A la vuelta del fin de semana en la Toscana todo parece más dulce que antes: el amor, el trabajo, las pequeñas cosas.
Mi relación con Filippo se refuerza día a día. Desde que le dije que quiero volver con él a Venecia vivimos en perfecta armonía, esperando confiados el futuro que hemos decidido compartir.
También el regreso a San Luigi dei Francesi ha sido mucho menos traumático de lo previsto. Será que los tres días de vacaciones han contribuido a calmar mis ánimos y a darme nueva energía, será que empieza el verano (¡adoro esta estación!), el caso es que trabajo bien, como no me sucedía hacía tiempo, y logro concentrarme en cuerpo y alma en lo que hago. Me siento viva y centrada, incluso Paola lo ha notado y me ha felicitado por la manera en que he resuelto la zona más difícil del fresco, que estaba completamente contaminada por el moho. Y no es tan fácil que ella manifieste su estima por alguien.
Me he tomado un cuarto de hora de pausa y estoy esperando a Martino. Reapareció ayer, después de no haber dado señales de vida en varios días, de forma que le propuse que nos tomáramos un café en la plaza Sant’Eustachio, donde, entre una charla y otra, había nacido nuestra amistad, si es que se la puede llamar así. Pese a que no estoy muy segura de lo que quiere de mí, he comprendido que lo aprecio y lamento de verdad que se haya alejado, sobre todo después de haberme visto con Leonardo fuera de la iglesia. Es la única persona con la que puedo hablar de arte sin sentir que mi interlocutor me considera aburrida o me juzga. Martino es una persona brillante y creativa que, con todo, nunca resulta engreída. Tal vez porque aún es joven o porque es un poco introvertido, tiende a no tomarse demasiado en serio y eso contribuye a que conversar con él resulte especialmente divertido.
Son las once de la mañana y ya hace mucho calor. Roma está resplandeciente, el aire trae consigo un aroma a mar que —estoy convencida— no es mero fruto de mi imaginación. En un mundo así parece imposible no ser feliz.
Aquí está Martino. Ha aparecido por el callejón que hay a un lado de la plaza con su inconfundible andar flexible y un poco torpe, vestido con unos vaqueros, una camiseta blanca y las inevitables All Star de cuadritos. Lleva en la mano una enorme carpeta de plástico de las que usan los artistas o los estudiantes para guardar los folios particularmente grandes. Noto que tiene el mechón rebelde cada vez más largo.
—¿Cómo estás? —lo saludo dándole dos besos en las mejillas.
—Bien… ¿Y tú? —Lo dice sin aguardar la respuesta, mirándome casi con una punta de melancolía. A continuación se sienta en la silla que hay a mi lado y apoya la carpeta en una pata de la mesa—. En realidad tengo mil cosas que hacer. Me han añadido otros dos cursos de dibujo en la Academia —me explica con aire atormentado.
—Ah, por eso no has vuelto a venir por aquí… —digo mostrando cierto disgusto.
—Bueno, la verdad es que he terminado con el ciclo de san Mateo. ¡Se acabaron las moneditas! —Sonríe aliviado—. Ahora me he concentrado en otra obra de Caravaggio.
Interrumpimos un momento la conversación para pedir dos cafés al camarero de siempre, que ya parece reconocernos. Luego vuelvo a mirarlo con interés.
—¿Cuál estás estudiando? —Siento una gran curiosidad. Oírlo hablar de sus libros y sus exámenes me hace revivir un sinfín de momentos felices, como cuando, en la época de la universidad, iba de un museo a otro buscando inspiración.
—La Virgen de los palafreneros, que está en la Galería Borghese.
—Pero ¡ese cuadro es precioso! —comento entusiasmada—. Sé cuál es, pero aún no he tenido ocasión de verlo.
—¿No? No me lo puedo creer… —Abre desmesuradamente los ojos. Abre también la boca, pero la cierra enseguida, como si quisiera decirme algo y no se atreviese.
Quizá lo haya entendido, de manera que salgo en su ayuda:
—Pues sí, y debería remediarlo cuanto antes, ¿no crees?
—Bueno, podrías venir conmigo un día —se apresura a decir. Así me gusta, que dé una patada a la timidez y deje que las palabras salgan libremente por su boca.
—De acuerdo, pero a condición de que me hagas una exégesis digna del mejor crítico.
—Vale, lo intentaré…, pero ¡no esperes oír a Philippe Daverio! —Sonríe acariciándose el piercing que tiene en una ceja.
—Claro que sí. Y te quiero ver también con una chaqueta de cuadros y una pajarita… —Soltamos al unísono una carcajada, cómplice y sincera.
***
Después de despedirnos, y antes de regresar a la iglesia, recibo un SMS de Leonardo.
¿Dónde estás? ¿Por qué no respondes?
En la pantalla veo tres llamadas perdidas. No las he oído, porque puse el móvil en silencio y luego me olvidé de reactivar el timbre.
Leonardo ha vuelto a empezar a buscarme llamándome y mandándome mensajes incesantemente, pero yo no le he contestado. Me he prometido una vez más evitarlo para siempre y me estoy manteniendo fiel a mis propósitos. Pero he de confesar que en cada ocasión mi estabilidad emocional se ve sometida a una dura prueba, de manera que ya no estoy tan segura de que ignorarlo sea la estrategia más adecuada. Hace falta algo más definitivo, algo que ponga punto final a este tormento.
No tiene ningún sentido que sigamos viéndonos. He decidido estar con Filippo, en serio. No me busques más, por favor.
Sencillo, inmediato, claro. Quizá baste para reducir a Leonardo al silencio. Sin embargo, no estoy tan segura de que baste para acallar mi corazón.
***
Han pasado varios días de calma total. Leonardo no me ha vuelto a llamar, pero yo sigo estando alerta; he ganado una batalla, pero tengo la impresión de que no he ganado la guerra. Por lo visto ha sido suficiente que le dijera basta de forma rotunda para que se desalentase y se calmase del todo. Quién me lo iba a decir: un solo cubo de agua ha bastado para apagar un fuego como Leonardo. Un incendio que ha dejado de arder en todos los rincones de mi vida. No volveré a verlo ni a hablar con él, y el destino absurdo y desdeñoso que un día cruzó nuestros caminos no interferirá de nuevo en mis elecciones, por descontado. Después, estoy segura de que el tiempo jugará su papel. Adiós, Leonardo; no tardarás en ser un simple recuerdo…
Es casi la una y aún tengo el olor de las pinturas al temple y de los disolventes en la nariz. Necesito dar un paseo para respirar un poco de aire fresco y acostumbrar de nuevo los ojos a la luz natural. A pesar de que hoy en el cielo de Roma hay un sol pálido, medio oculto tras una nube amenazadora, y de que no tengo paraguas, prefiero pensar que no lo necesitaré.
Estoy yendo al estudio de Filippo para recogerlo y comer con él. Como no podía ser menos, me he cambiado para la ocasión: he sustituido el uniforme de trabajo por un vestidito blanco sin mangas y con encajes. Ahora que estoy morena siento que puedo ser un poco más atrevida. Los zapatos, en todo caso, son planos (¡perdóname, Gaia!): la sandalia romana es la moda de este verano y yo me he sometido a ella de buena gana.
El estudio de la calle Giulia me recibe con sus paredes de colores y el olor típico de las impresoras láser. Huele a creatividad y el aroma es bueno. En cierto sentido casi parece un centro de la NASA, con todos los ordenadores con pantallas gigantes de plasma que cuelgan de la pared, los Mac enormes, los escáneres, los pantógrafos y los demás objetos hipertecnológicos cuyas funciones ignoro. El caos artístico domina en todas partes: en los estantes de las librerías, en el pavimento de motivos geométricos. Dos relojes colgados simétricamente en la pared del fondo marcan la diferencia horaria entre Roma y Nueva York. Cada vez que meto el pie aquí me siento avasallada por una carga de energía positiva.
—Hola, Elena. —Es la voz de Alessio. Se levanta de su escritorio y sale a mi encuentro exhibiendo un moreno tropical y un nuevo tatuaje en el brazo izquierdo—. ¿Qué tal? —me pregunta con una sonrisa que parece salida de la publicidad de un club de vacaciones.
—Todo bien, gracias —respondo apresuradamente—. ¿Filippo?
—Está ahí con un cliente. —Me señala con la cabeza la puerta cerrada de la sala de reuniones—. Pero entra si quieres. Creo que han terminado.
—De acuerdo. ¡Gracias!
—¡Ah, me olvidaba! —Me detiene como si acabara de acordarse de algo importante—. Flavia te agradece mucho las cremas que le trajiste de la Toscana.
¡Dios mío, aún!
—Ya sabes que lo hice con mucho gusto —digo con una sonrisa de circunstancias.
Desde el día de mi cumpleaños esas cremas se han convertido en una pesadilla. Cuando Flavia se enteró de que íbamos a la Toscana empezó a acribillarme a SMS y a llamadas telefónicas para convencerme de que fuera al famosísimo —según ella— centro herborista que estaba a escasos kilómetros de nuestro hotel. Y todo porque quería que le consiguiese unos preparados fitocosméticos antiarrugas imposibles de encontrar, rigurosamente bio y de un precio, como mínimo, prohibitivo. Una misión que solo llevé a cabo por amor a Filippo y por la amistad que lo une con Alessio. Pero por culpa de esa actividad fuera de programa estuvimos a punto de perder el tren de regreso.
—Flavia está obsesionada con esas cosas —prosigue Alessio cabeceando con resignación.
Le sonrío en actitud solidaria.
—¿Sabes que le han dado la edición vespertina del telediario?
Me la imagino ya con su melena rubio platino y la boca hinchada de silicona haciendo la crónica en Telenorba.
—¡Es una noticia estupenda! Puedes estar seguro de que la veré —me apresuro a decir. A continuación me escabullo, antes de que Alessio empiece a contarme de nuevo la interesantísima carrera televisiva de su mujer.
Llamo a la puerta corredera de la sala de reuniones y la abro. Veo al fondo a Filippo, de pie, sonriendo con una cara radiante. Pero en la habitación hay otra silueta que mis ojos tardan un poco en enfocar: una amplia espalda cubierta por una chaqueta de lino gris. ¡Esa espalda! El pelo ondulado, los hombros anchos, los músculos de los brazos tensos. No estoy soñando. No estoy loca. Es cierto. Conozco bien ese cuerpo, pero no consigo ubicarlo en esta habitación. Mi mente se bloquea. ¿Qué demonios hace aquí Leonardo?
—Disculpad…, creía que estabas solo. —No sé cómo logro respetar las reglas de urbanidad después de una impresión así, pero en este momento son la única certeza a la que puedo aferrarme.
—Pasa, Bibi, casi hemos acabado. —Filippo me hace un ademán para que entre. No puedo echarme atrás y doy unos cuantos pasos vacilante, como si estuviera en trance. Primero lo veo de lado, después de cara, y tengo la clara impresión de que el suelo tiembla bajo mis pies. Trato de contener cualquier expresión incontrolada de estupor y, con los ojos clavados en Filippo, emito un débil «hola». La verdad es que me gustaría tirarme por la ventana. Ahora.
—Es mi novia —le explica Filippo con cierta familiaridad a la vez que me pone directamente delante del diablo—. Elena, este es Leonardo Ferrante. —Lo señala con admiración y casi le da una palmada en un hombro—. Es el chef del restaurante donde cenamos el día de tu cumpleaños, ¿te acuerdas?
—Ah —digo como si recordase en ese momento—. ¿El Cenacolo?
—Eso es. Y a partir de hoy es cliente del estudio —concluye Filippo.
Me parece que no lo he entendido.
—Encantada. —Le estrecho la mano, a mal tiempo buena cara. Supongo que la temperatura de mis mejillas debe rayar los cincuenta grados, pero, en compensación, siento escalofríos en la espalda. El teatro nunca ha sido mi fuerte. Sobre todo en este momento en que las instantáneas de nuestros encuentros clandestinos están pasando por mi mente a toda velocidad.
—Encantado. —Leonardo me dedica su mejor sonrisa. Siento que un arrebato de rabia impotente me sube desde las entrañas, pero me esfuerzo por contenerlo.
—Leonardo y su socio han tenido una idea magnífica —me cuenta Filippo—. Quieren recuperar una antigua fábrica que está a orillas del Aniene para abrir un restaurante.
—¿El estudio se encargará de la reforma? —pregunto como una boba. Sé que parezco idiota, pero mi cerebro se niega a aceptarlo: mi amante acaba de contratar a mi novio para que proyecte un restaurante en uno de los sitios en que hemos hecho el amor.
Leonardo asiente con la cabeza; me mira complacido y con aire seguro. Domina perfectamente la situación. Es más, le divierte.
—Hemos ido a ver el local hace un rato —continúa Filippo. Busca la mirada de Leonardo—. Es un lugar precioso.
—Yo me he encariñado ya con él —comenta Leonardo mirándome furtivamente— y no veo la hora de ponerlo en marcha.
—Haremos todo en un tiempo récord. Ya te lo he dicho: nuestro personal está más que probado —asegura Filippo—. En todo caso, seguiré las obras personalmente —concluye con solemnidad doblando en cuatro un mapa catastral y volviéndolo a meter en el fichero que hay sobre la mesa.
Me gustaría lanzar un grito desesperado, pero debo mantener las apariencias y sonreír. Sufro como si me estuvieran tatuando la A de «adúltera» en el pecho.
El tatuaje. Pienso en el de Leonardo. En las ocasiones en que he podido verlo. Debo borrar esa imagen de mi mente lo antes posible.
Leonardo echa un vistazo al reloj.
—Está bien. Se ha hecho tarde. Os dejo ir a comer. —Estrecha la mano a Filippo—. Nosotros nos vemos dentro de unos días. —Acto seguido se vuelve hacia mí y también me da la mano—. Ha sido un placer, Elena. —Me mira directamente a los ojos y añade a modo de amenaza—: Espero volver a verte.
Me limito a asentir con la cabeza sin pronunciar palabra.
En cuanto Leonardo abandona la sala, Filippo me estruja en un vigoroso abrazo y me da un beso en la boca.
—¿Dónde quieres ir a comer? ¿Te apetece un filete de bacalao o algo más exótico? —pregunta con más pasión de la habitual.
—Donde quieras. —No logro decir nada más. En este momento la última de mis preocupaciones es decidir dónde comer.
—¿Has visto qué proyecto tan interesante? Es un reto estupendo. —Sonríe satisfecho mientras apaga el ordenador.
—Sí, parece una idea bonita. —Intento ser convincente, pero mis dotes de actriz están a punto de abandonarme.
Por suerte Filippo no parece darse cuenta y, cogiéndome del brazo, dice:
—¿Sabes qué?
—¿Qué?
—Vamos al restaurante ligur, me estoy muriendo de hambre.
Yo en absoluto. Se me ha cerrado el estómago, pero me esfuerzo por mostrar aplomo y digo:
—De acuerdo.
—Y deprisa, también…
Caminamos hasta el callejón del Oro, donde se encuentra uno de los restaurantes que frecuentamos. Propone unas magníficas especialidades ligures y unos dulces caseros deliciosos. Dentro, la cola es mucho más larga de lo que cabía esperar, pero milagrosamente logramos encontrar una mesa para dos que da al ventanal. Nos sirven casi enseguida, para gran alegría de Filippo, quien, a juzgar por la manera en que devora el plato de caciucco, da la impresión de que lleva ayunando una semana. A mí, en cambio, enfrentarme al plato de trofie con pesto me parece una empresa sobrehumana. Me paso la comida esbozando sonrisas plastificadas, fingiendo que escucho con suma atención los vehementes discursos de Filippo. En realidad tengo la cabeza en otra parte y mientras observo a mi novio desde el otro lado de la mesa no puedo por menos que pensar en Leonardo. ¿Cómo ha podido hacer algo tan taimado? Y, sobre todo, ¿por qué? No entiendo adónde quiere ir a parar. A buen seguro ha planeado uno de sus juegos perversos en los que soy un simple peón sin escapatoria. Pero esta vez ha ido demasiado lejos, no se la dejaré pasar así como así.
Cuando salimos del restaurante nos enfrentamos a una tarde oscura e intemporal. Unas nubes plomizas y bajas anuncian el inminente chaparrón. Pese a que no tenemos paraguas, en este momento eso me parece irrelevante. Casi me alegraría de empaparme. Quizá serviría para borrar los pensamientos que me bombardean en este momento la cabeza.
—¿Vuelves sola a San Luigi? —pregunta Filippo caminando delante de mí hasta la esquina.
—Sí, no te preocupes.
—¿Seguro que no debo acompañarte? —Percibo una punta de sarcasmo en su voz. Sé en qué está pensando. Mi habilidad para perderme en Roma lo divierte y le preocupa a la vez.
—Seguro —respondo sonriente—. He aprendido ya el camino.
—No creo que llueva —dice mirando el cielo—. Pero quizá sea mejor que corras un poco.
—Está bien, maestro.
—Entonces, ¡hasta esta noche, Bibi! —Se despide dándome un dulce beso en los labios.
—Hasta esta noche.
***
Apretando el paso, dejo atrás una manzana en dirección a San Luigi, pero cuando me parece que Filippo ya no me puede ver me desvío un poco y cruzo el Tíber por el puente Mazzini. Tengo que ir a un sitio, no puedo posponerlo. Y no corro el menor riesgo de perderme, ya que mi destino es la casa de Leonardo.
Mientras camino deprisa por el Lungotevere, obedeciendo a un reflejo condicionado abro la bolsa y examino el estado del maquillaje en el espejito de la polvera. El rímel se me ha corrido, pero ahora es irrelevante, así que resisto la tentación de retocarme y peinarme un poco. No me dispongo a hacer una visita de cortesía.
Con la rabia devorándome el estómago, vuelvo a meter el espejito en el bolso y saco el móvil. Veo que Paola me ha escrito a las catorce horas y once minutos, esto es, hace cinco minutos:
¿Dónde estás?
Le escribo que he tenido un pequeño contratiempo y que tardaré una media hora en volver al trabajo. Supongo que no se alegrará de leer mi respuesta, pero ya pensaré luego en la manera de hacerme perdonar.
Entretanto veo ya las ventanas de la casa de Leonardo. No sabría decir si la última vez que estuve aquí, cuando volvimos de pasar la mañana en la playa, fue ayer o hace mil años. Recuerdo las emociones de ese día soleado, en el que sentí que un deseo desgarrado y el placer me ahogaban, y me pregunto cómo puedo haber llegado tan lejos.
Confío en que Leonardo esté en casa. Dada la hora, podría haber ido a trabajar o haber salido a hacer algún recado. No obstante, cuando llego al edificio diviso su silueta en la terraza. Está descalzo, viste unos vaqueros y una camisa blanca desabrochada —se ha cambiado, antes era roja— y mira el cielo guiñando los ojos; puede que para cerciorarse de si lloverá o no. Me detengo un instante a mirarlo disfrutando por una vez de esta ventaja sobre él: cuando nos observan sin que nos demos cuenta, todos parecemos más humanos e indefensos; Leonardo también. Ahí está, es un hombre del montón; no hay ningún motivo para temerlo. A diferencia de antes, no tengo el corazón en la garganta ni me siento subyugada. Me preparo para enfrentarme a él con absoluta calma y determinación.
De repente, casi como si hubiese advertido que lo estoy mirando, Leonardo se vuelve y me ve. No parece mínimamente sorprendido; de hecho, alza un brazo y sonríe, como si estuviese esperando mi visita.
Sostengo su mirada sin devolverle el saludo, me acerco al portal y antes de que pueda llamar al telefonillo oigo cómo se abre la cerradura. Si supiese cuánto veneno tengo que escupirle encima no me recibiría con tanta diligencia.
Subo la escalera poco a poco, con los nervios firmes y los músculos tensos. Me siento fuerte, soy una guerrera equipada con la mejor armadura. Ya no tengo miedo, sé que cuando llegue el momento adecuado estaré lista para lanzarme al ataque. Sangre fría, Elena.
La puerta del ático está abierta. Me reciben una melodía clásica, dulce, y una voz femenina seductora. Leonardo está en la barra de la cocina con la camisa arremangada. Tiene delante de él una cesta de fruta estival y la está cortando con un cuchillo de cerámica. La hoja se hunde veloz en el vientre jugoso de un melocotón, rozando apenas sus dedos y emitiendo un sonido rítmico en la tabla de cortar.
—Entra. —Me mira fugazmente y me invita con la mano a avanzar—. Cuando he dicho que esperaba volver a verte no pensaba que iba a suceder tan pronto —añade imperturbable sin dejar de cortar fruta.
Doy un par de pasos y cierro la puerta a mi espalda. Un olor familiar me cosquillea en la nariz: es el aroma de Leonardo, que ahora se mezcla con el del melocotón. Miro alrededor y en un instante me veo arrastrada por un alud de recuerdos, de momentos que entonces parecían hermosos y que ahora tienen un sabor amargo. Tengo una sobrecarga de emociones, pero no permito que me desvíen de mi propósito. Una fuerza brutal se está abriendo paso en mi interior.
—Simpático tu novio.
—Oye, ahórrate las gilipolleces —lo interrumpo con una mueca de irritación cruzando los brazos—. Creía que había sido muy clara en el último mensaje que te mandé. —Mi voz es fría y cortante, como la hoja de su cuchillo.
—De hecho, fuiste sumamente clara. —Se acaricia la barba—. Categórica, diría.
—Pero, por lo visto, a ti te da igual, ¿verdad? —Dejo caer el bolso al suelo y me acerco a la barra. Me planto delante de él buscando su mirada—. ¿Qué pretendes hacer? ¿Qué esperas obtener con esta estratagema? —Levanto de inmediato una mano para impedir que hable—. Espera, no me lo digas. Ya sé tu respuesta: «Solo quiero divertirme un poco». ¿Es eso?
—Socorro…, pero ¿qué he hecho? ¿Tan mal me he portado? Nunca te he visto tan enfadada. —Alza los ojos de la tabla y me observa como si fuese una especie rara en vías de extinción. Eso me enfurece aún más.
—¡Claro que estoy enfadada! —Inspiro hondo y abro ligeramente las piernas para mantener el equilibrio, clavo los pies en el suelo—. Y no me cuentes que es una casualidad, que ha sido el destino el que te ha llevado a ese estudio.
—De hecho, no ha sido el destino —explica él impasible mientras golpea la fruta con un poco de hielo dentro de dos vasos. Su voz no manifiesta la menor alteración—. Me he dirigido a uno de los mejores estudios de arquitectura de Roma, eso es todo. No me parece que el hecho de que Filippo trabaje en él sea tan grave. —Pronuncia su nombre arrastrando un poco la voz. Entretanto vierte una serie de líquidos no identificados en los vasos y los mezcla enérgicamente.
—Leonardo… —Casi nunca pronuncio su nombre completo. Estoy furibunda, pero me domino—. Deja de tomarme el pelo. —Doy varios puñetazos a la encimera—. Este es un asunto entre tú y yo. La locura es nuestra. ¿Qué necesidad había de meter a Filippo por medio?
—Relájate, Elena. Si piensas que le voy a contar lo nuestro, te equivocas de medio a medio, te lo aseguro —me dice acercándose a mí con los dos cócteles y mirándome con franqueza.
Tiene la malsana capacidad de lograr que me sienta una mierda; da la impresión de que me he inventado una historia sin sentido y que lo estoy acusando injustamente. Me levanta una mano, guiándola como si fuese una niña, y me obliga a coger el cóctel.
—Bebe —me invita haciendo chocar su vaso contra el mío.
Me siento frustrada al verlo tan descaradamente seguro de sí mismo. Sigue escabulléndose, impidiéndome que profundice en el tema. Mi cólera alcanza un nivel peligroso.
—Basta, Leonardo. Respóndeme —le exijo con la expresión más hosca de la que soy capaz a la vez que dejo el vaso en el banco de la cocina—. Explícame por qué has ido a ver a Filippo.
Mi agresividad no parece impresionarle mucho. Bebe un sorbo de su cóctel y lo saborea satisfecho. A continuación se vuelve hacia mí.
—Contéstame tú a una pregunta. —Guiña los ojos como si pretendiese llegar a lo más hondo. Las arrugas que se le forman al gesticular le confieren un extraño aire inquisitivo—. ¿Por qué has venido?
No me esperaba este repentino cambio de papeles, pero le respondo de manera impulsiva:
—Para decirte que nos dejes en paz a mí y a mi novio.
Cabecea y bebe otro sorbo.
—El motivo no es ese, lo sabes de sobra.
Ahora está casi pegado a mí, su camisa blanca ocupa todo mi campo visual y su aroma es tan fuerte que casi resulta insoportable. Su respiración desciende hasta rozar mi oreja.
—Que quede claro: me alegro de que hayas venido. —Me da un beso fugaz en el cuello.
Retrocedo de un salto y antes de que pueda impedírmelo le tiro la bebida a la cara y lanzo el vaso al suelo. Por un momento el tiempo se paraliza. Mis ojos graban los trozos de cristal y la pulpa de la fruta en el suelo, y también a Leonardo, con la barba y el vello del pecho salpicados de gotas del cóctel. Nunca había hecho algo similar. Siento que una carga de adrenalina fluye por mis venas.
Leonardo deja su vaso y se pasa lentamente una mano por la cara. Su actitud impasible ante todo me saca de quicio. Me abalanzo sobre él y empiezo a tirar de su camisa y a darle puñetazos en el pecho.
—Debes salir de mi vida, ¿comprendes? Debes dejarme en paz, debes dejar de arruinarme la vida… Porque yo lo he decidido y tú, ahora, harás lo que te pido. —Debería ser una amenaza y, en cambio, suena a súplica desesperada.
Me deja desahogarme un poco sin reaccionar. A continuación, con un movimiento rápido me aferra las muñecas y me obliga a volverme. Me aprisiona entre sus brazos aplastando mi espalda contra su pecho y me tapa la boca con una mano. Intento escabullirme como una anguila, pero es más fuerte que yo y no me puedo liberar.
—Calla. Basta, Elena. Escucha.
Es inútil, no me queda más remedio que rendirme. Jadeo, el corazón me late enloquecido.
— Yo te diré el motivo por el que has venido —me explica sosegadamente apoyando la cara en mi pelo. Libera una mano y la desliza por mi costado, a la vez que con la otra me sigue sujetando las muñecas. Llega al borde del vestido y lo levanta, resbala por mi muslo, que se estremece—. Aunque te niegues a reconocerlo, es evidente que no consigues estar lejos de mí. —Su voz es baja y profunda, su aliento huele a alcohol y a fruta.
Mi cabeza da vueltas al sentir ese roce familiar. Los músculos de mi bajo vientre se contraen en un coágulo de deseo mientras Leonardo me acaricia lentamente entre las piernas. Después, sus dedos se insinúan bajo mis bragas buscando mi carne, ya húmeda.
—Por esto has venido, Elena. Tu cuerpo no miente —dice moviéndose con impunidad entre mis labios.
Es inaceptable. Una oleada de placer me sube al cerebro y choca contra mi sentido común y mi fuerza de voluntad. Es difícil resistir a sus manos. Calientes, expertas. En un instante cedo de nuevo a la tentación. Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no abandonarme por completo y recuperar la poca dignidad que me queda. Valiéndome de la energía que aún me resta, me libero de su abrazo y le aparto las manos. Hago ademán de darle una bofetada en la cara, pero él es más rápido que yo y me lo impide aferrándome la muñeca.
—Dime que no es cierto —me desafía, con sus ojos oscuros e impunes acercándose otra vez a mí peligrosamente.
No es cierto. O puede que sí. En cualquier caso, no tiene importancia. Lo que cuenta es que no tiene derecho a hacerme esto.
Recopilo en mi interior los pensamientos más negativos, el rencor, la decepción y la rabia que este hombre me ha provocado y, al final, lo consigo.
—Que te den por culo, Leonardo —le suelto a la cara a la vez que me libero con un empujón.
Doy un paso hacia atrás y lo miro a los ojos, dolorida pero resuelta y, de alguna forma, libre. Balanceo los brazos en los costados repitiendo en mi fuero interno las últimas palabras que han salido por mi boca. «Que te den por culo». Basta, ahora elijo yo. No me importa seguir sintiendo algo por él, ya sea nostalgia, atracción o un deseo desgarrador.
Ya no me importa nada.
Tengo que pensar intensamente en Filippo, solo eso. Tengo que decidir si lo quiero de verdad, y la respuesta es sí, hace mucho tiempo que estoy segura. Porque el amor no puede ser esta lucha agotadora, esta descarga vertiginosa, este puñetazo en el estómago. El amor es una elección que consiste en esforzarse día a día con alguien para lograr un objetivo común. Y yo he elegido el amor porque me hace sentirme bien, porque es lo que necesito.
—Se ha acabado. Para siempre —digo con solemnidad. A continuación me doy media vuelta y me marcho.
No me siento vencedora, en absoluto, pero sé que estoy haciendo lo justo. La distancia que me separa de la puerta me parece enorme; la recorro suplicando que él se quede donde está y no intente detenerme. Tengo la certeza de que lo he logrado cuando salgo al rellano y bajo la escalera. Ahora lo hago a toda prisa. Leonardo se ha quedado en su sitio y me siento aliviada, más ligera, pese a que tengo un nudo en la garganta y estoy a punto de echarme a llorar.
Apenas salgo a la calle, veo que se acerca un taxi. Es una señal: tengo que marcharme de aquí lo antes posible. Paso entre dos coches aparcados y me paro en el borde de la calzada braceando. Quizá Leonardo me esté mirando desde la terraza. Aun en el caso de que sea así, no debo levantar la cabeza. Es un acto de valor, una cuestión de respeto por mí misma.
Milagrosamente, el taxi se para. Abro la puerta y desaparezco en el asiento posterior. Sonrío al taxista para darme ánimos, pero, de repente, mi vista se empaña y tengo que contener las lágrimas parpadeando y tragando saliva.
—A San Luigi dei Francesi —digo con la poca voz que me resta.
Me acurruco en el asiento y lo hago. El error, el que nunca debería haber cometido: me vuelvo hacia atrás. Leonardo está de nuevo en la terraza y mira hacia abajo. Lo miró a través de la ventanilla mientras las primeras gotas de lluvia resbalan por el cristal reemplazando mis lágrimas.
El coche empieza a moverse en la dirección correcta, la opuesta a mi deseo. Estoy volviendo a mi vida y, si bien me siento vacía, esta vez no volveré atrás. Leonardo es ya un puntito a lo lejos. Muy pronto dejaré de verlo.