Esta noche he decidido esmerarme con la cena. He preparado a Filippo un gâteau de patatas y una pechuga a la plancha, la única combinación que me sale medianamente bien, y él parece haberlo apreciado, a juzgar por la velocidad con la que ha vaciado el plato.
—Exquisito —ha comentado al final lamiéndose los labios, y su veredicto me ha convencido de que tal vez no sea tan mala cocinera como pensaba.
Ahora estamos recogiendo juntos la cocina. Yo lavo los platos y él los seca. Como mañana partimos por fin a pasar el fin de semana en la Toscana, no quiero dejar las cosas en el friegaplatos tres días. Filippo se ha atado a la cintura mi delantal azul con la imagen de Mafalda —por la única razón de que sabe que me hace reír de esa guisa— y está pasando el trapo por los platos y los vasos como si de esa tarea dependiese el destino de la humanidad. ¡A veces resulta tan cómico! Quizá sea ese el aspecto que más me gusta de él.
Leonardo lleva varios días sin aparecer, de nuevo. No ha vuelto a dar señales de vida y yo no le he buscado, ni siquiera cuando la tentación ha sido tan fuerte que me ha dejado sin respiración. Por fin he decidido, tal vez solo con la cabeza, pero lo he hecho: lo nuestro se acabó. Una parte de mí se estaba engañando ya; por suerte, las palabras que me dijo la última vez que nos vimos tuvieron el efecto de un brusco pero sano despertar: «No estamos hechos para estar juntos». He reflexionado mucho y al final no he podido por menos que darle la razón: no quiero un hombre que me llama y me deja como y cuando le parece, que me desea a días alternos, que me desorienta con sus silencios y con sus misterios, que solo me concede las migajas. Leonardo ha sido una aventura excitante, pero ha llegado el momento de volver a la vida real, la que comparto con Filippo.
De manera que, con la conciencia un poco abollada y los fotogramas de mis pecados impresos en la mente, he vuelto al lado de Filippo y me he consagrado a nuestro amor. Quiero pasar con él el mayor tiempo posible, le he pedido que me acompañe al trabajo o a hacer la compra, lo he ido a buscar todos los días al estudio para comer juntos, he programado nuestras cenas atreviéndome a poner en práctica unos experimentos culinarios de dudosos resultados, incluso me he dejado convencer para ir al gimnasio con él. He buscado el contacto físico, tanto de noche, en nuestro dormitorio, como de día, con pequeños gestos, en presencia de gente. Le he dicho que lo quiero, pero nunca como un automatismo, sino concentrándome en el significado profundo del verbo «amar»; mi santo y seña son ahora el compromiso, la participación y la dedicación.
Puedo conseguirlo, estoy segura. Puede que nunca logre borrar del todo el recuerdo de la traición, pero las cosas no tardarán en volver a la normalidad o, cuando menos, al estado en que se encontraban antes de mi cumpleaños. No veo la hora de que sea mañana, de subir al tren que nos llevará a Siena, donde nos sumergiremos en la paz de las colinas toscanas.
Pienso en esto mientras hundo las manos en el agua caliente y llena de espuma. Soy consciente de lo afortunada que soy por estar aquí: he tenido mi pequeña evasión, me he tomado unas breves vacaciones de nuestra relación, pero al final he vuelto a casa. Donde quiero quedarme.
—¿Has hecho ya tus baúles? —me provoca Filippo. Me conoce al dedillo y sabe que no me limito a meter lo esencial en el equipaje.
—Aún no. No he tenido tiempo.
—Vamos a la Toscana, Bibi. No a una tienda en el desierto. —Me mira con aire indulgente, como si fuese capaz de comprender todas mis ansias—. Si luego te falta algo, puedes comprarlo allí.
—Haré un esfuerzo, pero no te aseguro nada. —Cada vez que viajo me prometo reducir a la mitad el peso, pero el mío es un propósito destinado a no realizarse nunca, dado que antes de cerrar la maleta siempre encuentro algo que meter en el último rinconcito vacío, algo que, por descontado, me parece de vital importancia.
—¡Al menos deja los libros!
—De acuerdo, Fil. Los dejaré en casa a condición de que tú hagas lo mismo con el iPad —le propongo.
—Acepto —dice sonriendo. Se acerca a mí por detrás y me pellizca en un costado—. Tendremos cosas mejores que hacer en vez de leer.
Me da un fugaz beso en la nuca y a continuación hunde la nariz y los labios en mi cuello. Doblo la cabeza apoyándola en la suya para gozar de ese contacto dulce y familiar.
—¿Te refieres a las excursiones y a las visitas a los museos? —le tomo el pelo. Cuando se echa a reír siento su aliento cálido en mi piel.
—Podemos hablar de eso, si quieres —me susurra apretándome los pechos.
Sin prisa, quito el tapón de la pila y espero a que baje la espuma. Después me seco las manos y me vuelvo hacia él, resuelta a aclarar la cuestión. Pero en ese instante oigo el débil timbre del móvil en el bolso que he dejado en el sofá. De mala gana, me separo del abrazo de Filippo y corro a la sala para evitar que salte el contestador. No tengo la menor idea de quién me puede estar llamando a esta hora y, dado que ya he hablado con Gaia y con mi madre antes de cenar, dudo que se trate de una de las dos. En realidad, mis sospechas apuntan en otra dirección… Saco el iPhone. Cuando veo ese número en la pantalla el corazón empieza a latirme más deprisa de lo normal y un arroyuelo de sudor frío me recorre la espalda.
Leonardo. ¿Qué querrá ahora? No quiero saberlo y no tengo la menor intención de contestarle.
—¿No respondes? —grita Filippo desde la otra habitación.
Me apresuro a rechazar la llamada.
—No me apetece. Es Paola —explico carraspeando—. Le mando un mensaje.
¡Pobre Paola! Siempre eres la protagonista de mis mentiras adulterinas. Sin saberlo, me estás salvando la vida, y algo me dice que un día sabré agradecértelo.
Tecleo a toda velocidad un SMS lapidario que me sale del corazón.
He tomado una decisión. Si me quieres un poco, no me vuelvas a llamar.
Antes de que pueda arrepentirme de lo que he escrito, pulso envía. Sé que esta vez no hay vuelta atrás. Esta vez se ha terminado de verdad, porque quiero yo.
Me reúno con Filippo en la cocina y, para esconder la cara, que me arde, me pongo a limpiar la encimera de mármol y los hornillos, y a meter los platos en el aparador, como si fuese presa de una repentina furia doméstica.
Filippo se acerca de nuevo a mí y aferra mis manos hipercinéticas.
—Eh… —Me obliga a volverme y me abraza por la cintura—. Tú y yo hemos dejado una conversación a medias, ¿me equivoco?
En lugar de contestar hundo la cabeza en su pecho y me agarro a sus brazos como si no fuera a soltarlo nunca. Filippo me estrecha entre sus brazos y me besa. Quiere hacer el amor, y ahora yo también necesito ser suya.
A las cinco de la tarde del sábado nos encontramos ya en nuestra tarjeta postal, envueltos en la quietud del campo toscano: olivares, viñedos, campos de trigo y extensiones de girasoles que se pierden en el horizonte.
El taxi en que viajamos acaba de cruzar una verja blanca de hierro forjado y, a la velocidad de una persona andando, está recorriendo el estrecho camino flanqueado de cipreses que lleva a nuestro hotel. Estoy emocionada. Todas las moléculas de mi cuerpo exultan de felicidad. Cogida de una mano de Filippo, miro por la ventanilla intentando fotografiar con los ojos todos los rincones de este lugar mágico; después me acerco a su oreja y le doy las gracias con un susurro que sabe a besos y a caricias.
El hotel, una antigua casa de campo restaurada, es impresionante, empezando por las rosas que enmarcan la entrada y por las ánforas llenas de geranios rojos que hay bajo el pórtico.
Después de pagar al taxista entramos en el vestíbulo. Filippo lleva al hombro su bolsa deportiva y con dos dedos arrastra mi maleta de ruedas, que pesa lo suyo y está llena a reventar. Como era de esperar, también esta vez he logrado convertirla en un vagón de mercancías.
El interior del hotel es muy acogedor. Ha conservado el encanto sencillo y nítido de los palacios cargados de historia sin perder de vista la sofisticación: el pavimento de terracota florentina cubierta de alfombras hechas a mano, las lámparas y los muebles de época, los grabados de autor colgados a las paredes, una colección de libros antiguos expuestos en la librería de madera preciosa. Y ramos de flores frescas en varias tonalidades de blanco, escenográficamente colocados en unos jarrones de porcelana fina.
—¡Estoy impresionada! —exclamo admirando la enorme chimenea de mármol—. Este sitio es fabuloso.
Filippo señala mi maleta con ruedas desconsolado:
—De alguna forma había que justificar el equipaje, digno de una princesa.
—¿Y dónde está el príncipe azul? —pregunto pasmada. Me coge del cuello como un gatito y me planta un beso punitivo en los labios. Lo miro henchida de orgullo: hoy parece uno de esos modelos un poco preppie de la publicidad de Hugo Boss: lleva un polo de rayas, unas bermudas de color caqui y unos mocasines de piel.
Nos dirigimos a la recepción, donde una morena con un generoso escote nos da la bienvenida. En la placa que lleva prendida al pecho leo que se llama Vanessa.
—¿Han reservado ustedes? —nos pregunta exhibiendo un genuino acento toscano.
Filippo la observa y en un instante el buen chico se transforma en el macho alfa que hasta ahora ha dormitado en algún rincón de su cerebro.
—Sí, hemos reservado —responde clavando los ojos en las formas procaces de Vanessa.
—¿A qué nombre? —pregunta ella haciendo aletear sus tupidas pestañas.
—De Nardi —contesto yo por los dos silabeando todo lo que puedo las palabras y pegándome a Filippo.
Siento la necesidad de marcar el territorio para mitigar el repentino ramalazo de celos que se apodera de mí. Me doy cuenta de que es una de las primeras veces que estoy celosa por él y no sé si el hecho me preocupa o, al contrario, me tranquiliza.
Sea como sea, mi tácita advertencia parece funcionar con Vanessa, ya que esta sonríe, asiente con la cabeza y, tras pulsar el teclado, dice:
—Aquí está. Dos noches para dos personas. —A continuación nos registra y nos da un poco de información sobre el hotel antes de entregarle la llave de la habitación a Filippo y de desearnos una magnífica estancia.
Le damos las gracias y unos minutos después estamos solos en nuestra elegantísima suite de color carmesí que da a las dulces colinas sienesas. Es un ambiente cálido, acogedor, decorado con un mobiliario sofisticado y, sin lugar a dudas, caro. Al igual que en el vestíbulo, en la habitación hay también una chimenea de piedra; es una lástima que fuera la temperatura sea de treinta grados y que, por tanto, no podamos encenderla. Una peana de mármol valioso pegada a la pared sostiene un último modelo de televisor Bang & Olufsen, que contrasta con el escritorio antiguo y el tintero de época que hay al otro lado del cuarto. Pero el toque especial lo da el nicho de la pared: dos copas de cristal, un cuenco de fresas aún recubiertas de gotitas de agua y, para rematar, una cubitera con una botella de vino espumoso de las colinas sienesas. ¡Justo lo que necesitábamos!
Filippo coge las copas sujetándolas entre los dedos.
—¿Le apetece un aperitivo, señora? —me pregunta en tono formal remedando a un camarero de un local de lujo.
Le sigo el juego.
—Me encantaría, monsieur —respondo con una pequeña inclinación y una sonrisa.
Me satisface en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Menudo espectáculo! —exclamo abriendo la ventana y contemplando el paisaje.
—Todo para nosotros, Bibi —dice inspirando el aire límpido y aromático. A continuación me rodea los hombros con un brazo y me susurra al oído—: Ahora sí que puedes decir que ese desgraciado de príncipe azul no puede competir conmigo. —A continuación me lame la oreja haciéndome cosquillas.
Me retraigo riéndome a la vez que él se dirige al centro de la habitación y abre su bolsa.
—¿Qué te parece si vamos a la piscina antes de cenar? —dice mientras busca su bañador. Cuando lo encuentra empieza a desnudarse interpretando de forma conmovedora un clásico de su repertorio de Battisti: La colina de los cerezos.
Abro mi maleta y me desvisto también. No sé por qué, pero al quitarme la camiseta y ver lo pálido que tengo el pecho, el cuerpo seductor de Vanessa pasa por mi mente.
—Es muy mona la chica de la recepción —digo distraída a la vez que me abrocho el sujetador del bikini.
—Sí, mucho —asiente cayendo de pleno en la trampa.
—Ah, ¿así que confiesas? —Lo fulmino con la mirada apoyando las manos en las caderas, como hacía mi madre cuando iba a regañarme.
—¿Confesar qué? —pregunta él con aire inocente.
—Que te la comías con los ojos, asqueroso —le digo al mismo tiempo que empiezo a darle puñetazos en los brazos, en parte en broma, pero también en serio.
Filippo se protege de los golpes y deja que siga, casi divertido. Al final me agarra las muñecas y me obliga a parar.
—¿Has acabado ya? —me pregunta con una calma extrema.
—¡Cerdo! —le grito otra vez tratando de desasirme.
—De acuerdo, confieso que soy un poco cerdo —me dice besándome en el cuello con voz tierna y sensual—, pero solo con mi novia, te lo juro.
Bajo la mirada y la poso en su pecho musculoso y lampiño de quinceañero; siento que una atracción irresistible se está apoderando de nosotros. El verde de sus ojos se ha intensificado, como si el deseo le hubiese dado una nueva luz. Se inclina y me roza el hombro y el lóbulo de la oreja con la nariz, a la vez que me pasa los dedos por el pelo.
—¿No debíamos ir a la piscina? —murmuro.
—Luego… —Empieza a besarme bajo el lóbulo tirándome del pelo. Con dulzura me obliga a echar la cabeza hacia atrás para dejar el cuello expuesto a sus labios, que se apresuran a subir a mi cara.
Por un instante pienso en que muchas mujeres se quejan de sus hombres porque se saltan los preliminares. Él no. Él nunca se olvida de besarme.
Se pone detrás de mí, delante del espejo que ocupa toda la pared, y con delicadeza me desata el sujetador del bikini. Mi piel se estremece, como cubierta por una tela de araña, y mis pezones se endurecen como si fueran puntas de diamante. Filippo me desabrocha el primer botón de los pantalones cortos y, metiendo los pulgares en los bolsillos, los hace resbalar por mis piernas a la vez que las bragas.
Me quedo desnuda delante del espejo, mientras él se arrodilla a mis espaldas y me rodea las rodillas con los brazos. Sube lamiéndome las piernas y me muerde con delicadeza el trasero haciéndome temblar. Acerca su cara a la mía y, a la vez que mira nuestra imagen reflejada, apoya una mano cálida en mi barriga.
—Eres guapísima —murmura mordisqueándome un hombro.
—Tú también. —«Mucho más que yo», pienso.
Filippo me coge las manos cubriéndolas con las suyas, las palmas contra los dorsos, después me las pone en la barriga y las mueve lentamente subiendo hacia el pecho. Es un doble masaje: mi piel sobre mi piel, protegida por la suya. Y es tan erótico que gimo con los labios entreabiertos. Mis suspiros aumentan cuando él mete una pierna entre las mías obligándome a separar los pies, y pasa nuestras manos por mi sexo mojado. Al sentir que su deseo oprime mi espalda me enciendo.
Filippo se quita a toda prisa los calzoncillos y me tumba en la cama. Nos buscamos con el mismo anhelo de siempre, pero nuestros cuerpos están atravesados por una energía distinta, como si el hecho de encontrarnos en este sitio hiciera que todo parezca nuevo. Sin dejar de besarme, entra poco a poco en mi nido, listo ya para acogerlo, y me llena. Se mueve seguro, explorando un mundo conocido y haciéndome vibrar de placer a cada empuje. Su cuerpo tiene un sabor familiar, su respiración, sus latidos, su carne son unas certezas sólidas y tranquilizadoras. El sexo con él es un ritual, la celebración vital de nuestro amor. Me penetra más hondo a la vez que aumenta el ritmo hasta que nuestros gemidos de placer se convierten en gritos y nuestros cuerpos estallan a la vez en un violento orgasmo.
—Te quiero. —Su voz es un soplo. Sus brazos me estrechan con fuerza, como me gusta.
—Yo también. —«Te quiero, Fil, yo también te quiero. Me gustaría repetírtelo otra vez y permanecer aquí para siempre, entre tus brazos sinceros y vigorosos, perdiéndome en tus ojos».
Es el orgasmo más auténtico y desmesurado que hemos sentido desde que estamos juntos. Ahora somos dos cuerpos desfallecidos. Dos corazones que laten al unísono. Dos respiraciones que se buscan sin cesar.
Filippo se levanta con calma y va al cuarto de baño a abrir el grifo del jacuzzi. Unos instantes después me reúno con él. La bañera circular se va llenando poco a poco. El vapor se eleva por encima de la espuma, encendiéndose con unos colores que van del rojo al azul. En el aire flota un aroma afrodisiaco a rosa y a vainilla. Esta tarde no iremos a la piscina, disfrutaremos de la intimidad y de la pasión en nuestro nido de amor.
Me recojo el pelo en la nuca con una pinza y nos sumergimos juntos en la espuma escondiéndonos entre las burbujas. Filippo me coge la cara con las manos y me besa intensamente. Lo abrazo besándolo también con pasión. Lo quiero, nunca he estado tan segura, y me siento feliz, como no me sucedía desde hacía mucho tiempo. Sé que él es el hombre adecuado, un hombre al que amar y por el que dejarse amar. Es mi roca, mi puerto seguro, a diferencia de Leonardo, que ha sido tan solo una peligrosa y atormentada aventura. Una aventura que ha concluido. De ese fuego solo quedan ya las cenizas.
***
Al día siguiente nos levantamos bastante pronto. La romántica cena a la luz de las velas con las especialidades de la Val d’Orcia y Brunello de Montalcino no nos ha quitado el apetito. Al contrario, parece haber aumentado nuestra voracidad, hasta tal punto que nos abalanzamos sobre el bufet del desayuno y devoramos los pastelillos de almendra caseros, los cereales caramelizados, el pan fresco y las mermeladas.
Pasamos la mañana cabalgando por unos caminos de tierra que se extienden entre las colinas. El contacto con esta naturaleza incontaminada me revigoriza. Nunca había montado a caballo hasta ahora y debo decir que ha sido menos traumático que ir en moto. Obviamente nos ha acompañado un profesor de equitación. Creo que he entendido la mitad de las explicaciones técnicas que nos ha dado, pero al menos no me he caído, algo que no era del todo evidente. Filippo, que ya sabía montar, se ha pasado el tiempo tomándome el pelo, pero, en cualquier caso, ha sido una mañana fantástica. Adoro cuando me hace reír a carcajadas.
Por la tarde, nos tiramos por fin a la piscina al aire libre del hotel. Nos rodea un jardín florecido que huele a lavanda y a romero. Después de dar unas cuantas brazadas y hacer varios metros en apnea, decido que es suficiente por hoy y salgo del agua. Me pongo al sol, echada en una elegante tumbona de tela blanca. Estamos solos, por lo visto a los huéspedes del hotel no les interesa la piscina. Y se equivocan, porque desde aquí la vista de los olivares y del valle de Ciliano es sensacional. Tengo la impresión de estar en un pequeño oasis y en este silencio regenerador empiezo a respirar de nuevo y me olvido del caos de Roma y de mi corazón, que en esta paz parece haber frenado por fin el ritmo de sus latidos.
Al cabo de un poco Filippo sale también del agua y se acerca a mí. Es guapísimo, tiene un cuerpo esbelto y armonioso, parece el David de Miguel Ángel en carne y hueso. Rebusca en su bolsa, saca su inseparable iPad —que no ha conseguido dejar en casa— y se tira en la tumbona contigua a la mía. Fiel al papel impreso, me pongo a hojear una revista que he encontrado en el vestíbulo. De vez en cuando nos miramos con complicidad, alargamos un brazo y saboreamos el magnífico Bolgheri Sauvignon que nos han servido en unas copas.
Será también por esto, por el clima relajado, el ánimo feliz y el lugar de ensueño en que nos encontramos, por lo que me siento lista para afrontar el tema que no me puedo quitar de la cabeza desde hace unos días.
De manera que paso al ataque:
—¿Sabes? He pensado en la idea de volver a Venecia…, a la casa que me enseñaste.
Filippo se vuelve hacia mí de golpe, he capturado por completo su atención.
No lo decepciono.
—He decidido que estoy preparada, Fil. —Esbozo una sonrisa—. Pero que no se te suba a la cabeza, ¿eh? Lo hago solo porque empiezo a echar de menos Venecia —digo tratando de quitar hierro al asunto.
—¿De verdad? —me pregunta suspicaz. Se le han pasado las ganas de bromear.
—Sí, de verdad —le contesto, casi ofendida por su perplejidad.
Filippo se pone de pie, me tiende las dos manos y cuando se las cojo me levanta de golpe. A continuación me abraza por la cintura y acerca su cara a la mía.
—Escucha, Bibi —me dice con aire paciente, como si estuviese explicando algo complicado a un niño—, sabes lo que significa esto, ¿verdad?
Asiento risueña con la cabeza. Él exhala un suspiro y mira alrededor, aún no está del todo convencido.
—Significa compartir una casa, un futuro, una vida. Y no sé si te das cuenta… —Me mira con sus ojos grandes y claros a la vez que me acaricia los tirantes del bañador con los dedos—. ¿Estás preparada para dar ese paso?
—¡Sí que lo estoy! —le contesto convencida, sosteniendo su mirada.
—Entonces, ¡adelante! —exclama él al mismo tiempo que me empuja hacia atrás.
Veo una sonrisa pícara dibujarse en su cara. Me ha engañado y estoy perdiendo el equilibrio. Sin que ni siquiera me dé tiempo a gritar, me caigo a la piscina y permanezco un poco bajo el agua antes de volver a la superficie. Filippo se tira también y nada hacia mí.
—¡No vale!, ¡has hecho trampa! —refunfuño, pese a lo cual me enrosco a él con los brazos y las piernas, a la vez que busco sus labios con los dientes.
—No te preocupes —me susurra con aire tranquilizador—. He venido a salvarte.
Nos besamos apasionadamente, formando un solo cuerpo. Después Filippo me apoya en el borde.
—Si quieres podemos ir a ver el piso. Mando un mail a la agencia y quedamos un fin de semana.
No sé por qué, pero de improviso pasa por mi mente un pensamiento inoportuno que echa a perder la fiesta, como si fuera un invitado desagradable. ¿Qué hace Leonardo en los planes de felicidad que comparto con Filippo? ¿Qué tiene que ver él con nuestros proyectos de vida en común? Nada, absolutamente nada. Debo ahuyentarlo de mi mente como sea.
Mientras Filippo espera mi respuesta me repito que poco importa qué decisión tomemos al final sobre el piso o si al final nos mudamos a Venecia o no, porque mi vida seguirá en cualquier caso sin Leonardo. Por eso debo eliminarlo de inmediato de la ecuación. Ahora sé lo que me conviene. De manera que, esbozando la más radiante de mis sonrisas, digo:
—De acuerdo, vamos a ver esa casa.
—¿Estás segura, Bibi? —me pregunta Filippo con ternura. Temo que ha notado mis dudas.
Me llevo una mano al corazón y anuncio fuerte y claro, como si estuviese haciendo una declaración bajo juramento:
—Claro que estoy segura.
En teoría solo estoy dando permiso a mi novio para que mande un mail, solo estoy accediendo a la idea de cambiar de casa y de ver un piso en Venecia. Pero sé que, en realidad, todo esto significa mucho más. En mi caso es una señal de renacimiento, de giro radical. Estoy demostrando mi amor. Estoy salvaguardando nuestra relación. Estoy eligiendo a Filippo.
—Soy feliz, Bibi —me susurra apoyando su frente en la mía.
—Yo también.
Nos besamos una y otra vez mientras el cielo se tiñe de rojo encendido.
Mañana vuelvo a Roma, a la vida de siempre, pero quiero pensar que algo ha cambiado, que este instante es el inicio de algo nuevo, de un futuro en compañía del hombre que he elegido.
Estoy haciendo una promesa, a él y a mí misma, y me esforzaré todo lo posible por mantenerla.