2

Hoy Martino ha llegado pronto, con una pequeña cartera de cuero enganchada al cinturón de los vaqueros. Cada dos minutos saca una monedita y oigo el sonido seco que hace el metal al caer contra otro metal, después el clic de la luz que se enciende y, como en un espectáculo de magia, san Mateo emerge de la oscuridad.

Martino estudia, escruta, descompone todos los detalles, se agazapa en los escalones, se abre paso a duras penas entre los turistas y escribe en sus hojas sueltas. Han pasado cinco días desde que nos presentamos oficialmente y su presencia para mí ya se ha convertido en una agradable costumbre, una distracción de la presión continua de Paola.

De cuando en cuando se asoma a nuestra capilla y nos ponemos a hablar de técnicas de restauración y de teorías del color, mientras mi colega sigue concentrada en su trabajo sin pronunciar palabra. A veces, en cambio, Martino me observa con atención, como si yo fuese una obra que debe estudiar, pero eso no me molesta, porque lo hace con los ojos inteligentes y curiosos del que solo desea comprender los secretos del arte. En cierta manera, es diferente de los chicos de su edad, de los que holgazanean por las aceras de la calle del Corso o cruzan como el rayo la ciudad montados en motos trucadas. Martino es tímido, singular en su forma de vestir, pero compuesto en sus modales.

—He visto que hoy te has equipado —le digo señalando la cartera con la barbilla.

Él esboza una sonrisa.

—No entiendo por qué tiene que durar tan poco la luz…

—Pregúntaselo al padre Sèrge —comento soltando una carcajada que irrita de inmediato a Paola. Hago caso omiso de sus gruñidos y me pongo a mezclar los pigmentos rojos para la túnica de la Virgen.

—Quiero una lámpara como la vuestra. —Martino apunta con el dedo el faro halógeno tipo ojo de buey que ilumina la capilla que estamos restaurando como si fuese un set cinematográfico.

—Seguro que el padre Sèrge lo desaprobaría.

A la vez que hablo me pasa por la mente una imagen: la sonrisa de satisfacción del sacerdote cuando, antes de cerrar la iglesia, vacía la hucha. Supongo que los cuadros de Caravaggio y su equipo de iluminación representan una buena parte de los ingresos de San Luigi dei Francesi.

—De acuerdo, pero ¡es un robo! —protesta Martino resoplando—. Esta investigación me está costando una fortuna —dice agitando la cartera casi vacía—. Espero que, al menos, sirva para algo. A Bonfante, mi profesor, nunca le parece bien lo que escribo.

—Yo también tuve una profesora así, nada le parecía bien —le confieso con aire experimentado—. Se llama Gabriella Borraccini. Tenía fama de ser tremenda…

Paola se vuelve bruscamente hacia mí.

—¿Qué pasa? —le pregunto temiendo que nuestra charla la haya molestado.

—Nada… ¿Puedes darme el pigmento rojo, por favor? —pregunta con insólita amabilidad. Le paso el color. Qué extraño, parece turbada, pero no me da tiempo a corroborarlo, porque enseguida se vuelve de nuevo hacia la pared. De manera que retomo mi conversación con Martino:

—Moraleja…, después de varios meses en que ignoró sistemáticamente todas mis peticiones, de pasar horas y horas haciendo cola delante de su despacho los días en que recibía visitas, a final de curso le presenté una tesina sobre Giorgione a la que había dedicado noches enteras, tardes interminables dibujando en las galerías de la Academia y búsquedas infinitas en las bibliotecas más recónditas de Veneto. Pues bien, a partir de ese día la profesora empezó a considerarme una alumna a la altura de sus expectativas.

—¡Ojalá suceda lo mismo conmigo! Bonfante es un hueso duro de roer… —Martino cabecea. Luego me observa intrigado mientras mezclo los pigmentos con el agua—. ¿Por qué usas esa jarra?

—Tiene un filtro que recoge las impurezas. —Levanto la tapa y se lo enseño—. La cal es terrible para el color. Es un truco que aprendí en Venecia.

—¿Podéis callaros? —refunfuña Paola, repentinamente alterada. La hemos sacado de sus casillas con nuestro parloteo.

—Tiene razón, disculpe… —dice Martino tratando de calmarla.

Me encojo de hombros y le guiño un ojo, como si le dijese: «No te preocupes, ella es así».

Paola sigue rezongando:

—Sois más ruidosos que las ocas del Campidoglio. —Por si fuera poco, en los momentos de rabia el acento romano resurge con toda su virulencia.

—Quizá sea hora de hacer una pausa —me aventuro a decir, dado que son más de las once y Paola no ha parado ni un momento—. ¿Vamos a beber un café? —pregunto lanzando una mirada de complicidad a Martino.

—Ve tú con el muchachito —responde Paola inflexible—. Yo tengo que acabar aquí —concluye con la voz crispada sin apartar la mirada del fresco.

—De acuerdo, iré yo. Vuelvo enseguida.

Me quito el mono encerado, saco el bolso del cuarto que hay detrás del altar y, acompañada de Martino, salgo de puntillas de la iglesia.

***

—Madre mía, qué ácida es tu colega.

Una vez fuera, Martino aparta con un soplo el mechón de pelo que le tapa los ojos y me mira esperando instrucciones.

—Vamos al Sant’Eustachio —propongo. Es un bar que está a dos pasos de San Luigi, en la plaza homónima, y que tiene fama de servir el mejor café de Roma.

El sol está alto y el cielo tan terso que parece pintado. En esta época del año el clima de la capital es estupendo: hace calor, pero no demasiado, y una ligera brisa llega de cuando en cuando del mar.

Recorremos la calle de la Dogana Vecchia, pero cuando llegamos a la plaza siento que, de repente, me falta el aliento. Por un instante tengo la sensación de percibir en el aire un aroma familiar, ese perfume, ámbar mezclado con una fragancia más intensa y penetrante: Leonardo. Me paro en seco y miro alrededor mientras mi corazón se acelera, pero no veo a nadie que se le parezca. Después, una modelo altísima y embutida en un par de leggings negros que no dejan mucho espacio a la imaginación pasa a mi lado cubriendo con su olor descarado cualquier rastro de él.

—¿Qué ocurre? ¿Te encuentras bien?

Intento simular indiferencia, fingir. Pero no debo de hacerlo muy bien, ya que incluso un jovencito como él se da cuenta de que algo no funciona.

—Te has puesto pálida.

—No, imagínate… Es solo que me ha parecido ver a alguien que conozco, pero me he equivocado. —Esbozo una sonrisa tratando de ocultar mi inquietud.

—Puede que Paola nos esté espiando —bromea Martino.

Me río con él, esforzándome por apartar mis sentidos y todas las fibras de mi cuerpo del recuerdo de Leonardo.

Una vez en el café nos acomodamos en la primera mesita que encontramos libre en la terraza y pedimos lo que queremos al camarero, un hombre de pelo cano y mejillas sonrosadas que parece hecho para su oficio. Yo elijo un café de cebada y Martino un chinotto.

—Roma es preciosa en primavera —digo exhalando un suspiro y mirando alrededor.

—Pues sí, aunque supongo que Venecia también —comenta Martino—. ¿Sabes que he estado solo una vez? Fuimos de viaje con el instituto y solo me acuerdo de las borracheras y de las vomitonas en el hotel…

—Debes volver como sea, hay tantas obras de arte que te volverías loco tratando de decidir la que quieres ver… —Cruzo las piernas y me arrellano en el silloncito de hierro forjado—. Es más, si quieres ir y necesitas alguna indicación, pregúntame lo que desees. Ya sabes, la conozco bastante bien…

—Quizá me podrías hacer de guía —aventura mirándome el escote. Aunque desvía de inmediato la mirada… Es tímido y tengo que reconocer que su inocencia me seduce.

Sonrío, más enternecida que azorada.

—Puede… —le contesto vagamente a la vez que me ajusto la camiseta como si lo hiciera por casualidad.

Entretanto llega el camarero y apoya con elegancia la bandeja en la mesa.

—Aquí tienen lo que han pedido, señores —dice con una voz grave de barítono. Después de servirnos se queda parado a nuestro lado esperando a que le paguemos.

Martino se apresura a rebuscar en su cartera, pero yo lo detengo con una mano.

—Deja, por favor. Corre de mi cuenta. —Tiendo un billete de diez euros al camarero—. Hoy es mi cumpleaños… —añado en voz baja.

—¿De verdad? —pregunta Martino asombrado—. Pero ¿por qué no me lo has dicho antes?

Cuando el camarero se va, se levanta y me felicita estampándome dos tímidos besos en las mejillas.

—Ya sé que no se debe preguntar la edad a una mujer, pero…

—Treinta justos —respondo antes de que acabe la frase. Su mirada atónita como poco me adula.

—¡Caramba, no los aparentas!

—Gracias. —Cumplidos los treinta, es un placer oírlo.

—Dieciséis de mayo…, eres tauro.

—Pues sí. ¿Y tú?

—Libra. Cumpliré veinte el tres de octubre.

También él parece más joven, pero no se lo digo, porque imagino que no le causará el mismo placer que a mí. Apuro mi café y valiéndome de la cucharita empiezo a atormentar los restos de azúcar moreno que hay en el fondo de la taza.

No puedo evitarlo: estoy pensando en el olor que noté hace poco. Me ha vuelto a la mente de improviso, como si me hubiese impregnado la memoria.

—Ya está, otra vez. —Martino me observa como si fuese un misterioso objeto de estudio.

—¿A qué te refieres? —le pregunto sorprendida.

—A la expresión extraña que pones de vez en cuando. Lo noto, ¿sabes? Te ausentas de repente, como si estuvieses persiguiendo un deseo lejano, inalcanzable. La pusiste hace poco, cuando te paraste en la calle. —Me escruta guiñando los ojos—. Pareces triste, Elena. Se diría que a veces te atormenta un dolor secreto.

Sus palabras me turban, porque ha dado en el clavo. Me doy cuenta de que la herida sigue abierta en mi corazón: Leonardo. Pese a que me cuesta reconocerlo, aún no ha cicatrizado y probablemente nunca se cerrará del todo.

—Nadie me ha dicho nunca eso —observo simulando mi turbación con una sonrisa.

—Es un cumplido —replica Martino sonriendo a su vez—. Esa extraña melancolía te embellece aún más… —Se ruboriza, como si se sintiese cohibido por las palabras que se le han escapado de la boca.

—Bueno…, gracias. ¡Ese cumplido es el primer regalo que recibo hoy! —Lo saco del apuro soltando una carcajada. Me levanto—. Se me ha hecho tarde. Será mejor que volvamos, si no Paola me soltará una buena…

—Sí, vamos. —Martino no insiste y recoge aprisa sus cosas. Por hoy ya ha ido demasiado lejos.

***

Cuando, a última hora de la tarde, vuelvo a casa, Filippo me está esperando arrellanado en el sofá; tiene los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el cojín estampado con la imagen en blanco y negro de Manhattan. Se ha quitado la chaqueta y la corbata, y las ha tirado al sillón. Se ha desabrochado el cuello de la camisa. En un primer momento creo que se ha quedado dormido, pero después veo que está moviendo un pie descalzo y canturreando en voz baja Via con me, de Paolo Conte, una de nuestras canciones preferidas. De hecho, tiene los auriculares puestos.

Lo contemplo durante casi un minuto. Una luz tenue ilumina su rostro afable. Mirarlo me serena. Quizá sea feliz de verdad, por primera vez en mi vida. Feliz de pertenecerle a él, a este lugar, feliz de todo lo que me rodea. Apenas me acerco al sofá, Filippo abre los ojos de golpe. Se desentumece, sonríe y me dice:

—Felicidades, Bibi.

—¡Gracias, Fil! Aunque ya me has felicitado esta mañana… —respondo quedamente dejando el bolso en la alfombra de lunares.

Filippo exhala un suspiro y abre los brazos.

—Ven aquí, ¡abrázame!

Me atrae hacia él y yo me dejo caer sobre su cuerpo caliente. Me acaricia la boca con un tierno beso y a continuación saca de debajo del cojín un sobre blanco con el dibujo de una margarita.

—Es para ti —susurra esbozando una amplia sonrisa que deja a la vista sus dientes perfectos.

Abro el sobre. Dentro hay un bono para un fin de semana en la Toscana.

—Caramba, Fil, ¡gracias! ¿Vamos entonces? —exclamo abrazándolo impulsivamente. Es una auténtica sorpresa… Lo beso con pasión saboreando de antemano la velada que vamos a pasar juntos, los dos solos, comiendo porquerías y haciendo el amor.

Pero mi regalo de cumpleaños no se acaba aquí. Filippo ha organizado en mi honor una cena con varios amigos en uno de los mejores restaurantes de Roma.

—Treinta años son treinta años —recalca con énfasis—. Y hay que celebrarlo como se debe… ¡Me parecía lo mínimo!

—Cuidado… ¿No me estarás mimando demasiado? —A decir verdad, habría preferido que pasásemos la velada solos, pero he de reconocer que es otro detalle precioso, de manera que prefiero no echar por tierra sus planes. Le cojo la cabeza entre las manos y lo besuqueo en la cara—. Soy feliz, feliz de estar contigo.

—Yo también, Bibi. —Me acaricia el pelo con los dedos—. Y, si puedo decirlo, me alegra también que ya no seas vegetariana. Antes siempre era difícil invitarte a algún sitio…

Sonrío al pensar en todas las manías que Filippo ha tenido que soportar durante las comidas y las cenas que hemos compartido desde que somos amigos. Sé que, en cuestión de alimentos, antes era aburrida y pedante como pocas… ¡Menos mal que me he convertido!

—Eres la primera persona que veo cambiar de opinión sobre ese tema de buenas a primeras —prosigue mientras nos levantamos del sofá—. Aún no entiendo qué fue lo que te sucedió; así, de repente.

—Yo tampoco. —Salgo del aprieto esbozando una sonrisa, pero en mi interior se insinúa, avasalladora y absoluta como siempre, la imagen de Leonardo. Si no lo hubiese conocido, quizá aún sería vegetariana. Si no lo hubiese conocido, sería aún la vieja Elena y mi mundo seguiría siendo en blanco y negro, sin sabor, sin consistencia, sin olor.

***

Antes de salir dedico un poco de tiempo a hablar con Gaia por Skype. Después de bromear sobre mis treinta años —ella los cumple dentro de seis meses, de manera que se siente autorizada a comportarse todavía como una cría—, me cuenta cómo le va con Belotti, el ciclista. Escuchar sus historias coloridas y picantes me produce siempre un poco de sana euforia. Además, ella y yo estamos unidas por un doble hilo: soy feliz si ella es feliz. No quiero que haga gilipolleces por un tipo que sigue sin convencerme del todo y que tal vez ni siquiera se la merece.

—Entonces, ¿os habéis visto o no? —pregunto muerta de curiosidad.

—Sí. Una vez —dice enrollando un mechón rubio con el dedo índice. Noto que se ha pintado las uñas de rojo, el esmalte preferido de Belotti, como no deja de recordarme siempre.

—¿Y dónde, si se puede saber?

—Fui a su apartamento de Montecarlo, poco antes de que empezase el Giro. Hicimos el amor toda la noche, y también al día siguiente. —Sus ojos verdes resplandecen de pura alegría—. ¡Fue fantástico, Ele!

Cuando Gaia pone ciertas caras es inútil seguir indagando. Salta a la vista que Samuel Belotti, además de guapo, debe de ser también un fenómeno en la cama.

—¿Y ahora?

—Ahora está off limits —dice exhalando un suspiro—. ¡No puedo estar con él durante el Giro de Italia! Me ha prohibido que vaya a verlo. Dice que podría comprometer los resultados de su actuación.

—Menudo capullo…

—Bueno, está justificado, ¡es una orden del entrenador del equipo! Así que más vale que me olvide de él hasta mediados de junio. —Se encoge de hombros—. Pero la verdad es que desde esa noche hablamos más a menudo que antes.

—Eso es positivo. —Puede que las intenciones de Belotti sean serias, pero no pondría la mano en el fuego por él—. ¿Y no piensas nunca en Brandolini? Si no quieres, no me contestes.

—De vez en cuando. Me vi con él en Rialto hace unos días. —Se acaricia la frente, como si ese hecho la avergonzase—. Pero no vuelvo atrás. Si hubiese seguido con él, habría sido una hipócrita.

Asiento con la cabeza, comprensiva.

—¿Y con Filippo cómo va? —me pregunta enseguida, como si quisiera cambiar de tema.

—Bien. —Asiento con la cabeza sonriendo—. Tan bien que apenas me lo puedo creer.

Debo de tener un aspecto radiante, porque ahora ella también sonríe.

—Siempre he dicho que estabais hechos el uno para el otro. Te veo feliz, Elena. Te lo mereces, de verdad.

Gaia es la única persona que sabe todo sobre Leonardo y cuando rompí con él me ayudó mucho. Sé que para ella supone un verdadero alivio verme por fin fuera del túnel de dolor e incertidumbre en el que me precipité.

—¿Cuándo piensas venir a vernos?

—Pronto, te lo prometo.

—Te espero. No me engañes, ¿eh? —Echo un vistazo al reloj de la pantalla y veo que ya son las ocho y media. Es tardísimo, tengo que darme prisa—. Debo colgar. Filippo ha organizado una cena con varios amigos para festejar mi cumpleaños.

—¿Y después de cenar? ¿Seguiréis celebrándolo solos? —pregunta en tono malicioso.

—No lo sé…, espero que sí —le digo guiñándole un ojo—. Ahora, sin embargo, debes disculparme, voy a intentar restaurar como pueda este cuerpo de treintañera viejo y cansado.

—Diviértete. Y haz todo lo que haría yo… Hasta pronto.

—Un beso, Gaia.

—Adiós, Ele. ¡Un beso!

***

Cuelgo y voy a prepararme para la velada. Elijo un vestidito negro de tirantes muy finos, unas sandalias de color azul eléctrico —cuyo tacón me hace superar el metro y setenta y cinco— y un chal de seda. Me echo un poco de Chloé en el dorso de las manos, un truco que me enseñó Gaia en el instituto. «Como gesticulas un montón cuando hablas, esparcirás el perfume en el aire». Aún tengo grabadas en la mente las palabras que me dijo en el pasillo del colegio.

Después me precipito al cuarto de baño para lavarme los dientes —llego tarde, como siempre— y empiezo las operaciones de maquillaje siguiendo también las instrucciones de mi amiga: aplico con cuidado en la boca un pintalabios de color rosa melocotón y lo fijo con un pañuelo de papel, luego completo la obra con un brillo transparente. Intensifico la mirada oscureciendo los ojos con la sombra (¿no estaré exagerando?) y después me doy un toque de colorete en las mejillas, la frente y la barbilla. Una pizca de corrector y estoy lista. Espero no parecer un payaso…, pero en cuanto me veo en el espejo sonrío y compruebo que estoy bastante mona. Puede que, a la venerable edad de treinta años, por fin haya aprendido a maquillarme.

Vuelvo a la habitación y hurgo en el armario buscando el bolso de mano de piel azul, lo compré en una tienda veneciana en un arrebato de locura y me apetece desempolvarlo. Lo encuentro completamente aplastado bajo una pila de Architectural Digest. Despotrico contra Filippo y su proverbial desorden. Le devuelvo la forma con unos golpecitos y meto el iPhone, el brillo de labios, el espejito, las tiritas para las ampollas (¡jamás las olvido cuando me pongo un par de zancos!) y un paquete de mis palitos de regaliz preferidos (los llevo siempre, son una suerte de amuleto). Al final se cierra por un pelo.

Me abrocho en la muñeca la pulsera Tenis que me regaló Filippo cuando nos reconciliamos, me pongo las sandalias y voy a la sala. Él me está esperando en el sofá: pantalones de algodón azul oscuro, camisa blanca arremangada hasta el codo y el aire tranquilo de quien se ha vestido en un santiamén. Afortunado él, que le basta una pizca de gel para tener esa facha.

***

El restaurante que ha elegido Filippo me gusta enseguida: tiene una atmósfera chic y original sin resultar aséptico, como muchos locales de moda. La decoración es estilo liberty. El obrador de pastelería está a la vista, en la barra de ónix —iluminada por detrás— se exhiben centenares de botellas de vino, el comedor tiene el techo abovedado, las sillas y los manteles son blancos y están adornados con flores frescas. En el segundo piso hay una amplia terraza con una maravillosa vista del Testaccio. Cenamos en ella.

En la mesa estamos todos serenos y relajados. La compañía es agradable, pese a que me cuesta un poco sentirme a mis anchas. A pesar de que conozco a los colegas de Filippo bastante bien y los he visto ya otras veces, en el fondo siguen siendo unos desconocidos para mí. Alessio es un hombre atractivo de treinta y siete años, un poco entrado en carnes, y está casado con Flavia, una rubia más bien llamativa que trabaja para una televisión local. Giovanni, en cambio, es un tipo esmirriado y con entradas, tiene la edad de Filippo y una novia, Isabella, que es una chica muy dulce, recién licenciada en Medicina. Riccardo, el jefe, es un solterón impenitente decidido a no renunciar a su estatus pese a las canas y los cuarenta años más que pasados. Cada vez que lo veo lo acompaña una «amiga» distinta. Esta noche es una pelirroja silenciosa con los pómulos probablemente retocados y un par de piernas espléndidas. Pese a que hacen todo lo que pueden para mostrarse amables conmigo —y son realmente simpáticos e interesantes—, a veces tengo la impresión de que nunca podré ser una de ellos, porque falta la afinidad casi química que solo puede nacer entre los que se conocen desde siempre y han pasado muchas cosas juntos. Estos son los momentos en que más echo de menos a Gaia.

Después de haber examinado con atención la lista de vinos y el menú, elegimos las entradas: arancini de arroz con caciocavallo y azafrán, y montaditos de huevas de atún, limón, tomate y albahaca. Filippo pide además el mejor champán. El camarero, vestido con una chaqueta blanca y una pajarita de seda negra, nos felicita por la magnífica elección. Unos minutos más tarde regresa con nuestros platos y con una botella de Piper-Heidsieck de añada.

Mientras Alessio llenas las copas, Filippo se yergue en su silla y adopta una expresión casi solemne. Levanta su copa y exclama con convicción: «Por mi novia», y todos se suman al brindis.

Me pongo roja como un tomate y tengo que taparme la cara con una mano. No sé si matarlo o comérmelo a besos. Es la primera vez que lo oigo pronunciar esa palabra. A pesar de que llevamos un mes y medio viviendo juntos y nuestra relación es oficial desde el primer día, me impresiona oírselo decir.

Con una sonrisa forzada, levanto mi copa y brindo yo también. Filippo me besa en los labios y yo le devuelvo el beso, pese a que ciertas efusiones en público me dan mucha vergüenza.

Por fin empezamos a comer, pero poco después del brindis empiezo a sentir una inesperada melancolía. Será que los cumpleaños me obligan a considerar el tiempo que pasa, será que me siento un poco desarraigada, será el champán, que hace emerger pensamientos tristes…, el caso es que de repente me invade la extraña nostalgia que me asaltó esta mañana y que hasta Martino notó. Me siento lejos, fuera de lugar, como hacía mucho tiempo que no me sucedía. Me digo —aunque no puedo engañarme— que son las hormonas, que se acerca la menstruación, pero, en el fondo, sé que no puede ser solo eso. Pese a las sonrisas que dispenso a derecha e izquierda, estos treinta años tienen un sabor agridulce y ni siquiera el magnífico arroz al pesto de cítricos, aguacate y menta consigue borrarlo.

Cuando, algo más tarde, llega la estupenda tarta de pera y chocolate que Filippo ha hecho preparar para mí me veo obligada a apagar las velitas bajo las miradas alegres de los demás sintiendo un único e íntimo deseo: que esta velada concluya lo antes posible.

La tarta regresa a la cocina para que la corten y la sirvan en los platos de porcelana fina, y cuando el camarero vuelve con nuestras porciones noto algo extraño: en mi plato hay dibujada una flor con granos de granada.

—¡Qué preciosidad, Bibi! —comenta Filippo, que está sentado a mi lado—. Un homenaje a la festejada.

—Sí…, monísimo. —Me esfuerzo por sonreír, pero sé que mi cara se está resquebrajando.

Con mano trémula trato de tragar un sorbo de champán y siento que el corazón me estalla en el pecho, presa de emociones contradictorias. Granos de granada. No puede ser una casualidad, es una señal, un mensaje de él, lo sé…, y, con todo, no acabo de creérmelo.

Intento apartar a Leonardo de mi mente concentrándome todo lo que puedo en Alessio, que en este momento habla animadamente sobre el proyecto de recuperación de un parque abandonado, pero sus monólogos sobre diseño ecológico y bioconstrucción no me ayudan. Empiezo a perder el control y decido que no puedo esperar un segundo más.

Tengo que saberlo. Ahora.

Dejo caer el tenedor en el plato y me levanto de golpe.

—Voy un momento al servicio —digo respondiendo a las miradas inquisitivas de mis comensales.

Me dirijo al interior del restaurante, dejo atrás la puerta del baño y prosigo resuelta hacia la cocina. Camino deprisa y miro inquieta alrededor sujetando el bolso con las manos sudadas. Quizá sea una locura, una construcción mental. Si, en cambio, lo que pienso es cierto, estoy cometiendo un error inmenso: me siento como si estuviese viendo una de esas películas insulsas de terror en las que la protagonista oye un ruido inquietante en el corazón de la noche y abre la puerta para ver qué sucede en lugar de llamar de inmediato a la policía. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Estoy fuera de mí.

Con la cara encendida me asomo por el ojo de buey de la cocina, pero no alcanzo a ver mucho. A continuación, exhalando un suspiro, empujo las puertas, que se abren como las de un saloon. Por un pelo no choco con un camarero que justo en ese momento sale transportando cuatro platos humeantes, pero, por suerte, logro esquivarlo echándome a un lado. La confusión es tal que me aturde: un estruendo de voces, vapores, olores y tintineos. Alrededor del banco central se apiña una hilera de ayudantes que cortan, trajinan con las sartenes, empanan, asan en el horno, decoran y espolvorean. Y esta orquesta perfectamente sincronizada la dirige una sola persona.

—¡Vamos retrasados con todo, joder! ¡Moveos, muchachos!

Su voz, como un trueno.

Al verlo me quedo sin aliento. Leonardo. Viste un uniforme blanco y un pañuelo del mismo color atado a la frente, como la primera vez que lo vi en acción en la fiesta veneciana. Los ojos oscuros, atentos y encendidos, barba de varios días, como de costumbre, y la frente perlada de sudor. Da vueltas entre sus colaboradores, carismático y autoritario, pero, sobre todo, temible. Lo noto por la manera en que da las órdenes y por las miradas con que estas son recibidas mientras lo escruto, pero él no se da cuenta de que estoy aquí, delante de él.

—Hace tres minutos que está lista la langosta de la mesa cuatro. ¿Qué hacemos, Ugo, la servimos fría? Pero ¿dónde te contrataron?, ¿en la feria de la albóndiga?

—Por supuesto, chef. Ahora mismo pongo la guarnición al plato… Perdone, chef. Me he distraído un momento —responde Ugo mientras unas gotas de sudor resbalan por su frente despejada.

—Vaya, ¿estabas distraído? No te preocupes, Ugo, en McDonald’s buscan siempre buenos chicos para freír patatas… ¡Acaba de una vez el carpaccio de atún, vamos!

—¡Sí, chef! ¡Enseguida, chef!

—Y tú, Alberto, has puesto demasiada salsa en los garganelli. ¡Menos, menos!

Es justo como lo recordaba, pero, en cierta forma, aún más seguro de sí mismo y más imponente. El pelo me parece algo más oscuro, la mandíbula más fuerte y los músculos más tensos, aunque es posible que esa impresión sea tan solo fruto de una fantasía momentánea. Una especie de alucinación.

Aún no me ha visto y eso me hace sentirme segura. Pero apenas sus ojos se encuentran con los míos mis piernas flaquean y me echo a temblar. Leonardo esboza una sonrisa y se acerca a mí con un par de zancadas. Me quedo paralizada, incapaz de moverme. Inspiro, espiro, inspiro.

Estoy abatida, turbada, enfadada, ni siquiera sé cómo estoy. De la boca no me sale una palabra, un sonido. Por un instante tengo ganas de coger uno de los platos y tirárselo, como en las peores comedias a la italiana, e inmediatamente después lo único que deseo es huir. No obstante, antes de que este pensamiento pueda traducirse en acción, Leonardo se planta delante de mí y me sujeta con una mano. El contacto basta para borrar la realidad que me circunda. Había olvidado lo grandes que son sus manos. Lo calientes que están siempre. Trato de desasirme, en vano.

—Hola —dice sin más, con su habitual sonrisa descarada y los extraños juegos de luces que hacen sus ojos. Las arrugas que se le forman al gesticular siguen ahí, para recordarme hasta qué punto es sexy, dueño de un atractivo que corta la respiración.

—Hola —mascullo, entre incrédula y cabreada. Hace tres meses que no nos vemos, tres meses durante los cuales he analizado y he reconstruido mi vida pedazo a pedazo, y ahora él me recibe como si nada, con un «hola» tan franco que casi parece el único saludo posible. Siento un escalofrío en la espalda que me tensa, y aprieto los puños hasta casi hacerme daño.

—¿Qué pasa?, ¿estás… sorprendida? —pregunta escrutándome la cara.

—Por supuesto que lo estoy —contesto alzando levemente la barbilla.

—Bueno, yo también —dice él, más divertido que inquieto.

Al ver que las comisuras de sus labios se pliegan en una sonrisita complacida, reviento:

—¿Se puede saber qué demonios haces aquí?

—Podría hacerte la misma pregunta, dado que este es mi restaurante —replica con aire inocente abriendo los brazos.

Lo miro en silencio. Jamás pensé que Leonardo podía tener un restaurante en Roma. Y aún menos que yo iba a ir allí el día de mi cumpleaños.

—Es mi cuartel general, cuando no viajo por el mundo para trabajar. Pero a lo mejor nunca te lo dije…

Mi boca emite un sonido desarticulado. Sacudo la cabeza tratando de calmarme. Pero es una batalla perdida. Él, en cambio, me mira como si yo fuese un bonito e inesperado regalo.

—Te vi entrar antes. Me gusta asomarme de vez en cuando por la puerta para ver cómo van las cosas en la sala… —Me aparta cogiéndome por la cintura para dejar pasar a uno de sus ayudantes. Me sonríe—. No podía dejarte ir así…, el destino te ha traído hasta aquí.

—Ah, ¿de verdad? ¿Y por qué motivo? Explícamelo. —Mi voz es dura, despectiva.

—¡Vete a saber! —Se encoge de hombros riéndose. Estoy a punto de perder el poco dominio de mí misma que creo conservar aún—. Quizá solo se trate de una broma. Pero un destino tan irónico debería ser secundado, ¿no crees?

—¡Dios mío! —Me gustaría chillar de rabia—. ¿Por qué lo encuentras tan divertido? —grito exasperada—. ¿Te das cuenta de lo mal que he estado por tu culpa? ¿Tienes una vaga idea de los espantosos días que han tenido que pasar para olvidarme de ti, para convencerme de que lo nuestro fue un error? Y ahora me sales con el destino… ¿Sabes qué te digo, Leonardo? ¡A tomar por culo yo, el destino y este local, pero sobre todo yo, por haber venido!

Soy implacable. No sé ni quiero detener esta explosión, me importa un comino que los cocineros alcen la cabeza incrédulos, sorprendidos por mis gritos. Leonardo recula, en apariencia aturdido, pero enseguida me aferra un brazo, me hace salir a rastras por la puertecita que hay a nuestra derecha y me mete con un empujón en un trastero oscuro y estrecho.

—Cálmate, Elena. Por favor. —Se inclina hacia mí, se aproxima lo suficiente para que pueda percibir el olor de su piel y su aliento, que huele a coñac—. Estamos dando un espectáculo delante de todos.

Lo fulmino con la mirada.

—¡Me importa un carajo!

—¿Podemos bajar un poco el tono por un momento y hablar sosegadamente?

—No, Leonardo, no tengo la menor intención de hablar contigo, no quiero oír lo que tengas que decirme y no tengo nada que…

Pero antes de que pueda concluir la frase, Leonardo me tapa la boca con una mano y, sin previo aviso, sus labios están sobre los míos. Me besa como si fuese la cosa más natural del mundo.

Estoy completamente desarmada, pero aun así encuentro fuerzas para despegarme de su boca, intrusa, y darle una sonora bofetada en la cara.

Leonardo sonríe a la vez que se acaricia la mejilla con una mano.

—Te he echado de menos —susurra—. Hueles tan bien como siempre.

Lo miro estupefacta. ¿Me ha echado de menos?

—Da la casualidad de que ahora estoy con otro —digo con acritud y firmeza.

—Lo siento, Elena —prosigue él.

—¿Por qué lo sientes? —le pregunto. Ahí está su habitual manera expeditiva de zanjar la cuestión: él lo lamenta y yo me he pasado tres meses llorando.

—Por lo que sucedió entre nosotros. Por todo. —Me mira con determinación y sinceridad.

Se produce un silencio repentino. Estoy desconcertada. No esperaba que aún me produjese este efecto. Siento su mano sobre la pulsera de Filippo. Tengo un nudo enorme en la garganta y solo logro emitir un susurro.

—Tus disculpas son el mejor regalo de cumpleaños que podía esperar —concluyo, y salgo sin volverme.

Regreso a la mesa pálida y confusa, con un secreto que, obviamente, no podré contar a nadie. Pese a ello, me esfuerzo por hacer como si nada y manifiesto mi entusiasmo por el sorbete de limón y jazmín que acaban de servirnos. Filippo me pregunta si estoy bien, dado lo mucho que he tardado en volver del servicio. Con una sonrisa forzada le contesto que sí, que estoy de maravilla. Es la primera mentira de mi trigésimo año de vida.

***

No dejo de rumiar mientras vuelvo a casa en taxi con Filippo. ¿Qué broma diabólica me está haciendo el destino? Todo iba tan bien… Tenía la impresión de haber iniciado una nueva vida, de haber descubierto qué es, de verdad, el amor. ¿Por qué ha tenido que volver Leonardo para reponer el caos donde yo he logrado crear un nuevo orden? Lo odio por haber reaparecido de esa manera tan absurda. Y me odio a mí misma por haber cedido a la tentación de querer saber.

Cuando llegamos a la tranquila avenida arbolada donde vivimos, mientras saco las llaves de casa del bolso de mano y se las doy a Filippo, pienso que en cuanto entremos en casa encenderé unas velas, descorcharé una botella de vino especial y buscaré la banda sonora más adecuada para borrar de mi mente las últimas huellas del pasado. Quiero que el resto de la velada sea solo mío y del hombre que ahora me está abriendo la puerta. El hombre que quiero. Mientras destapo un Masseto dell’Ornellaia, Filippo se relaja en el sofá con la camisa abierta. Me acerco a él con dos copas y las dejo en la mesita. Le sonrío seductora, me quito las sandalias y me siento en sus rodillas mirándolo a los ojos. «Es mi hombre…» retumba la voz atenuada de Mina en los altavoces del estéreo. Canturreamos en voz baja, lo beso en una mejilla, después en el cuello, por último en el pecho.

Filippo sonríe, cierra los ojos y susurra:

—Mmm, esto me gusta…

—¿También esto? —pregunto lamiéndole una oreja. Trato desesperadamente de ahuyentar el recuerdo de Leonardo. Pero, como sucede cada vez que intentas borrar un pensamiento, lo único que consigo es aumentar su intensidad. Me esfuerzo por vaciar la mente, hago realmente todo lo que puedo. Beso de nuevo a Filippo, ahora en la boca, y, poco a poco, la cara y los labios de Leonardo se disuelven en una nube de humo.

Filippo me quita el vestido con un gesto violento, decidido; yo hago lo mismo con su camisa y sus pantalones. Nos abrazamos con fuerza, piel contra piel. Pronuncio su nombre en voz alta. Leonardo, por fin, se ha desvanecido.

—Elena —gime Filippo apretándome la espalda con las manos y la barriga con su sexo. Me desea, lo siento a través de los calzoncillos. En estos momentos me llama siempre «Elena», y no con el diminutivo que suele emplear.

Abro los ojos y le pido que me mire.

Lo miro intensamente y le digo:

—Te quiero.

—Yo también te quiero —contesta. Su expresión es sincera, radiante.

Aprieto los párpados cerrados al sentir que Filippo se está excitando con el contacto. Me pongo encima de él, me muevo y susurro una vez más su nombre. El nombre de mi novio. Filippo. Sé exactamente con quién estoy en este preciso momento. A quién quiero. Y sigue funcionando cuando él me lleva a nuestra habitación, aparta el edredón y me echa sobre las sábanas finas.

Estamos desnudos. Esta cama es sagrada, pienso, es nuestra. Leonardo ha desaparecido. Ya no está aquí. Nunca ha estado y nunca estará. ¡Que se joda, al infierno!

Filippo se está moviendo dentro de mí y yo me siento en casa, colmada por su piel, su aroma, su amor. Por algo de lo que nadie me privará jamás.