Solo el café del Sant’Eustachio tiene el poder de despertarme del coma en el que llevo hundida desde hace varios días y que, por desgracia, sufro también durante las mañanas en el trabajo.
Acaban de dar las once y he hecho una pausa con Paola. Ahora que casi hemos acabado la restauración, por fin he logrado arrastrarla fuera de la iglesia. Esta mañana la he visto bostezar al menos tres veces, algo que no había sucedido en estos cinco meses. Desde que rompió con Borraccini ha cambiado un poco: en un par de ocasiones ha llegado tarde al trabajo, en su pelo —que, por lo general, siempre estaba perfecto— empieza a notarse la raya y, además, parece siempre cansada y distraída, como si durmiese poco y mal. En conclusión, también Paola es humana y en este momento nadie mejor que yo puede comprender el dolor que la aflige.
Paso unas noches terribles, interminables, en el hotelito que hay cerca de Termini. Me despierto deshecha, me cuesta tener los ojos abiertos y mantenerme en pie. Después de todo lo que ha sucedido, me siento inconsolablemente sola allí, pese a que el recepcionista hace todo lo que puede para ser amable y hacer que me sienta como en mi casa. Puede que un hotel no sea la mejor solución para alguien que, como yo, acaba de poner punto final no a una, sino a dos relaciones. Tengo que encontrar una vía de escape cuanto antes.
De manera que, mientras Paola da sorbos, muy compuesta, a su mocaccino, después de que yo haya apurado de golpe mi café, saco del bolso por enésima vez el Porta Portese y empiezo a mirar los anuncios de alquileres. Las páginas están arrugadas, llenas de círculos y de partes subrayadas con amarillo fluorescente. Hace tres días que estudio el periódico con el rotulador en la mano, como si fuese un libro que debo aprenderme de memoria. Encontrar un sitio que convenga a mi situación parece una misión imposible. Ningún piso me convence: uno es demasiado grande, otro demasiado pequeño, uno cuesta una locura, en otro el cuarto de baño no tiene ventanas, el siguiente está en un estado vergonzoso y el último demasiado lejos del centro.
En cualquier caso, de una cosa estoy convencida: me quedaré en Roma, incluso después de que haya terminado la restauración. Regresar a Venecia sería un suicidio. Después de que hayan naufragado los proyectos de convivencia con Filippo, nada me ata a mi ciudad. Él se instalará allí solo, abrirá su estudio de arquitectura y rehará su vida. Yo me quedaré donde estoy, lamiéndome las heridas y tratando de recomponer las piezas. La situación es mucho más triste de lo que había imaginado, pero también más auténtica. Y cada día que pasa estoy más convencida de que es así, por mucho que duela.
Paso una página y veo un anuncio con los caracteres en negrita: «Se alquila piso pequeño en la calle Mura dei Francesi. Consta de: recibidor-salón, cocina habitable, amplio dormitorio, baño con ducha. Reformado y acabado con todo detalle, óptimo también como pied-à-terre, contrato libre. Disponible de inmediato». Lo marco enseguida. Parece que no está mal.
Paola se inclina hacia mí.
—¿Qué haces? ¿Buscas una habitación?
—Sí —contesto sin apartar la mirada del periódico.
—¿Por qué?
Alzo los ojos de la página y exhalo un profundo suspiro.
—Líos con mi novio. Hemos roto y he decidido mudarme a otro sitio. —No quiero decirle nada más por el momento.
—Lo siento. No lo sabía. —Por la forma en que me mira, debe de haber intuido que la palabra «líos» esconde una dolorosa maraña de problemas, pero Paola es discreta. Dado que no cuenta mucho sobre ella, evita hacer preguntas impertinentes. Aunque en ocasiones he pensado que su discreción era indiferencia, ahora la valoro más que nunca.
—Este parece interesante —prosigo tratando de sobreponerme a la melancolía y de cambiar de tema—. Aunque no tengo la menor idea de dónde está la calle Mura dei Francesi. —La miro esperando que me ayude, ya que ella conoce Roma como la palma de su mano.
En cambio, Paola ladea la cabeza como si quisiera observarme. Luego, de buenas a primeras, me dice:
—¿Por qué no vienes a mi casa?
Me quedo boquiabierta. Se encoge de hombros con naturalidad, como si siempre lo hubiese pensado, y suelta:
—A fin de cuentas, tengo sitio.
No sé qué decir. ¿Yo a casa de Paola?
—¿Estás segura? No quiero molestarte…
—No me molestas, Elena —responde convencida—. Si no fuera así, no te lo habría dicho.
—Bueno, en ese caso, acepto. —Aún estoy desconcertada, pero siento que puedo estrechar la mano que el universo me tiende. Espero que sea una señal.
—Puedes venir ya esta noche —dice Paola—. O mañana, como prefieras.
—Mañana mejor. —Así podré pasar por casa durante la pausa para comer y coger todas mis cosas sin correr el riesgo de ver a Filippo. Por lo general el miércoles trabaja en el estudio de la calle Giulia, pero hoy me temo que esté en las obras, que se encuentran a dos pasos de casa. Hacer las maletas en su presencia sería realmente penoso y prefiero evitarlo. Me resignaré a pasar otra noche en el hotel, pero será la última.
—De acuerdo —concluye Paola—. Entonces me organizo y te preparo la habitación.
—No es necesario, gracias. Yo lo haré mañana. —Después me apresuro a añadir—: Obviamente, te pagaré un alquiler. Quiero que quede claro desde el principio.
—Ya hablaremos, vamos… Ahora no pienses en eso. Compartiremos los gastos. A fin de cuentas, el piso es mío. Mejor dicho, de mis padres. Lo único que he hecho ha sido la reforma. —Paola me mira a los ojos como haría una hermana mayor—. Estaremos bien, Elena. Ya lo verás… Además, a mí también me vendrá bien tener un poco de compañía.
—Dos corazones rotos y una cabaña. Tendremos que consolarnos la una a la otra… —Esbozo una sonrisa.
—Y puedes estar tranquila, porque para los momentos peores sé hacer una Sacher fantástica; es el antidepresivo más calórico y eficaz del mundo. —Me guiña un ojo y a continuación mira el reloj del bar—. ¡Es tardísimo! —exclama—. Vamos, regresemos a la iglesia, el deber nos llama.
Pese a que últimamente no ha estado muy fina, en el fondo sigue siendo la Paola de siempre. Me levanto y la sigo dejando en la mesita el Porta Portese abierto. Ya no me hace falta.
***
Al día siguiente ya estoy instalada en mi nueva casa. El piso de Paola es precioso: tiene dos dormitorios, un cuarto de baño con lavabo doble y una amplia sala que da al Campo de’ Fiori. Parece realmente la casa de alguien que convive con el arte a diario: las paredes de colores, los libros de pintura, los pinceles y las escofinas esparcidos por todas partes. Además hay un sinfín de gatos, de todas las formas, dimensiones y materiales: cojines, pisapapeles, jabones, ceniceros, tazas, platos. Hasta la cafetera tiene la forma de ese felino.
Cuando le pregunto a qué se debe esa pasión, Paola me cuenta que su madre, que ya es muy vieja, en el pasado cuidaba a los gatos callejeros.
—En Roma hay miles y miles, puede que más que en cualquier otra ciudad —explica—. Si vas a Largo Argentina los ves uno encima de otro peleando por tener espacio en las ruinas arqueológicas y maullando como enloquecidos. Son unos animales muy inteligentes y no es cierto que sean esquivos y poco afectuosos. Hay que saber tratarlos.
—Bueno, en parte como a los seres humanos. —Guiño un ojo.
—Pues sí. —En su rostro se dibuja una sonrisa—. Casi es hora de cenar. ¿Tienes hambre?
—Bastante. Pero aún no he abierto las maletas y las cajas. —Solo pensarlo me hace sudar.
—Luego nos ocuparemos de eso. Te echaré una mano. —Saca del aparador de la cocina un paquete de espaguetis y lo agita ante mis ojos—. ¿Te apetece una amatriciana?
—¡Claro! —exclamo—. Me da vergüenza decirlo, pero en todos los meses que llevo en Roma aún no la he probado.
—Entonces hay que remediarlo enseguida, entre otras cosas porque es uno de mis platos fuertes.
Paola abre la nevera para coger algo.
—¡No! Me falta el tocino de careta. —Paola pone una expresión de contrariedad—. Estaba segura de que aún me quedaba un poco.
Pongo los ojos en blanco.
—¿Se puede saber qué es el tocino de careta?
Al ver mi expresión inquisitiva de auténtica veneciana, incluso en la cocina, suelta una sonora carcajada.
—Digamos que es como el bacon.
—Ah, la panceta —digo yo.
—No exactamente —replica ella—. Parecen iguales, pero no lo son y para hacer la amatriciana necesito el tocino de careta.
«Seguro que Leonardo lo sabe», pienso. Me arrepiento al instante, porque se materializa de inmediato en la habitación y debo desechar la aparición sacudiendo la cabeza, como si fuera una pesadilla.
Paola se asoma a la ventana de la sala y mira abajo.
—¡Aún está abierto, menos mal! Bajo un momento a la tienda.
—Te acompaño.
Me apresuro a seguirla. Debo salir como sea de esa cocina, infestada ya, confiando en que a mi regreso Leonardo se haya marchado.
***
Los espaguetis a la amatriciana de Paola están deliciosos. Pese a que me arde la garganta por la guindilla y a que el tocino me ha revuelto un poco el hígado, este plato de pasta tiene el sabor intenso de la amistad; el resto no cuenta. No basta con darle las gracias. Hemos destapado una botella de Cesanese y nos hemos puesto cómodas, en zapatillas, camiseta de tirantes y pantalones cortos. Parece que estemos de vacaciones en la playa: el aire caliente con aroma a cocina, la música de Aretha Franklin como fondo, el deseo de ligereza y libertad. La melancolía tiene un gusto más dulce si se traga con un vaso de vino.
A medida que pasan los minutos el espacio para las confidencias va siendo cada vez mayor; ya no tiene sentido guardarse las cosas. Hablamos y nos escuchamos recíprocamente como dos viejas amigas. Hablar de mí me resulta natural cuando descubro que mi interlocutor es alguien que me escucha sin juzgar. Con Paola es así, por eso le revelo todo sobre mí, los últimos meses de auténtico caos. No puedo decir que el desahogo me alivie, aún no, pero es una manera de acercarme a ella y de ofrecerle una clave para comprender mis estados de ánimo.
Después de cenar deshago las maletas y desembalo las cajas en mi nuevo dormitorio. Es una habitación grande con una cama matrimonial y un vestidor. La ventana da a una terraza pequeña abarrotada de plantas de todo tipo, otra de las pasiones de Paola. Miro alrededor con la esperanza de que estas cuatro paredes sepan acogerme y protegerme, porque los días que están por venir serán duros. Pero tengo ya callo y estoy preparada para afrontarlos.
No pude llevarme todo del piso, en parte porque no me apetecía rebuscar demasiado. Paola vino conmigo para echarme una mano y, sobre todo, para darme apoyo psicológico. Intenté ser lo más rápida posible, de hecho me movía casi en apnea. Llenamos un par de maletas y tres cajas, las metimos como pudimos en su viejo Fiat Punto y escapamos como si hubiésemos asaltado un banco. Sin ella no habría podido hacerlo.
—¿Qué dices?, ¿vacío una caja? —me pregunta al verme de pie en la alfombra delante de la cama rodeada de vestidos, zapatos, libros y cedés.
—Me harías un gran favor. —Señalo la caja donde figura escrito oro saiwa—. En esa solo hay libros. Si quieres sacarlos… Me da pena dejarlos ahí.
—De acuerdo, los pondré en ese estante.
—Gracias —digo volviendo al vestidor con dos perchas de ropa.
—Oye, ¿es este el pedazo de tío que has dejado? —pregunta Paola de repente sacando la cabeza de la caja.
Me vuelvo y veo que tiene en la mano la fotografía en la que aparecemos Filippo y yo abrazados, y al fondo las colinas toscanas. Nuestro último fin de semana romántico. Si he de ser franca, solo la cogí por el marco, que es un regalo de mi padre. Lo hizo para mí y no quería dejárselo a Filippo.
—Sí, es él —asiento acercándome a ella.
—En ese caso estás como un cencerro. —Sonríe observando la imagen con una mirada maliciosa.
—Bueno… No tengo la culpa de que alguien me haya hecho perder la cabeza…
Miro de nuevo la fotografía y pienso que debería quitarla y poner otra cosa. Solo que aún no sé qué.
También Paola parece pensativa.
—¿Sabes qué te digo, Elena? Que lo más terrible es ser sabios y equilibrados durante toda la vida. Antes de conocer a Gabriella nunca me había enamorado de verdad, nunca había perdido la cabeza por nadie. Ahora estoy mal, pero sé que sin ella estos últimos años no habrían sido tan maravillosos. En cierto sentido se lo agradezco.
Considero en silencio sus palabras durante unos segundos.
—Esa es una manera muy zen de ver las cosas, Paola, pero creo que aún no estoy preparada. —Me muerdo un labio—. El dolor es insoportable.
—Entonces ¡hay que pasar a la artillería pesada! —Me mira con aire grave, como si estuviera decidiendo tirar la bomba atómica—. ¿Sacher?
—¡Venga! —apruebo con solemnidad.
Dejamos las cajas medio vacías y nos dirigimos a la cocina, resueltas a conquistar nuestra parte de calórica y sustanciosa felicidad.
Mientras esperamos a que la tarta se cueza, tiño el pelo a Paola, que, por fin, se ha decidido a quitarse la raya, y luego, mientras el tinte reposa, nos comemos nuestra Sacher. Una eficiencia y un ritmo perfectos: somos unos auténticos soldados con la cara embadurnada de chocolate.
Noto que estoy sonriendo por primera vez desde hace cinco días y me parece cómico que haya sido una cosa tan sencilla la que me ha puesto de nuevo de buen humor. Porque son las cosas sencillas las que nos serenan. Y yo ahora debo vivir para eso.
***
Amanece. Es la segunda vez que me despierto en casa de Paola. Duermo bien en su cama y el piso es silencioso, al menos hasta primera hora de la mañana. He tenido unos sueños confusos, pero, en cualquier caso, no angustiosos y cuando me he levantado he pensado por un instante que estaba en el viejo cuartito de casa de mis padres, el que tenía las paredes pintadas de rosa.
Un rayo de sol se filtra a través de los postigos y se posa en la mesita. No tengo ganas de salir de la cama, se está de maravilla aquí, pero el trabajo me reclama hoy también. Y, por lo visto, no es el único que me llama. Mi iPhone está sonando y no es el despertador. Alargo un brazo y lo cojo. Es Gaia. En estos días pasados le he contado todo por teléfono: lo de Filippo, Leonardo y Lucrezia, y la mudanza a casa de Paola. He consumido quinientos minutos en llamadas y sollozos. Así que ahora me llama una vez al día para asegurarse de que estoy bien.
—¿Dígame?
—¡Buenos días! —Su voz es tan aguda que debo apartar el teléfono de la oreja.
—Gaia, ¿sabes qué hora es? —mascullo, todavía en coma.
—Qué más da, sabía que te ibas a despertar ahora.
—Precisamente, me iba a despertar —recalco. Me incorporo alisando las sábanas alrededor de mí—. Pero ¿qué haces levantada tan pronto?
—En Nápoles no se hace nada a esta hora. —Se ríe—. Samuel pone el despertador a las seis para ir a entrenarse y hace mucho ruido. No podía volver a dormirme.
—Una vida sacrificada…
—Me santificarán.
—Me refería a él, idiota —digo sonriendo.
Ella se ríe aún más fuerte.
—Entonces, ¿qué? ¿Vienes a verme el 15 de agosto? —le pregunto esperanzada—. ¡Debes hacerlo, necesito verte! —añado de un tirón.
—Claro que voy. No te puedo dejar sola en un momento así.
—Ya he hablado con Paola. Puedes dormir conmigo en la cama de matrimonio.
—Pero ¿es que hay alguien que va a dormir ese día? —replica ella.
Tener a Gaia a mi lado es el mejor antídoto contra la tristeza.
—¿Y vas a dejar solo a Belotti? —Por un instante había olvidado a su ciclista.
—Da igual, al día siguiente tiene una carrera —explica despreocupada—. Y cuando compite cena a las siete en punto y se acuesta con las gallinas.
—Bueno, aquí no te aburrirás. No veo la hora de infectarte con mis dramas y mis tormentos existenciales —proclamo con una alegría del todo irracional.
—Perfecto. Yo también tengo novedades que contarte.
—¿Debo preocuparme? ¡Dios mío, no estarás embarazada!
—De eso nada… ¡Lo hacemos tan poco que solo podría ser hijo del Espíritu Santo!
—Entonces, ¿de qué se trata? —Me muero ya de curiosidad.
—¡Chito! Te lo diré mañana. En cualquier caso es algo bueno.
—Está bien. Adiós, capulla.
—Adiós.
Sabe que ahora solo necesito buenas noticias y estoy segura de que no me decepcionará.
***
Al día siguiente Paola y yo dedicamos toda la mañana a poner en orden el piso. Luego ella se va a visitar a su madre, que vive en el campo. Yo, en cambio, vagabundeo por Roma a la espera de que llegue mi amiga. Los momentos en que estoy sola son los más difíciles, porque mi mente parte como una exhalación adonde no debería ir. Ha pasado muy poco tiempo desde esa noche enloquecida, pero tengo que esforzarme para olvidar e imaginarme que ha pasado ya un año y que todo va viento en popa.
El sol de Roma me ayuda. Al margen de los recuerdos, esta ciudad me hace sentirme bien y cada día descubro algo nuevo, una columna antigua que brota como una seta del asfalto o una estatua que no he visto jamás y que aparece de improviso en medio de una plaza. Aquí me siento feliz.
Gaia no se hace esperar. Llega con un taxi a eso de las seis de la tarde. Paola aún no ha vuelto, pero mientras la esperamos hago subir a mi amiga al piso. Está espléndida, como de costumbre. Diría que hasta ha mejorado desde que vive con Belotti, debo reconocerlo. ¡Ha abandonado incluso los tacones de doce centímetros!
Le enseño la casa. Gaia chilla al ver la invasión de gatos: ella también los adora. Coge en brazos un tope de puerta de piedra con los ojos azul claro fluorescente y empieza a mimarlo como si estuviese vivo; reconozco que se está pasando un poco. Nos sentamos en mi cama. El caso es que, visto desde aquí, he de admitir que parece un gato cartujo.
—Entonces, ¿cuál es la novedad que tienes que contarme? —Le doy golpecitos con un dedo en un costado.
—Curiosa, ¿eh?
—Preocupada más bien.
—¿Tengo que decírtelo?
—No sé, si quieres hacerme esperar un poco más… —La odio cuando me tiene en ascuas—. De cualquier forma, ya sé que tiene que ver con Belotti.
Ella asiente con la cabeza esbozando una sonrisita de complacencia.
—Belotti, como lo llamas tú, me ha pedido que me case con él.
—¡Dios mío, Gaia! ¡Felicidades! —La abrazo con todas mis fuerzas. Me alegro mucho por ella. Pero enseguida me asalta una duda, de ella me espero cualquier cosa—. Espero que le hayas dicho que sí.
—¿Y me lo preguntas? ¡Por supuesto! No me lo he pensado dos veces.
—¿Y el anillo? —le pregunto mirando su mano izquierda.
—Nada de anillo. Samuel dice que trae mala suerte antes de las alianzas. —Gaia se encoge de hombros—. Y creo que tiene razón. Recuerda cómo acabó el de Brandolini.
—Pues no lo sé, ¿cómo acabó? —Pienso en lo peor, que lo haya tirado al Canal Grande.
—Nunca tuve valor para devolvérselo. Se lo regalé a una de mis primas.
Bueno, es mejor de lo que pensaba.
—¡No puedo creerme que te vayas a casar con un hombre que nunca he visto!
—Hay tiempo de sobra, Ele. Te lo presentaré, tranquila.
—Espero que lo hagas antes de la boda. ¿Habéis decidido ya la fecha?
—Digamos que el año que viene, en primavera; pero aún es pronto para fijar el día. En cualquier caso, tú serás la dama de honor, que lo sepas.
—¡Puedes contar conmigo! —le aseguro calculando ya aterrorizada cuántos meses me quedan para encontrar un vestido adecuado—. ¿De qué color debo vestirme? —le pregunto presa del pánico.
—¡Eh, espera! Antes debemos elegir el mío. ¡Por una vez yo también necesito una personal shopper!
Abro los brazos.
—Ven aquí.
Gaia apoya la cabeza en mi hombro como una niña. La quiero como si fuese mi hermana y su felicidad es, en parte, la mía.
***
Paola vuelve a eso de las nueve con tres cajas de pizzas humeantes. Después de las presentaciones de rigor, nos sentamos con las piernas cruzadas en la alfombra de la sala, entre cojines con forma de gato y las dos lámparas de sal en las que se refleja el añil del cielo. Comemos con las manos, sin platos y sin mantel, mientras en los altavoces retumba la voz de Gianna Nannini, el mito de Paola.
Tras dar buena cuenta de la pizza, Paola nos sorprende sacando de la despensa de los vinos una botella de Principe Pallavicini del 2006.
—Para las grandes ocasiones —dice—. Pero no nos lo beberemos aquí. Seguidme.
Salimos al rellano y subimos al último piso. O, cuando menos, a lo que parece el último piso… Una vez allí, Paola abre una puertecita y nos guía por una escalera de caracol poco menos que impracticable. En lo alto de la misma hay otra puertecita. Como por arte de magia, de repente nos encontramos en el tejado del edificio.
Desde aquí se domina toda Roma. El Campo de’ Fiori está debajo de nosotras y al fondo, a la altura de nuestras cabezas, asoman las cúpulas de las iglesias y de los edificios iluminados. Es como estar en un globo, me gustaría abrir los brazos y volar. Me parece extraordinario estar aquí ahora, con ellas dos; es cierto que las cosas son aún más bonitas cuando las compartes con las personas a las que quieres.
Paola descorcha el vino y lo escancia en las copas.
—Por la vida —dice.
—Por el amor —añade Gaia.
—¡Por las amigas! —concluyo yo.
Se oye un concierto de acordeones en la plaza a la vez que los primeros fuegos artificiales empiezan a aparecer en el cielo iluminándolo de chispas de colores.
—Esperad. —Paola deja la copa en el suelo—. Voy a coger una cosa. —Vuelve a entrar.
Gaia y yo nos miramos perplejas.
Al cabo de unos minutos regresa a la azotea con una Polaroid.
—Tenemos que inmortalizar este momento.
Las tres nos apoyamos en la barandilla. Paola, Gaia y yo. A pesar de que mi vida es un caos, a pesar de que he perdido a Leonardo, a Filippo y el amor, esta noche me siento bien con ellas. Vuelvo a tener esperanza.
La música es cada vez más fuerte y ya no estoy triste.
Paola apunta la máquina de fotos hacia nosotras.
—¿Preparadas?
El flash empieza a parpadear. Sonreímos al unísono, juntándonos la una a la otra, con nuestros futuros aún por escribir.
Ahora, por fin, sé qué poner en el marco que se ha quedado vacío.