4

Durante los días siguientes hago todo lo que puedo por mantenerme en el buen camino. Cuando me despierto por la mañana repaso los buenos propósitos que he hecho para el futuro y repito como un mantra que «los capítulos cerrados no se vuelven a abrir» o, mejor aún, que «los refritos son asquerosos»; en pocas palabras, que solo olvidaré para siempre a Leonardo si me lo propongo de verdad.

Pero es inútil. A pesar del esfuerzo y de las intenciones más que loables, cada vez me siento más confusa, en vilo en una cuerda tendida en el aire. Me irrita pensar que en la explanada de hierba del Gianicolo era realmente yo misma, mucho más de lo que lo he sido en mucho tiempo, pero, no sé por qué, lo considero un error. El tipo de error que, de no remediarse a tiempo, puede generar una peligrosa reacción en cadena. El tipo de error que hace daño al corazón, que evoca el pasado y nos hace vivir mal el presente.

***

La felicidad de Filippo, que estos días raya en la beatitud, hace que me sienta aún más fuera de mí. Él parece entusiasmado. Con su trabajo, con esta vida, con lo nuestro. Canturrea más de lo habitual, salta de Lucio Battisti a los Black Eyed Peas. Canturrea en casa, en la escalera. Canturrea cuando sale, mientras va al trabajo o a jugar a futbito con sus colegas del estudio. Su euforia me crispa un poco los nervios. Pero es un pensamiento incontrolado, de manera que lo hago desaparecer por donde ha venido.

Una sola cosa me tranquiliza: a pesar de que desde esa noche sigo percibiendo su aroma por todas partes, Leonardo no ha vuelto a dar señales de vida. Puede que él también piense que no tiene ningún sentido volver a vernos, dado que, en la actualidad, soy una mujer felizmente prometida.

Mientras trato de convencerme de la incuestionable certeza de mis pensamientos, doy una última pasada de azul al manto de la Virgen. Son casi las nueve y media y Paola aún no ha llegado. Temo que esta mañana no aparecerá, pero me guardo muy mucho de llamarla por teléfono para pedirle explicaciones. Si no ha venido, debe tener un motivo más que válido: no es una de esas que falta al trabajo por un simple dolor de cabeza. Bueno, ya llamará ella si lo necesita. Eso significa que hoy estaré tranquila, que no sentiré el incesante acoso de su mirada.

Pero mis proyectos están destinados a naufragar: mientras estoy preparando un nuevo compuesto de pigmentos, alzo los ojos y veo a Leonardo, que se acerca hacia mí. Viste unos vaqueros y una camiseta de color verde caqui. Camina con su habitual porte seguro y me sonríe como un demonio.

—Hola —dice.

—Hola… ¿Qué haces por aquí? —pregunto agitada tratando de disimular mi sorpresa al mismo tiempo que mezclo compulsivamente el compuesto en el cuenco.

—Tengo el día libre y me preguntaba si no te apetecería dar un paseo conmigo —contesta con naturalidad.

—Estoy trabajando —le hago notar, como si no fuera evidente.

Da un paso hacia mí con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros.

—Vamos…, hace un día demasiado bonito para pasarlo encerrada aquí.

—Lástima que no tenga más remedio que hacerlo. —Trato de eludirlo y me vuelvo hacia la pared; es evidente que doy el tema por zanjado. Los dos sabemos que el trabajo es una excusa; en realidad él no debería estar aquí y yo no debería sentir la punzada que siento en el estómago.

Me concentro de nuevo en los colores o, al menos, simulo hacerlo, pero siento su presencia cerniéndose sobre mí. Se aproxima y me tiende una bolsita blanca con el logotipo negro de Dolce & Gabbana. Me vuelvo de nuevo hacia él.

—¿Qué es?

—Ábrelo.

En el interior hay un bikini negro maravilloso. Cabeceo.

—Pero ¿qué significa?

—Pues que vamos a la playa —dice él, sereno y seguro de sí mismo.

—¿Estás loco? —Suelto una risita histérica. Reculo unos pasos y dejo la bolsita en la escalera.

Leonardo se planta delante de mí con aire desafiante, solemne como solo él sabe serlo.

—Vamos, venga… Solo será medio día. La costa es estupenda en esta época del año. —Mientras lo dice sus labios emanan una sensualidad irresistible.

—Sabes, como yo, que es mejor que no hagamos planes juntos —replico mirándolo severamente. Decido coger el toro por los cuernos—: No es una cuestión de tiempo. No debemos vernos más y basta.

—Elena —me acerca los labios a la oreja rozándome con su aroma, haciendo caso omiso de lo que le acabo de decir—, ven conmigo, solo esta vez.

Daría lo que fuese por no sentir ese remolino en la barriga, me gustaría darle una bofetada y apartarlo de mí con brusquedad. Pero a la vez deseo que me rapte y me lleve lejos de aquí.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano me aparto de él y trato de mantener con firmeza mi posición:

—No me apetece.

—Claro que te apetece. —Sonríe como si me hubiese pillado diciendo una mentira. Se acerca a mí y me abre el mono poco a poco, recorriendo mi cuerpo con la mirada.

—Vamos, quítate esto —prosigue—. Si me obligas a desnudarte, luego quizá no pueda parar…

Me mira, lo miro. Se me escapa una sonrisa. Estoy dudando y él lo sabe de sobra. Exhalando un hondo suspiro, cabeceo, aparto su mano de la cremallera y la bajo de golpe. He cedido. Él asiente con la cabeza, complacido. Me observa mientras salgo de mi coraza y me entrego a él inerme, rendida. Se ha salido otra vez con la suya el condenado…

—Pero ¡prométeme que volveremos antes de las siete! —le digo recogiendo mis bártulos.

—Por supuesto, todo lo que quieras —acepta enseguida sin ni siquiera escucharme y, aferrándome una mano, me arrastra por la nave rumbo a la salida.

El corazón me late enloquecido en el pecho. Estoy cometiendo una locura, pero, por un instante, vuelvo a tener quince años, revivo algunos momentos, cuando Gaia me convencía, por ejemplo, de que hiciéramos novillos unos segundos antes de entrar en clase. Experimento la misma sensación de libertad, la misma excitación que produce el tiempo arrebatado al deber, por ese puñado de horas preñadas de promesas, cuando aún creíamos que todo podía suceder.

***

En la anteiglesia nos cruzamos con Martino. Llega en este momento jadeando, como de costumbre, con la carpeta bajo el brazo y la cartera de cuero colgada al cinturón. Al verme en compañía de Leonardo, me mira estupefacto a la vez que muestra cierta decepción.

—Hola, Martino —lo saludo apartándome de Leonardo y saliendo a su encuentro.

—¿Te vas ya? —me pregunta. Por el tono deduzco que confiaba en pasar un rato conmigo.

—Sí —contesto abriendo los brazos, como si pretendiese justificarme—, he decidido tomarme un día de descanso.

—Ah.

Sus labios se curvan hacia abajo mientras observa a Leonardo a hurtadillas. Después me mira de nuevo, como si estuviese esperando una explicación, pero yo no sé qué decirle, de manera que me encojo de hombros y esbozo una sonrisa.

Martino asiente con la cabeza, como si hubiera comprendido todo.

—De acuerdo, voy a ver a san Mateo… —Se despide con un ademán y entra sin volverse.

—¡Hasta pronto! —grito desde lejos, pero él sigue su camino.

—¿Quién era? —pregunta Leonardo cogiéndome de nuevo de la mano.

—Un estudiante de Bellas Artes que viene aquí para estudiar los cuadros de Caravaggio.

—Está chiflado por ti; lo sabes, ¿verdad?

—Venga ya… —Zanjo la cuestión con un ademán de la mano—. Solo tiene veinte años.

—Por eso mismo —replica sin vacilar.

Sacudo la cabeza esbozando una sonrisa. En realidad hasta este momento no se me había ocurrido, pero los ojos con los que Martino me ha mirado hacen que la hipótesis de Leonardo sea más que plausible. Espero que no le haya sentado mal que me vaya.

***

Todos los pensamientos se desvanecen en cuanto subo a la Ducati y abrazo a Leonardo. Pegada a su espalda, me siento libre y a buen recaudo. Corremos como un rayo en dirección a la costa. La brisa matutina nos hace cosquillas en la cara y el cielo está azul, no hay una sola nube. Me siento a gusto sentada en el sillín de la moto. Me siento bien con él, en este momento lo único que deseo es estar aquí. Mientras recorremos la Pontina nos llega el aroma a sal, a algas y a pinar. A mar.

Sabaudia se recorta ante nuestros ojos con su atmósfera suspendida, parece salida de un cuadro de De Chirico. Ahora comprendo por qué en los años cincuenta los intelectuales romanos la eligieron como refugio estival. Este lugar tiene algo mágico, es una mezcla fascinante de mar, lago, ciénaga, bosque y desierto. La Ducati cabalga por el asfalto del paseo marítimo y durante varios kilómetros se suceden las dunas, recubiertas de vegetación, hasta llegar al monte Circeo, donde el blanco dorado de la arena cede el paso al verde de la escollera.

Leonardo aparca la moto en una explanada que hay al borde de la carretera y a partir de allí bajamos a pie por la escalera de madera que conduce a la playa. De vez en cuando me tiende solícito una mano y me ayuda a bajar. Es atento, con él me siento protegida. Cuando estoy a su lado no me falta nada. Ni siquiera Filippo, aunque sea una atrocidad decirlo.

—¡Dios mío, qué bonitas son estas dunas! —exclamo maravillada. El viento ha trazado en la arena blanquísima unos dibujos y arabescos que parecen obras de arte. Inspiro hondo y la salinidad inunda mis pulmones.

—Ya te dije que merecía la pena… —contesta Leonardo acariciándome con la mirada.

Necesitaba el aire libre, la luz natural. Adoro mi trabajo, pero no puedo por menos que reconocer que me está consumiendo los ojos y la piel: vivo rodeada de paredes hinchadas por la humedad, disolventes, polvos, andamios, pinceles sucios… Y Paola vociferando. Necesitaba salir, y este es un paraíso de naturaleza salvaje y agua límpida.

El chico del establecimiento nos sale al encuentro; pese a que aún estamos en mayo ya está moreno y el sol le ha aclarado el pelo. Nos da dos hamacas justo en la orilla y nos pregunta si nos apetece algo de beber. Le pedimos dos espumosos y nos deja solos. Alrededor hay pocas personas: una madre con dos niños pequeños y una pareja de ancianos con la piel enrojecida, quizá sean alemanes.

Leonardo se desabrocha la camisa, se acerca al agua y, tras levantarse los pantalones, hunde los pies en ella para probarla. Parece estar en su salsa: con la barba descuidada y el pecho bronceado podría pasar por un marinero. Se vuelve hacia mí.

—¿No quieres ponerte el bikini?

—¿Y tú?

—Yo llevo el bañador debajo.

Cojo la bolsa y voy a cambiarme a una de las cabinas. Debo reconocer que Leonardo tiene buen gusto: el bikini es precioso, tiene clase. La parte de arriba se anuda en la nuca, justo mi modelo preferido; hace resaltar los hombros, la única parte de mi cuerpo que me gusta de verdad, además de los brazos. ¡A fuerza de pasar horas y horas en los andamios y las escaleras con el busto en tensión, tengo unos hombros de nadadora!

Bueno, estoy lista. Ahora solo debo volver a la playa, acomodarme en la tumbona y relajarme. Por unos segundos veo la sonrisa de Filippo, sus hoyuelos, sus ojos de color verde claro, además de su expresión de dulzura, que, sin embargo, se hiela de repente. Por suerte, cuando abro la puerta de la cabina la luz del sol me deslumbra borrando enseguida la visión.

***

Leonardo me espera al lado de la tumbona con las gafas de sol puestas y un vaso en la mano. Se ha quitado la ropa y se ha quedado en traje de baño. Tiene un cuerpo robusto, pleno, terriblemente sexy. Desgraciadamente sexy. No es uno de esos cuerpos trabajados en el gimnasio, demasiado definidos; sus músculos parecen forjados al aire libre más que por las horas dedicadas a las pesas. Tiene un poco de barriga, como corresponde a un cocinero y a su forma de ser, la típica de alguien que sabe gozar de la vida. Por si fuera poco, el tatuaje de la espalda resulta terriblemente fascinante; de hecho, no consigo apartar los ojos de él.

Cojo mi vaso, que está en la mesita, al lado de un cuenco de cacahuetes.

Leonardo me observa complacido. De repente caigo en la cuenta de que aún no me he preparado para pasar la prueba del traje de baño. Además, la tranquilidad que he vivido con Filippo en los últimos meses me ha inducido a disfrutar más de lo debido en la mesa…

—El bikini te sienta muy bien —me dice.

Su mirada se detiene en el pecho. De hecho, el bikini en cuestión es realmente milagroso, me ha hecho pasar de la ochenta y cinco a la noventa de sujetador. En cualquier caso, sin saber por qué, he notado que después de haber hecho el amor con él he aumentado media talla.

No obstante, mi punto débil, el que me desespera de verdad, sigue siendo el trasero: jamás será respingón y duro, como me gustaría. Además tengo una celulitis horrenda detrás de los muslos que quizá no se vea, pero que aun así me hace sentirme imperfecta, incómoda; y no lleva camino de desaparecer, pese al carísimo y, cuanto menos, asqueroso preparado termal que me aconsejó Gaia. Claro que podría haber sido un poco más constante: me lo puse tres veces, porque a la cuarta renuncié, harta de manchar el pijama y la cama, y de levantarme toda pegajosa.

Leonardo, en cambio, parece deleitarse con todas las partes de mi cuerpo, a juzgar por las miradas que me lanza. El hecho me agrada y me adula. Creo que no hay nada más satisfactorio que comprobar que el hombre que deseas te encuentra atractiva.

—Vamos —me dice de buenas a primeras rodeándome la cintura y empujándome hacia el agua.

Nos tiramos juntos al Tirreno, verdoso y tibio. Leonardo me persigue y me salpica formando cascadas con las manos, y yo me siento ligera, viva, otra persona. Después nos buscamos bajo el agua y entrelazamos los brazos y las piernas como si fueran tentáculos. Le aparto el pelo mojado de la cara y lo beso en los labios, que ahora saben a sal. Él me abraza los muslos y me hace sentir su sexo duro, después aparta el bikini y me chupa un pezón, a la vez que con la otra mano me acaricia las nalgas.

Estamos tan excitados que podríamos pasar a mayores, pero la madre se acerca con los niños a la orilla obligándonos a renunciar a nuestras fantasías. Nos sonreímos y salimos del agua, posponiendo todo para otro momento.

Me seco el pelo y hago ademán de echarme en la tumbona.

—Ven aquí —me dice él haciéndome sitio a su lado.

Me rodea los hombros con un brazo y yo me pego a su cuerpo caliente. Permanecemos un rato así, en silencio, mecidos por el ruido de las olas y de nuestras respiraciones. Con un pie acaricio la arena y excavo un pequeño agujero. Recuerdo que, cuando era niña, en la playa del Lido jugaba hasta embadurnarme por completo, para gran desesperación de mi madre. En ciertos momentos, como ahora, añoro a mis padres. A saber qué estarán haciendo en este instante. Podría decir, sin temor a equivocarme, que mi madre estará en la cocina preparando uno de sus manjares o haciendo la compra. Mi padre, en cambio, quizá esté en casa de Antonio —su mejor amigo, un antiguo marinero, como él— haciendo las listas de los nuevos voluntarios de Protección Civil. Sé que ahora se dedica activamente al voluntariado (¡mucho mejor que el bricolaje!). Jamás han sabido lo que me ocurrió en los últimos meses y ahora pensarán que estoy navegando por aguas seguras en compañía de Filippo, cuando, en realidad, estoy aquí, delante de un mar magnífico, en brazos del hombre que ha dado un vuelco a mi existencia. Es inútil negarlo, Leonardo aún es parte de mí, se ha pegado a mí como la arena.

—¿Cómo te sientes? —me pregunta de repente, mirando un punto fijo en el horizonte.

Su pregunta, sumamente vaga, me confunde; no acabo de entender a qué se refiere.

—¿Te refieres a cómo me siento ahora?

—Sí, pero no solo —contesta a la vez que se vuelve hacia mí con una mirada que parece querer leer en mi interior—. ¿Cómo te sientes ahora y cómo te sientes en general después de lo que sucedió la otra noche?

Habría preferido evitar la pregunta. Para poder contestarla, antes debería poner un poco de orden en el caos de pensamientos y sensaciones que me agitan desde hace varios días. Lo intento y, de improviso, me invade una extraña euforia. Porque, pese al sentimiento de culpa y al peso que conlleva la traición, hacía mucho tiempo que no vivía un momento tan intenso como este. Puede que desde que Leonardo y yo dejamos de vernos.

—Contigo estoy bien —le respondo—. Siempre y cuando no piense en todo lo demás.

Asiente con la cabeza, puede que a él le suceda lo mismo.

—¿Y tú? —pregunto buscando una confirmación.

—Yo trato de sacar lo mejor de la vida, Elena, siempre. Y, al menos hasta la fecha, creo que lo he conseguido.

Por unos segundos, bajo sus largas pestañas se adensa una sombra. Pero después sonríe y la sombra se desvanece.

—Ven, demos un paseo —dice vistiéndose de nuevo.

***

Caminamos un poco por el rompiente, dejándonos rozar por las olas. Miro nuestras huellas, borrándose en la arena húmeda, con los ojos entusiastas de una niña, mientras Leonardo me tiene cogida de la mano como si me estuviese llevando a un lugar preciso.

La atmósfera de la playa de Sabaudia es huidiza: pocas personas, pocas miradas, pocas voces. A un lado el mar y al otro las dunas y unas cuantas mansiones, refugio de la mundanidad romana, que en esta época del año aún están vacías.

A varios metros, delante de nosotros, hay una pequeña lancha de goma en la orilla. Cuando llegamos a ella Leonardo la rodea y la examina con atención, como si quisiera asegurarse de que todo está en su sitio.

—¿Te apetece dar una vuelta? —pregunta. La invitación es irresistible.

—¿Conoces al dueño? —objeto tratando de no ceder enseguida.

—Es de Saporetti, lleva ese restaurante. —Señala una casita en la playa, a escasos metros de nosotros. Un instante después un hombre sale al porche y veo que bracea para saludarnos. Supongo que es el propietario del local y de la barca.

—Es un amigo —me explica Leonardo—. Ahora te lo presento.

Saporetti se acerca a nosotros y nos saluda cordialmente, con un fuerte acento de Lazio pero no es romano. Debe de rondar los sesenta años, tiene la piel atezada, el pelo completamente blanco y las maneras desenvueltas e informales del que está acostumbrado a tratar con la gente y sigue amando el contacto incluso después de numerosos años de trabajo. Da la impresión de que él y Leonardo se conocen desde siempre, y por la forma en que se hablan diría que han pasado más de una juntos.

—Id, id si queréis —nos anima señalando la zodiac—. Daos un paseo, pero luego os espero para comer un plato de espaguetis allo scoglio… Ya sabes a qué me refiero, Leona’.

—Basta, no digas más. —Leonardo se rinde alzando las manos.

Saporetti se despide de nosotros y quedamos con él para más tarde. Leonardo desata la cuerda de la lancha y la empuja hasta el agua. La fuerza de sus brazos me impresiona, como si los viese por primera vez: los músculos parecen salírsele de la piel.

Me ayuda a subir, luego se da impulso y se sienta a mi lado, enciende el motor y nos alejamos de la orilla.

Pese a que es casi mediodía, el sol no quema, gracias a la agradable brisa que llega del Circeo. Las olas rompen contra la zodiac haciéndonos saltar. Las salpicaduras me mojan la cara y yo me dejo acariciar por ellas, feliz de estar respirando este aire de libertad. Cuando pienso que en este momento debería estar trabajando bajo la mirada severa de Paola siento un escalofrío. Es mi pequeña evasión, aunque no inocente, desde luego. Y tengo que intentar disfrutar de ella.

En unos minutos arribamos a la ensenada que hay bajo la torre del promontorio. Aquí la montaña se lanza al mar en un extraordinario encuentro de tierra y agua. Esta naturaleza primitiva y salvaje es pura energía, y me vigoriza.

Leonardo apaga el motor. Nos quitamos de nuevo la ropa y nos dejamos mecer por el balanceo de las olas. Me tumbo y apoyo la cabeza en el borde de la barca, dejo que el sol me caliente tapándome los ojos con un brazo. Unos segundos después Leonardo me coge la barbilla y me besa apasionadamente hundiendo su lengua ardiente en mi boca y tirándome de un mechón de pelo aún mojado para que me acerque a él. Es un beso enardecido, impaciente: me está reclamando. Me quedo sin aliento. A continuación se levanta, me traspasa con su mirada ardiente y se tira al agua.

Puede que sea una invitación. Puede que los ojos y el beso me hayan querido decir: «Sígueme, ¿a qué estás esperando?». Así que me desabrocho la camisa y me tiro también, nado hasta él en el agua, entre los reflejos de luz. Leonardo me rodea con sus vigorosos brazos y en ese momento siento deseos de abandonarme, de convertirme en una sola cosa con él, aquí, en medio de este mar, circundados únicamente por el agua y el sol. Piel contra piel, piel semejante a una ola líquida y caliente.

Nos dejamos llevar por el juego, la seducción, la pasión. Leonardo me hunde un par de veces y se ríe al verme bracear cuando vuelvo a salir a la superficie. Me atrae hacia él, sus manos me levantan por detrás y su sexo resbala entre mis nalgas. Me da un beso violento en el cuello y un mordisco que me produce una especie de sacudida eléctrica. Su rodilla me acaricia entre las piernas y mi sexo mojado arde a la vez que un estremecimiento recorre todo mi cuerpo, del vientre a la cabeza.

En ese instante me suelta y empieza a nadar hacia los escollos que hay bajo la torre. Lo sigo. Ayudándose con una cuerda que hay clavada en la roca, trepa por la escollera hasta llegar a una explanada de piedra lisa. Me tiende un brazo para ayudarme a subir y me abraza al mismo tiempo que empieza a besarme con prepotencia. Me desata el sujetador del bikini y con un ademán seguro me baja las bragas.

Me quedo desnuda frente a él; sus ojos, que queman más que el sol, calientan mi cuerpo. Me mira como si fuera lo único que desease en la vida.

—Podría pasarme el día mirándote, Elena —dice.

Me aferra una mano y aprieta con ella su sexo haciéndome sentir a través del bañador cuánto me desea. Se lo quito, lo tiro sobre el mío, y me pego a su cuerpo desnudo. Debo dejar en él una huella de mí, de mi deseo. Leonardo tiene un aspecto terriblemente sexy, juvenil y descarado. El agua exalta el aroma de su piel, que es más embriagador que nunca. Me sonríe con sus ojos oscuros, con las arrugas que tiene en las comisuras, que siempre me han vuelto loca.

Leonardo me tumba con dulzura en el suelo, sobre la piedra lisa y ardiente. A pesar de que quema, su calor no llega a superar el de mi cuerpo. Leonardo se echa encima de mí, me inmoviliza los brazos encima de la cabeza y me aprieta los muslos con sus rodillas.

—¿Sabes el efecto que me produces? —gruñe exhalando un suspiro.

—No —digo jadeando mientras me extiendo por completo debajo de él.

Leonardo esboza una sonrisa.

—Vaya si lo sabes —replica y, deslizando dos dedos entre mis piernas, me tapa la boca con la otra mano.

Empiezo a gemir apenas siento sus dedos expertos dentro de mí. Por lo visto quiere que me corra sin penetrarme. Estoy perdiendo el control. Pero no quiero gozar así: lo quiero a él, necesito sentir su erección en mi cuerpo.

Cuando casi he llegado al extremo, Leonardo se tumba sobre mí y me colma con su deseo, húmedo e hirviente. Me obliga a deslizar una mano alrededor de su cintura, la apoya en el fondo de la espalda y, abrazada a él, me penetra con más fuerza. Empuja con un ritmo desgarrador. Su respiración se une a la mía, se va tornando cada vez más áspera y entrecortada. Siento que el familiar calor sube por mis entrañas, me contrae y me aturde anulando todo cuanto sucede fuera de mi cuerpo.

Eso me hace Leonardo. No pide permiso, no permite que lo conozca, que lo comprenda, pero se apropia de mí: me hace suya sin encontrar resistencia, y yo no puedo pensar en nada más. En este rincón perdido del mundo solo existimos él y yo, en esta piedra ardiente, ante este mar, que asiste al espectáculo de nuestra pasión y casi parece alentarnos con el movimiento de sus olas.

Me muevo bajo su cuerpo secundando su ritmo. Cada vez más excitada, exijo el orgasmo que me está prometiendo.

—Sigue, te lo ruego, no te pares, fóllame —le susurro al oído.

De repente, me obliga a darme la vuelta y me pone boca abajo; su peso y su fuerza casi me aplastan. Me deja sin escapatoria y me toma por detrás, soy prisionera de su deseo. Es violento y ahora me desea así.

Me abandono por completo hasta que nos corremos juntos, embriagados de recíproco placer.

—Dios mío, Elena —murmura besuqueándome los hombros—. Eres como una droga, contigo pierdo el control de una forma inaudita y me vienen a la mente unos pensamientos… No puedo resistirme a ti.

Lo miro, cuento hasta tres en silencio y luego digo lo que no debería:

—Pues no lo hagas.

***

Nos tiramos de nuevo al agua. Esta vez completamente desnudos. Ahora ya nada me parece prohibido. Haría lo que fuese con él, a él y por él. Salimos de nuevo y nos tumbamos en las rocas para secarnos al sol. Después volvemos con la zodiac y, manteniendo nuestra promesa, comemos en el restaurante de Saporetti.

Leonardo me cuenta que esta cabaña de madera plantada en la arena es un local histórico: aquí venían Pasolini, Moravia, Fellini y Bertolucci. Al entrar y ver los manteles a cuadritos blancos y azules, las lámparas de junco y las sillas de madera pintada tengo la impresión de dar un salto en el tiempo, de estar paseando por la Italia de los años sesenta.

Saporetti nos recibe con su sonrisa cálida y, sin esperar a que pidamos la comida, nos comunica que nos está preparando ya nuestros espaguetis. Por lo visto son su plato fuerte. Si Leonardo lo dice, habrá que fiarse… A pesar de que su cocina, por lo poco que entiendo, es mucho más sofisticada y experimental. En pocas palabras: Saporetti es la tradición y Leonardo la innovación.

Mientras esperamos la pasta degustamos un delicioso vino blanco del Circeo.

—Es extraño —dice Leonardo como si estuviese pensando en voz alta—. Ya no eres la Elena que conocí. Te encuentro… distinta. Y no sé explicar por qué, pero es una sensación muy fuerte.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que pareces más mujer, como si en poco tiempo te hubieses vuelto más femenina, más madura… Sé que lo que digo te hará sonreír.

Lo observo mientras bebe un sorbo de vino y, de improviso, me veo a través de sus ojos. Como era cuando me conoció y como soy ahora: la Elena de hace siete meses —la joven sola e indecisa— y la Elena de ahora, felizmente prometida y con alguna que otra certeza más. Tan diferentes y, sin embargo, tan idénticas en una cosa: la irresistible y malsana atracción por este hombre.

—Sí, puede que haya cambiado y, para bien o para mal, tú tienes que ver con esa transformación —reconozco al final mientras me vuelven a la mente algunas imágenes de nuestra historia, detalles que he procurado reprimir o que he olvidado sin más.

Se produce un breve silencio.

Leonardo lo rompe:

—¿Aún me odias?

—Claro que te odio, pero si volviese atrás lo haría de nuevo. No me arrepiento —contesto mirándolo a los ojos, tan segura de mí misma como no lo estaba desde hacía mucho tiempo.

La rabia que alimentaba contra él se ha convertido en una sensación similar a un hechizo, a una perdición consciente que hace temblar mis piernas. Pero ya no tengo miedo.

—¡Aquí están! —La llegada de Saporetti rompe la atmósfera y desvía nuestra atención a los dos maravillosos platos de pasta en los que se exhiben todas las criaturas del Mediterráneo.

—¿Tienes hambre? —me pregunta Leonardo al ver que intento enrollar torpemente con el tenedor una maraña enorme de espaguetis.

—¿No sabes que el aire de mar despierta el apetito?

***

A media tarde volvemos a Roma. No me queda más remedio que subir un momento a casa de Leonardo. Necesito darme una ducha y arreglarme para que Filippo no sospeche: si me viese así notaría en un segundo que no he ido a trabajar. Además, llevo pegada a la piel la letra escarlata de la traición, no es solo una cuestión de arena, de sal, de marcas del sol: es el aroma de Leonardo, su sudor, sus manos, que aún siento sobre mi cuerpo.

El apartamento está en el Trastévere, a pocos pasos de la plaza Trilussa, en el tercer piso de un edificio sin ascensor que da al río. Es un ático luminoso, recientemente reformado, con una vista espléndida de la ciudad y unos acabados de lujo; el parqué es de madera de cedro, las encimeras de la cocina de mármol blanco de Carrara, el altillo está pintado de color rojo pompeyano y en el centro del mismo hay una cama matrimonial king size.

—¿Te apetece beber algo? —me pregunta Leonardo después de haberme invitado a acomodarme en el sofá.

—Sí. Un vaso de agua, gracias. —El día de hoy me ha dejado felizmente deshidratada.

—No te pases —comenta riéndose. Da la impresión de que intenta relajar la atmósfera.

Silbando una canción del verano que me parece reconocer, Leonardo abre la nevera y saca una botella helada de Fillico King. ¿Por qué tiene que distinguirse en todo, incluso en el agua? Se acerca a mí con dos vasos. Apuro uno de golpe y, antes de que sea demasiado tarde, me escabullo al cuarto de baño para arreglarme.

Cuando me miro al espejo enmarcado con estucos venecianos me doy cuenta de que en lugar de las mejillas ahora tengo dos tomates al rojo vivo. No sé cuánto puede durar el efecto, confío en que desaparezca del todo antes de volver a casa. Abro el grifo de la ducha con la intención de permanecer bajo el chorro un buen rato.

Apenas me quito la parte de arriba del bikini veo en el espejo a Leonardo, que está en el umbral. Me mira con aire vicioso y una sonrisita famélica dibujada en los labios.

Le lanzo una mirada inquisitiva, pese a que sé de sobra lo que quiere: me lo dicen sus ojos anhelantes, su aliento en mi cuello y sus dedos, que me acarician los pezones. Antes de que pueda pronunciar una palabra me abraza y me empuja hacia la pared.

Sus manos vuelven a recorrer mi piel, que arde más de lo habitual debido al sol. Somos dos imanes, dos electrodos, dos noches que se persiguen. Su boca me reclama insaciable.

Lo fuerzo a pararse. Esta vez quiero dirigir yo la situación. Necesito hacerlo mío.

Mi mano se desliza rápidamente hacia sus nalgas e instintivamente atraigo su pelvis hacia la mía. Leonardo me desea, lo siento. Su deseo tiembla impaciente bajo los pantalones. La percepción de esa impelente necesidad me aturde y excita. Mis dedos se hunden en su pelo y tiran con fuerza para mantenerlo pegado a mí.

—¿Cómo es posible que nunca me baste? —jadeo rozando su cara.

Sé que para él es lo mismo, y se lo digo también con los ojos, mientras la sangre arde en mis venas. Le bajo la cremallera de los pantalones y busco su sexo duro, hirviente. Veo que echa la cabeza hacia atrás, a la vez que apoya las manos en la pared que hay a mi espalda. Resbalo por las baldosas hasta que me quedo agachada delante de él y lo lamo con delicadeza. Lo dejo entrar en la boca; su sabor, mezclado al de la sal, me deleita. Siento que Leonardo se estremece de placer, le acaricio las piernas, le aprieto las nalgas chupando lentamente. Me gusta procurarle ese estremecimiento, que fluye bajo su piel. Leonardo me acaricia el pelo y me da un tirón un poco doloroso, después me empuja hacia él, quiere que lo haga gozar y cuando está alcanzando el clímax me aparta con delicadeza y me besa. Besa su placer, su sabor, sin soltarme el pelo, después me hace inclinar hacia atrás la cabeza, lo suficiente para mirarme a los ojos, amenazador y rendido a la vez.

—Tú me volverás loco.

Me zarandea y me clava los dientes en el cuello.

—¡No…, por favor! —le imploro en un asombroso momento de lucidez—. ¡No me dejes marcas!

Me aferra un brazo y me mete en la ducha, donde el agua sigue cayendo. Me pega la cara a la pared y a continuación, poseído por un furor rayano en lo animalesco, me agarra por los costados y me obliga a arquear la espalda. Me penetra sin preámbulos, áspero, brutal y tremendamente excitante. Se mueve dentro de mí jadeando, su pelvis contra la mía, su pecho contra mi espalda, mientras el agua cae sobre nosotros sin lograr apagar el fuego que arde en nuestro interior.

Sus dedos buscan mi boca, que se abre rendida, juegan con mi lengua, me fuerzan a emitir unos sonidos de los que no me creía capaz.

—¡Vamos, Elena! —gruñe en mi oído—. ¡Quiero oírte gritar!

A la manera de un instrumento sometido a su mando, mi cuerpo genera un orgasmo devastador que me llena el alma y rebosa por la garganta con un grito ronco y profundo.

Leonardo, estoy completamente loca por ti.

***

Mientras nos vestimos recibo un SMS. Mi iPhone, que está apoyado en el estante del lavabo, se ilumina de verde. Supongo quién es a esta hora, aunque espero equivocarme con todas mis fuerzas. Por desgracia, no es así.

¿Cómo vas, Bibi? ¿Cena en casa o fuera?

Beso

Siento una punzada en el corazón. Soy una cabrona. Una traidora. Me subo un tirante del sujetador luchando para sofocar mi tormento, pero pierdo la batalla, dado que Leonardo se da cuenta enseguida.

—¿Es tu novio? —pregunta sin alterarse demasiado.

—Sí —contesto a la vez que escribo a Filippo que prefiero que esta noche nos quedemos en casa.

Él no dice nada y me da un beso en la frente, después sale del cuarto de baño y se dirige a su dormitorio para acabar de vestirse.

Cabeceando, cierro la puerta y me miro al espejo: mi aspecto es normal, no estoy marcada por la infamia. Pese a ello, siento sobre mí el peso de este día, que he vivido en la clandestinidad.

Me pregunto si quiero de verdad a Filippo.

Sí, coño, claro que lo quiero, estoy segura.

Entonces, ¿por qué deseo a Leonardo?

He leído en algún sitio que la mayor parte de las veces no se desea lo que se quiere, ni siquiera lo que se respeta. En particular, no se desea aquello a lo que nos parecemos. Puede que sea verdad, pero ahora no es momento para cavilaciones. Tengo que volver a casa.

Me reúno con Leonardo en su habitación, amplia y luminosa, y él me acompaña a la puerta. Se ha cambiado y ahora huele a gel de baño. Me acaricia la barbilla, se apoya en la jamba y me mira como si no quisiese que me marche.

—¿Cuándo volveremos a vernos? —pregunta.

—No lo sé… —contesto bajando la mirada y metiendo el teléfono en el bolso.

Él me obliga a levantar la cabeza y busca mis ojos.

—Eh… Has dicho que no te arrepentías de lo que hiciste conmigo. No empieces ahora, ¿eh?

—De acuerdo. —Suspiro, poco convencida. Me despido de él con un beso fugaz, a continuación bajo la escalera como un rayo y me sumerjo en el tráfico del Lungotevere.

Mientras camino hacia la parada del autobús tengo la extraña sensación de que tarde o temprano deberé arrepentirme de algo. Aunque no sé exactamente de qué.