la mejilla derecha—. No obstante, Bibi, ¿te puedo decir que la pizzería de abajo es un asco?
—Sí, puedes decírmelo —contesto a la vez que doy el primer mordisco a la pizza—; de todas formas seguiré yendo…, es el único medio rápido e indoloro que tengo para alimentarme.
—¿No será que ha llegado la hora de que aprendas a cocinar?
Finjo que reflexiono sobre ello un par de segundos antes de responder:
—No.
Coge una aceituna de su pizza y me la tira.
***
Después de cenar, mientras preparo mi infusión de melisa, Filippo echa un vistazo a mis DVD, que están colocados de cualquier manera en el último estante de la librería.
—¿Y esto? —Se echa a reír—. ¿De dónde sale? —dice agitando en el aire la funda de ¿Bailamos?
—¡Dios mío, Gaia debió de olvidarlo aquí hace tiempo! —Me tapo la cara con un brazo.
Me mira con aire grave y comprensivo.
—A mí me da igual… Puedes decírmelo, si ahora te gustan estas cosas no debes avergonzarte; admitirlo es el primer paso para superarlo. Puedes hablar con un amigo…, si quieres puedo ayudarte.
—Idiota.
El cine es una de las pasiones que Filippo y yo siempre hemos compartido. A menudo nos veíamos en los foros de cine universitarios, los dos solos en la sala, y nos quedábamos a mirar hasta los créditos del final de las películas desconocidas de unos directores ignotos, pertenecientes a una soporífera e igualmente olvidada vanguardia rusa, abandonados por nuestros compañeros, que, hacía ya un buen rato, se habían ido a tomar una copa.
Filippo sigue mirando los títulos de las películas y saca Un día especial, de Ettore Scola.
—Debo de haberla visto ya cuatro veces, pero me apetece volver a verla. ¿Y a ti?
—En mi caso sería la tercera, así que de acuerdo.
Filippo se echa en el sofá. Trajina con el mando a distancia mascullando entre dientes algo sobre las nuevas tecnologías. Resulta cómico, me hace sonreír. Me uno a él con dos tazas humeantes en las manos. Las dejo sobre la mesita, lanzo a un rincón las chanclas, bebo un sorbo de infusión olvidando que aún está ardiendo y me quemo la lengua… Luego me dejo caer sobre el sofá a su lado.
Mientras en la pantalla de plasma empiezan a pasar los créditos iniciales, noto que Filippo pone su rodilla encima de la mía. Ese contacto me agita inesperadamente, como si, de buenas a primeras, me diera cuenta de lo cerca que estamos. Me acomodo en el sofá apartándome de él unos centímetros. Él no parece darse cuenta, puede que sea simplemente una de mis paranoias…
La película prosigue, dulce y amarga, tal y como la recordaba. La vemos envueltos en un silencio religioso, a la vez que damos sorbos a la infusión, que, en el ínterin, ha alcanzado una temperatura humana. De cuando en cuando retrocedemos para volver a ver las escenas más memorables. Mastroianni y Sofia Loren dan en este momento unos pasos de baile siguiendo el dibujo del pavimento.
Con el rabillo del ojo veo que Filippo me está observando; a decir verdad, sé que lo está haciendo desde que empezó la película. Me vuelvo hacia él y lo escruto.
—¿Qué pasa?
Sonríe, como si lo hubiese pillado in fraganti.
—Estaba pensando que no has cambiado nada en estos años. —No deja de mirarme. Su interés me produce cierta inquietud.
—Y yo que pensaba que había mejorado con los años… —digo tratando de salir del apuro.
—Bueno, el único defecto que tenías lo has eliminado, por suerte. —Le dirijo una mirada inquisitiva—. Valerio, tu ex.
Le doy un puñetazo en el brazo fingiendo que me ha ofendido. Con Valerio empecé a salir el último año de universidad. Filippo no lo soportaba y no hacía nada por disimularlo. «Es demasiado superficial e inmaduro para ti», me repitió mil veces, hasta la exasperación.
—Me costó un poco entenderlo, pero he de reconocer que tenías razón —admito.
—¿Cuánto tiempo hace que rompisteis?
—Año y medio.
—¿Y ahora no sales con nadie?
Directo al grano. No me lo esperaba.
—No.
A saber por qué el silencio que sigue a continuación me parece oprimente. Me gustaría tener una ocurrencia para romper esta especie de tensión palpable, pero no es el caso. No sé qué pretende Filippo, lo único que sé es que yo nunca he pensado en ello. Al menos hasta ahora. Estoy encantada de haberlo recuperado como amigo y jamás he considerado la posibilidad de que entre nosotros pueda haber algo más. Pero, de repente, mi castillo de certezas parece estar a punto de derrumbarse.
—Esta es mi escena preferida —dice Filippo volviéndose de nuevo hacia la pantalla. Mastroianni y la Loren han subido a la azotea y están doblando las sábanas tendidas. Quizá Filippo ha notado mi incomodidad y ha decidido salir en mi ayuda. Ese tipo de detalles son propios de él.
Exhalo un leve y silencioso suspiro de alivio. Intento distraerme, quizá sean solo fantasías mías y él no se haya propuesto nada. Me concentro en la película y, poco a poco, me relajo de verdad.
Fuera ha empezado a llover y tengo la sensación de que las gotas que caen en el tragaluz rozan también mi corazón. Es una sensación agradable, y siento un deseo irresistible de abandonarme…
***
De repente, como si estuviese emergiendo de un coma muy profundo, oigo que una voz delicada me susurra:
—Bibi, me marcho.
Abro los ojos y veo a Filippo de pie, inclinado hacia mí. Los créditos de cierre se deslizan por la pantalla. Hago ademán de levantarme.
—Pero ¿por qué no me has despertado?
—Chis, quédate ahí. —Me echa con dulzura una manta sobre los hombros—. Te robo el paraguas roto.
—Puedes llevarte el bueno.
—No te preocupes…, no voy muy lejos. —Me acaricia la mejilla con una ternura inaudita en él y me roza la frente con un beso—. Adiós, Bibi.