Filippo y yo nos acabamos de levantar y estamos desayunando. El sol de julio se filtra por las ventanas abiertas e inunda la cocina de luz y calor. Somos el retrato de una pareja normal que comparte el inicio de un día normal. Filippo bebe su habitual café amargo e hirviendo, en tanto que yo permanezco fiel a mi taza de tisana ayurvédica. Filippo trajina con su iPad mientras yo hojeo el Corriere della Sera, que, abierto, ocupa la mitad de la mesa de la cocina. Él está ya impecable, vestido para ir a las obras; yo, en cambio, sigo en pantalones cortos y camiseta, con el pelo desgreñado y bolsas bajo los ojos. Todo es normal, sin crispaciones. Un momento de ordinaria vida doméstica.
Al menos, visto desde fuera.
Han pasado varias semanas desde el día en que estuve en casa de Leonardo para decirle que lo nuestro se había acabado para siempre, y me siento en estado de convalecencia. Estoy aquí sana y salva, pero aún me siento débil, tengo que protegerme —lo sé— del riesgo de volver a caer en sus brazos. Recorro con la mente todos los pormenores de esa tarde, desde el vaso hecho añicos en el suelo a mi fuga en el taxi, y tengo la impresión de que ha pasado un siglo desde entonces. Leonardo está lejos, ya no existe, ha salido de mi vida. No me volverá a buscar ni pasará a recogerme a San Luigi dei Francesi ni a ningún otro sitio.
El verdadero problema es ahora Filippo. No hace sino reavivar el recuerdo de Leonardo; me habla de él casi todos los días comentándome el nuevo proyecto. Por si fuera poco, se prodiga en una cantidad de detalles que me sacan de mis casillas. Me irrita, el mero hecho de oír su nombre me hace sentir escalofríos. Me gustaría obligarlo a callarse, prohibirle que me hable de esa maldita reforma que tanto lo apasiona. En cambio, me veo obligada a fingir que lo escucho con interés; como ahora.
—Hoy tengo que pasar por la antigua fábrica para ver cómo van las obras —dice hundiendo la cuchara en el tarro de miel—. Si siguen así, acabaremos en un tiempo récord…
—Muy bien —digo sin apartar los ojos del periódico.
—Está quedando estupendo —prosigue Filippo. Su cara se ilumina, como le sucede siempre que habla de un trabajo que le gusta—. ¿Te he dicho ya que hemos conservado las cintas transportadoras y que las hemos usado para decorar?
¡Dios mío, las cintas transportadoras! El recuerdo de lo que hice tumbada en uno de esos artefactos me revuelve el estómago. Tengo que borrar de mi mente esa imagen de inmediato.
Filippo prosigue con la mirada perdida en el horizonte, como si estuviese viendo los objetos de los que está hablando, sin importarle el hecho de que lo escuche o no.
—En cualquier caso, lo más bonito de ese sitio es la luz.
—Sí, el ventanal que da al río —repito distraída sin que me dé tiempo a morderme la lengua. Por suerte también Filippo está distraído y no se ha dado cuenta de mi metedura de pata. Él no debe saber bajo ningún concepto que he estado en esa fábrica.
—Hay que salvar los marcos de bronce, pero me gustaría jugar con la geometría de los cristales. —Se rasca la cabeza con una expresión de satisfacción en la cara.
¡Basta, Fil, no lo soporto más! No saldré viva de todo ese parloteo. Mientras habla, mi mirada se posa en los titulares de las páginas deportivas, en especial en una noticia que podría resultarme de ayuda. Intento desviar la conversación hacia otro tema.
—¡Mira, mira! —exclamó con énfasis—. ¡Por lo visto, las previsiones de Gaia eran correctas!
Filippo cabecea.
—¿A qué te refieres?
—Belotti ha ganado el Tour de Francia. —Levanto el periódico, señalándole el artículo donde aparece la fotografía de Belotti victorioso con los Campos Elíseos como telón de fondo. No puedo por menos que darle la razón a mi amiga. Pese a que nunca he comprendido de qué color tiene los ojos, hay que reconocer que ese hombre está para parar un tren. Emana un discreto encanto, una suerte de carisma; tiene un puño apoyado en el corazón y un brazo levantado, como un verdadero campeón.
—¿Es el famoso ciclista por el que se pirran las mujeres? —pregunta Filippo.
— Sí, pero Gaia sigue teniendo esperanzas de hacerle sentar la cabeza.
—¿Así que están juntos?
—Bueno, si a eso se le puede llamar estar juntos. —Alzo los ojos al cielo—. Él está siempre de viaje y ella se pasa la vida en casa esperándolo, mirando su fotografía como si fuese un soldado que se ha ido a la guerra.
—¡Vamos, no me lo creo! —Suelta una sonora carcajada.
—Te lo juro, Fil. Belotti la está haciendo sufrir. Jamás he visto a Gaia tan embelesada y sumisa. Él la quiere (según dice ella), pero en la distancia. —Sonrío al recordar lo que me contaba mi amiga—. Ya sabes cómo es —guiño un ojo maliciosa—, ¡basta una noche de pasión para poner en peligro los resultados de un mes de entrenamiento!
—¿Eso significa que Gaia está ahora en abstinencia? —Abre desmesuradamente los ojos, divertido.
—Pues sí. Nunca ha estado tanto tiempo sin practicar sexo —explico mientras Filippo se sienta a mi lado y lee a toda prisa el artículo—. Por lo visto, Belotti le prometió el oro y el moro… Bueno, al menos ha ganado. Piensa qué desastre si ni siquiera lo hubiese hecho.
Me acaricia los hombros, sus dedos rozan ligeramente mi piel desnuda. Me besa en el cuello resbalando con la lengua por mi nuca hipersensible. El verano lo vuelve más apasionado. Últimamente solemos hacer el amor por la mañana.
—¿Qué intenciones tienes? —pregunto, conteniendo un gemido. Si sigue lamiéndome así, no tardaré en derretirme.
—Ninguna, Bibi. Me acerco en son de paz —me susurra al oído. Se levanta y me mira con aire intimidatorio—. Pero solo te salvas porque llego tarde al trabajo. —Exhala un suspiro—. Cuando vuelva a casa, hablaremos de nuevo.
—Yo estoy aquí —digo con estudiada indiferencia, a la vez que me subo el tirante de la camiseta.
Filippo se dirige hacia el sofá, donde ha dejado la bolsa con el ordenador portátil. La coge y se la echa al hombro. Da dos pasos y se detiene en el centro de la sala.
—Ah, me olvidaba —dice—. Mañana por la noche estamos invitados a una cena en los Castelli. Vendrá todo el estudio.
—¿En los Castelli? —Sé que está en las afueras de Roma, pero no conozco bien la zona.
—Sí, vamos a la residencia veraniega de Rinaldi —contesta con afectación, como si estuviese hablando del papa—. Tiene una mansión en el lago de Bracciano. Dicen que es fabulosa.
Ettore Rinaldi es el dueño del estudio donde trabaja. Lo he visto una sola vez y me pareció el típico magnate al que le gusta ser el perejil de todas las salsas, siempre a la búsqueda de contactos y sumamente hábil para las relaciones públicas. Si bien no se puede decir que tenga un físico ideal para moverse en sociedad —debe de pesar un quintal y hasta tiene un poco de gota—, el hecho de no ser mínimamente chic no parece haberlo penalizado. Pese a ello, la idea de cenar a orillas del lago me anima. Seguro que es un lugar magnífico.
—¡Me gusta esa invitación! —exclamo.
Filippo se acerca para darme un beso. Se lo devuelvo demorándome unos segundos más de lo habitual.
—¿Estás bien? —pregunta despegándose de mis labios, imparables.
—Sí —contesto esbozando una sonrisa.
Eso es lo bueno de Filippo: como mínimo, todo va siempre bien cuando estoy con él.
***
Al día siguiente por la tarde Alessio pasa a recogernos para ir a la cena. Como buen veneciano, Filippo sabe llevar perfectamente una barca, pero no tiene el carné de conducir. La única razón por la que yo me lo saqué fue porque me obligó a hacerlo mi padre, que, al día siguiente del examen final de bachiller, agitó delante de mí el libro de test de la autoescuela y me intimó:
—Tienes dos meses para hacerlo.
En momentos como estos me arrepiento de haber renunciado a las famosas vacaciones en Ibiza con mis compañeros del instituto. Gracias, papá. Ese sofocante verano me saqué el carné, pero la verdad es que no me ha servido de mucho hasta ahora, pienso mientras me acomodo en el asiento posterior del Mercedes SLK.
—Hola, querida. ¡Me alegro mucho de verte! —dice Flavia con voz cantarina haciéndome sitio; su voz es propensa a los ultrasonidos. Ha dejado el asiento de delante a Filippo, que está charlando animadamente con Alessio sobre equipos domóticos y elementos de decoración.
—Hola, Flavia. —Nos besamos en las mejillas. A juzgar por el maquillaje, el peinado y el traje ceñido, debe de acabar de salir de los estudios de Telenorba. Yo, que voy en vaqueros y camiseta, y llevo un par de chanclas de piel en los pies, me siento una mendiga a su lado. Por otra parte, antes de arreglarnos para salir, Filippo me ha dicho que se trataba de una velada «informal».
—Estás estupenda —le digo.
—Gracias. —Sonríe mostrando unos dientes blanquísimos que contrastan con la espesa capa de pintalabios—. Siempre eres muy amable.
—Te vi en el telediario la otra noche. —Efectivamente, zapeando entre un canal y otro vi de repente su imagen de medio cuerpo y busto reluciente; no podía ser más cursi.
—Sin comentarios. —Agita una mano en el aire con expresión de disgusto—. Estaba acostumbrada a los programas de entrevistas y de cotilleo. El telediario es una novedad para mí.
—Pero ¡si lo haces de maravilla! —Soy sincera. Lo poco que he visto me ha hecho cambiar de opinión sobre ella. Se come la pantalla y habla con desenvoltura. Si me apuntaran con una cámara a la cara, me pondría a sudar y me embarullaría a la segunda frase.
—Nunca sé qué cara poner cuando me toca leer las noticias de sucesos. —Cabecea irritada—. Y quizá unos segundos después tengo que anunciar un reportaje sobre la feria gastronómica del cochinillo.
Nos reímos. Al mirar por la ventanilla me doy cuenta de que ya estamos bordeando el lago. Ante mis ojos se abre una inmensa extensión verde que, a la tenue luz de la tarde, tiene un tono azulado.
—Fla, ¿recuerdas la calle? —pregunta Alessio agitado mirándonos por el espejo retrovisor. Tiene las venas del cuello marcadas y una expresión taurina en la cara, quemada por el sol.
—Calle de los Salici, me parece —susurra ella.
—A mí también me parecía que era esa calle. —Desliza los dedos por el navegador—. Pero ¡no la encuentra!
—Espera, ve despacio. —Filippo le indica que frene con un ademán a la vez que consulta el mapa vía satélite del iPhone—. Me parece que hemos llegado. Sigue unos cien metros más. Eso es. Dobla a la derecha.
—¡Ah, sí, es esta! —exclama Alessio golpeando el salpicadero—. Tengo que actualizar esta mierda de navegador. —Da una palmada en el hombro a Filippo—. Gracias, en cualquier caso —masculla y aparca arrimándose a la fila de coches lujosos que han invadido la calle.
***
Alessio toca el telefonillo. Rinaldi en persona sale a recibirnos con sus andares parsimoniosos, vestido con unas bermudas y una camisa de manga corta. Tiene una barriga enorme y las sienes perladas de sudor. Al verlo así me relajo: al menos tengo a alguien delante en la lista de los menos elegantes.
—Bienvenidos —nos saluda con voz estentórea. Los mofletes le dan un aire jovial.
Filippo le entrega la botella que hemos rescatado en nuestra bodega de casa: un Bardolino buenísimo que nos había regalado el tío Bruno hace tiempo.
—¡Fantástico, muchacho! —exclama Rinaldi—. Esto siempre es bienvenido —afirma volviendo a mirar la etiqueta con una sonrisa de satisfacción.
Nos guía por el inmenso jardín adornado con antorchas hasta llegar al pórtico que da al lago, donde están reunidos los demás invitados. Filippo y yo nos miramos con complicidad, felices de estar en este lugar encantado. El césped de la mansión desciende hasta la bahía y casi parece fundirse con el lago. La naturaleza que nos rodea es maravillosa.
Las luces del pueblo brillan en la otra orilla y la luna, que acaba de aparecer en el cielo, traza una estela plateada en el agua iluminando el muelle, donde están amarradas dos barcas. Una pareja de cisnes se acerca silenciosa a la orilla buscando comida. Todo es tan mágico, tan intemporal, que me quedo boquiabierta, igual que me sucede cada vez que veo una obra de arte por primera vez.
Diviso a Giovanni e Isabella en medio de la gente. Me acerco a ellos y los saludo para que Filippo pueda conversar a solas con Rinaldi, que no se ha separado de él desde que hemos llegado. Bajo la luz artificial del jardín, Giovanni parece aún más delgado. Isabella, en cambio, luce tan espléndida como siempre, incluso con unos vaqueros y una camiseta sin mangas. Se ha vestido como yo…, ¡menos mal! Además, se ha traído a Socrate, su adorable cachorro de carlino, que debe de haberle cogido manía a los tobillos de Flavia, a juzgar por la forma en que los está mordisqueando. Veo a lo lejos a Riccardo, el soltero de oro de la burguesía romana, que, en esta ocasión, ha venido acompañado de una Barbie.
Me inclino para acariciar a Socrate; su hocico negro, arrugado y aplastado lo hace irresistible, y él sabe de sobra cómo hacerse adorar. De repente, oigo una voz familiar a lo lejos, detrás de mí. Me vuelvo y la tensión me baja en picado. Leonardo está aquí, ha venido acompañado de un tipo que, supongo, es su socio. Me vuelvo rápidamente hacia el otro lado suplicando al cielo que no me haya visto. ¿Qué narices hace aquí? Creía que era una cena de los socios del estudio, no de los clientes. Me gustaría fingir un repentino malestar —en este momento no me costaría demasiado— y pedir a alguien que me saque de inmediato de aquí, pero me temo que será inútil.
De hecho, al cabo de unos segundos, Leonardo se separa de su amigo y viene a saludarme:
—Buenas noches, Elena.
Es un auténtico maestro de la ficción. Una sonrisita ilumina su cara bronceada. Las arruguitas que me vuelven loca. Tiene los ojos demasiado grandes. Además de unas cejas espesas y de una boca carnosa. Es condenadamente sexy. Odio tener que reconocerlo.
—Buenas noches. —Lo miro torvamente—. ¿Usted también aquí? —Esta vez no me bastaría un vaso, me gustaría tirarle la mesa llena de copas de champán.
—Pues sí. —Se encoge de hombros a la vez que esboza una sonrisa insolente—. Tal y como estaba previsto, volvemos a vernos —me susurra después.
—No porque yo haya querido —replico sibilante. La cólera me sube desde lo más hondo encendiéndome las mejillas y solo la llegada de Filippo me obliga a moderar el tono y a calmar la perversidad que siento.
Filippo saluda a Leonardo con una sonrisa resplandeciente.
—Chef… —dice alzando la barbilla.
—Arquitecto…
—¿Has pasado hoy por las obras? —pregunta Filippo con una punta de orgullo. Sé que es inevitable que hablen del tema, pero la fábrica del Aniene se está convirtiendo en una pesadilla para mí.
—Sí, todo me parece perfecto —lo halaga Leonardo—. ¿Tenéis hambre? —pregunta luego cambiando de tema. Puede que haya notado que he puesto los ojos en blanco—. Rinaldi me ha encadenado ya a la barbacoa. Hay una lubinas fabulosas —anuncia complacido, a la vez que un poco resignado.
—¡No veo la hora de probarlas! —exclama Filippo. Para él todo es normal.
—Bueno. En ese caso os dejo. —Leonardo se da media vuelta y mira la chimenea de toba donde Riccardo trajina ya torpemente con el fuego—. Voy a socorrerlo —dice guiñándonos un ojo.
Lo miramos mientras se aleja. Lleva unos vaqueros desteñidos que le marcan perfectamente el trasero. O, al menos, eso es lo que veo yo. Filippo se vuelve hacia mí y me apresuro a desviar los ojos de Leonardo.
Mientras tanto, el grupo se dispersa por el jardín: unos se acomodan bajo el templete, otros en las tumbonas blancas que hay desperdigadas aquí y allá. Leonardo agita sus brazos ardientes y, como un pintor, da pinceladas en la parrilla con unas ramitas de romero empapadas de aceite. Se ha desabrochado varios botones de la camisa y se ha arremangado. Al lado del fuego la temperatura debe de ser infernal, de manera que sudará bastante, por eso ha sacado la consabida banda blanca y se la ha atado a la cabeza. Lo observo desde aquí, sentada en una tumbona al lado de Isabella, mientras Socrate coletea como un pillo entre mis piernas.
Lo miro mientras da la vuelta a los langostinos y las sepias con sus manos demasiado seguras, los coloca en las bandejas con elegancia y los condimenta con sus mejunjes de alquimista. Lo que me asombra es que un cuerpo tan viril y robusto como el suyo sea capaz de ejecutar unos gestos tan delicados y precisos.
Es tan condenadamente guapo que me gustaría matarlo. De hecho, lo odio; el problema es que, a mi pesar, a la vez lo deseo con todas mis fuerzas.
—Qué magnífica velada —comenta Isabella—. Nunca había estado aquí. ¡Es un paraíso! Rinaldi es muy afortunado.
—Pues sí. A fuerza de esclavizar a nuestros novios… —Nos sonreímos con complicidad a la vez que Socrate se afila los dientes mordisqueando las patas de plástico de la tumbona.
—¡Eres exasperante! —Isabella lo agarra por el collar y lo regaña—: Eso no se hace. ¡Malo!
Sonrío.
—Tendrá hambre.
—Pues sí.
Le cojo el hocico y le susurro:
—Ve con ese señor y dile que te dé algo de comer, Socrate. —Lo empujo en dirección a Leonardo. «Y muérdele de paso una pierna», pienso confiando en que los perros sepan leer el pensamiento.
—Socrate solo come alimentos para perros —explica Isabella resignada.
—En ese caso nuestro chef no puede hacer nada por él. —Mi voz rebosa sarcasmo.
En efecto, cuando llega al centro del prado Socrate se desvía y se pega de nuevo a los tobillos de Flavia, quien ya empieza a dar claras señales de irritación.
Leonardo ha abandonado la barbacoa y ahora está en el banco de mármol que hay a un lado. Corta las berenjenas para la parrilla hundiendo el cuchillo en el centro con una precisión asesina. A continuación rellena las lubinas con las hierbas aromáticas metiendo con delicadeza los dedos en el corte que las parte por la mitad. Conozco bien esos dedos, sé cómo se mueven en la carne.
Una morena muy delgada con aire roquero, un corte de pelo asimétrico y varios kilos de pulseras en las muñecas se acerca a él, seductora. En apariencia, él la deja hacer. No logro apartar los ojos de ellos, siento que mis entrañas se revuelven como un nido de víboras.
De improviso, Leonardo alza los ojos y me desafía con su mirada arrogante e impúdica. Es una locura intolerable. Me gustaría levantarme de aquí y desaparecer muy lejos, quizá en el fondo de este lago, pero lo único que logro hacer es girarme hacia el otro lado e ignorarlo. Un magma de emociones se enciende en mi corazón a la vez que la cólera se mezcla peligrosamente con el deseo que se arrastra bajo mi piel.
***
En la cena todos los invitados felicitan al «chef» en una sucesión agotadora de alabanzas y comentarios aduladores que se suceden entre un brindis y otro. Hay botellas de vino vacías por todas partes y todos parecen bastante achispados. Incluso Filippo, que jamás pierde el control de sí mismo, tiene los ojos brillantes y una sonrisita dibujada en los labios. Todos han bebido menos yo. A pesar de que tengo motivos más que válidos para hacerlo, esta noche no tengo ninguna gana de emborracharme.
Cuando Riccardo le pide al discjockey —pues sí, también tenemos un discjockey— que ponga Another Brick in the Wall, de Pink Floyd, las mujeres empiezan a bailar y los hombres a moverse tambaleándose en el césped. Todos salen al jardín y en un abrir y cerrar de ojos forman una masa que se mueve al unísono. Rinaldi, completamente colocado, me arrastra a la horda festiva y se lanza a bailar de forma descompuesta, moviéndose con torpeza. Parece un flan que tiembla al ritmo de la música. Lo sigo dando unos cuantos pasos y conteniendo a duras penas la risa. Veo que Leonardo baila con la morena. Cuando nuestras miradas se cruzan siento la necesidad de esconderme tras la mole de Rinaldi y de repetirme —sin demasiada convicción— que, a fin de cuentas, no me muevo tan mal.
El clima es de tal euforia que la Barbie de Riccardo aprovecha para ejecutar una especie de striptease: se levanta sin el menor pudor la camiseta mojada mostrando sus pechos operados, para gran alegría del público masculino.
Flavia la imita de inmediato: es la reina de la silicona de la fiesta y debe dejárselo bien claro a todos. Uno tras otro, los invitados se desprenden de las camisetas y las camisas.
La fiesta ha tomado un rumbo irreversible y no sé cómo saldremos de ella. La música sigue retumbando en los altavoces mientras los cuerpos desnudos se agitan desenfrenados: los pies descalzos en el césped y los brazos tendidos a la luna. Parece un frenético rito pagano de fusión con la naturaleza. De repente, a Riccardo se le ocurre que nos demos un baño en el lago.
—¡Todos desnudos! —grita y, después de haberse desvestido por completo, coge carrerilla desde la playa y se tira al agua. Los demás lo siguen, salvo Rinaldi, que se acurruca boqueando en el balancín en compañía de Socrate. Querría imitarlo, pero Filippo me aferra una mano y, haciendo caso omiso de mis protestas, me coge en brazos y me lleva a la orilla.
—Tienes cinco segundos para quitarte la ropa, si no te tiraré como estás —me amenaza.
Al final me rindo, me quito los vaqueros y la camiseta y me quedo, como todos, en ropa interior. Menos mal que he tenido la genial intuición de combinar las bragas con el sujetador antes de salir. La idea de mostrarme así ante él y Leonardo a la vez me estremece. Filippo me coge de la mano y nos reunimos con los demás, que prosiguen la fiesta en el agua.
Dicen que el lago siempre está en calma. No es cierto. Esta agua no es tranquila ni dulce, es una sucia ola de deseo. Filippo juega a salpicarme, después me rodea la cintura con los brazos, me levanta por detrás y me besa en el cuello. Una sensación de placer recorre mi espalda hasta llegar al nido que hay entre mis piernas. Leonardo está a un metro de nosotros, tan inquietante y peligroso como un tiburón. De nuevo nos miramos por un instante y una corriente subacuática une nuestros cuerpos, sumergidos en el mismo elemento.
Siento que me invade una energía sexual incontrolable. Tengo que salir de inmediato de este lago turbio.
—Voy a salir, necesito secarme. Perdona, pero tengo un poco de frío. —Me libero de los brazos de Filippo e, ignorando la mirada de Leonardo, me acerco a toda prisa a la orilla.
***
Está oscuro. La oscuridad es profunda, y yo me guarezco aliviada en ella. Varios invitados siguen en el agua, otros han vuelto a la playa y están encendiendo una hoguera.
Fuera hace bastante frío. Cojo la ropa que he dejado en la orilla y una toalla del montón que hay en el suelo y me tapo con ella. Camino descalza por el sendero que lleva a la casa siguiendo el rastro de lucecitas amarillas que están encastradas en la piedra lávica. Doy un empujón a la puerta de madera y me refugio en el interior. En la habitación flota una tibieza reconfortante. Justo en el centro, al lado de un sofá vintage de piel, una sofisticada lámpara refleja en las paredes una cálida luz naranja, a la vez que en un rincón una fuente de vapor gotea agua y esparce en el ambiente humo con un agradable aroma a pino.
Dejo la ropa en una silla de diseño —Filippo sabría decirme quién es su autor— y me acerco al espejo que cubre toda la pared. Me quito la ropa interior y me enrollo la toalla a la altura del pecho como si fuera un vestidito corto. Después me examino la cara y veo que el agua ha borrado el maquillaje y que tengo restos de rímel bajo los ojos. Intento limpiarlos con las manos, pero es poco menos que inútil; tengo que resignarme a parecer un oso panda. Me alejo unos pasos del espejo, me inclino hacia abajo para sacudir el pelo y unas gotas caen al suelo de mármol blanco formando un pequeño charco. Después, con un gesto resuelto, echo el pelo hacia atrás. ¡Es indomable! La melena me llega ya justo por debajo de los hombros, un corte indefinido que empieza a no gustarme; la semana que viene iré a la peluquería.
Mientras me arreglo con los dedos los mechones húmedos y rebeldes oigo un ruido sordo a mi espalda. Alguien ha abierto la puerta.
Envolviéndome bien en la toalla, me vuelvo enseguida y siento que la tierra tiembla bajo mis pies. Es Leonardo. Lo miro como si se tratase de una presencia demoniaca. Tiene la mirada turbia, el pelo y la barba empapados, el pecho desnudo y los calzoncillos pegados a la piel.
No logro decir ni una palabra, no puedo abrir la boca, porque tengo miedo de que el corazón me escape por ella.
—Hola, Elena. —Se apoya en la puerta y, alargando una mano por detrás de la espalda, da una vuelta a la llave en la cerradura.
Sacudo la cabeza y retrocedo.
—Vete —le ordeno, perentoria. Quiero que se vaya de verdad, pero no consigo apartar los ojos de él. Es tan sexy que hace que me sienta mal—. Vete o grito —repito haciendo un esfuerzo.
—Hazlo, vamos. —Leonardo se acerca a mí e invade mi espacio con su turbadora presencia.
—¿No te bastó lo que te dije la última vez? —Sostengo su mirada fingiendo calma—. Creía que la idea había quedado clara.
Él sonríe ignorando mis protestas. Me rodea la cintura y me aparta la mano del pecho. Siento que la toalla se afloja ligeramente y suplico que no se abra.
—Ah, en ese caso debo de haberte entendido mal antes… ¿No nos estábamos mirando, Bibi?
Lo odio. Debe desaparecer de mi vida.
—No te miraba a ti, sino a la morena que no te dejaba ni a sol ni a sombra. Me gustaba su corte de pelo. —Sigo escudándome en la ironía, pero su seguridad me aplasta. Sabe que puede hacer conmigo lo que quiera.
—Yo en cambio te miraba a ti. —Me pone las manos en los hombros—. Puede que me equivoque, pero tenía la impresión de que querías decirme algo con los ojos. —Ahora su voz es aterciopelada.
—Tienes razón, quería decirte que te fueras al infierno y que desaparecieras de mi vida y, en concreto, de esta fiesta, dado que yo no puedo hacerlo —me apresuro a contestar.
El contacto de su piel con la mía es insoportable. Me siento poco menos que violada por sus manos expertas y ya familiares. Su roce se expande por mis brazos y reverbera bajo la superficie de mi cuerpo calentándome. Pienso en Filippo, en sus manos delicadas y dulces, pero justo en el momento en que lo visualizo su imagen pierde nitidez y se desvanece. La verdad es que nadie me ha tocado nunca como lo hace Leonardo. Lo miro a los ojos y siento un espantoso escalofrío en la espalda. No comprendo el repentino deseo de calor que recorre mis entrañas, la peligrosa disposición a rendirme. Quizá ya sea demasiado tarde.
—Esto era lo que querías cuando llamaste a Filippo para ofrecerle ese trabajo. Esperabas que se produjeran situaciones de este tipo. —Sonrío, consciente de que estoy cediendo. Alargo instintivamente el cuello hacia la ventana y me siento aliviada al comprobar que los postigos están cerrados—. Pero ha sido una pésima idea, Leonardo.
Me coge la barbilla y captura mis labios con los suyos. Me gustaría separarme de ellos, pero es imposible. No puedo hacer nada para alejarlo. Lo cierto es que no quiero hacer nada que no sea seguir besándolo.
Le acaricio las mejillas con las manos trémulas, deslizando los dedos por su barba húmeda y áspera.
—¿Qué puedo hacer contigo? —le pregunto desfallecida, impotente.
Leonardo cierra los ojos a la vez que mis manos buscan su pelo.
—Lo único que debes hacer es rendirte a lo que deseas —susurra.
De improviso, el mundo que hay fuera de la ventana ha dejado de existir. Ya no oigo las voces de los demás, los gritos, los ruidos de la fiesta, el soplo del viento. Solo lo oigo a él, a Leonardo. Y solo siento arder nuestro deseo, más allá del mal y del bien.
Nuestras lenguas se buscan, consumiéndose la una a la otra; nuestras respiraciones entrecortadas se funden en una sola, líquida y profunda.
Leonardo aparta un borde de la toalla y mete las manos, que pasan rápidamente a mis costados y resbalan hasta aferrarme el culo. Aprietan rapaces, recorren el perfil de mis nalgas y, por fin, sus dedos empiezan a acariciar el periné con sabia delicadeza. Veo en sus ojos una chispa peligrosa. Me acerca a su cuerpo hasta que lo siento: está hinchado de deseo, listo para liberar la prepotente necesidad de sexo que lo atormenta. Con la otra mano sujeta su erección y hunde poco a poco un dedo dentro de mí. Siento que explora en profundidad, y a cada toque mi piel cede abriéndose al paso de su mano experta. Se me escapa un gemido.
—Nos estamos equivocando —murmuro—. No deberíamos continuar —digo, pero no puedo evitar rodearle el cuello con los brazos y buscar uno de sus pezones con la boca. La toalla me resbala por la piel desnudando un pecho.
—Tú me deseas, Elena. Lo siento —susurra tirándola al sofá. Estoy completamente desnuda—. Y yo te deseo —prosigue. Su voz me embriaga y me inunda de calor. Sus ojos me encadenan.
No tengo fuerzas para hablar. Quiero lo mismo que él. Es verdad. El deseo me penetra en círculos, se propaga por todo mi cuerpo.
Leonardo me tumba en el sofá, se baja los calzoncillos y se mete entre mis piernas. Su boca, insaciable, invade la mía. Incontrolables, mis caderas se levantan para pegarse a las suyas. Leonardo está por todas partes, en mi piel y en mi corazón, me abruma hasta dejarme sin respiración, me devora con la lengua y con las manos y mi cuerpo responde envolviéndolo. Lo deseo dentro de mí, así, despiadado y brutal, quiero que me colme con su deseo, que se hunda en mi interior.
Cuando está a punto de suceder una voz procedente de fuera nos detiene.
—¿Estás aquí, Bibi? —Es Filippo. Está llamando con los nudillos a la puerta. Una descarga de adrenalina y de terror me paraliza.
—Sí —contesto tratando de dominar mi voz temblorosa—, me estoy vistiendo.
Leonardo sigue inmóvil encima de mí, casi dentro de mí, y nuestras respiraciones se rozan. Presa del pánico, lo aparto de un empujón. Movida por un reflejo condicionado cojo la toalla y me tapo.
—Van a servir el postre —prosigue Filippo—. ¿Vienes?
—Voy enseguida, amor. Un instante. —Esta vez la voz me sale chillona y nerviosa.
Mi cabeza da vueltas y el sentimiento de culpa me causa una sensación aguda de vértigo que contrasta con el deseo insatisfecho. Me pongo las bragas y el sujetador a toda prisa. Luego las demás prendas.
Mientras tanto, Leonardo se ha echado en el sofá y no parece nada turbado. Cruza los brazos bajo la nuca y arquea una ceja.
—Bibi —susurra con tono irreverente.
Me gustaría abofetearlo, pero también comérmelo a besos.
Me arreglo el pelo delante del espejo y, al hacerlo, noto que me está observando. Me vuelvo para decirle algo, pero me detengo de golpe. Siento una única e innegable certeza: aún lo deseo. Si Filippo no estuviese fuera, lo abrazaría con fuerza, lo lamería para sentir su sabor antes de recomenzar desde el punto en que hemos tenido que interrumpirnos y satisfacer este maldito deseo.
—No te muevas de ahí —le ordeno, en cambio, dirigiéndome a la puerta.
Él se arrellana en el sofá y alza los brazos en señal de rendición. Una expresión tranquilizadora se dibuja en su cara, como si me estuviese diciendo: «Ve tranquila».
Abro la puerta y la cierro enseguida a mi espalda. Veo a Filippo sentado con los brazos cruzados en el muro bajo del sendero. Está jugando a hacer desaparecer y aparecer la luz del led que asoma por el adoquinado.
—Eh… —Se pone de pie y se acerca a mí—. Cuánto has tardado. ¡Estaba preocupado! Me coge la cintura con sus manos delicadas. Después de lo que acaba de suceder es desgarrador tener que acostumbrarse de nuevo a ese contacto.
—Ya sabes cómo soy. —Miro al suelo. Mentirle mirándolo a los ojos sería demasiado—. Tardo mucho en cambiarme.
Me siento mal, porque él es el hombre que quiero. Me gustaría arrojar un meteorito sobre el recuerdo de lo que ha sucedido hace cinco minutos. Pese a que aún siento su huella en la piel y alrededor del corazón.
***
Abrazados, Filippo y yo regresamos a la playa y nos sentamos alrededor de la hoguera con los demás. Están comiendo el pastel de amaretto que ha preparado Leonardo. Una de sus creaciones. Algo me rasca la garganta y la sensación se acentúa cuando, al cabo de unos minutos, «el chef» se une al grupo silbando, como si acabase de salir de un relajante masaje. Ha esperado un poco antes de abandonar la habitación. La joven con el corte de pelo extraño se acerca a él contoneándose.
—Este dulce es fenomenal —lo felicita Flavia—. Quiero la receta.
—Lo siento, pero es un secreto y los secretos no se revelan —contesta él mirando en dirección a mí.
Me apoyo en el respaldo de la tumbona, exhausta, completamente desfallecida. Siento que la humedad del lago me cala hasta los huesos y que mis músculos se rinden. Quiero marcharme de aquí cuanto antes.
Como si me hubiese leído el pensamiento, Alessio se pone de pie y, desentumeciéndose, dice:
—¿Qué hacemos? Son casi las cinco. Es hora de marcharnos, ¿no os parece?
—Por supuesto, ¡vámonos! —Me levanto haciendo acopio de mis últimas energías. La luna se ha puesto y un nuevo amanecer me espera al otro lado del horizonte.
Llegamos a una Roma iluminada por los primeros rayos de sol. Me gustaría apagar esta luz, acallar a los pájaros y recuperar la noche. El silencio. No estoy preparada para un nuevo día. Lo único que deseo es dormir, ahora.