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¿Cuántas noches piensa quedarse? —pregunta el recepcionista.

—Por el momento una. Luego ya veremos.

—Por favor. —Me da las llaves de la habitación y me guía por el pasillo—. Aquí está, es la segunda a la derecha. Si necesita algo, me encuentra en recepción.

Es casi la una y media y estoy sola en la habitación número cuatro del hotel Mari I, un establecimiento sin pretensiones próximo a Termini. Es el primer sitio barato que he encontrado en Internet.

Cuando esperaba el taxi que me iba a traer hasta aquí, abrí las ventanas de casa para hacer salir el olor de Leonardo y mío, y mientras el viento cálido del verano aireaba todo hice a toda prisa una pequeña maleta con lo estrictamente necesario. Puede que sea el primer equipaje esencial de mi vida. Luego cerré las ventanas. Fui a la sala, cogí una hoja de la impresora, me senté en el taburete donde suelo desayunar y cogí un bolígrafo.

Querido Fil

Empecé así, sin preámbulos, pero después me detuve. Por mi mente pasaban las imágenes de nuestra relación, desde el primer beso hasta hace unas horas, todos los momentos que hemos vivido juntos, el último acto de amor de una historia ya acabada. Mi mano temblaba mientras me disponía a asestar el golpe de gracia. Me imaginé allí, en esa casa, cuando Filippo regresara. ¿Qué podía decirle que le hiciese menos daño que mi ausencia? Aun en el caso de que hubiese encontrado las palabras adecuadas, ¿cómo habría podido soportar estar después bajo el mismo techo? Irse era la única opción, pero no podía hacerlo sin darle una explicación, por pequeña que fuera.

De manera que escribí a toda prisa unas cuantas palabras para decirle tan solo que hay otro hombre en mi vida y que ya no puedo seguir con él. Seca, breve, sin disculpas ni justificaciones, porque no las hay. Si debe odiarme, lo hará hasta el fondo.

Doblé el folio por la mitad y lo puse bien a la vista en la repisa de mármol, bajo la lucecita de los hornillos, la única que dejé encendida.

Antes de decidirme a salir, con el bolso ya en el hombro, miré alrededor por última vez. La casa que he compartido con Filippo los últimos cinco meses. Pese a que puede parecer un acto de cobardía, a veces es necesario tener más valor para escapar que para quedarse.

No me asusta enfrentarme a Filippo, sé que tarde o temprano deberé hacerlo, pero necesito tiempo. Sobre todo, necesito distanciarme de él. Ya no puedo imponerle mi presencia en esa casa. El desgarro es doloroso, pero es mejor que sea firme. Y esta vez no hay vuelta atrás.

Así pues, salí a hurtadillas del portal como una ladrona y subí al taxi que me estaba esperando. A pesar de la hora, las calles todavía estaban atestadas de coches. La ciudad nunca duerme, sobre todo en las noches de verano como esta, pero yo miraba todo desde una distancia sideral.

Y ahora estoy aquí, en esta habitación de hotel que se esfuerza por parecer acogedora sin conseguirlo, echada en la cama con los brazos cruzados en la nuca y los ojos clavados en el techo. Filippo habrá vuelto ya a esta hora y habrá encontrado mi mensaje. Solo pensarlo me hace estar mal, pero sería una hipocresía quejarme, dado que es evidente que a él le dolerá mucho más. Soy indigna del amor que me ha dado.

Ódiame si eso hace que te sientas mejor, te lo ruego. Te lo pido aquí, Fil, en silencio. Daría lo que fuese para que no vertieses una sola lágrima por mí. No me merezco tus lágrimas, porque me siento feliz y culpable por haber preferido el corazón a la cabeza, por no haber sabido resistir bastante, por haber decidido, solo ahora, ser sincera.

En la habitación no hay bastante luz. Es una fortaleza, la ventana es minúscula y el techo tan bajo que dificulta la respiración. Quizá estoy a punto de tener un ataque de pánico y mi equipaje es tan reducido que no he metido en él las gotas calmantes. Estoy sola, únicamente puedo recurrir a mis fuerzas. Me gustaría llamar a alguien. A Gaia, a mi madre. Pero he apagado el móvil nada más salir de casa para no correr el riesgo de ver el nombre de Filippo en la pantalla. Sé que habrá intentado llamarme cientos de veces.

Tengo frío, pese a que fuera aún hace calor. Tiemblo, por suerte a última hora me he acordado de meter en la maleta mi vieja sudadera Adidas descosida, la que suelo ponerme para ir al quiosco de la esquina a comprar el periódico por las mañanas o para estar en la terraza por la noche. Cosas que no volveré a hacer, al menos no en esa casa.

Abro el minibar y saco un botellín de Grand Marnier. Desenrosco el tapón y bebo varios sorbos. Siento un calor instantáneo, un picor en la garganta. Sé que es muy triste beber solo, pero necesito un poco de alcohol para no morirme de soledad y angustia.

Con el botellín en la mano me asomo a la ventana y escucho el ruido del tráfico en el aire tórrido. Fuera hay un hervidero de vida y el hecho de saberlo me consuela. Quiero dormir en esta ventana, guarecerme de las pesadillas que se suelen tener en las camas de los hoteles y esperar a que se haga de día. Mañana, cuando vuelva a encender el móvil, deberé tener fuerza suficiente para explicar, contar, comprender…, para decir la verdad, para decir adiós y afrontar un nuevo camino, el del corazón. Pero no tengo miedo. Miro el cielo, completamente oscuro por la contaminación luminosa, inaprensible, detrás de una cortina de humo. Mi mente retrocede, vuelve al momento en que Leonardo estaba dentro de mí y yo lo abrazaba, hace dos horas.

Soy una superviviente, pero una superviviente preparada para la felicidad.

***

Filippo me espera en el Antico Caffè dell’Isola. Le he pedido que nos veamos allí. Esta mañana, cuando me he despertado —por decir algo, dado que no he pegado ojo—, he encendido de nuevo el teléfono y he encontrado diez llamadas perdidas suyas. Le he enviado un mensaje y he quedado con él en el bar de la isla Tiberina; psicológicamente no tengo fuerzas para volver a nuestro piso, que ha dejado de ser nuestro. Puede que el hecho de flotar en una isla, aunque no nos rodee el mar, contribuya a que todo sea más sencillo y menos doloroso.

Es domingo, nos acercamos al 15 de agosto. Los romanos abandonan la ciudad en esta época del año, de manera que en la calle hay menos gente de lo habitual, y la mayoría son turistas. En cierta medida, me siento como una de ellos: vago con una meta en la cabeza y sin saber cuál es el mejor camino para llegar a ella.

Sufro ya pensando en lo que tendré que decir y lo que Filippo se espera oír. Me vuelve a la mente la película Amor mío, ayúdame, con Alberto Sordi y Monica Vitti; la escena en la playa de Sabaudia, cuando ella le confiesa que quiere a otro y que no puede hacer nada para impedir ese sentimiento. Espero salir de esta cita mejor que la Vitti, pese a que Filippo tiene motivos más que suficientes para tratarme a patadas.

Ahí está, lo veo a lo lejos, sentado a una mesita, esperándome. Parece un poco tenso, lleva gafas de sol y mueve convulsivamente una pierna. Cuando me ve llegar se apoya en el respaldo y respira hondo. Aquí me tienes, está diciendo, estoy preparado. Clava la hoja en el corazón.

***

Llevamos media hora hablando y aún estamos vivos, sin arañazos ni lágrimas. Me he tomado un café, él un vaso de agua. Nuestras caras delatan que no hemos dormido y que nos hemos drogado de pensamientos y de dolor.

Filippo no me odia como esperaba o, al menos, no lo manifiesta. Su sufrimiento aún no se ha transformado en rabia, supongo que eso llevará su tiempo. Ha venido aquí con pocas esperanzas de reconquistarme, de hacerme cambiar de idea, porque me conoce a la perfección y sabe que no me muevo por impulsos. Si he hecho algo así es porque estoy convencida y no rectificaré.

Me gustaría convencerme de que un hombre que se preocupa por doblar en cuatro una servilleta no puede estar muy enfadado. No sé si esto es un consuelo o la cruel demostración de que no estamos hechos el uno para el otro. A decir verdad, ya no sé muy bien qué hemos sido, porque Leonardo ha conseguido ensombrecer incluso mi relación con Filippo.

Quizá nunca hayamos vivido una pasión arrolladora, solo una unión de espíritus hecha de atenciones; agradable, pero que, pese a ello, ha dejado un rastro en cierta medida falso y amargo.

—¿Puedo saber al menos quién es? —me pregunta.

Me gustaría evitarle esta humillación, pero después pienso que es mucho más humillante saber las cosas a medias. Y Filippo se merece toda la verdad, por mucho mal que pueda hacerle.

—Es Leonardo.

No alcanzo a descifrar la expresión de sus ojos, que se amparan tras las gafas oscuras, pero sus dientes se ensañan con el labio inferior a la vez que las manos aprietan la servilleta de papel que lleva un cuarto de hora doblando y desdoblando.

—En mis propias narices —comenta con voz ronca tirándola con un ademán iracundo.

—No digas eso, Fil.

—¿Por qué no, si es la verdad? —dice alzando la voz a la vez que esboza una sonrisa atormentada—. Ahora entiendo muchas cosas.

Me gustaría impedirle que vaya más allá con sus deducciones y se haga aún más daño.

—Cuando fui a vivir contigo había decidido que no volvería a verlo —le digo confiando en que mi voz se imponga sobre sus pensamientos—. He intentado evitarlo como he podido, pero es imposible.

—¿Por eso no fuiste anoche a la fiesta?

—Sí —admito sabiendo de antemano que eso no me hará parecer menos culpable a sus ojos.

Filippo asiente con la cabeza y nos callamos. Escucho la música del viento que llega de los plátanos del Lungotevere.

—¿Vais a vivir juntos? —me pregunta al cabo de un rato. La sangre se me hiela en las venas. Hasta ahora no he considerado esa idea y dicha de esa forma suena aún más absurda. ¿Cómo puedo explicar a Filippo que lo estoy dejando por un hombre que, tal vez, nunca será mío?

—No lo sé —contesto—. En este momento no tengo ninguna certeza. Solo sé que tú y yo no podíamos seguir así.

—Tú no podías seguir. Yo habría pasado toda la vida contigo. —Me impone con pocas palabras la cruel verdad. Sabe que el amor que aún siente por mí es el arma más afilada con la que puede herirme. Es justo. Ninguno de los dos saldrá indemne de esta partida, las reglas del juego son así.

Mira de nuevo la mesa e inspira hondo.

—¿Qué hacemos ahora? ¿Volverás a casa? Para recoger tus cosas. —Estamos ya en las cuestiones prácticas, las más penosas. Heridos y sangrantes, tendremos que repartirnos los libros y los DVD.

—Por ahora no. He pasado la noche en un hotel y…

Mis puntos suspensivos tocan un resorte secreto en su interior.

—¿Y quieres quedarte allí?

—Me las arreglaré, Fil —atajo. No quiero que se preocupe por mí.

Nos levantamos de la mesa y echamos a andar. No volvemos a hablar y cuando llegamos al otro extremo del puente nos despedimos con un embarazo inaudito entre nosotros. En cualquier caso, nos volveremos a ver y ese hecho ayuda a que el momento sea menos melodramático. Avanzo por la acera preguntándome si Filippo me seguirá mirando o si él también habrá seguido su camino. No tengo valor para volverme, de manera que aprieto el paso. Un grupo de niños vestidos para jugar al fútbol pasa a mi lado corriendo. El viento sigue soplando, cálido y ligero, acariciando delicadamente mi piel, a la vez que el Tíber emana su inconfundible olor a mar y a tierra. El verano es la peor estación para la tristeza.