Falta una parada para la mía. Esta mañana hay menos gente en el metro de la habitual y he logrado sentarme. Llevo unos minutos observando la publicidad que aparece en las pantallas del vagón, donde anuncian los próximos eventos y espectáculos que ha organizado el ayuntamiento. Después de los anuncios, acompañada de un efecto sonoro que recuerda a las olas del mar, aparece una cita escrita con caracteres muy grandes: «Solo hay una estación, el verano, tan hermosa que las demás giran alrededor de ella». Ennio Flaiano. Pienso que no puede ser más cierto. Ser infeliz en verano es un delito imperdonable.
Es el primer fin de semana de agosto y estoy yendo a trabajar. A veces me pregunto de dónde saco la fuerza para bajar rodando de la cama a las siete un sábado por la mañana. Puede que sea mi manera de permanecer anclada a la realidad para conservar un mínimo de equilibrio mental: mientras hay una restauración en curso, mi vida parece tener un objetivo.
El fin de semana pasado, después de la fiesta del lago, estuve en Venecia con Filippo. Se lo había prometido, y no me arrepentí. Fuimos a ver el piso de sus sueños y los dos lo encontramos maravilloso, mucho más de lo que parecía en las fotografías. Fantaseamos mientras deambulábamos por las habitaciones vacías imaginándonos una vida entre esas paredes, tan acogedoras y luminosas. Pese a ello, aún no lo hemos aceptado. Es un paso importante y no estoy segura de querer darlo.
Y no es solo cuestión de ceros.
Después de lo que ocurrió en la fiesta, en mi cabeza reina un caos absoluto. Si en ciertos momentos creo que quiero a Filippo, poco después sus continuas atenciones y sus gestos premurosos casi me irritan y no puedo por menos que compararlo con el otro; intento reprimirlo, pero Leonardo no me da tregua. Porque la obsesión es más fuerte que mi voluntad.
En Venecia vi también a mis padres, a quienes he echado mucho de menos estos meses. Me parecieron rejuvenecidos y serenos, sobre todo mi padre, que está viviendo la jubilación mejor de lo que cabía esperar. El exteniente Lorenzo Volpe se está dedicando incluso al teatro, su pasión de toda la vida. Por lo visto tiene talento y mi madre me dijo —después de obligarme a jurarle silencio absoluto— que hasta se ha presentado como extra de cine.
La única nota dolorosa del fin de semana veneciano fue que no pude ver a Gaia, pero su ausencia estaba justificada. Después de haber ganado el Tour de Francia, su querido Samuel la raptó y se la llevó de vacaciones a las Maldivas prometiéndole unos días y unas noches de fuego. Por fin se ha decidido a ser novio a tiempo completo y, según me escribe Gaia, parece que no le falta talento.
***
Acabo de subir a la superficie y mientras dejo el Coliseo a mi espalda oigo sonar el teléfono en el bolso. En la pantalla leo desconocido. ¿Quién será? Empiezo a sudar, convencida de que es él, Leonardo. Mi mente elabora el segundo discurso combativo y respondo.
—¿Elena? —Una voz femenina, acompañada de un ligero ruido.
—Sí… —contesto de golpe. Me he librado del peligro.
—Hola, soy Gabriella. —El tono sosegado y relajado asume el contorno de un rostro familiar. ¡Es la Borraccini! ¿Qué querrá a las ocho y media de la mañana?
—Buenos días, profesora —la saludo procurando parecer lo más despierta posible.
—Escucha, estoy en el tren camino de Roma —anuncia—. Doy una conferencia en la Escuela de Verano de Restauración esta tarde, pero pensaba pasar por la mañana para ver cómo va el trabajo.
Siento un estremecimiento de terror en la espalda.
—¿Quiere venir a San Luigi? —pregunto tratando de confirmar su mensaje, que no puede ser más claro.
—Sí, en cuanto llegue a la estación.
—¡Estupendo! Será un placer. Yo voy para allí ahora. —Finjo un entusiasmo poco creíble a la vez que pienso en todo lo que me queda por hacer en el fresco. Pánico.
—Avisa a Ceccarelli, por favor —ataja, como si tuviese prisa por colgar—. Nos vemos en la iglesia a las once. Llegaré a esa hora —precisa.
—De acuerdo, profesora. —Intento ocultar la ansiedad asumiendo un tono profesional—. Hasta luego.
***
Aprieto el paso e ignorando los semáforos en rojo y los pasos de cebra consigo llegar milagrosamente a la iglesia unos minutos antes de las nueve. Estoy chorreando de sudor y tengo la boca tan seca como si hubiese corrido diez kilómetros en subida, pero, apenas entro en la iglesia, el frescor y la quietud del lugar me calman de inmediato.
Paola está ya en el andamio, vestida con el mono de restauradora y el pelo recogido en la nuca.
—¡Llegas puntual esta mañana!
—Como siempre, ¿no? —contesto irónica. Por lo general, a pesar de nuestros rocambolescos esfuerzos y de los diez despertadores consecutivos que suenan con pocos minutos de diferencia, nunca llego al trabajo antes de las diez—. Tenemos visita —le comunico poniéndome a toda prisa el peto encima de los pantalones de pirata y la camiseta.
—¿Qué quieres decir? —Paola se vuelve intrigada.
—Pues que hoy pasará a vernos Borraccini —respondo arremangándome y subiendo al trípode—. Me acaba de llamar por teléfono.
—Ah —se limita a comentar Paola algo contrariada—. ¿Y qué se supone que viene a hacer aquí?
—Me ha dicho que quiere echar un vistazo. Te confieso que me ha puesto un poco nerviosa.
—La responsable de esta restauración soy yo; deberías temer mi opinión, no la suya —especifica secamente.
—Por supuesto que sí, Paola. En todo caso, ella me encontró este trabajo y quiero quedar bien.
—Ya, pero si has conseguido mantenerlo es solo mérito tuyo.
Me quedo boquiabierta: es la primera vez que Paola me hace un cumplido. No estoy muy segura de haber comprendido bien, dado que me da la espalda, pero quiero dar crédito a mis oídos.
—Sea como sea, nunca me han gustado las sorpresas —gruñe con acritud.
—Tienes razón… —asiento con repentino desparpajo—, a tomar por culo la Borraccini y su manía de vigilarlo todo.
Paola me mira de una forma extraña, que yo considero cómplice. Tengo la impresión de que el hecho de compartir un enemigo nos une más de lo que han hecho todos estos meses de colaboración.
—En cualquier caso, yo también tengo que darte una noticia —me dice al cabo de unos segundos.
—Espero que sea buena. —Me vuelvo y la observo desde lo alto del andamio abriendo mucho los ojos.
Asiente con la cabeza y esboza una sonrisa.
—El padre Sèrge nos ha recomendado a la Academia de Francia. Por lo visto, nos tendrán en cuenta para las próximas restauraciones.
—¡Fantástico! ¡Tenemos que celebrarlo! —exclamo y por un instante estoy a punto de bajar del trípode para chocar con ella los cinco, pero luego pienso que quizá Paola se ha descolocado ya bastante por hoy.
***
Mientras trabajamos concentradas oímos resonar una voz grave y vibrante a nuestras espaldas.
—Buenos días, chicas.
Es ella, Gabriella Borraccini, la reina de la restauración. Sube los escalones y se detiene en el centro de la capilla con sus cincuenta años magníficamente llevados. Parece recién salida de un salón de belleza, está impecable con su melena cuadrada al estilo de los años veinte, los labios pintados de color rojo encendido y un velo de colorete en las mejillas. Luce unos pantalones beis de pinzas, una camiseta a rayas blancas y azules, y un originalísimo collar de perlas negras gigantes atadas con un lazo blanco de gros grain (¡lo quiero!). A los pies el consabido par de Tod’s, cuyo color varía dependiendo de la estación —los de ahora son blancos— y un precioso bolso bandolera de piel azul oscuro.
—Buenos días —respondo apresurándome a bajar del andamio—. Bienvenida. ¿Ha tenido un buen viaje? —Noto que, pese al impulso de rebelión que he tenido hace poco, estoy asumiendo instintivamente una actitud sumisa.
No puedo remediarlo: esta mujer me intimida.
—Sí, gracias —contesta mientras intercambia con Paola un frío saludo. Ella, a diferencia de mí, no está ni mínimamente cohibida; al contrario, parece más distante y cabreada de lo habitual—. Entonces, ¿cómo va el trabajo por aquí? —Echa un rápido vistazo al fresco de La anunciación, frente al que se encuentra Paola, que no muestra la menor intención de apartarse; después se acerca a la pared de La adoración de los Magos, la mía.
—Aún no he acabado —me apresuro a justificarme.
—Sí, ya veo. Aún quedan varias cosas por hacer —asiente. Se lleva la mano a la barbilla mientras mira la pintura con aire penetrante y escrutador.
—Yo añadiría un poco de brillo aquí y dejaría opaca esta zona; luego habría que enfatizar la expresión de las caras. Ese rojo, además, no queda muy bien. —Ya está, ha encontrado el defecto. Cuando Borraccini dice «no queda muy bien» por lo general significa que hay que rehacerlo todo.
—En realidad, el color respeta el original. En todo caso, aún está por acabar —sale Paola en mi defensa. ¡Increíble! Aunque quizá solo esté marcando el territorio, poniendo a la intrusa en su sitio. En pocas palabras, quiere dejar bien claro que ella es la única que puede juzgar el trabajo.
—Claro, es obvio —contesta Borraccini con diplomacia. No me esperaba que reaccionase de manera tan sumisa—. En fin, veo que habéis colaborado bien —añade como si pretendiese cambiar de tema.
—Sí —contesto, también por cuenta de Paola.
La profesora me mira esbozando una sonrisa maliciosa.
—Entonces Paola no te hizo salir por pies al tercer día, como sucedió con tus predecesores.
—No, ¿por qué? Todo va viento en popa —corroboro a la vez que noto que el semblante de Paola se ha ensombrecido. Sus pómulos se han endurecido, como sucede siempre que está furiosa y tensa.
—Yo no hago escapar a nadie si me demuestra que quiere quedarse de verdad —replica, glacial. De nuevo, no parece que el cumplido vaya dirigido a mí.
Se produce un momento de silencio grave en el que las dos mujeres se intercambian una mirada de alta tensión. Proyecto enseguida una de mis películas mentales: entre las dos hay una cuestión pendiente, quizá se trate de rivalidad académica o —a saber— de hombres.
Borraccini es la primera que relaja el ambiente esbozando una sonrisa de plástico.
—Bueno, chicas, no os quiero hacer perder más tiempo. Voy a la Escuela de Restauración. —Se ajusta el bolso que lleva en bandolera—. Ha sido un placer volver a veros. Buen trabajo.
Veo que Paola sigue con la mirada a Borraccini hasta que queda fuera de nuestro campo visual. Su expresión me disuade de hacer preguntas, emitir sonidos e incluso respirar. Mejor será que trabaje en absoluto silencio durante las próximas horas. Tengo que volverme invisible.
***
Por fin estoy en casa, destrozada. Abro la puerta y mascullo un «hola» soltando las llaves en una bandejita que hay a la entrada y liberándome con torpeza de las zapatillas de tenis en el pasillo. Una vez en la sala alzo la mirada y veo que alguien me está esperando al lado de Filippo.
Gaia me sonríe y grita:
—¡Sooorpresa!
¡Dios mío, no puedo creérmelo! Me siento tan feliz que podría echarme a llorar. Hace cinco meses que no veo a mi amiga y ahora la tengo aquí delante, tostada por el sol de las Maldivas, después de un interminable sábado estival.
—¡Debes agradecérselo a él! —Gaia apunta a Filippo con el índice pintado de color morado—. La idea fue suya. —A continuación abre los brazos para acogerme y me acribilla a besos, lo que me permite notar que se ha pintado los labios con un brillo también morado; por lo visto es el color del verano.
—¡Tonta! Pero ¿por qué has tardado tanto en venir? —La abrazo con todas mis fuerzas deshaciéndome en su minivestido de seda verde. Va muy perfumada, a diferencia de mí, que estoy empapada de sudor, porque hoy ha sido un día realmente sofocante. Busco la mirada de Filippo y le susurro: «Gracias». Esta es la enésima prueba de que me quiere de verdad.
Gaia anuncia que piensa quedarse con nosotros todo el fin de semana, y la idea me electriza. Olvido el sábado de trabajo y el estrés que me ha causado la visita de Borraccini. Gaia está en forma, como siempre; diría que aún más guapa sin los tacones de doce centímetros, calzada con un sencillo par de sandalias de esclava. Solo que con el pelo rubio resplandeciente, las uñas cuidadísimas y el cutis perfecto y luminoso es una esclava con mucho más glamour que yo.
—Bueno, chicas, os dejo solas. Salgo con Alessio y Giovanni, cena de hombres. —Filippo se escabulle y por su expresión comprendo que la combinación Elena-Gaia lo atemoriza un poco. Me mira y guiñándome un ojo me dice—: No habléis demasiado mal de mí.
—Y tú no ligues demasiado con tus colegas —le respondo guiñando también un ojo.
Después de que Filippo se haya marchado, Gaia y yo nos bebemos un Bellini sentadas en el sofá. Por un instante tengo la impresión de haber vuelto a Venecia, a mi apartamento de soltera, más o menos desesperada. El recuerdo de nuestras veladas de socorro mutuo en las que nos atiborrábamos de avellanas y helado me hace recuperar al instante la sensación de intimidad que he añorado todos estos meses.
—Veamos, antes de venir me he documentado y he seleccionado un par de invitaciones para estas noches —dice Gaia agitando delante de mis ojos un auténtico carné de invitaciones a fiestas y espectáculos varios—. Conociéndote, supongo que habrás vivido como una reclusa y que aún no habrás disfrutado del verano romano.
En líneas generales Gaia tiene razón, pese a que… Mi mente vuela incontrolable a la noche de la fiesta en el lago, a Leonardo y a la locura que estuve a punto de cometer con él. Me gustaría confesárselo todo, pero siento que aún no ha llegado el momento, así que me limito a decir:
—Acabas de llegar y ya me estás sermoneando. Hablemos un poco de lo que debes contarme tú, guapa…
Gaia se arrellana en el sofá, frunce sus labios carnosos haciendo una mueca estudiada, saca de su Balenciaga blanco de flecos un número de GQ y me lo deja en las rodillas.
Cojo la revista y me quedo boquiabierta. En la portada aparece Samuel Belotti con el pecho desnudo y unos vaqueros rotos, el pelo rubio cobrizo despeinado y un colgante tribal al cuello. Su mirada es descarada y resuelta. Me recuerda a alguien.
—Pero ¿de qué color tiene los ojos este hombre? —Es la primera pregunta que se me ocurre. La foto tampoco me da ninguna pista: ¿verdes, grises o castaños?
Gaia se echa a reír.
—Cambian dependiendo del humor. —Recupera la revista y lo mira con aire embelesado—. Imagínate que ahora escribe también. —Suspira, como si eso la inquietase—. Tiene un blog en la edición on line de la revista en el que cuenta sus días como deportista. En realidad se lo escriben los de la redacción, pero no te digo la cantidad de mujeres que dejan sus comentarios.
—¿Y tú no estás celosa?
Gaia asiente con la cabeza, resignada.
—Al principio la cosa me atormentaba bastante, incluso reñimos. —Se interrumpe y me mira extraviada, como si ni siquiera ella estuviese convencida de lo que se dispone a decir—. Pero él me juró que solo me quiere a mí, y yo le creí, Ele. —Me sonríe temerosa, esperando que la regañe—. Bueno, ¿no me dices que soy una pobre ingenua? —pregunta.
—No, no lo eres —contesto—. Dame un solo motivo válido por el que un hombre no deba amarte de verdad. Sea como sea, ¿quieres contarme de una vez cómo fue en las Maldivas? ¡Qué callada estás esta noche! —la aliento, porque esta atmósfera tan melosa empieza a sacarme de mis casillas.
—Estupendo. Ojalá hubiese durado más —responde ella mordiéndose el labio—. Ahora se está entrenando para las últimas carreras de la temporada.
—¿Lo echas de menos?
—Muchísimo. Es lo primero que pienso cuando me despierto y lo último cuando me voy a dormir. Sé que parezco ridícula, ¡a veces me asusto sola! Tengo miedo de que Samuel me haya sorbido el seso.
—Sí, sé a qué te refieres —suelto sin querer.
Gaia me sonríe. Piensa que me refiero a Filippo, pero, por desgracia, se equivoca.
—He vuelto a ver a Leonardo.
Ya está, lo he dicho.
—¿Leonardo? —exclama boquiabierta, incrédula.
Se me encoge el estómago al oír su nombre pronunciado en voz alta, me gustaría que se llamara Paolo o Marco, como otros amigos o conocidos. Ahora que lo pienso, es el único Leonardo que conozco.
—Lo sé —mascullo tratando de ganar un poco de tiempo mientras bebo un buen sorbo de Bellini—. Debería habértelo dicho antes. Estuve a punto de hacerlo una noche, pero no quería confesártelo por Skype. —Noto que estoy balbuceando. Intento reponerme y contárselo desde otra perspectiva, pero no funciona.
—Caramba, Ele, después de todo lo que pasó, ¿has vuelto a caer en la trampa? —Su tono manifiesta más ansiedad que desaprobación.
—Te lo juro, Gaia. La culpa no es mía. Fue más fuerte que yo.
—Vamos, cuéntame. Quiero saber todos los detalles.
Ya no tengo escapatoria, así que le cuento todo, nuestro primer y fatal encuentro, las fugas clandestinas, el sentimiento de culpabilidad por Filippo, la decisión de no volver a verlo y la insistencia de Leonardo en seguir formando parte de mi vida.
—Pero la nuestra es ya una historia acabada, muerta y sepultada —concluyo convencida—. Ha faltado poco para que volviese a cometer un error arriesgándome a perder a Filippo, pero he conseguido dejar atrás el pasado. Ahora estoy mejor y no permitiré que nada ni nadie arruine nuestra relación.
Al cabo de unos segundos en los que parece estar recomponiendo las piezas del puzle en la cabeza, Gaia se vuelve de golpe hacia mí haciendo tintinear sus pendientes de diamantes y me mira fijamente.
—¿Estás segura de que quieres de verdad a Filippo?
—Sí, jamás he estado tan convencida. —La velocidad a la que lo digo casi me asusta.
Ella sigue observándome, como si estuviese decidiendo si creerme o no.
—¿Él sospecha algo?
La pregunta hace emerger el sentimiento de culpabilidad que aún me queda.
—No creo.
—¿Piensas decirle algo?
—Yo… quizá debería…
—¡No! —se adelanta—. ¡No hagas esa gilipollez! No debes decirle nada.
—¿Estás segura? —La sinceridad siempre ha sido la base de nuestra relación.
—Por supuesto. Si de verdad ha terminado, no tiene ningún sentido decírselo ahora.
—El problema es que me pesa seguir ocultándoselo. Me gustaría confesarle todo y volver a empezar desde el principio, con el corazón más ligero y sin mentiras entre nosotros.
—Lo único que conseguirías sería discutir, Ele. Incluso puede que eso os haga romper. ¿Qué esperas? ¿Que te perdone y siga queriéndote como si nada?
Tiene razón. Contarle todo a Filippo solo serviría para descargar mi conciencia. Si quiero que nuestra historia prosiga, me temo que tendré que soportar sola ese peso.
—Fíate. Es mejor así. Con el tiempo tú también te perdonarás y el sentimiento de culpa irá disminuyendo. —Me apoya una mano en la cabeza—. Pero no hagas más gilipolleces. Filippo te quiere demasiado.
—Lo sé, Gaia. —El hecho de que ella esté aquí lo demuestra—. Te aseguro que yo también le quiero.
***
Es domingo por la noche y después de habernos pasado el día de compras por el centro me duelen los pies, pero aún me queda un poco de energía para dedicar las últimas horas a Gaia, que se marcha mañana por la tarde.
—Te llevo a una fiesta gay —me revela mientras nos arreglamos para salir—. La organiza un amigo mío en un local de Testaccio.
Conozco de sobra la filosofía de Gaia sobre el tema: las fiestas de homosexuales son las más divertidas, la música es mejor y la gente más cool, además de que, a saber por qué, se liga más.
—¿Y qué demonios me pongo para ir a una fiesta gay? —Paso revista a casi todos mis vestidos con la impresión de que ninguno es adecuado.
—Lo que te dé la gana, Ele! —me dice sacando un vestidito negro de lentejuelas de su maleta—. Aunque es mejor que vayas un poco ligera de ropa.
Mientras nos cambiamos y vamos de la habitación al cuarto de baño con unos conjuntos imposibles, Filippo permanece arrellanado en el sofá de la sala con la televisión encendida y, cómo no, el iPad en la mano. En estos días lo hemos excluido un poco, pero a él no parece que le afecte demasiado. De cuando en cuando nos mira cabeceando y disimulando, sin conseguirlo, una risita burlona. Debe de pensar que somos peores que un par de adolescentes y la verdad es que he de reconocer que no anda muy desencaminado.
Al cabo de más de una hora de restauración, estamos listas para salir. Caminamos hacia la sala contoneándonos sobre nuestros tacones de doce centímetros (¡esta noche el tacón es obligatorio, incluso para mí!) y desfilamos delante de Filippo.
—Perdonad, pero me tapáis la pantalla —comenta con aire distraído, y luego se echa a reír.
—No sabes apreciarnos, ¡no nos mereces! Adiós —digo arrastrando a Gaia hacia la puerta.
—Ah, Bibi —dice.
—¿Sí? —Me vuelvo.
—Antes de que me olvide… —Se endereza en el respaldo—. Nos han invitado a la inauguración.
—¿La inauguración?
—El restaurante de Leonardo, ¿te acuerdas? —explica. Una oleada de calor me sube a las mejillas. Lo había olvidado por completo.
—Sí —digo saliendo de mi estado de confusión. Miro a Gaia, que hace como si nada. Ella siempre sabe seguirme el juego. Yo, en cambio, soy una aficionada.
—Es el sábado por la noche —dice Filippo.
—¡Perfecto! —me apresuro a responder, pese a que no sé si debo acompañarlo.
Acto seguido se dirige a Gaia:
—Lástima que te vayas. Te habría gustado: es un local que acabamos de reformar.
—La próxima vez, siempre que queráis que vuelva —replica ella guiñándole un ojo.
—Ahora vámonos, si no llegaremos realmente tarde. —Empujo a Gaia fuera de la puerta.
—Divertíos… ¡y portaos bien! —grita Filippo.
—Por supuesto —respondemos a coro entrando en el ascensor.
Mientras bajamos a la planta baja, Gaia me interroga con la mirada y yo le confirmo que el restaurante en cuestión es el que Leonardo ha usado como pretexto para acercarse a Filippo.
—Pero no quiero pensar en eso ahora —le suplico—. Esta noche no quiero pensar en nada.
***
Llegamos al Ketumbar casi a las diez. El interior del local es extraordinario: amplios espacios coronados por techos abovedados y una larga barra semicircular que atraviesa las diferentes salas. El edificio que lo alberga se extiende al abrigo del monte de las ánforas de época romana —el Testaceus— que da nombre al barrio. Por algunos ventanales aún se puede ver una sección: estratos y estratos de ánforas y de residuos que se han ido acumulando a lo largo de los siglos.
—¡Menudo espectáculo! —exclamo lanzando una mirada de aprobación a Gaia.
—Sabes que siempre te llevo a los mejores sitios —dice mi amiga con cierto orgullo. Sobre eso no cabe la menor duda: la reina de la noche y de las relaciones públicas triunfa también en Roma.
Y, a propósito de relaciones públicas, veo que saluda enseguida a una chica morena del personal que va vestida de hombre: corbata negra y tirantes sobre la camisa blanca, labios rojo Valentino.
Con una sonrisa radiante nos guía hasta nuestra mesa.
—Aquí es. Puesto VIP —dice a Gaia—. Te lo he reservado a propósito.
—Gracias, Alessia. Sabía que podía contar contigo. —Gaia da un pequeño tirón a la corbata. Luego se vuelve y saluda calurosamente a uno de los camareros. No ha cambiado un ápice. Dondequiera que vaya domina la situación.
Mientras espero a que lleguen las primeras bebidas miro alrededor y noto que casi todos van vestidos de blanco.
—Gaia, esto…, cómo te lo diría yo…, me temo que estamos un tanto fuera de lugar —digo. Yo de azul claro, ella de negro.
—¡Dios mío! —exclama llevándose una mano a la frente—. ¡Era el código de vestimenta de la velada! ¡Lo indicaban también en la invitación!
Vaya, dos horas de preparativos para después meter la pata de manera tan clamorosa.
—Bueno, eso significa que esta noche llamaremos la atención. —Me encojo de hombros.
—Parecemos dos lesbianas excéntricas.
—Justo, amor mío. —Le lanzo un beso al aire y las dos soltamos una sonora carcajada.
Apenas nos sirven nuestros cócteles nos abalanzamos sobre el bufet y probamos las fantásticas albóndigas de arroz y el estupendo cuscús con piñones y pasas. Devoro la comida pensando que ya me preocuparé después de mis pesadillas digestivas.
Al cabo de una hora la fiesta está en pleno apogeo. Como de costumbre, Gaia tenía razón: la atmósfera es sofisticada y elegante, las luces difusas, la música suena al volumen justo y ha sido sabiamente seleccionada. Dalida y Edith Piaf, en versión remix, se alternan con Kylie Minogue y Lady Gaga, pasando por Cyndi Lauper y David Bowie. El panteón de los iconos homosexuales.
Del techo de la sala central, un poco por todas partes, cuelgan unos pedazos de papel pegados a unas cintas de raso blanco: son citas de Pasolini, Oscar Wilde, Thomas Mann, Virginia Woolf y, sin lugar a dudas, algún miembro más del panteón arriba mencionado.
He aparcado mis preocupaciones y me estoy divirtiendo más de lo que me prometí a mí misma que haría, en parte porque todos parecen alegres y la atmósfera es contagiosa. Gaia me presenta a su amigo, el organizador, un treintañero hipster —gafas con montura grande negra y camisa a cuadros—. Después me arrastra hasta la pista y me ordena que baile. Como no podía ser menos, obedezco sumisa.
Voy ya por el cuarto cóctel de la velada, para ser más concreta gin lemon superfuerte, mi preferido, cuando desde nuestra mesa diviso a lo lejos una cabellera familiar. Enfoco una figura frágil sentada de espaldas. ¿Y si solo fuese alguien que se le parece? Mmm… Pero ¿con el mismo corte de pelo, el mismo color y el mismo collar de perlas gigantes? De improviso la figura se vuelve casi por completo.
Ahora que puedo ver su perfil agudo, la certeza es absoluta. Es Borraccini.
Aviso a Gaia.
—Mi profe está aquí —le susurro al oído.
—¿Estás borracha? No aguantas el alcohol.
—Te lo juro. —Aferro la nuca de Gaia y la obligo a girar el cuello indicándole dónde debe mirar—. Allí. Está sentada a la mesa que hay al lado del ventanal.
—¿Estás segura? —insiste ella abriendo mucho los ojos.
—Por supuesto.
—¿Y qué hace aquí?
—A mí también me gustaría saberlo —contesto atónita—. Parece que está esperando a alguien. No deja de mirar hacia la barra. ¿Crees que debo ir a saludarla?
Cuando, unos segundos después, una mujer rubia muy arreglada se acerca a ella con una copa en la mano y le da un beso apasionado en la boca me quedo sin habla.
—¿Y esa quién es? —pregunta Gaia cada vez más divertida.
Dios mío, no me lo puedo creer. La miro boquiabierta.
—Es Paola, mi compañera de trabajo.
Su aspecto es completamente distinto del habitual. Va maquillada como si fuera a hacer un desfile de moda, lleva un vestido ceñido blanco supersexy y calza unos tacones vertiginosos.
—Tu compañera de trabajo —repite Gaia.
—Eso es.
—Está con tu profesora.
—Gracias por haber encajado las piezas.
—¡Dios mío, qué historia tan absurda! —Se echa a reír.
Es, como mínimo, absurda. Por lo que yo sé, Borraccini está felizmente casada con un empresario véneto y tiene una hija de quince años.
—Qué extraño —reflexiono en voz alta—. Ayer por la mañana tuve la impresión de que se odiaban.
—Habrán hecho las paces, Ele —me asegura Gaia sin dejar de mirarlas.
Decido que lo mejor que puedo hacer es evitar que me vean. Es evidente que la suya es una relación clandestina y no creo que les guste que me acerque a saludarlas.
Cuando me dispongo a pedirle a Gaia que cambiemos de sitio compruebo que ya es demasiado tarde: Paola me ha visto. Nuestras miradas se cruzan a través de la sala atestada de gente; por un momento me parece notar cierto fastidio en sus ojos y me siento casi en la obligación de pedir disculpas por este encuentro fortuito. No sé qué esperarme de ella, quizá haga como si nada; en cambio, Paola no me rehúye ni desvía la mirada. «Sí —me está diciendo—. Soy yo. Ahora conoces nuestro pequeño secreto».
Bueno, he recibido el mensaje y respondo con una sonrisa: «Vuestro pequeño secreto está a buen recaudo».
Después Paola acerca su silla a la de Borraccini para darme la espalda. Punto final.
La fiesta prosigue hasta altas horas de la noche, pero decidimos marcharnos antes, ya que mañana tengo que levantarme al amanecer para ir a trabajar y no sé si tendré suficiente energía. Cuando salimos del local son casi las dos. Pero, por lo visto, las sorpresas aún no se han acabado.
Divisamos a Paola en la acera de enfrente discutiendo animadamente con Borraccini. Le tira de un brazo a la vez que le suelta una retahíla de palabras indescifrables; la otra le responde con idéntica vehemencia con los brazos cruzados.
—¡Ay, me temo que la paz ha durado poco! —comenta Gaia.
—Vámonos, venga. —La empujo temiendo que nos vean.
Me parece como si fuera uno de esos fotógrafos que se apostan por la noche fuera de los locales y que luego venden las exclusivas a las revistas de cotilleo. Solo que esta exclusiva me la guardaré. Paola y yo hemos hecho un pacto tácito, suscrito con una mirada.
***
A la mañana siguiente, en el trabajo, lucho denodadamente contra el sueño. Me cuesta tener los ojos abiertos y me he metido ya en las pupilas veinticinco gotas de colirio. ¡Menuda suerte tiene Gaia, que sigue durmiendo a pierna suelta en el sofá! Se marcha esta tarde y ya sé que se tomará su tiempo antes de levantarse, se entretendrá con sus rituales de belleza matutinos, saboreará el desayuno continental que le he preparado y puede que incluso envíe algún comentario encendido al blog de Belotti.
Cuando he llegado a la iglesia Paola estaba ya en su puesto y, como era de esperar, no ha hecho la menor alusión a lo que ocurrió anoche. Si ella no toca el tema, yo tampoco. Además, ¿qué iba a decir?
Con todo, yo sigo sin poder dar crédito: jamás me habría imaginado que Borraccini pudiese tener una relación extramatrimonial, y por si fuera poco con una antigua alumna. Pero ciertas cosas suceden sin más y no necesitan explicaciones. A estas alturas yo debería saberlo.
Mientras aplico el brillo en la zona baja del fresco oigo que alguien solloza quedamente a mi espalda. Me vuelvo y veo que Paola está trabajando tranquila. Pienso que debo de haberme equivocado, pero no tardo en volver a oír un sollozo ahogado. Me acerco a ella y compruebo que está llorando mientras trabaja.
—Eh, ¿qué pasa? —le pregunto con cierto apuro.
Paola se enjuga la cara con la manga del mono, avergonzada.
—Perdona —murmura.
Llora como si no tuviera costumbre y no recordara cómo llorar. Sé que lo que digo puede parecer extraño, pero esa es la impresión que me da.
—¿Por qué? —digo tratando de calmarla.
Las lágrimas siguen empañándole las gafas, pese a los esfuerzos que hace para contenerlas.
—¿Quieres que hablemos o prefieres que te deje un poco sola? —le pregunto con suma cautela. Con las personas reservadas como ella hay que ir con pies de plomo.
Paola deja caer los brazos a lo largo de los costados e inclina la cabeza. Permanece así unos segundos, como si estuviera abstraída. Luego, de improviso, se quita los guantes de látex y se pasa una mano por el pelo a la vez que resopla, como si pretendiese liberarse de un peso.
—Qué más da, a fin de cuentas ya lo sabes… —Me mira con firmeza—. Se ha acabado, Elena. Gabriella y yo rompimos anoche.
Después, como un río que se desborda, empieza a desahogarse y me cuenta su arrebatadora historia de amor con Borraccini, que nació en la época de la universidad y prosiguió de manera clandestina hasta el borrascoso epílogo de anoche.
—He pasado muchos años aceptando que ella viviese dos vidas paralelas, conformándome con estar a la sombra. Pero al final le dije que eligiese: o su marido o yo. Quería que fuésemos a vivir juntas, que nos convirtiésemos en una pareja normal, auténtica. Ella me pidió tiempo para tomar una decisión. Luego, el otro día, se presentó por sorpresa en Roma sin avisarme.
Paola respira hondo antes de proseguir.
—Esperó hasta la última noche para decírmelo. Ha elegido a su marido. En el fondo, me lo esperaba, pese a que sé que lo ha hecho por miedo, no por amor.
—Lo siento. —Es lo único que se me ocurre decir. Me he quedado sin palabras, al menos sin las adecuadas. Su dolor es inconsolable. La abrazo, acortando de golpe la distancia formal que nos ha mantenido alejadas hasta ahora. Siento que es lo que necesita en este momento, y también que es lo único que puedo darle. Recibe mi abrazo con cierta tensión, pero no me rechaza.
—El error es mío: me he engañado mucho tiempo. Por fin puedo cerrar un capítulo y seguir adelante —dice con un optimismo forzado limpiándose las gafas con una atención que hace que eso parezca la cosa más importante del mundo.
—Si me necesitas, aquí me tienes —le digo.
De repente la veo bajo una nueva óptica. Hasta ayer era solo una dama de hierro severa y huraña; hoy, en cambio, parece una niña frágil e indefensa. Me enternece profundamente que Paola me haya mostrado este aspecto suyo. Tengo la impresión de haber perdido una colega y encontrado una amiga.
***
Hoy he salido un poco antes de trabajar porque quería ir a las cuatro a la estación de Termini, para despedirme de Gaia. Se va a Nápoles siguiendo a Belotti, que esta semana recorre el sur de Italia con su equipo. A decir verdad, Belotti no sabe que Gaia viaja para reunirse con él y no me atrevo a pensar qué ocurrirá cuando se entere —porque no es alguien a quien le gusten las improvisaciones, sobre todo cuando compite—; pero aun así soy positiva.
Mientras la acompaño al andén pienso en lo bien que he estado con ella estos días y en lo mucho que la voy a echar de menos. Gaia es la única que sabe toda la verdad sobre Leonardo y también la única que, quizá, puede comprenderme a fondo.
—¿Qué crees que debo hacer? —le pregunto antes de que suba al tren—. ¿Debo ir a la inauguración del restaurante o no?
Me siento preparada para ir. He dado una dirección clara a mi vida y el hecho de ver a Leonardo no me hará cambiar de idea. Otra vez no. He alcanzado cierto grado de conciencia —al menos, eso espero— y creo que puedo salir del paso con dignidad.
—¿Puedo darte un consejo? —Gaia arquea una ceja.
—Te lo estoy pidiendo…
—Es mejor que no vayas.
—¿Por qué? —Sacudo la cabeza. No me esperaba esa respuesta.
—Hazme caso. Aún no estás preparada.
Me estruja en uno de sus poderosos abrazos y sube al tren. Desde la ventanilla del vagón me lanza una última sonrisa y en sus ojos verdes leo un único mensaje: «Cuidado, Elena. No juegues con fuego».