Vamos, Elena. Anda. Conoces el camino».
Es la voz de Roma, desierta y bochornosa, una música imponente que me dice que tenga valor, que no me pare en la primera encrucijada. Conozco el camino, es cierto, ya no necesito el mapa para orientarme. Camino lentamente, con las gafas de sol para tapar las ojeras y el estómago encogido por el pasado que acabo de dejar a mi espalda, aunque pensando también con ligereza en el futuro que me espera. Romper con Filippo, el hombre que me forcé a amar, ha sido desgarrador. Ahora el corazón me lleva a casa de Leonardo, el hombre que deseo sin dudarlo y —la idea me aterroriza— que amo.
No nos hemos vuelto a ver desde esa noche. Hace solo tres días y ya me parece un siglo. No sé por qué no ha dado señales de vida. Eso me preocupa un poco, aunque solo hasta cierto punto; este silencio es propio de sus dinámicas, que ya conozco. Por mi parte, me prometí no buscarlo hasta que no hubiese aclarado todo con Filippo. He dejado incluso que pasase otro día antes de correr a su lado. Lo que me está sucediendo es tan desestabilizador que he sentido la necesidad de quedarme a solas para tomar aliento y poner en orden mis pensamientos. Ni que decir tiene que no lo he conseguido del todo y que ni siquiera ahora sé si estoy haciendo lo que debo, pero he decidido poner punto final a las dudas y las paranoias; el tiempo de las incertidumbres ha tocado a su fin, todo lo que podía suceder ha sucedido, así que más vale ver lo que ocurrirá después. Y yo siento curiosidad, además de terror, por descubrirlo. Voy a buscar a Leonardo para hablar con él, para comprender si esa noche me dijo de verdad esas palabras o si, en cambio, las soñé. Y para decirle la única cosa de la que estoy segura: que lo quiero.
Sigo caminando a orillas del Tíber; parece una larga serpiente dorada y somnolienta, inocua. La calle está casi desierta. Hace demasiado calor. El sol azota inclemente, el asfalto emana nubes de bochorno y vapor, y el viento que soplaba hasta ayer se ha detenido, así que el aire está muy cargado. Pero resisto. Falta poco y no quiero coger un taxi. Andar me ayuda a pensar. Debo prepararme, porque este encuentro será decisivo.
***
Pienso en Gaia. Aún no le he contado nada. Anoche intentó llamarme, porque por la mañana la había buscado yo. Demasiado tarde, amiga mía. Un día, con calma, te lo explicaré todo, pero hoy no. Le he mandado un SMS muy vago: «todo bien» seguido del genérico «¿tienes algún plan para el 15 de agosto?». Solíamos pasar juntas ese día en la playa del Lido, con los chicos del Muro, y luego nos quedábamos hasta tarde contemplando los fuegos artificiales y despidiéndonos del verano antes de la Mostra de cine. Además, el año pasado soltamos en el cielo unas linternas chinas. Recuerdos mágicos de mi vida antes de Leonardo. Pienso en cómo estábamos hace dos años. Ella aún seguía soltera, pero había empezado ya a perseguir a Belotti; yo había roto con Valerio hacía ya mucho tiempo, pero aún me sentía incapaz de iniciar una relación nueva. No sé si Gaia se alegrará de mi última decisión, pero estoy segura de que sabrá comprenderme.
Dejo el Tíber a mi espalda y cruzo la calle justo delante de casa de Leonardo. Miro hacia arriba; las puertas acristaladas están abiertas, luego está en casa.
Atravieso el portal, desierto, dejándome acariciar por una corriente de aire fresco y subo a toda prisa la escalera.
Aquí estoy. Tercer piso. Segunda puerta a la derecha. Me quito las gafas de sol —estoy un poco sudada, pero eso no será un problema para él— y me peino con nerviosismo. Respiro hondo y llamo. Apoyo una mano en el bolso que llevo en bandolera para reforzar mi equilibrio.
La puerta se abre, pero no es él. Se asoma una mujer que no he visto en mi vida, una especie de aparición lunar. Por un instante pienso que me he equivocado de piso, pero en la placa del timbre está escrito ferrante, así que estoy delante de la puerta correcta. Entonces, ¿quién es esta mujer?
Podría tratarse de la Mujer fatal de la Velvet Underground: alta, sinuosa, ojos oscuros y penetrantes, ligeramente rasgados, mejillas hundidas y labios marcados. La melena larga, despeinada a propósito, recogida con un pasador de hueso. Su belleza es imponente y salvaje, pero en ella se percibe enseguida cierta desesperación, algo que la hace resultar trágica. Es una mujer que no ha conseguido salvarse a sí misma.
Luce una falda larga de gitana y un top blanco sin hombros anudado al cuello que hace que su piel parezca aún más oscura. Lleva un cigarrillo encendido entre el dedo índice y el medio, y lo chupa con aire neurótico difundiendo en el aire un intenso olor a tabaco. En el anular de la mano izquierda veo una alianza de oro amarillo. Lo primero que pienso es que, por descontado, no es la mujer de la limpieza. Aún menos una que está aquí por casualidad.
De los altavoces del estéreo llega un canto gregoriano parecido al Dies irae, lo que aumenta un poco mi curiosidad y mi ansia.
La mujer arquea una ceja y me observa con aire inquisitivo sin decir palabra, esperando a que sea yo la que hable. La arruga que se le forma en la frente hace que resulte aún más misteriosa.
—Buenos días. —Trago saliva—. He venido a ver a Leonardo. —Me siento avergonzada, como si hubiera entrado desnuda en una iglesia. Sé que no estoy haciendo nada malo, pero tengo la neta sensación de que me encuentro en el lugar equivocado en el momento equivocado.
—Leonardo no está. —Su voz es ronca y tiene un marcado acento siciliano. El teléfono que suena en el interior de la casa la obliga a volverse—. Disculpa un momento —dice y se aleja para responder, dejando la puerta abierta.
Cuando se vuelve veo algo que me deja sin aliento. En su espalda desnuda destaca el mismo tatuaje que tiene Leonardo entre los omóplatos, ese símbolo extraño en forma de ancla pero que quizá no es un ancla… Empiezo a sentirme mal.
—¿Dígame? —dice la mujer al coger el auricular—. Soy Lucrezia, exacto. —Pausa—. Ah, hola, Antonio… —El socio de Leonardo. Por el tono, se diría que se conocen mucho—. Sí, llegué ayer…
Lucrezia. Miro de nuevo su espalda, donde aparece grabada una verdad clarísima, una verdad que jamás he considerado y que ahora, por alguna extraña razón, me parece casi obvia. Lucrezia es la explicación de todo, es la pieza que faltaba y que he estado buscando desde que me enamoré de Leonardo.
La dejo al teléfono y escapo sin despedirme. Bajo corriendo la escalera, casi en trance, mientras en mi cabeza empiezan a encajar todas las piezas de un puzle aterrador. El tatuaje… ¡no era un ancla! O, al menos, no solo eso. Era un monograma: dos eles reflejadas con el lado largo unido. Dos iniciales: Leonardo y Lucrezia. Leonardo tiene una esposa, a saber dónde la ha tenido escondida hasta ahora, y yo lo he descubierto así, casi por error, el día en que he ido a su casa a poner mi vida en sus manos.
Salgo del edificio sin saber adónde ir; el pánico me domina, la cabeza me da vueltas y tengo la impresión de que la tierra cede bajo mis pies. ¡Ojalá pudiese hundirme en un agujero y desaparecer para siempre! Tengo que apoyarme en una farola para no caerme al suelo en medio de la calle.
El cuadro sigue componiéndose ante mis ojos con mayor nitidez; uno tras otro, todos los detalles salen a la luz como en una restauración, y el dibujo final es aberrante.
Ahora entiendo por qué Leonardo desaparecía mucho tiempo en Sicilia y no quería que lo llamaran. Quizá la escondía allí, a Lucrezia. Por eso de vez en cuando, cuando hablaba por teléfono, tenía esa mirada tan extraña, tan trágica y atravesada por sombras remotas. Por eso se crispaba cada vez que hacía alusión al tatuaje y erigía un muro de silencio entre nosotros, igual que cuando intentaba saber algo de su vida privada. Pero, sobre todo, esa era la razón de que, desde el primer día, me hubiera impuesto que no me enamorara: él pertenecía a otra.
Pero, entonces, ¿por qué? ¿Por qué me ha dicho «te quiero» justo en este momento? ¿Qué sentido tiene? Mientras sigo dándole vueltas a estas preguntas, un zumbido ensordecedor interrumpe mis pensamientos. Me vuelvo y lo veo. Leonardo aparca su Ducati delante del edificio y se quita el casco. Me ha visto y ha comprendido todo. Intento huir apretando el paso por la acera. No sé adónde ir. A cualquier sitio, con tal de que sea lejos de aquí.
Con las prisas choco con una madre que lleva a su hijo en brazos, pero sigo andando sin alzar los ojos y sin disculparme. Él ha bajado de la moto y me está siguiendo; sus pasos retumban en el adoquinado. No debo volverme. Ahora no.
—¡Elena! —grita. Repite mi nombre tres, cuatro veces, puede que más.
Me tapo los oídos con las palmas de las manos para protegerme de esa voz insistente y aprieto el paso. No quiero verlo. No quiero oírlo. Solo siento una desesperada necesidad de llorar, pero no lo haré. No le daré la satisfacción de ver mis lágrimas.
Leonardo sigue persiguiéndome.
—¡Detente, Elena! —me dice cogiéndome un brazo por detrás.
—¡Déjame! —grito soltándome. Los transeúntes nos miran, como si no fuera ya lo suficientemente humillante.
Impertérrita, sigo con mi andadura desesperada, mirando hacia delante con los puños apretados, preparados para el combate, el corazón protegido por una armadura de hierro. Cruzo la calle esquivando un taxi por un pelo. Leonardo echa a correr y me da alcance de nuevo. Esta vez me agarra una muñeca y no me deja escapar.
—Elena, hablemos, te lo ruego. —Utiliza su habitual tono autoritario, pero puedo percibir también el eco de una súplica.
—¿Ahora quieres hablar? —susurro amenazadoramente entre dientes tratando de zafarme de él—. ¡¿Ahora que lo he descubierto todo?! —Me gustaría tener dos puñales en vez de ojos, me gustaría tener bastante fuerza para empujarlo por encima del dique y tirarlo al Tíber.
—No quería que te enterases así.
—¿Y cuándo pensabas decírmelo? —Tengo un nudo en la garganta, pero me he prometido a mí misma que no lloraré y no pienso hacerlo.
Leonardo alza las manos como si pretendiese tranquilizarme.
—Solo te pido que me escuches.
—No quiero oír una sola palabra más de ti. —Hago ademán de echar a andar, pero él me lo impide con su cuerpo. A mi pesar, me encuentro a un centímetro de su pecho y su aroma me envuelve.
—Por favor. —Parece una súplica sincera y desesperada—. Me odiarás de todas formas, pero al menos deja que te lo explique.
—¿Qué vas a explicarme? —le pregunto desfallecida dando un paso hacia atrás—. ¡Me parece que todo está muy claro!
—Pues te equivocas, Elena. Porque hay cosas que no puedes saber. Cosas que nunca le he contado a nadie. —Leonardo mira a lo lejos mientras su nuez de Adán sube y baja. Me quedo como hipnotizada mirándola.
De repente tomo conciencia: Leonardo necesita que lo escuche ahora, al igual que yo necesito sus palabras. Que me romperán de nuevo el corazón.
—Adelante… —digo al final exhalando un suspiro y cruzando los brazos.
Leonardo se ha apoyado en el muro que da al río con la mirada baja. Parece estar buscando la manera de desenredar una maraña demasiado intrincada. Inspira antes de hablar.
—Lucrezia fue mi gran amor, hace mucho tiempo. Pensaba pasar la vida con ella, pero las cosas no salieron como esperábamos. —Su relato se remonta a tiempos lejanos. Estoy de pie frente a él, y lo único que puedo hacer es acallar todos mis pensamientos y escucharlo sin moverme. Vamos, Leonardo, cuéntame. Quiero saberlo todo.
—Nos conocimos en el instituto de Messina y nos casamos cuando teníamos veinte años: nos queríamos y no podíamos esperar más, porque no creíamos que hubiese ningún motivo para hacerlo. —Se da una palmada en el omóplato—. Este tatuaje nos lo hicimos al poco de casarnos: dos eles entrelazadas, para siempre.
Cabecea y sonríe reconociendo su ingenuidad.
—Éramos jóvenes y estábamos llenos de ilusiones; nuestra felicidad nos hacía incluso ser arrogantes. El hecho es que fuimos realmente felices durante varios años. Luego Lucrezia se quedó embarazada y perdió a nuestro hijo al séptimo mes. Ese trauma desencadenó algo en ella, algo que quizá había estado siempre en su interior, pero de forma latente. Empezó a alternar momentos de depresión con otros de auténtica exaltación; a veces permanecía días enteros encerrada en casa sin comer, en condiciones casi vegetativas. Luego se recuperaba y volvía a mostrarse alegre, despreocupada. Siempre había tenido un carácter inestable, de manera que al principio no me preocupé demasiado. Pensaba que cuando superase el dolor de la pérdida volvería a ser la de siempre. En cambio, la situación no hizo sino empeorar. Se convirtió en otra mujer. Ya no era ella; a veces, cuando la miraba, incluso la cara me parecía diferente. Su corazón, que antes era apasionado, se apagó y la cabeza no razonaba. Yo intentaba ayudarla, pero ella me rechazaba. Entonces empezó a obsesionarla la idea de que yo la engañaba, de que no la quería lo bastante. Me odiaba, me acusaba de ser la causa de todos sus males. Un día, durante uno de sus ataques de ira, me hirió con un cuchillo. No sabía qué hacer. No me preocupaba por mí, la veía sufrir y quería liberarla de todo ese dolor, pero me sentía impotente frente a su mal. Al final intentó liberarse sola. Un día que no había nadie en casa se cortó las venas. La encontré agonizando en la bañera.
Su voz se quiebra y Leonardo se detiene un momento para tragar saliva. Siento que mi hostilidad se resquebraja bajo los golpes que me asestan sus palabras y, a mi pesar, su dolor da una nueva dimensión a mi rabia.
—En el hospital le diagnosticaron un trastorno bipolar y me aconsejaron una clínica especializada. Yo habría preferido llevármela otra vez a casa: era mi mujer, la quería más que a mí mismo y deseaba cuidar de ella. Pero me dijeron que si se quedaba a mi lado la situación no haría sino empeorar, que eso no la ayudaría a recuperar la serenidad. Nuestros familiares se ofrecieron a ocuparse de ella y me aconsejaron que me marchase por mi bien. Me había quedado en los huesos y estaba a punto de derrumbarme. Incluso el médico que asistía a Lucrezia me dijo que debía poner tierra de por medio. Así que me resigné a hacer lo que me decían y me marché de Sicilia. Fue desgarrador, pero en ese momento era la única solución. Aún no tenía treinta años y ya era un hombre acabado. Sin perder el contacto con Lucrezia en ningún momento, empecé a viajar trabajando como un loco en las cocinas de medio mundo, hasta que por fin me instalé aquí, en Roma, donde al final pude abrir mi restaurante. Había sufrido tanto que pensaba que me iba a morir, pero, sorprendentemente, fui renaciendo poco a poco. Al principio me sentía casi culpable, pero aún no había comprendido. La verdad era que no volvería a ser feliz, que debía conformarme con un placer puramente material, físico; el único antídoto posible contra el dolor que estaba condenado a llevar siempre en mi interior. Entonces empecé a buscarlo por todas partes, con lúcida determinación. Mi instinto se imponía a su manera: sexo, vino, comida, todo lo que me procuraba placer se convirtió en mi medicina. No pretendía curarme, solo evitar la muerte. Nunca dejé de ocuparme de Lucrezia, pero en la distancia. Todos me aconsejaban que rehiciese mi vida y pidiese el divorcio, pero nunca presté atención a esa posibilidad: seguía siéndole fiel y en mi corazón sabía que nunca me volvería a enamorar. Además, jamás deseé que otra mujer se enamorase de mí. Al cabo de un año Lucrezia empezó a estar mejor y salió de la clínica. Yo podía ir a verla, pero solo de cuando en cuando. Ella me mantenía apartado. Decía que me quería, pero que no estaba preparada para volver conmigo. Seguía haciendo terapia y nadie sabía decirme si se curaría del todo. Aún tenía sus crisis, pese a que ya eran menos frecuentes. En cuanto podía regresaba a Messina para verla. Me daba igual lo que dijera la gente: solo la quería a ella, ninguna mujer podía ocupar su lugar.
Leonardo hace una pausa, desvía la mirada del río y me busca. Sus ojos brillan con una luz negra. Está excavando en su alma y me está mostrando lo que hay en lo más hondo de ella.
—Después apareciste tú. Enseguida comprendí que eras distinta de las demás. Tan delicada que daba la impresión de que podía romperte con una caricia y, sin embargo, tan fuerte: te he visto tener miedo muchas veces, pero nunca escapar. Al principio te consideraba un simple desafío, un juego más divertido que los demás, pero, al igual que el resto, destinado a acabarse. Sin embargo… ¿Recuerdas ese día en Valdobbiadene?
Asiento con la cabeza, incapaz de hablar. ¿Cómo podría olvidarlo? Llevo grabado en la memoria cada segundo: el campo en invierno, la lluvia que empieza a arreciar, nosotros que nos refugiamos en una casa y los dos propietarios ancianos que nos invitan a entrar. Sebastiano y Adele.
—Ese día lo comprendí. A ese hombre le bastó echarme una ojeada para ver lo que yo me obstinaba en no ver, es decir, que estaba enamorado de ti. Lo dijo con naturalidad, sin imaginar, claro está, la vorágine que sus palabras iban a desencadenar en mi interior. Había ido demasiado lejos, el juego se me había escapado de las manos; por eso decidí poner punto final. Nunca podrás entender cuánto me costó separarme de ti, pero era lo que debía hacer. En ese momento.
Mientras Leonardo habla van aflorando los recuerdos del pasado y se muestran bajo una nueva luz. Ahora sé que no me dejó porque se había cansado de mí, sino porque se estaba enamorando y, al igual que yo, sufría.
—Pero ¿por qué volviste? ¿Por qué, si habías tomado ya una decisión? —le pregunto con rabia, impotente. Todavía sería inocente y creería que aún puedo ser feliz si no hubiese vuelto a entrar en mi vida ese maldito día en el restaurante.
—Porque fue más fuerte que yo. Cuando te vi me quedé paralizado durante unos segundos, después hice una especie de apuesta con el destino. Puse los granos de granada en tu plato. Si captabas el significado y venías a buscarme, sería una señal; si no lo hacías, te habría dejado marchar para siempre. Después todo sucedió… Aún trataba de convencerme de que, en el fondo, seguía siendo un juego, poco más que una chifladura. Pero era solo una excusa que me repetía para sentirme autorizado a buscarte todavía. Hasta la otra noche, cuando comprendí que era inútil negármelo a mí mismo. Y a ti.
El recuerdo de nuestro último coito nos cubre como una sombra. Nos callamos, cohibidos y culpables, como dos supervivientes de una catástrofe.
—Lo que te he contado es cierto —dice después Leonardo—. Te quiero. Quería que lo supieses, quería intentar vivir de nuevo nuestra relación, empezar desde cero…
Tiene la voz casi rota y se pasa nerviosamente la mano por la mejilla y la boca, como si quisiera frenar las palabras que ahora ya no puede decir.
—Lucrezia llegó ayer a Roma, por sorpresa. Dice que el tratamiento ha dado un giro y que quiere que volvamos a vivir juntos. No sabes cuánto he deseado que me dijese esas palabras. Ahora, sin embargo, me producen el efecto de una ducha fría. Pero ¿cómo puedo decirle que no después de todo este tiempo? Aún soy su marido y ella me necesita, soy la única esperanza que tiene de poder empezar de nuevo.
Lo sé. Lo entiendo. Por lo menos, puedo intentar comprenderlo. Pero eso no impide que me sienta como una condenada a muerte.
—Así que es el final —murmuro casi sin abrir la boca.
Noto que una lágrima se desliza por mi mejilla. Estoy llorando, pese a que me prometí no hacerlo. No sé mantener mi palabra. Así que no puedo pedir a Leonardo que no mantenga la suya.
Me abraza tan fuerte que me hace daño. Me acurruco pegada a él, hundiendo mi cara mojada en su camisa de lino.
Justo ahora que sé que lo quiero y que él me quiere comprendo que jamás será mío. Jamás. Solo la otra noche, cuando estaba dentro de mí, me parecía aún posible. Ahora únicamente nos queda esta verdad absoluta que aniquila todo y que nos aplasta, tan cruel y definitiva como una sentencia. No puedo sostenerla. Me duelen los huesos y los músculos. Cada centímetro de mi piel. El corazón retumba en un abismo y temo que deje de latir de un momento a otro.
Me separo de su cuerpo consciente de que esta es la última vez que nos tocamos. A partir de ahora no habrá ningún contacto y no volveré a experimentar la dulcísima sensación de pegarme a su pecho y de hundirme en su olor. A partir de ahora tendré que acostumbrarme a vivir sin él.
Lo miro y ahora lo veo frágil. Pese a que tiene la espalda erguida, los ojos secos y la mandíbula apretada, sé que está sufriendo. Es un hombre destrozado, pero es un hombre que ha decidido. Y por muchas justificaciones que quiera darle, el hecho es que no me ha elegido a mí.
—Lo siento, Elena.
—No, no lo digas. —Bajo la mirada—. No digas nada más.
Ha sucedido todo tan deprisa que mis emociones se superponen y se confunden. Hace solo tres días era yo la que abandonaba y ahora me están abandonando. La despiadada ley del ojo por ojo, porque lo que estoy viviendo ahora es de verdad un infierno sin esperanza.
De improviso siento un cansancio que viene de lejos, tan profundo que debo cerrar los ojos. Me tambaleo, creo que me voy a desmayar por el calor, el dolor, la falta de oxígeno y de sueño, pero no quiero caer. Hago acopio de todas mis fuerzas para permanecer de pie y le doy la espalda, pese a que en este momento tengo la impresión de que ni siquiera sé cómo se anda. Doy un paso, luego otro y otro más.
Sé que él no hará nada para retenerme.
Adiós para siempre, Leonardo.
Has sacudido mi mundo y lo has encendido durante un breve y magnífico instante. Luego la luz se ha vuelto a apagar inesperadamente y todo se ha sumido de nuevo en la oscuridad. Una oscuridad más densa que la de antes.