5

Es un domingo por la noche casi veraniego, el aire es caliente, el cielo conserva su claridad y una sensación de feliz indolencia flota en los rostros de la gente. La mano de Filippo resbala por mi vestido y se detiene en un costado mientras nos dirigimos a la salida del cine. En el Trevi ponían Amor mío, ayudame, una película del festival dedicado a Alberto Sordi. No me lo esperaba, pero la sala estaba abarrotada de gente y eso me ha hecho recordar los foros de cine a los que solíamos ir cuando estábamos en la universidad; a veces solo asistíamos tres o cuatro personas a la proyección, Filippo y yo incluidos.

—Me ha encantado volver a verla —observa él con una sonrisa de satisfacción—. Es una película especial, extraña.

—Sí, no es la clásica comedia italiana. —Alzo la mirada intentando atinar con la palabra—. Te deja un gusto amargo —añado frunciendo la nariz.

—En ciertas escenas no sabes si reír o llorar. Además, hay que reconocer que Monica Vitti está fantástica.

—Pues sí.

Asiento con la cabeza haciendo creer a Filippo que nuestros pensamientos son idénticos, pese a que no es del todo así. Soy presa de una tempestad de emociones. Me esfuerzo por ocultársela, pero no sé si lo estoy logrando, a juzgar por la manera en que arden mis mejillas.

Ha sucedido mientras estábamos sentados en la sala. Estaba tranquila y serena, disfrutando de la película, acurrucada contra el cuerpo de mi novio, con la cabeza pegada a la suya y cogidos de la mano. Todo parecía perfecto. Hasta que proyectaron esa escena. El coche que derrapa en el paseo marítimo, la mujer que le confiesa a su marido que se ha enamorado de otro, la pelea furibunda, él que la persigue y la hace cambiar de opinión a fuerza de bofetadas. La escena siempre me ha hecho reír, pero esta noche no. Mi mano suelta de golpe la de Filippo mientras mi mente retrocede a hace una semana. Estaba allí, en ese mismo lugar, ya he visto pasar ante mis ojos esos fotogramas. La reconozco: es la playa de Sabaudia. Estaba allí con Leonardo, tan mentirosa e infiel como la protagonista, solo que en mi caso no se trataba de una película.

No he vuelto a saber nada de él desde ese día. Hace una semana que no da señales de vida, y yo he intentado borrar su recuerdo de mi mente. Pero lo cierto es que no ha funcionado, porque todo se ha convertido en un pretexto para pensar en él.

Filippo y yo caminamos a paso lento por las calles del centro, llegamos a la Fontana de Trevi, que ya está iluminada. Mi iPhone vibra, lo cojo y veo que tengo un nuevo mensaje en el contestador. Convencida de que es Gaia pulso el play, pero un instante después compruebo, excitada y temerosa, que el mensaje no es de mi amiga, sino de Leonardo. No sé si sentirme feliz o desesperada, puede que se trate de las dos cosas. Vuelve a mi lado, desaparece, vuelve una vez más. ¿Por qué no me deja tranquila? ¡Todo es tan complicado!

Confusa, miro a Filippo, que parece distraído. Podría escuchar todo el mensaje sin que se diese cuenta, y la parte culpable de mí se muere de ganas de hacerlo. En cambio, lo interrumpo después de un prometedor: «Elena, soy Leonardo». Basta. No le permitiré que diga nada más en presencia de Filippo. Al lado de Filippo.

—¿A quién estás llamando? —pregunta él al notar que tengo el teléfono pegado a la oreja.

—Tenía un mensaje en el contestador —respondo como si nada. Y me apresuro a meter el iPhone en el bolso.

—¿De quién? —inquiere, curioso.

¿De quién? Mi mente es un hervidero.

De Paola —contesto enseguida.

¿Te molesta también en domingo? —Filippo abre desmesuradamente los ojos, exasperado al oír el nombre de la pesada de mi colega.

—Me ha pedido que vaya antes mañana.

—¡Menuda lata!

—Pues sí…

***

Después de dar un breve paseo vamos a tomar el aperitivo al Salotto 42, un local que se encuentra en la plaza de Pietra. El sitio es impresionante, sobre todo de noche, y las columnas de Adriano crean un efecto escénico extraordinario. Empiezo a sentirme mejor. La ansiedad se va atenuando, al igual que el ardor de la cara, mientras estamos sentados en un sofá vintage de los años cincuenta, entre souvenirs, revistas de diseño, fotografías, libros y vinilos. No debo pensar en Leonardo, debo dejar de preguntarme qué quería decirme en su mensaje y dedicarme a Filippo. Debo vivir el presente, aquí y ahora, con él.

Este local tiene un significado especial para nosotros: aquí cenamos la noche en que hicimos el amor por primera vez después de mi viaje enloquecido a Roma. Esta noche parece aún más bonito, nos mece un delicioso fondo musical de nu jazz. De improviso, me doy cuenta de que nos hemos sentado a la misma mesa.

Arqueo las cejas y digo:

—¿Coincidencia?

—Quién sabe… —Filippo sonríe encantado y se encoge de hombros. Al cabo de unos minutos, después de que hayan llegado nuestros aperitivos y alguna que otra delicia de cocina fusión, me pregunta por el trabajo—: ¿Cuándo crees que acabarás?

—¿Te refieres a la capilla o al fresco que estoy restaurando ahora?

—A todo.

Yo misma me he hecho esa pregunta un sinfín de veces durante los últimos días.

—Creo que a finales de verano, pero no pondría la mano en el fuego.

El camarero se detiene un instante en nuestra mesa para invitarnos a que probemos la raw food. Filippo señala el platito vacío de sushi y me pregunta si quiero más. Asiento con la cabeza —adoro la naturalidad con la que nos comunicamos mediante gestos— y dejo que sea él el que lo pida.

Mientras esperamos a que nos sirvan el nuevo plato de California maki, Filippo se yergue en la silla con una expresión inusualmente seria.

—Me gustaría hablarte de una cosa —dice.

Por un segundo soy presa del pánico, pienso que me ha visto cruzar Roma en la Ducati como una exhalación o que se ha enterado por otra vía de mi relación con Leonardo. Pero después añade:

—Tengo que contarte una novedad importante.

—¿Cuál es? —pregunto, en ascuas.

Filippo retuerce la servilleta y exhala un suspiro, titubea. Si él fuese la chica y yo el chico, no tendría la menor duda sobre la naturaleza del anuncio: «Estoy embarazada. Estamos esperando un hijo». Parece serio e inquieto, aunque también excitado. Al final dice con orgullo:

—Dentro de un mes dejo de trabajar para Renzo Piano. Está decidido.

Lo observo a la espera de que siga: hasta ahora, no es ninguna novedad. Sabía que tarde o temprano terminaría su colaboración. Así que esta vez debe de tratarse de algo más.

—¿Y? —pregunto para animarlo.

Mira unos segundos alrededor, luego da un buen sorbo a su bebida. Se seca los labios y anuncia:

—Bueno, después me gustaría seguir trabajando como arquitecto…, pero en un ambiente propio. Quiero abrir un estudio.

Creo adivinar lo que está a punto de decir, pero espero a que sea él el que lo haga.

—En Venecia… —concluye.

Bebo un sorbo de Martini, mi corazón late acelerado, presa de un sinfín de emociones contrapuestas. Me callo un segundo antes de preguntarle:

—¿Te has cansado ya de Roma?

—No lo sé —dice exhalando un suspiro—. Pienso que aquí todo es más difícil, en especial en mi sector. En Venecia aún conservo buenos contactos… —Se rasca la cabeza, nervioso. Después me mira a los ojos y prosigue—: Pero ¿tú qué dices? ¿Qué piensas?

Pues sí, ¿qué pienso? Sé dónde quiere ir a parar, así que espero con todas mis fuerzas que no esté ya en camino.

—¿Sobre la cuestión de abrir tu estudio? —Gano tiempo. En realidad, soy perfectamente consciente de que me está preguntando algo mucho más importante.

—No. Sobre Venecia —replica clavándome los ojos—. Sobre el hecho de irnos a vivir a Venecia. A fin de cuentas, es nuestra ciudad…

Ya está, ahora sí que ya no tengo escapatoria.

Como no podía ser menos, Filippo y yo hemos hablado ya antes del tema, solo que esta vez parece distinto. Esta vez parece tratarse de una posibilidad concreta e inminente.

—Podríamos compartir el alquiler de mi piso. —Bajo la mirada como si quisiese reflexionar unos segundos sobre lo que acabo de decir—. Es pequeño, pero nos adaptaremos…

—Me gustaría darte mucho más, Bibi.

Lo miro a los ojos, verdes e intensos. Antes de mudarse a Roma, Filippo aún vivía con sus padres. No tanto por comodidad como porque entonces se pasaba la vida viajando por motivos de estudio o de trabajo y, en consecuencia, no sentía la necesidad de tener un espacio propio.

Cabeceo, como diciendo: «¿En qué sentido más?».

En este momento Filippo inicia un discurso confuso, pero que parece directamente dictado por su corazón. Salta a la vista que le cuesta atinar con las palabras. Que es el contenido lo que lo apremia.

—Sé que te mudaste a Roma en buena parte por mí. Y que ahora te estoy pidiendo que te traslades de nuevo. Quiero decir, no es que odie Roma o que no vea la hora de marcharme de aquí, no es eso. Pero después del último viaje que hice a Venecia, después de haber visto varias casas, pienso que he vivido como un exiliado los últimos diez años, que mis padres están envejeciendo y todo el resto… No sé, ahora me siento realmente listo para dar un salto. Para emprender una vida más tranquila. O, al menos, una vida diferente.

Asiento con la cabeza mientras él elabora sus palabras. Nada de lo que dice me sorprende. Es cierto que hemos hablado ya de ello, pero, aun así, me turba un poco la idea de dejar Roma de la noche a la mañana. Llevo en la cabeza los lugares que aún me quedan por ver, las cosas que todavía debo hacer en esta ciudad y para las que no he tenido tiempo, pero también una imagen fija que, en este momento, va cobrando nitidez de manera inexplicable: Leonardo.

—¿No dices nada? ¿He conseguido dejarte sin palabras? —insiste Filippo mientras se mordisquea una uña. Solo hace ese gesto cuando está impaciente o cuando un tema le interesa de verdad. Lo sé, no me está pidiendo que nos casemos, pero, en cierto sentido, el cambio es aún mayor. Volver a vivir en Venecia, juntos. Para siempre.

Le cojo la mano y la sujeto en una de las mías; daría cualquier cosa por contentarlo, pero a la vez quiero ser totalmente honesta con él y conmigo misma.

—Creo que podría ser magnífico, de verdad —afirmo intentando parecer menos indecisa de lo que lo estoy en realidad.

Me gustaría añadir que quizá sea prematuro, que vale la pena pensarlo bien y que no hay ninguna necesidad de acelerar las cosas. Pero Filippo se entromete en mi incerteza diciendo:

—Lo sé. Créeme, no trato de ponerte en un aprieto. Pero… quería enseñarte esto. —Me suelta la mano y la mete en el pequeño bolsillo de su chaqueta deportiva, del que saca un folio doblado—. Aquí está.

Lo abro: es la fotografía de un maravilloso piso reformado con vistas al Canal Grande.

—¿Te gusta? —me pregunta con una luz especial en los ojos. La respuesta que espera es más que evidente.

—Por supuesto…, es precioso —digo leyendo deprisa la descripción que hay debajo de la fotografía: tres dormitorios, dos cuartos de baño, una amplia terraza con mirador, atraque privado. ¿Cómo podría no gustarme? Alzo la mirada de la hoja y exclamo—: ¡Es estupendo, Fil! No sé qué decir. —Suspiro y trago saliva—. Pero aún es pronto para pensar en eso, ¿no crees?

Ya está, por fin lo he dicho.

—Claro, por el momento es tan solo una idea —se apresura a decir—. Lo ha reformado un amigo mío y quería enseñártelo antes de que nos lo birle alguien.

Miro de nuevo la fotografía y esta vez también el precio, que está impreso abajo, en caracteres pequeños.

—Pero no es lo que se dice barato… —murmuro.

Filippo asiente con la cabeza conteniendo una sonrisa.

—¿Nos lo podemos permitir? —pregunto.

Él baja los ojos y cabecea. Acto seguido me mira y, muy serio, dice:

—Puede que sí. Entretanto podemos soñar. Más tarde, quién sabe…

Por suerte, al cabo de un momento la tensión se disipa y la atmósfera vuelve a ser ligera entre nosotros. Nos reímos más de lo habitual, bromeamos con malicia y fantaseamos sobre el fin de semana que nos espera en la Toscana, pero, aun así, no acabo de liberarme del peso de la conversación que hemos dejado suspendida, y, a modo de contraste, el recuerdo de Leonardo se impone con más intensidad. Lo siento como una presencia viva, real, como si estuviese sentado entre Filippo y yo, y nos hubiese escuchado mientras conversábamos sobre nuestro futuro.

***

Nos estamos preparando para acostarnos. Filippo está en el cuarto de baño. Siempre dejo que vaya primero, dado que tarda poquísimo y que, por suerte, no debe ponerse crema reafirmante en los glúteos y en los muslos como hago yo. Hace unos días empecé a usarla otra vez; desde la excursión improvisada a la playa, para ser más exacta.

Mi iPhone está sobre la mesita, inocente y silencioso; no despierta sospechas. En cambio, en su interior hay una bomba a punto de estallar: el mensaje de Leonardo que aún no he escuchado. Miro el teléfono como si fuese un peligroso depredador, luego alargo la mano y lo cojo. Si no lo escucho ahora, es más que probable que no pueda pegar ojo en toda la noche; en pocas palabras, que no estaré tranquila.

De manera que decido hacerlo, pero no delante de Filippo; en el baño, después de mi infructífero ritual de belleza. Filippo acaba de lavarse los dientes en unos segundos, es mi turno. Cierro la puerta con llave, abro al máximo el grifo del lavabo y dejo correr el agua. Sé que son unas precauciones insensatas y si tuviese una pizca de lucidez me reiría de mí misma, pero no puedo.

Evito a toda costa mirarme al espejo mientras cojo el teléfono y lo apoyo en la oreja para oír el contestador.

«Elena, soy Leonardo. Estoy volviendo de Sicilia. Libérate del trabajo mañana por la tarde. Quiero llevarte a un sitio. No quiero excusas. No las aceptaré».

Dios mío. ¿Será posible que un simple mensaje de voz de diez segundos me exalte enseguida de esta forma? Por un lado, siento curiosidad: a saber adónde quiere llevarme. Pero por otro me siento aturdida, y también un poco molesta. Miro fijamente el vacío durante unos minutos, de pie delante del lavabo; después vuelvo a escuchar el mensaje, para cerciorarme de que he oído todo. Es evidente que sí, me estoy contando una excusa, de manera que lo borro farfullando «Ni lo pienses», sobre todo para convencerme a mí misma.

Indignada, me lavo los dientes, después me limpio la cara y me pongo la crema reafirmante en los puntos críticos. Mientras vuelvo a la habitación, miro a Filippo desde el pasillo durante un momento que me parece larguísimo. Está ojeando algo en el iPad, quizá una de sus revistas de diseño. Abro la boca, la cierro, la vuelvo a abrir. Querría decirle algo; en cambio, me escabullo de nuevo al baño.

—¿No vienes a dormir, Bibi? —oigo que refunfuña en la habitación.

—Voy enseguida —contesto con la voz más dulce que puedo.

He decidido que tengo que responder al mensaje de Leonardo. Si lo ignoro, podría parecer una estrategia. Pero no es así: quiero rechazarlo de forma clara y rotunda, definitiva. Le comunicaré con un escueto SMS que puede dejar de buscarme, dado que, como sabe de sobra, tengo novio y soy feliz con él.

Me esfuerzo por tener la misma firmeza que se requiere para tragar una medicina necesaria, pero amarga a más no poder. Me cuesta mucho mantener esta decisión, se me escapa continuamente de las manos, resbaladiza como una anguila. Al final inspiro hondo y me apresuro a escribirle. Mientras pulso la tecla envía siento un escalofrío en la espalda. Me doy cuenta, demasiado tarde, de que mis dedos no han obedecido a mi mente, sino a un impulso asesino y visceral.

Hola. He escuchado tu mensaje. Mañana me viene bien. Ya sabes dónde encontrarme.

Eso es lo que he escrito. Cierro los ojos y sacudo la cabeza. He perdido la esperanza. Solo me faltaba el desdoblamiento de personalidad, ¡menudo lío!

Me siento culpable y aliviada a la vez, como supongo que se siente un alcohólico cuando saborea el primer sorbo de vodka después de una larga abstinencia. Unas emociones que se agrandan varios segundos más tarde, cuando mi teléfono se ilumina y aparece un SMS con el número de Leonardo. Aún no he decidido guardarlo en la agenda de nuevo, al fin y al cabo tampoco sirve de mucho. Me paro solo un segundo en el umbral del baño. Por lo general, él no responde a los mensajes. En cambio, ahora lo ha hecho.

El sitio de siempre, a las cuatro. Buenas noches. Leo

Pocas palabras, nada de particular; entonces, ¿por qué me siento especial? Basta. Tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas y volver a la habitación. Filippo me está esperando con la luz encendida y tengo la impresión de que no le apetece mucho dormir. Al menos, por el momento. No antes de haber hecho el amor.

Cuando entro de nuevo en el dormitorio descubro que mi suposición no era infundada. Veo en sus ojos deseo, diría que incluso devoción, una profunda necesidad de mí. Busco su lengua, después le quito la camiseta dejando al aire su pecho. Me aferra las nalgas, mientras yo apoyo una mano en su sexo y lo acaricio a través de los calzoncillos. Meto los dedos bajo el elástico y me abro paso por el vello. Lo aprieto con fuerza. Filippo emite un gemido gutural. Se libera de los calzoncillos en un abrir y cerrar de ojos.

Me quita el picardías y me lame el cuello hasta los hombros, luego se inclina entre mis piernas y besa los labios húmedos de mi nido; lo deseo, pese a que en este momento el sentimiento es impreciso, confuso y, por eso, intento mirarlo.

Durante un aterrador instante los ojos de Leonardo se superponen a los de Filippo, que justo en ese momento me está haciendo gozar. Arqueo la espalda y me corro. Lo deseo con todas mis fuerzas, a pesar de que he escrito un mensaje al otro. Porque él me desea. Porque él me quiere. De manera que yo también lo quiero.

Así que cuando Filippo se echa encima de mí para penetrarme y empieza a moverse, secundo su ritmo y lo abrazo. Soy suya. Al menos aquí, al menos ahora.

Al día siguiente, en el trabajo sucede lo de siempre. Tengo que soportar los gruñidos de Paola, que está enfadada conmigo porque vamos retrasadas y me llama la atención cada vez que me chorrea un poco la pintura. No sé cómo decirle que esta tarde tengo que salir antes. Ni siquiera ha venido Martino para animar un poco el ambiente. No lo he vuelto a ver desde el día en que me vio salir de la iglesia con Leonardo. De vez en cuando pienso que quizá le haya dolido, que es posible que me considere algo más que una simple amiga. Lamentaría mucho tener que renunciar a él por ese motivo. Cuando está aquí trabajo mejor, pasaría horas hablando con él, y no solo de arte.

Mientras escribo con diligencia en el diario, se me ocurre preguntarle a Paola por él. Quizá ella sepa algo.

—Paola, ¿has vuelto a ver a Martino?

—¿Al jovencito? —Me escruta con una expresión casi mordaz bajando hasta la punta de la nariz sus gafas de color verde ácido—. Si tú no lo sabes… —dice con una sonrisita irónica.

Sacudo la cabeza, pese a que he comprendido ya adónde quiere ir a parar.

—Vamos, no te hagas la idiota —prosigue, mojando el pincel en el cuenco del rojo—. Ese no venía para ver los cuadros de Caravaggio, desde luego, sino para verte a ti.

—Vamos…, ¡pero qué dices! —Cierro el diario y remuevo el color—. Tiene que hacer un examen. Puede que esté en casa estudiando.

—Elena, no te hagas la ingenua, por favor: está chiflado por ti —me contesta remarcando su acento romano.

No replico, porque me temo que puede ser que Paola tenga razón. De acuerdo, ha llegado el momento de dar el comunicado. Inspiro hondo, adecuo la voz y me lanzo:

—En cualquier caso, quería decirte que hoy tengo que salir a las cuatro.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho? —exclama haciendo temblar el andamio.

—Que a las cuatro me voy —contesto tratando de mantener un tono sereno y profesional.

—Haz lo que quieras —se limita a decir, pero salta a la vista que está irritada.

—Tengo una cita importante —digo tratando de justificarme—. No puedo anularla.

—De acuerdo —gruñe intentando parecer comprensiva—. Basta con que después no te quejes de que vas retrasada con el trabajo —concluye en un tono vagamente amenazador.

Me siento culpable, pese a que no tengo ningún motivo; al menos no con ella. En este momento Paola es una proyección de mi conciencia y me está diciendo que permanezca en mi sitio, que no ceda a las distracciones peligrosas. Pero, por desgracia, no tengo ninguna gana de escuchar a la conciencia; he tomado una decisión, la verdad es que lo hice ya anoche. No he dejado de querer a Filippo, jamás lo haré, pero la atracción que Leonardo ejerce sobre mí es irresistible.

Bajo del andamio y me preparo para salir de la iglesia.

***

A las cuatro en punto estoy en la plaza Sant’Andrea. Luzco un vestidito ligero y unas sandalias romanas. Suelo llevar pantalones, pero hoy he cogido ropa para cambiarme —vivo cada cita con Leonardo como si fuese la primera— y me he arreglado a toda prisa en la sacristía. No habría tenido ningún sentido negarme este toque de feminidad.

Leonardo llega puntual en su moto, me tiende el casco y me hace sitio en el sillín. Sin vacilar un momento, me doy impulso apoyando un pie en el pedal y me aferro con fuerza a su cintura. Estoy lista, dispuesta a ir adonde él me lleve.

Al cabo de veinte minutos de serpentear entre el tráfico, me doy cuenta de que estamos en la periferia este de la ciudad. No reconozco la zona, nunca he estado aquí, pero parece un antiguo barrio obrero lleno de naves y grandes edificios convertidos en viviendas. La moto se detiene en el centro de una explanada adoquinada, delante de un edificio que tiene toda la pinta de ser una fábrica abandonada. Detrás de ella se divisa un riachuelo; imagino que es el Aniene, un afluente del Tíber.

—Vamos, entremos —me invita Leonardo dándome la mano.

—¿Ahí dentro? —pregunto vacilante. Aún no he entendido por qué me ha traído aquí, pero él, como siempre, hace caso omiso de mis dudas y me guía sin titubear.

—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que te rapte? —pregunta con una risita irritante.

Sonrío. Quizá la idea no me desagrade del todo.

Leonardo señala un letrero desconchado que hay en la fachada del edificio.

—Era una fábrica de galletas —me explica—. Lleva varios años cerrada. —Después, con un enérgico empujón, abre el portón de hierro y entra delante de mí.

El olor a cerrado es fuertísimo. Es una nave inmensa invadida por el polvo y las telas de araña. Está casi vacía, exceptuando varias máquinas cuya utilidad no acabo de comprender, y en el centro hay una cinta transportadora. Al fondo, unos enormes ventanales con los marcos de madera dan directamente al río. El ambiente ejerce una fascinación poética y decadente.

—¿Qué te parece? —me pregunta Leonardo.

—Depende de lo que quieras hacer en un sitio así. Aparte de secuestrarme, claro está.

Me rodea los hombros con un brazo.

—Lo quiero comprar con un socio —me explica orgulloso—. Quiero abrir aquí un restaurante.

—En ese caso me parece fantástico.

—Me alegra que te guste. —Me mira, luego da un paso hacia el centro del local y lo recorre con la mirada—. Este sitio tiene alma, lo noto. Imagina cuánta gente ha pasado por aquí, cuántas historias. Quiero darle una segunda vida.

Cuando habla de su trabajo y de sus pasiones, Leonardo deja entrever otro aspecto de sí mismo. Sin dejar de ser un hombre sanguíneo e instintivo, demuestra poseer además una gran sensibilidad.

De repente, se vuelve de nuevo y me aparta un mechón de pelo de la cara.

—Si yo pudiese tener otra vida… —dice con una punta de melancolía, pero deja la frase a medias para probar mis labios.

—¿Y qué harías en otra vida? —insisto interrumpiendo el beso a duras penas.

Él esboza una sonrisa, me acaricia los costados, se desliza hasta las nalgas y me sube el vestido.

—En todo caso, hiciese lo que hiciese, puedes estar segura de que iría a buscarte tarde o temprano, donde estuvieses, y te traería aquí para hacer el amor.

Me aprieta las nalgas y me atrae hacia él hasta que su sexo se pega a mi barriga. Tiene la mirada ardiente del que está a punto de obtener lo que desea. Y sabe que yo también lo deseo.

Me siento preparada para acogerlo en mi interior, pero decido posponer el placer y entregarme un poco a él. Así que me arrodillo, le desabrocho los pantalones y los dejo caer al suelo con los calzoncillos. Cojo con las dos manos su erección y la observo. Su sexo túrgido está listo para gozar y hacerme gozar, y el mero hecho de mirarlo me causa un estremecimiento en la espalda. Sin poderlo resistir, empiezo a lamerlo, a la vez que Leonardo me aferra el pelo como si quisiera hundirse cada vez más en mi boca. Pero solo me deja saborearlo unos instantes, porque enseguida, con un ademán casi violento, se libera de mis labios y me obliga a levantarme.

Después, doblando ligeramente las rodillas, me agarra las piernas y me coge en brazos hundiendo la cara en mi pecho. Me muerde a través de la tela, da varios pasos y me sienta en la cinta transportadora.

Miro alrededor inquieta en tanto que él me levanta el vestido. Antes de que pueda darme cuenta, coge un borde de las bragas con las dos manos y me las arranca de un tirón. Suelto un leve gemido de sorpresa cuando siento, inmediatamente después, su lengua en mi sexo produciéndome una oleada de placer. Mientras chupa mis líquidos me acaricia el seno, excitando el lunar que tengo en forma de corazón. Su lengua se desliza por todas partes, de los muslos al clítoris, al mismo tiempo que sus dedos apartan el sujetador para liberar mis pezones.

Ahora los labios y las manos se cambian de sitio. Cierro los ojos, aprieto su cabeza contra mi pecho y dejo que sus dedos me penetren. Leonardo se aparta, como si fuese presa de un rapto, me levanta con ímpetu las piernas y me obliga a tumbarme de espaldas.

No puedo respirar. Un morbo oscuro y reptante recorre mis venas, mi cuerpo se agita estremecido. Debo poseerlo. Debe entrar en mí.

Leonardo se echa encima de mi cuerpo y con un ademán implacable aferra el cinturón del vestido y me lo arranca de las presillas desgarrando la seda.

Tras rodear la máquina, me coge los brazos y los levanta por encima de la cabeza. No puedo oponerme aunque quiera: su gesto es imperioso, categórico. Junta mis muñecas, las ata con el cinturón y fija los extremos a un gancho metálico que hay al fondo de la cinta transportadora. Después me observa.

—Quizá no habría sido una mala idea secuestrarte —bromea esbozando una sonrisa perversa—. Podría encerrarte aquí y gozar de tu cuerpo cada vez que lo deseara.

Vuelve a ser el Leonardo de siempre: fuerte, dominante, dueño de la situación. Trato instintivamente de desatarme, pero lo único que consigo es que el nudo se apriete aún más en las muñecas. Apoya una mano abierta en mi cara, la desliza por el cuello, se detiene en el pecho y lo descubre abriéndome el vestido. Me muerde los pezones, los pellizca con el pulgar y el índice desencadenando chispas, al punto que debo morderme los labios para no gritar.

Se inclina para darme un beso fugaz y luego, pasándose la lengua por los dientes, como si quisiese conservar mi sabor, se levanta de nuevo y se quita la camiseta. Me agarra los muslos y los abre tirando de ellos hacia él. La falda del vestido resbala por la cinta de tal forma que me impide moverme. Estoy en sus manos.

El contacto de su sexo durísimo con el mío me estremece. Mi cuerpo se enciende de deseo a la vez que arqueo la espalda. Estoy preparada para recibirlo. Es el momento.

Pero Leonardo lo sabe y se hace esperar. Aún. No me penetra enseguida, se restriega contra mí en un cortejo lánguido y desgarrador. Empuñando su sexo con una mano, me atormenta los labios, los abre, los explora, los acaricia sin llegar nunca hasta el final. Siento que voy a enloquecer y lanzo un gemido de desesperación. Agito las piernas para rebelarme y él sonríe, sádico.

—No seas impaciente, Elena.

Mientras lo dice, me penetra de improviso, pero solo por un instante. El tiempo necesario para que intuya lo que me está negando; luego sale dejándome aturdida e insatisfecha.

Leonardo repite esta tortura un par de veces más: entra y sale enseguida. Emito otro gemido de rabia y él se echa a reír. Sin miramientos.

Entonces me penetra con un empujón aún más violento. Otro y otro más, cada vez más hondo. Grito, porque eso es lo que quiere que haga, arrebatada por el placer que he anhelado con desesperación. Leonardo ya no se ríe, sus ojos arden, la boca se contrae dejando entrever sus dientes blancos y feroces, una vena le hincha el cuello y su cuerpo es un haz de músculos tensos, debido al esfuerzo. Lo siento vibrar contra mí, dentro de mí. Siento que su deseo se confunde con el mío.

Antes incluso de llegar al orgasmo, la intensidad del goce nos ha desgarrado ya. Me corro lanzando un grito ahogado, sacudida de pies a cabeza por una tormenta sensorial.

Él me sigue unos instantes después y luego se deja caer sobre mi cuerpo inerme, apoyando la cabeza en mi pecho y mojando de sudor y sexo lo que queda de mi vestido.

Unos minutos infinitos. Unos minutos que tienen el peso de una eternidad. Unos minutos que, lo sé ya, colorearán de nuevo deseo las próximas horas, los próximos días.

***

Leonardo me desata. Me siento en la cinta transportadora acariciándome las muñecas y ajustándome el vestido, que ha quedado en un estado penoso. Tal y como imaginaba, mis bragas son irrecuperables. Leonardo se apoya en la máquina que hay a mi lado; parece exhausto, pero feliz. Apoyo la cabeza en su hombro. Me invade una sensación de plenitud que recuerda peligrosamente a la felicidad. Pero es una felicidad precaria, que dura apenas unos minutos y después se convierte en un mar de dudas. Y en la marea sombría del sentimiento de culpabilidad.

—Nunca sé qué esperar de ti —empiezo a decir rompiendo el silencio—. Te vas, vuelves, desapareces, vuelves otra vez.

Leonardo se planta delante de mí y me rodea el cuello con las manos. Quizá haya intuido que para mí es importante hablar de esto y parece dispuesto a hacerlo.

—¿Y eso te molesta?, ¿te hace sufrir?

—No exactamente. —Bajo los ojos—. Me desestabiliza, no lo entiendo. Cada vez tengo que hacerme a la idea de que no volveré a verte; eso es.

Lo digo porque es cierto, pese a que sé con certeza que Leonardo me quiere, lo comprendo por la forma en que me busca y en que hace el amor conmigo. Pero no sé hasta qué punto, y es evidente que me sigue manteniendo alejada de sus pensamientos más profundos. De repente, me viene a la mente el tatuaje que tiene en la espalda, el extraño símbolo cuyo significado no alcanzo a comprender. Pero me callo. En una ocasión me aventuré a preguntarle algo y la única respuesta que obtuve fue un muro de silencio, lo recuerdo muy bien. Por eso intento de nuevo abrir una brecha en el misterio de este hombre que se obstina en esconderse.

—Solo me gustaría saber qué es lo que te pasa por la cabeza, Leo. Me gustaría saber adónde nos llevará todo esto, cómo podemos continuar.

Me muerdo la lengua para forzarme a callar. Me he metido en un callejón sin salida y cuando me doy cuenta ya es demasiado tarde. Estoy pidiendo explicaciones a un hombre huidizo por definición. Esta conversación, lo sé ya, no nos llevará a ninguna parte.

—No me interesa lo que sucederá mañana, dentro de un mes o de un año, Elena —me contesta sosteniendo mi mirada—. No sigo programas, solo mi instinto. Estamos aquí porque los dos lo deseábamos, eso es todo. Y debería bastarte.

Se separa de mí dando un pequeño paso hacia atrás.

—Soy el mismo hombre que conociste en Venecia, con todas mis limitaciones, y no puedo hacer promesas ni tener pretensiones sobre ti. No tengo derecho a pedirte nada porque no tengo nada que ofrecerte a cambio.

—Puede que esa sea únicamente la historia que te gusta contarte —murmuro tragando saliva. He decidido provocarlo—. Con las palabras dices una cosa, pero los hechos demuestran justo lo contrario. Y, sobre todo, tu cuerpo. —El juego se está poniendo serio.

Sacude la cabeza, dispuesto a negarlo todo, pero yo se la aferro con las manos y la sujeto. Estoy segura de que veo algo en el fondo de sus ojos, algo que arde por mí.

—No es solo sexo, Leonardo, los dos lo sabemos. —La afirmación se me escapa, demuestro un valor que no creía tener. Las palabras salen de algún rincón de mí sin que yo pueda hacer nada para impedirlo.

Me agarra los hombros y me mira fijamente a los ojos.

—¿Qué quieres que te diga, Elena? Sí, te deseo, mucho. ¿Quieres que te diga que nuestra relación es verdadera, intensa y única? Lo es. Es más, he perdido el control que siempre he creído tener. Pero eso no tiene importancia. Porque no puedo darte lo que quieres: jamás te pediré que dejes a tu novio y que cambies tu vida por mí, por la sencilla razón de que no estamos hechos para estar juntos.

Querría gritar que nunca lo sabremos si no lo intentamos. Pero, por desgracia, no tengo la fuerza que ello requiere, no soy capaz de replicar, de combatir contra su obstinada voluntad, contra el lado oscuro que lo oculta a mi mirada. Detrás del Leonardo que veo hay otro hombre, estoy segura, y empieza a darme miedo. Pero sus palabras, sinceras o hipócritas, me duelen y, de una forma u otra, debo defenderme.

—Está bien, como quieras —digo sumisa y bajo de la cinta transportadora de un salto—. Ahora llévame a casa, por favor.

Leonardo baja los ojos y vuelve a alzarlos por unos segundos. Le gustaría decir algo, pero se está conteniendo. Y yo no quiero insistir más. De manera que nos encaminamos hacia la salida, sumidos en un silencio oprimente.

De improviso me siento decepcionada, transida, maltrecha, veo mis piernas enrojecidas, el vestido roto, el maquillaje deshecho, el pelo enmarañado. Soy una guerrera derrotada. Estas son las huellas de una pasión imposible, de una guerra que nunca lograré ganar.

Fuera el sol sigue alto en el cielo, pero no calienta. Mientras la moto se pierde por las calles de Roma una nueva certeza se va abriendo paso dentro de mí: si no tomo una decisión ahora, Leonardo me hará daño. Porque su pasado es una herida que aún no ha dejado de sangrar y que, quizá, nadie podrá curar jamás.