Hurgo en el bolsillo del peto buscando la caja de palitos de regaliz, pero al abrirla veo que está vacía. Maldita sea. Son apenas las cuatro de la tarde: en solo medio día he vaciado un paquete entero de Amarelli y ahora tengo el estómago revuelto y estoy mareada debido a la subida de tensión. Pero el regaliz no es el único culpable: son las secuelas de la velada de ayer y de la noche insomne. El hecho de volver a ver a Leonardo me impactó, pese a que, en el fondo, era previsible. No dejo de repetirme que todo va bien, que Filippo es el único hombre para mí, pero no tiene sentido mentirme a mí misma: es la tercera vez seguida —para gran alegría de Paola— que me equivoco al mezclar los pigmentos añadiendo blanco en lugar de azul. Es la prueba definitiva, como si fuese necesaria: he perdido hasta la concentración. ¿Qué demonios me está pasando? Mi cabeza no está aquí, en estos momentos viaja rumbo a esa tierra ilimitada que es Leonardo. Tengo que protegerme, que quererme mucho. Debo pensar en otra cosa.
Por si fuera poco, las dos mujeres y la monja carmelita que recitan el rosario en voz alta desde hace media hora justo delante de la capilla contribuyen a que se me acaben de cruzar los cables. Su cantilena en francés me martillea las sienes. Al menos, podrían tener la delicadeza de bajar un poco el volumen, pero quizá estén tan ensimismadas que se han olvidado del mundo que las rodea. Me vuelvo para mirarlas al mismo tiempo que busco el matiz apropiado para reavivar los rizos de Jesús, que está en brazos de la Virgen.
Martino no ha venido hoy. Ni siquiera puedo distraerme charlando con él. Su presencia se ha convertido ya en una constante de mis días y hoy, que no lo veo meter toneladas de monedas en la máquina o verter ríos de tinta en sus folios sueltos, me siento un poco sola. A saber si volverá o si, por el contrario, habrá decidido atrincherarse en casa a estudiar para el examen del temidísimo Bonfante.
—¿Qué narices haces, Elena? —Una mano me sujeta la muñeca y aparta a toda prisa mi brazo del recipiente equivocado. Es Paola. ¡Maldita sea! Estaba metiendo el pincel en el disolvente en lugar de en el agua—. Pero ¿qué te pasa? —grita. Su voz es tan chillona y su gesto tan violento que por un pelo el susto no me hace caer al suelo.
—Perdona —susurro bajando la mirada; ardo de pies a cabeza—. Hoy estoy en las nubes.
—Ya me he dado cuenta. Nunca te he visto tan distraída —comenta. Con todo, su voz suena menos acre de lo habitual y deja abierto un resquicio a la clemencia—. Por lo visto has tenido una noche fuertecita, ¿me equivoco? —Me mira como si acabase de ver la película completa de mi cumpleaños.
—Pues sí, la verdad es que me dormí un poco tarde —reconozco sin profundizar en los detalles más embarazosos—. Quizá debería salir a tomar un poco el aire.
—Pues sí, sal a recuperarte un poco.
Sin quitarme el peto, me dirijo a la salida y una vez fuera doy unos pasos en la anteiglesia. Me bajo la cremallera, me quito la sudadera, me ato las mangas a la cintura y me quedo en camiseta. Inspiro y espiro a pleno pulmón admirando los edificios que me rodean. El cielo huele ya a verano y el aire es chispeante, pero ni siquiera así logro calmarme. Por desgracia, no fumo, porque este sería el momento de encenderme un cigarrillo. Estoy tan nerviosa y aturdida que casi podría empezar a fumar ahora. Sé que hay un estanco en la esquina…, podría acercarme un momento y comprarme una cajetilla de Vogue Lilas, los cigarrillos largos que fuma Gaia. Pero las ganas de hacerlo se me pasan en cuanto veo acercarse al padre Sèrge con una caja llena de folletos para la parroquia. Va vestido con un traje gris de lino de manga larga. No sé cómo no tiene calor.
—Elenà, ça va bien? —Me sonríe con sus dientes blanquísimos. Se estará preguntando por qué estoy aquí fuera y no dentro, trabajando.
—Oui, tout va bien. Merci… —Intento hablar en francés, pero es tan forzado que desisto de inmediato—. Estoy descansando cinco minutos —me justifico con una expresión de sufrimiento, como si dijese: «Prueba tú a estar en el andamio tres horas seguidas».
—Por supuesto, de vez en cuando hay que parar un poco —dice y aprovecha el momento para endosarme un folleto—. Es el programa de junio, recién impreso —me explica con una sonrisa triunfal.
—Gracias. Lo leeré. —Salta a la vista que estoy mintiendo, pero es la única forma que tengo de contentar al padre Sèrge, que, por lo visto, lo considera muy importante.
—Bueno, voy a prepararme para la misa. —Se despide y entra en la iglesia con paso de atleta.
—Adiós. Hasta luego.
A pesar de que es un poco entrometido —y de que aún no ha comprendido que hace tiempo que di el cerrojazo a la cuestión de la fe—, el padre Sèrge me cae bien. Su semblante está siempre alegre y su acento, francés africano, resulta melodioso cuando habla italiano.
Mientras dudo si entrar o quedarme aquí un poco más, mi iPhone empieza a sonar. En la pantalla aparece un número con el prefijo tres cuatro cero. No está en la agenda, pero me temo que sé a quién pertenece. No ha servido de nada borrarlo: me lo sé de memoria y, por desgracia, lo recordaría incluso después de una borrachera colosal. Durante un segundo interminable, pienso convencida que no quiero contestar, pero esta certeza dura, precisamente, solo un segundo.
A la quinta llamada carraspeo y contesto con un hilo de voz:
—¿Dígame?
—¡Hola! —dice Leonardo—. Soy yo.
—Lo sé —replico sin darme cuenta de que me he puesto a andar arriba y abajo, y a mirar a mi alrededor, nerviosa.
—¿Cómo estás? —pregunta.
—Bien —me apresuro a responder. En realidad, no es así, pero quiero liquidarlo lo antes posible.
—¿Estás trabajando?
—Sí… —Quizá debería coger al vuelo la excusa para dar por concluida la conversación y volver a respirar (¿mi corazón ha dejado de latir y no me he dado cuenta?), pero Leonardo no pierde el tiempo. Sin preámbulos, va directo al grano—: ¿Te apetece que nos veamos esta noche?
—¿Esta noche…? —Vacilo un instante.
—Sí, esta noche —corrobora. Como siempre, su tono es firme, seguro.
En resumen: este hombre piensa que puede aparecer de la noche a la mañana en mi vida, dejarme el corazón hecho añicos, marcharse para regresar al cabo de unos meses como si nada y encima preguntarme si quiero verlo. Esta noche. Quizá incluso espera que dé saltos de alegría. «Te equivocas de medio a medio». Mi orgullo me sugiere la primera respuesta. Pero en ese mismo instante un deseo solapado y rastrero se insinúa en mi mente: la verdad es que podría verlo, solo una vez, para hablar un poco y quizá aclarar por qué rompimos. A fin de cuentas, qué tiene de malo…
—No sé si puedo. —Me tomo unos segundos para pensar debatiéndome entre el orgullo y la emoción.
—Sí o no, Elena.
Creo que sí. O, al menos, soy más propensa a decir que sí. Me siento lo bastante fuerte como para enfrentarme a Leonardo con indiferencia y madurez. Quizá el destino lo haya vuelto a poner en mi camino para darme la posibilidad de concluir de forma definitiva nuestra relación y liberarme para siempre de su fantasma.
—De acuerdo —digo al final cediendo. Emoción uno, orgullo cero.
—Paso a recogerte con la moto. ¿Dónde estás?
¿Con la moto? Eso sí que no se me había ocurrido.
—Trabajo en San Luigi dei Francesi, pero es un lío llegar hasta aquí en moto…
—No te preocupes. Espérame a las ocho en la avenida Vittorio. Delante de Sant’Andrea della Valle.
La típica orden que no admite objeciones, lo reconozco. Su voz hace aflorar el recuerdo de lo que sucedió hace unos meses.
—De acuerdo —digo, ya arrepentida.
***
Antes de volver al trabajo llamo a Filippo para avisarle de que esta noche voy a salir. Me invento una excusa, la primera que se me pasa por la cabeza, y, dado que aún no tengo un grupo de amigas en Roma, solo puedo usar a Paola como coartada. De manera que le digo que he quedado para ir a comer una pizza con la antipática de mi colega, que por una noche ha decidido quitarse la máscara de pit bull y abrirse al mundo. A Filippo no parece importarle demasiado; es más, me dice que me divierta y que procure que Paola se divierta también, porque «quizá le haga falta».
Acabo de convertirme en una profesional de la mentira…
—¡Por supuesto! —contesto risueña, celebrando su ocurrencia, pero con una risita falsa, casi histérica. No me gusta mentir, ojalá mejore un poco. Hacía meses que no mentía y la última vez la causa también fue Leonardo. Me ha bastado volver a verlo una noche para sentir de nuevo la necesidad. Al pensarlo experimento una desagradable sensación. Pero esta vez, como todas las demás, en el fondo siento que no me queda otra alternativa. No serviría de nada prohibirme este encuentro. Sé que, en cualquier caso, seguiría pensando en él y el deseo frustrado bloquearía mi mente. Lo único que pretendo es comprender, eso es todo. O, al menos, eso es lo que me digo. Así que más vale enfrentarse al monstruo.
***
Hace unos minutos que lo espero en la explanada que hay delante de la basílica de Sant’Andrea della Valle. Camino agitada alrededor de la fuente y miro a mis espaldas a hurtadillas, como si fuese una delincuente y de un momento a otro pudiese llegar alguien a arrestarme. No dejo de preguntarme si he hecho bien al aceptar la invitación de Leonardo y la respuesta es invariablemente la misma: no. En uno de mis sueños con los ojos abiertos veo que la mano de Filippo agarra una presilla de mis vaqueros y me atrae hacia él como si fuese un gancho mecánico: «¡No lo hagas, Bibi! ¡Ven conmigo!».
El zumbido de una moto me devuelve a la realidad. Ante mí se ha materializado un centauro con la cara cubierta por un casco integral montado en una Ducati Monster. Es un espectáculo de músculos, piel y metal.
Leonardo apaga el motor y alza la visera dejando a la vista sus ojos magnéticos: también parecen hechos de metal brillante. Para ser un monstruo, es condenadamente guapo. Sonríe, me saluda y, sin bajar de la moto, me tiende otro casco. No sé una palabra de motos, pero recuerdo —gracias a un flirt estival con un centauro demasiado hablador— que cuando tienen la parte mecánica a la vista en jerga se llaman nude. Yo también me siento desnuda cuando me envuelve con su mirada, repentinamente minúscula e inerme. Me pongo el casco, pesadísimo. Él me ayuda a cerrarlo bajo la barbilla y me hace sitio en el sillín. Por suerte llevo puestos los vaqueros y no la falda: el peto no resulta muy femenino.
Apoyo un pie en el pedal y, agarrándome a los hombros de Leonardo, trazo medio círculo en el aire con la otra pierna. ¡Genial, he conseguido sentarme en el sillín sin hacer el ridículo! No niego que la moto es bonita, pero no se puede decir que sea cómoda. Tengo miedo antes incluso de que arranque, de manera que me pego a él.
—¿Lista?
—¿Adónde vamos? —pregunto.
—Es una sorpresa.
Si mal no recuerdo, cuando Leonardo dice eso hay que preocuparse.
—Ve despacio, por favor —le suplico sujetándome con las manos a sus costados. El contacto con su cuerpo me produce cierto efecto. Es tan robusto…
—¿Miedo? —pregunta riéndose y acariciándome un muslo para tranquilizarme.
—Un poco —admito.
—Cálmate. No corro.
Leonardo arranca. El zumbido de la moto me electriza y me hace vibrar ligeramente en el sillín; el miedo se transforma de inmediato en excitación. Derrapando, partimos como un rayo por la avenida Vittorio.
El aire fresco del anochecer me acaricia la cara, me siento libre. Aprieto sus piernas con las rodillas para sujetarme mejor. El corazón me sube a la garganta, sobre todo cuando doblamos una curva, pero al mismo tiempo me siento segura con él conduciendo. Sus gestos son sumamente firmes, de manera que no puedo por menos que confiar en ellos. La Ducati acaricia el asfalto y corta el viento con arrogancia, atraviesa Ponte Sisto saludando el Tíber con un toque de bocina y luego sube hacia el Gianicolo. Dejamos atrás varias curvas pronunciadas y el Fontanone aparece ante nuestros ojos con su mágica presencia. Leonardo aparca en la explanada, baja primero y me ayuda a hacerlo cogiéndome por la cintura.
El sorprendente escenario y el ruido del agua que sale por los caños y cae en la pila que hay debajo me hechiza por unos segundos. Me entran ganas de sumergirme en ella. No entiendo por qué las fuentes de Roma me fascinan tanto. Se hacen oír, casi parece que me susurran algo. Pero esta noche no me apetece saber lo que tiene que decirme el Fontanone del Gianicolo.
—Es precioso —digo mirando alrededor. Me quito el casco y trato de remediar el estado de mi pelo, que, supongo, debe de haberse pegado espantosamente a la cabeza.
—¿Nunca habías estado aquí? —Leonardo engancha mi casco al suyo y los deja en la moto.
—No…, solo hace un par de meses que vivo en Roma. —Me pregunto por qué Filippo nunca me ha traído aquí, pero desecho de inmediato la idea.
—Y aún no has visto lo mejor. —Sonríe y me mira con sus ojos oscuros e indescifrables—. Si te parece, podemos pasear un poco hasta el Belvedere.
—De acuerdo —contesto desviando la mirada.
Proseguimos a pie siguiendo el trazado de los muros. La subida es agradable a esta hora. El sol casi se ha puesto trazando en el cielo unas estrías rojas. Paseamos lentamente, a la distancia adecuada el uno del otro, y mientras avanzamos mis ojos devoran nuevos escorzos de turbadora belleza.
Al llegar a la cima nos asomamos unos minutos al Belvedere di Monteverde. El panorama es extraordinario. Tengo la sensación de abrazar Roma en un parpadeo. La ciudad parece adormecerse al mismo tiempo que se encienden las luces. Por primera vez desde que llegué a Roma miro la ciudad y tengo la impresión de comprenderla. Vista desde aquí arriba, la metrópolis caótica y complicada que conozco tiene un aspecto menos amenazador y se extiende, socarrona, a mis pies.
—Nunca la he visto así… —digo a Leonardo—. Gracias por haberme traído aquí.
Sonríe y al hacerlo me atraviesa el alma sin permiso. No se debería consentir a nadie sonreír de esa forma, aquí, en un atardecer como este.
Caminamos un poco más y nos sentamos en un banco. Las primeras estrellas de la noche brillan ya en el cielo y una brisa de poniente llega desde el mar acariciando nuestras caras como una ola cálida y ligera.
Navegamos rumbo a puertos seguros hablando de nuestros respectivos trabajos. Es el tipo de conversación que se entabla cuando te encuentras por primera vez con alguien al que te gustaría conocer mejor o con un amigo al que no ves desde hace mucho tiempo. Permanecemos en la superficie de las cosas, seguimos un flujo natural de preguntas y respuestas que solo interrumpen unos breves silencios.
—¿Eres feliz? —me pregunta a bocajarro. Luego añade—: Tu novio parece un buen chico.
Por la manera en que lo dice, comprendo que la otra noche nos observó desde la cocina.
—Sí, lo es —admito, y empiezo a contarle lo que puedo de Filippo y de nuestra relación.
Leonardo, en cambio, me explica que vive en Roma desde hace varios años, que abrió el restaurante con un socio y que le dedica la mayor parte de su tiempo. No obstante, de cuando en cuando parte a una de sus «misiones», cuando le proponen algún reto profesional o cuando, simplemente, necesita cambiar de aires. Como sucedió en Venecia.
—Nunca me hablaste de esto… —comento. Qué extraño, a pesar de que hemos compartido una intimidad extrema, desconocía todos estos detalles de su vida.
—Porque nunca me lo preguntaste —observa él encogiéndose de hombros.
—Eras tan reservado que al final renuncié a preguntarte —reconozco.
—Puede que tengas razón. En parte también es culpa mía. —Sonríe de nuevo, pero esta vez con amargura—. He pensado mucho en ti durante estos meses, ¿sabes? —Baja un instante la mirada, como si pretendiese aferrar un recuerdo. A continuación se acaricia la barbilla y añade—: No tienes ni idea de cuántas veces he estado a punto de llamarte.
—¿Y por qué no lo has hecho? —Las palabras salen de mi boca involuntariamente, casi descaradas. Esperé en vano una llamada y ahora descubro que también él tenía ganas de hablar conmigo.
—No lo hice porque cuando pensaba en lo que te podía decir me daba cuenta de que no iba a ser muy distinto de lo que nos dijimos ya hace unos meses. —Se apoya en el respaldo y permanece un momento en silencio—. Te habría decepcionado de nuevo y la idea no me gustaba.
—En pocas palabras, que no me buscaste por mi propio bien. ¿Es eso lo que me estás diciendo? —Parece el guion de una película lacrimógena. Siento que se apodera de mí una rabia visceral. Intento contenerla, porque a estas alturas ya no tiene sentido, pero, por desgracia, el deseo de comprender lo que nos sucedió es irrefrenable. Al menos eso. Y él sabe que me debe una explicación.
—No, Elena. Lo hice por mi bien.
Cabeceo. Ahora sí que no entiendo nada.
—Quería olvidarte, me negaba a quedarme atrapado en esa relación y tampoco lo deseaba para ti. Tarde o temprano me habría marchado y habríamos tenido que separarnos. No podíamos seguir y la única salida era romper sin más. —Exhala un suspiro—. Mi vida es complicada, Elena. Soy una especie de nómada, viajo constantemente de una ciudad a otra. Además tengo ciertas responsabilidades de las que no puedo ni quiero sustraerme… —Parece que va a añadir algo más, pero al final baja la mirada y calla.
—¿De qué responsabilidades estás hablando? —le pregunto, ansiosa por saber.
Sus ojos escrutan el horizonte, sopesa si debe responder o no. Después me mira con una sonrisa desarmante en los labios.
—Olvídalo. ¿Qué sentido tiene hablar ahora de eso?
—Para mí lo tiene, en cambio —insisto, decidida a no permitir que me arrincone—. Hasta ahora solo he sufrido tus decisiones… Creo que me debes una explicación, por pequeña que sea.
Trato de mostrar cierta autoridad, pero con él no funciona. Leonardo me mira ligeramente sorprendido, después me acaricia una mejilla, como se haría con un niño que tiene una rabieta.
—Las explicaciones no mejoran las cosas, Elena. Al contrario, entristecen más.
Dentro de su mano, grande y cálida, mi cara parece realmente la de una niña. Me pierdo en ella. Este hombre se niega a decirme quién es realmente. Basta, no insisto, sé que es inútil y, además, no quiero darle demasiada satisfacción.
—Anoche me alegré mucho de volver a verte —dice arqueando las cejas.
—Fue surrealista, Leonardo. Y me dolió —observo. Pienso que nunca olvidaré la fiesta de mis treinta años.
—Pero debes aceptarlo, Elena, porque, por mucho que hagamos planes o nos engañemos tomando decisiones, lo que cuenta es el destino. Y no podemos hacer nada para evitarlo.
—Menudo lío —digo exhalando un suspiro.
—O puede que una gran suerte —replica él, meditabundo.
Callamos por un momento, mirando el cielo, que se va oscureciendo ante nosotros. Vistos desde fuera, podemos parecer dos amigos que han compartido momentos importantes y que, a pesar del daño que se han hecho, aún tienen ganas de escuchar lo que el otro tiene que decir. Puede que este sea el último acto de nuestra historia, esta ternura amarga es lo que resta de la pasión absoluta que vivimos hace tiempo.
No obstante, en mi interior sigue ardiendo una llama, oculta bajo varios estratos de sensatez e instinto de supervivencia, de manera que apenas nuestros hombros se rozan se aviva de nuevo. Observo a Leonardo, su perfil resuelto, su mirada enigmática, su mandíbula apretada. Parece una estatua, y yo daría lo que fuese por saber qué siente en este momento.
Cierro los ojos unos segundos y disfruto del contacto con su piel. Hago un esfuerzo para apartar el brazo. Tengo novio. Quiero a Filippo. Mi mente es un hervidero. Pero es inútil. No logro moverme de aquí.
Nuestros meñiques se rozan levemente, se superponen, como si una corriente nos empujase el uno al otro. Pero dura solo un instante. Leonardo se apresura a ponerse de pie.
—¿Nos vamos? —me pregunta ajustándose la cazadora de cuero y esquivando mi mirada.
Me levanto.
Nos encaminamos hacia el Fontanone. Dentro de nada subiré a la moto, él me llevará al metro y, una vez allí, nos despediremos para siempre. En menos de una hora estaré de nuevo en casa y olvidaré el calor de sus manos, la energía que emanan sus ojos y el aroma de su piel.
Pienso en ello mientras camino delante de él, ansiosa por cerrar de una vez para siempre este capítulo. Pero, de repente, siento la mano de Leonardo en un hombro y antes de que pueda darme cuenta me obliga a volverme y me atrae hacia él. Me abraza con ímpetu y hunde la lengua entre mis labios. Dejo que me rapte sin oponer resistencia y lo beso con pasión, como he deseado hacerlo durante todos estos meses y desde que lo volví a ver.
—Oh, Elena… —dice exhalando un suspiro. Me mira con ojos ardientes, me embarga con su calor—. Eres una tentación demasiado fuerte para mí —susurra—. He intentado resistirme, pero no sé cómo hacerlo.
Me siento perdida, confusa. Me muero de miedo y de deseo al borde de un camino. Las piernas me flaquean y todo lo que queda por debajo del ombligo se contrae. Por absurdo que parezca, el deseo me produce malestar.
—Te siento, Elena… —me dice aferrándome las muñecas y, escondiéndome entre sus brazos, me empuja a un lado, a la explanada de hierba que hay al lado del camino—. Debes ser mía, ahora.
Me empuja contra un árbol, me baja la cremallera de la cazadora y me acaricia el pecho. Su respiración es más intensa que la mía.
Todas las palabras que nos hemos dicho carecen ya de sentido. Somos dos imanes que se atraen al margen de cualquier propósito e impedimento, coherencia y respeto. El deseo que me hace sentir me inflama la sangre. Veo mis reacciones reflejadas en él, en sus ojos oscuros que arden en los míos, en su barba que brilla bajo la claridad de la farola, y no puedo dominarlas. Voy a cometer un error. Un inmenso y tremendo error.
—No puedo, Leo. —Trato de desasirme mientras Filippo se insinúa dolorosamente entre nosotros—. No puedo —repito ahogando un gemido.
Leonardo se detiene un instante, me mira y apoya su frente en la mía. Pero su boca está demasiado cerca y su aroma es maravilloso. Se muerde la lengua. La pasión vence a la razón. Nos besamos de nuevo, porque es lo único que podemos hacer, lo único que deseo en este momento. Confío en que la oscuridad me ayude a sentirme menos culpable, que reste realidad a lo que está sucediendo. Pero el efecto es justo el contrario: todo parece más real, más intenso, y las sombras de los pinos marítimos que nos rodean solo sirven para ocultar a los ojos indiscretos la urgencia de nuestra excitación.
Leonardo me levanta una pierna y la coloca alrededor de las suyas. Siento su sexo duro, dominante, mientras mis pezones recuperan el contacto familiar con sus manos.
Nos tumbamos en el suelo, en la hierba húmeda. Leonardo se quita la cazadora de cuero y la extiende en el prado para que me eche de espaldas sobre ella. Me besa salvajemente a la vez que se sienta a horcajadas sobre mí, sus dedos se abren paso en mi pelo, descienden rápidamente a mi cara y después vuelven a resbalar por debajo de mi camiseta y a acariciarme los pechos. Lo cojo por la nuca. Necesito sentir sus labios, que me chupan y aprietan arrancándome gemidos de placer.
—Tu pecho, Elena… —murmura jadeando—, es estupendo, tal y como lo recordaba. Quiero lamerlo, quiero lamer todo tu cuerpo.
Me desabrocha los vaqueros y con firmeza mete una mano bajo las bragas para tocar mi sexo líquido. Se detiene unos segundos en ese lugar cálido moviendo los dedos dentro de él, a la vez que su lengua busca la mía. En mi boca, su respiración es cada vez más entrecortada, más poderosa. Con un gesto casi violento me arranca todo, los pantalones, las bragas, los zapatos, me desnuda de cintura para abajo. A continuación se desabrocha los vaqueros y libera su erección.
Mirándome, me abre las piernas y me penetra con un movimiento resuelto, aplastándome. Rodeo su cuello con los brazos, cierro los ojos y saboreo la plenitud, la descabellada sensación de ser poseída por él. Lo siento en mi interior, escucho cada centímetro de piel. Resbala poco a poco, hacia dentro y hacia fuera. Cada uno de sus movimientos provoca un gemido, una oleada de fuego que arde en mis entrañas. Dios mío, cuánto he añorado todo esto…
Sé que no podré resistir mucho tiempo. Leonardo acelera el ritmo, como si tuviésemos que recuperar el tiempo que hemos estado separados. Mis piernas se tensan bajo su cuerpo y mi respiración se quiebra.
Me abandono. Es lo único que cuenta en este momento, esta porción de tierra que nos acoge como un nido, nuestros cuerpos, de nuevo unidos y pulsantes. El coito. El placer que solo él sabe procurarme.
El orgasmo es poderoso, desesperado, iracundo. Leonardo me secunda, sale a toda prisa de mí e inunda mi vientre con su semen caliente. Después deja caer la cabeza en mi cuello.
Me doy cuenta de que me siento igual que cuando hicimos el amor por primera vez, y se me contrae el estómago. También entonces estábamos tumbados en el suelo, en el pavimento del vestíbulo sucio de polvo y pintura al temple, y recuerdo con toda claridad que me quedé inmóvil a su lado a la vez que formulaba en silencio un único pensamiento: «¿Y ahora?».
Ahora me hago la misma pregunta y la respuesta es muy diferente: esto no es un inicio, sino un final. Es el momento de soltar la mano de Leonardo y de decirle adiós. Para siempre. Ha sido un paréntesis, una traición a mí misma, más que a Filippo. Pero es la primera y última vez, lo juro.
***
Me visto a toda prisa. Él me retiene un poco más a su lado, quizá intuyendo mi turbación, y me besuquea la nuca. Por suerte, no dice nada, porque nada de lo que diga hará que me sienta mejor.
Nos levantamos y nos dirigimos hacia la moto. Leonardo se brinda a acompañarme a casa.
Lo miro y me entran ganas de echarme a llorar, pero me contengo.
—Gracias, pero prefiero llamar un taxi y volver sola. —Mientras lo digo algo me aferra la garganta.
—Como prefieras —responde él—. Pero lo esperaremos juntos.
Sé que no puedo oponerme.
Leonardo llama al servicio de taxis y nos acercamos al Fontanone para aguardarlo allí. La espera se me hace eterna. Alrededor de nosotros reina un silencio culpable, roto tan solo por el ruido del agua, que se extiende en unos círculos infinitos. Él parece relativamente tranquilo. Me acaricia un hombro con un dedo sin darse cuenta de que el simple contacto con su cuerpo es veneno para mí. Me muerdo los labios, cierro los ojos y siento que una lágrima queda atrapada en mis pestañas. Leonardo me agarra los hombros y la recoge con la boca.
—No quería entristecerte, Elena. Nunca lo he querido.
Me abraza con fuerza y yo me abandono a él, eufórica y desesperada a la vez.
Por fin llega mi taxi. Leonardo me da un dulce beso en la frente y deja que me vaya. Subo al coche sin volverme.
***
En el trayecto del Gianicolo al EUR alterno momentos de excitación con otros de desgarradora melancolía. Cada metro es un paso hacia la redención, el arrepentimiento. Pienso en Filippo. Me imagino el interior de nuestro piso: todas las luces apagadas salvo la de la sala, la habitación sumergida en el silencio. Y él que duerme con una camiseta blanca, ovillado en nuestra cama.
El remordimiento me atenaza por culpa de Leonardo. Aunque no puedo negar que yo también soy, en cierto modo, culpable… Pero ha sido él el que me ha arrinconado, el que ha erigido una sutil barrera entre la persona que quiero de verdad y yo. Porque yo quiero a Filippo. Lo que acaba de ocurrir es tan solo un estúpido incidente en el camino.
Cuando abro la puerta de casa y lo veo esperándome en el sofá, dormido, tal y como me lo había imaginado, el sentimiento de culpa cobra forma. Aunque casi me produce alivio sentirme tan mal, porque es una prueba de que no me he extraviado por completo.
—Eh, Bibi —gruñe Filippo emergiendo del sueño. Se sienta apoyándose en el respaldo. Sus ojos verdes me sonríen, soñolientos.
—¿Cómo te ha ido? ¿Te has divertido con Paola? —Tiene la voz un poco ronca.
—Sí. Fuera del trabajo parece otra persona. —Esbozo una vaga sonrisa que huele a mentira—. Pero no deberías haberme esperado…
Se restriega los ojos con los nudillos, como un niño.
—Estaba mirando un poco la televisión, uno de esos programas soporíferos, y me he quedado dormido —dice, conteniendo un bostezo.
Sonrío de nuevo, esta vez con sinceridad. Adoro las expresiones que pone. No podría vivir sin ellas.
—Ven. —Le tiendo una mano con dulzura—. Vamos a la cama.
Meterme bajo las sábanas y fingir que no ha sucedido nada es lacerante, pero me consuelo pensando que esta velada ha sido únicamente el último acto de una historia absurda.
A partir de este momento mi vida seguirá adelante sin Leonardo.