10

Llevo desde esta mañana haciendo la cuenta atrás. Esta noche es la inauguración del nuevo restaurante de Leonardo y aún no he tomado una decisión. He prometido a Filippo que lo acompañaré, pero desde que Gaia se marchó las dudas no han dejado de atormentarme.

Tengo que afrontar la cuestión: a medida que se acerca el momento la idea de ver a Leonardo me asusta cada vez más. ¿Y si Gaia tuviese razón? ¿Y si él tuviese aún el poder de echar por tierra todas mis certezas?

En realidad, las cosas con Filippo van bien —incluso en la cama, no puedo negarlo—, pero a veces tengo la impresión de que no me siento lo bastante viva. Al menos, no tan viva como me hacía sentirme Leonardo. ¡Dios mío, menuda confusión tengo en este momento en la cabeza! Necesito hablar con Gaia, pero he intentado llamarla desde por la mañana y no me contesta. ¡A saber qué estará haciendo en Nápoles con su ciclista!

Me dispongo a cruzar la puerta de Villa Borghese, la que está cerca de la Galería. He quedado con Martino, quien me prometió darme hoy la famosa lectio magistralis sobre la obra de Caravaggio que está estudiando.

Ahí está. Ha llegado puntual, a diferencia de mí, y me espera delante de la escalinata de la entrada. Lleva unos pantalones chinos, camisa blanca de manga corta y —¡no me lo puedo creer!— una pajarita con un estampado óptico.

Ha entrado completamente en el papel: representa a Philippe Daverio de joven con la cara de Robert Pattinson. Me acerco a él riéndome.

—¡Veo que has seguido mis instrucciones!

—Solo por ti —dice abriendo los brazos y regalándome una inmensa sonrisa—. Solo por ti he tenido valor para ponerme una camisa de manga corta.

—¡Menudo honor! Tengo el guía más elegante del planeta.

—Lo sé. Estoy pensando en llevar siempre esto. —Se ajusta la pajarita con aire altivo.

—Queda genial con los pantalones de cintura baja y las zapatillas de deporte —confirmo.

—Bueno —dice exhalando un profundo suspiro—, ¿estás lista para morirte de aburrimiento? —Me ofrece el brazo como un auténtico caballero.

—Me muero de ganas. —Sonrío guiñándole un ojo y cogiéndole del brazo.

Subimos la escalinata de piedra y hacemos nuestra entrada triunfal en la mansión. Este lugar es un templo del arte y casi me avergüenzo de haber cumplido treinta años sin haberlo visitado nunca. ¡Menos mal que Martino se ocupa de colmar mis lagunas!

En la sala central, rodeada de otros tesoros artísticos italianos, está expuesta la Virgen de los palafreneros.

Nos paramos delante del cuadro y por un instante creo que me voy a desmayar: las piernas me tiemblan un poco, el corazón me late más deprisa de lo normal, mi vientre es un remolino de emociones. No sé si son los síntomas del síndrome de Stendhal, pero es evidente que algo ha despertado en mi interior. He estudiado este cuadro en los libros, pero verlo ahora me produce un efecto impresionante, pese a que el tema es irrelevante: la Virgen y el Niño aplastan la serpiente —el pecado original— en presencia de santa Ana.

—Bonito, ¿verdad? —me pregunta Martino.

—Es extraordinario —contesto, atónita. Caravaggio lo pintó hace cuatro siglos y, sin embargo, parece tan moderno, tan… auténtico.

—Piensa que estaba destinado a un altar de la basílica de San Pedro, pero después los que lo habían encargado lo rechazaron —explica Martino con aire de conocer a fondo el tema.

—¿Por qué?

—El cuadro causó un gran escándalo. Lo consideraron herético.

Lo invito a proseguir con la mirada, ansiosa por saber más.

—Mira a Jesús —dice él apuntando la figura con el dedo índice—. Es un niño, pero parece mayor o, cuando menos, demasiado mayor para aparecer representado totalmente desnudo. —En efecto, tiene los músculos ya delineados y el sexo marcado, unos detalles que resaltan en el increíble juego de luces que creó el pintor.

—Además, ¿ves a la Virgen? —prosigue Martino—. Parece una pueblerina, el escote es pronunciado y el pecho, abundante, queda muy a la vista…

—Es cierto, emana una belleza sensual —comento sin apartar los ojos de la tela—, casi prepotente.

Martino asiente con la cabeza.

—Dicen que la modelo de Caravaggio fue una tal Lena, la famosa prostituta que había posado también para la Virgen de los peregrinos.

—Conociendo la biografía de Caravaggio, no me sorprende… —Sonrío pensando en el pintor loco siempre rodeado de mujeres—. Lo que es evidente es que María y el Niño son increíblemente reales. Mucho más vivos y humanos que santa Ana.

—Exacto. —Martino se ilumina. Veo pasar por su mente las notas a pie de página de los libros que ha estudiado—. Según algunos estudiosos, el verdadero motivo de que la obra fuese rechazada es el desapego de la santa, que, en teoría, personifica la gracia divina.

—La verdad es que parece una estatua de bronce. Mira con las manos juntas y una expresión de disgusto, pero no hace nada para matar a la serpiente —observo, como si la escena se estuviese desarrollando de verdad ante mis ojos.

—Quizá, al pintar a santa Ana, Caravaggio quiso comunicar algo de la condición humana —reflexiona Martino—. Porque ninguno de nosotros está siempre dispuesto a enfrentarse al mal, como la Virgen. Es más, en muchas ocasiones nos dejamos seducir por él.

Asiento con la cabeza, porque no puedo por menos que reconocerme en esas palabras. De hecho, a mí me ha sucedido con Leonardo, que en este momento es mi pecado original, una serpiente que se arrastra venenosa, pero que, al mismo tiempo, ejerce una fascinación irresistible.

—Sea como sea, María es la verdadera protagonista del cuadro —prosigue Martino con aire experto.

—Sin ninguna duda —corroboro.

—Mira la expresión de su cara. —Me apoya una mano en un hombro y me la señala alzando la barbilla—. Es inflexible. Ella es la que decide, la que sabe lo que hay que hacer. Coge a Jesús por las axilas, lo sostiene, lo dirige. Y es ella la que pone el pie sobre la cabeza de la serpiente para aplastarla.

—El Niño se limita a imitarla apoyando el pie en el de su madre —completo la explicación.

—Está aprendiendo a hacerlo —aclara Martino—. Es como si María le dijese que para aplastar el mal antes hay que enfrentarse a él cara a cara. Hay que reconocerlo, medirlo.

—Para después liberarse definitivamente de él —concluyo. Parte de esta conversación resuena en mi interior.

De repente tengo la impresión de que yo también sé qué hacer y cómo hacerlo. Pienso en la inauguración de esta noche y comprendo que no debo ir. La voz de la conciencia me habla a través de Gaia. Rechazar la invitación es la única manera de resistir a la tentación. He bailado con el demonio y ahora debo mantener las distancias.

Martino continúa su explicación hablándome de la luz, de los drapeados, del juego de sombras, pero ya no lo escucho. Tengo la cabeza en otra parte, estoy pensando ya en la forma más indolora de decirle a Filippo que esta noche no lo acompañaré.

***

Después de visitar la Galería salimos al parque de Villa Borghese y nos sentamos en un banco, a la sombra de un árbol. Me encuentro un poco mareada, como me sucede siempre que salgo de un museo o de un cine, y el calor de agosto contribuye a amplificar el efecto.

—Estás pensativa —dice Martino.

—¿Sí?

—Sí.

—Solo estoy cansada —susurro casi exhalando un suspiro—. El arte a la larga agota, ¿sabes?

—No lo sé. —Martino cabecea y me observa—. Te encuentro muy triste, Elena. Hace tiempo que te veo apagada.

Socorro…, este muchacho tiene una sensibilidad que jamás habría imaginado: logra radiografiarme el alma de una forma increíble.

—¿Desde cuándo? —pregunto, en un miserable intento de esquivar el verdadero problema.

Martino, en cambio, tiene la respuesta preparada:

—Recuerdo perfectamente la última vez que me pareciste feliz de verdad: el día en que te vi salir de San Luigi con ese hombre.

Bajo la mirada, siento que estoy enrojeciendo hasta la punta del pelo. Martino se refiere al día en que Leonardo me raptó para llevarme a la playa, uno de los más bonitos que pasamos juntos.

—¿Quién era ese tipo? —osa preguntar haciendo acopio de valor—. No era tu novio, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, supongo que si hubiese sido tu novio me lo habrías presentado.

—Es cierto. No era mi novio —confieso. En el fondo, no tiene ningún sentido mentirle. Sé que puedo fiarme de unos ojos tan límpidos—. He pasado un periodo difícil: he compartido mi vida con dos hombres. Filippo, mi novio, y Leonardo, el hombre que viste ese día. —No encuentro las palabras adecuadas para describir los últimos meses—. Pero ahora se ha acabado todo. He tomado una decisión y me he quedado con Filippo —declaro, puede que sin demasiada convicción.

Martino me escruta, como si no me acabase de creer.

—¿Sabes? Ese día, cuando te vi con… Leonardo —pronuncia su nombre como si fuese un interrogante existencial—, había algo en tus ojos, una luz distinta, más viva.

Está diciendo una amarga verdad, pero he acorazado de tal forma mi corazón que sus palabras rebotan en mi interior antes de salir de nuevo como un bumerán. Por favor, Martino, no te conviertas ahora en la serpiente de la tentación.

—Sí, puede que sea verdad —digo tratando de parecer tranquila—, pero he sufrido mucho por él y no quiero caer de nuevo en la trampa.

—Comprendo. Si eso es lo que has decidido… —Alza los brazos en señal de rendición. Luego, una punta de pesar ensombrece su semblante—. ¿Sabes qué es lo único que siento?

—¿Qué?

—Me gustaría haber sido yo la causa de que te brillaran los ojos de esa forma… —Lo dice sin mirarme a la cara, contemplando algo a lo lejos.

Sonrío. Es una declaración sumamente delicada, sin pretensiones; da la impresión de que se ha resignado ya a la idea de que nunca seré suya. ¡Oh, Martino! Qué diferente eres de Leonardo, que fue capaz de remover cielo y tierra para satisfacer sus deseos. Con todo, yo adoraba su cabezonería, su pasión arrogante.

Lo miro con ternura.

—A tu manera, siempre haces brillar mis ojos. —Le acaricio la espalda.

—A mi manera, claro.

***

Una vez en casa, me preparo para escenificar mi gran mentira. Me tumbo en el sofá con una máscara relajante en la cara y el cojín de semillas de lino sobre la barriga y espero a que Filippo vuelva.

A eso de las siete oigo que la puerta se abre y mi nombre suena en el aire. La voz de Filippo es vigorosa, parece recién salido de una ducha tonificante.

—Estoy aquí —mascullo agonizante.

—¿Qué te ha pasado? —Me mira perplejo mientras se acerca a mí.

—Tengo un dolor de cabeza terrible, Fil. —Levanto un poco la máscara—. Quizá me está viniendo la regla, no lo sé.

—Mierda. Justo esta noche, Bibi. —Se inclina y me acaricia con dulzura la frente. Bajo los párpados; no podría soportar su ternura con los ojos abiertos—. ¿Te has tomado algo?

—Sí, un analgésico, pero no me ha hecho ningún efecto —digo con un hilo de voz repitiéndome sin cesar que mi mentira obedece a una buena causa.

Lo hago por los dos; debo de ser una buena actriz, a juzgar por su reacción. Abro los ojos y veo los suyos, tan atentos como siempre.

—Te ruego que no te enfades ni me odies, pero esta noche no me siento con fuerzas para acompañarte.

Filippo se sienta en el borde del sofá y me mira resignado.

—Si quieres me quedo en casa contigo.

—De eso nada. —Me incorporo—. Tienes que ir. —Sé que esta velada es importante para él y no quiero que renuncie a ella por mí.

—¿Y dejarte aquí sola? No quiero.

—Basta ya. No te preocupes, no tengo nada grave —insisto.

—Me apetecía mucho que vinieras conmigo.

—Lo sé, Fil. A mí también me apetecía —exhalo un suspiro—, pero no puedo, de verdad. Estoy hecha polvo. —Me cojo la cabeza con las manos simulando una expresión de zombi—. Mírame, soy un monstruo, no puedo estar más pálida.

—A mí no me lo parece. —Me besa con ternura en la frente—. De acuerdo, intenta descansar. Voy a arreglarme.

—Está bien —digo poniéndome de nuevo la máscara para taparme los ojos, que me brillan.

***

Siento que mi decisión ha sido justa y me preparo para pasar la velada sola delante de la televisión. Me he puesto la ropa adecuada: un par de pantalones cortos, una camiseta de tirantes de algodón a rayas y un par de Havaianas en los pies. He cogido un bote de helado del congelador y ahora estoy aquí, sentada con las piernas cruzadas en el sofá, mirando varios capítulos viejos de Mujeres desesperadas y atiborrándome de stracciatella. Esta noche no tengo la cabeza como para seguir una película entera.

Las escenas pasan por mis ojos distraídos sin que yo haga el menor intento de captar su significado. Eva Longoria está ejecutando en el salón de su casa un baile sexy, abrazada a un poste de pole dance, y puede pasar de todo; de hecho, de repente se cae a la alfombra con un ruido sordo y no puedo contener una carcajada estúpida y espontánea. A pesar de que no estoy entendiendo una palabra de lo que sucede en el capítulo, al menos aún consigo ver el lado cómico de la situación, en la que no puedo por menos que verme reflejada. Aún no he metido el cerebro en un cajón y he tirado la llave…

Son más de las diez, casi he acabado el tarro de helado y he empezado a ver el segundo capítulo de Mujeres desesperadas cuando llaman a la puerta. Apago la televisión para asegurarme de que he oído bien. El timbre vuelve a sonar. No es el de la portería, sino el del rellano, que tiene un sonido antiguo, parecido a un xilófono. No espero visitas, así que no tengo la menor idea de quién puede ser. Dejo la cuchara en el bote de Häagen-Dazs, me levanto del sofá y me arrastro hasta la puerta con un mal presentimiento. Acerco el ojo a la mirilla y en cuanto veo lo que hay al otro lado doy un salto hacia atrás. ¡No es posible! Es él. Lo primero que se me ocurre es acurrucarme al lado de la puerta y fingir que no estoy en casa, pero enseguida me avergüenzo de mí misma. Vamos, Elena, compórtate como una mujer. Enfréntate a él.

Bajo el picaporte y entreabro la puerta. Ahí está. Leonardo se materializa ante mis ojos con su presencia carismática e inquietante. Está elegantísimo. Viste una camisa blanca con gemelos de plata y un par de botones desabrochados que dejan a la vista su pecho bronceado, unos pantalones oscuros, unos zapatos negros resplandecientes y una bufanda de seda gris al cuello. Se ha peinado hacia atrás, puede que hasta se haya puesto un poco de gel —nunca le he visto el pelo así—, lleva la barba un poco más corta de lo habitual y sus ojos siguen siendo diabólicos, tan negros que casi parece que se los haya pintado.

Siento que me flaquean las piernas, pero me planto con firmeza en el umbral con los brazos cruzados y la espalda bien erguida. Soy la guardiana de mi espacio y no permitiré que lo invada.

—¿Qué demonios has venido a hacer aquí?

Me mira a los ojos, tiene las pupilas dilatadas. Esa mirada me desarma.

—Déjame entrar y te lo explico.

—No, no te dejo entrar. —La mera idea de que pueda profanar este lugar me horroriza—. Si tienes algo urgente que decirme hazlo ahora. —Trago saliva—. De no ser así, puedes marcharte.

La garganta se me seca de improviso. Me siento fuerte, pero no lo suficiente para enfrentarme a la montaña que tengo delante y dominar las emociones que fluyen en mi interior. Además su perfume es intenso y me llega, rotundo y nítido, a la nariz. Nunca he podido resistir a esa llamada.

—Vamos, Elena, abre la puerta.

—No, podemos hablar perfectamente aquí.

Alarga un brazo hacia el marco y apoya también la frente acercándose peligrosamente a mi cara. Parece agotado, un guerrero que regresa de una batalla. Un guerrero hermosísimo y cansado de luchar.

—Has hecho lo que debías, ¿sabes? —me susurra, doblegado.

—¿A qué te refieres?

—A no haber venido.

Sus palabras me tocan y no sé qué tono ni qué posición adoptar: vacilo entre tener los brazos cruzados o dejarlos caer a lo largo de los costados, entre apoyarme sobre el pie derecho o el izquierdo, entre bajar los ojos o alzarlos y desviarlos hacia otro sitio.

—No, no he ido —confirmo, subrayando lo obvio.

—No obstante, ha sido una bonita fiesta… Lástima… Incluso me estaba divirtiendo, hasta cierto punto. —Una sonrisa amarga deja a la vista sus dientes blancos—. Luego, de improviso, miré alrededor y me di cuenta de que toda esa gente me importaba un comino. —Habla como si las palabras salieran por su boca a su pesar, como si no tuviera otra elección—. Eras la única persona que quería ver esta noche.

Bonitas palabras, solo que pronunciadas demasiado tarde. Dichas ahora, de esa forma, me hieren más que un insulto.

—¿Y has venido hasta aquí para decirme eso? —Esbozo un patético intento de sonrisa. Estoy haciendo un esfuerzo desesperado para mantener la calma.

—Sí, también por eso —contesta él.

—¿Y para qué más? —Aprieto la mandíbula y trago la poca saliva que me queda—. ¿Entonces?

Solo ahora me doy cuenta de que, sea lo que sea lo que tiene que decirme, no quiero escucharlo. Hago amago de cerrarle la puerta en la cara, pero él se adelanta y me lo impide. La abre con una sola mano y entra con arrogancia. La puerta se cierra a su espalda con un ruido sombrío y sordo.

El suelo se tambalea bajo mis pies. No logro decirle nada, ni siquiera mirarlo; me duelen los oídos y los ojos. Con él todo es cabeza y carne, siempre.

Retrocedo hasta la pared y él se abalanza sobre mí. Apoya las manos en la pared haciendo de su cuerpo una jaula inexpugnable.

—He venido a decirte que te quiero, Elena, que no sé estar sin ti. —Su voz es un veneno que penetra todas las fibras de mi cuerpo. Sus ojos arden de tal forma que casi me queman la piel.

—Vete —gruño. Hago acopio de todas mis fuerzas y de mi instinto de supervivencia para no sucumbir.

—Puede que me haya equivocado en todo, puede que me haya comportado como un idiota, pero…

—Pero ¿qué? Vete —repito, a él y a mí misma, como un mantra.

—Lo dices, pero sabes de sobra que no es eso lo que deseas.

Mis fuerzas empiezan a fallarme, lo siento. La rabia, la nostalgia, la incertidumbre, los sentimientos que lucharon durante largo tiempo en mi interior y que después se adormecieron se han despertado de repente emitiendo un ruido ensordecedor.

Aprieto los puños y golpeo la pared que hay detrás de mí.

—¡En cambio sí que quiero que te vayas! —Tomo aliento—. Me haces daño, Leonardo, no quiero sufrir más.

La imagen de la serpiente del cuadro de Caravaggio se materializa ante mis ojos. Trato de zafarme de Leonardo con un empujón, pero no puedo. Frustrada, empiezo a darle puñetazos y bofetadas. Él no reacciona.

—Quizá nuestra relación tenía un sentido, al margen de todo.

—¿Relación? —Abro los ojos—. ¿Desde cuándo es una relación? ¿No debía ser una aventura sin más?

Por primera vez, veo que Leonardo baja la mirada ante mí.

—Dime que no sientes nada por mí y me marcharé —susurra.

—Aun en el caso de que sintiese algo, ¿qué cambiaría? —le grito a la cara—. Quiero una vida normal, un amor normal.

—¿Eres feliz con él? —Me está provocando, como siempre.

—Por favor… —Esta vez soy yo la que baja la mirada. Puede que con Filippo no esté viviendo una ardiente pasión, puede, pero soy feliz, sí, mi cabeza lo repite a diario.

—¿No me contestas? —me apremia.

—Él me entiende. Y es bueno —digo convencida.

—Pero ¿te das cuenta de lo que dices? ¿Estás con él porque es bueno?

—Basta, Leonardo. Sal de aquí de inmediato. ¡No acepto más tus juegos perversos!

—Pero ¿no entiendes que para mí no es un juego? —Su voz, ronca, ahoga la mía—. No puedo estar sin ti, Elena.

Una puñalada directa al corazón.

Nuestras caras no pueden estar más cerca y nuestros ojos se funden en una única mirada. El espacio que nos separa solo se mantiene unos segundos, luego empieza a reducirse a una velocidad impresionante. Ni siquiera me doy cuenta del momento en que su boca se posa en la mía.

Tengo los labios y los dientes apretados. No quiero darle ninguna satisfacción, no debo ceder. Pero Leonardo no se detiene, me coge las dos manos con una de las suyas y me las sujeta por encima de la cabeza clavándome a la pared con los costados. Puedo sentir su deseo en mi cuerpo. Hunde la otra mano en mi pelo y tira de él con violencia obligándome a alzar la cabeza. Su boca está ya en mi cuello y sus dientes recorren mi piel con voracidad. Su ímpetu tiene algo de animalesco y salvaje.

—Para… —imploro, casi.

—No puedo —me susurra mientras rodea mi cuello con una mano haciendo una ligera presión.

«Entonces para tú, Elena. Ahora sabes distinguir qué te hace bien y qué te hace daño. Y él solo te hará daño».

Pero su boca está de nuevo en la mía, su respiración dentro de la mía, su corazón late contra el mío. Y dejo de pensar.

Leonardo resbala lentamente por el esternón y luego por el seno izquierdo. Me aprieta con tanta fuerza que me hace daño, como si quisiera arrancarme el corazón y desmenuzarlo.

Emito un gemido de dolor, él me rodea con los brazos y me levanta. Trato de desasirme, pero su deseo es demasiado fuerte y mi resistencia demasiado débil.

Leonardo me tira al sofá y me quita con violencia la camiseta desnudando mi pecho. Después me arranca los pantalones cortos con unos gestos que revelan una extraña punta de crueldad. Se echa sobre mí inmovilizándome con su peso, trato de desasirme de nuevo, pero él está ya entre mis piernas y su sexo presiona el mío.

En unos segundos está dentro de mí y, de repente, todo se detiene. Permanecemos así, uno dentro del otro, durante un instante que parece eterno, nuestros cuerpos unidos en uno solo.

Al final dejo de luchar y me rindo a mí misma antes que a él, porque ahora sé que lo que me hace daño no es Leonardo, sino su ausencia.

Ahora sé que nuestra lucha es, de una forma u otra, hacer el amor.

Él se mueve despacio, casi imperceptiblemente, y yo me abro bajo su empuje. Nos miramos a los ojos, asombrados de nosotros mismos, borrachos de deseo, aturdidos de placer. La unión de nuestra carne y nuestro espíritu nunca ha sido tan perfecta. Un orgasmo violento, necesario, inevitable, se libera de nuestros sexos.

—Te siento —grito en su boca mientras él gime en la mía, gozamos el uno del otro desesperadamente, hasta la última respiración.

Después nos quedamos desnudos, en silencio, abrazados como si nuestras piernas, brazos, manos, pelo, piel y huesos se hubieran fundido. Después sus labios pronuncian esas palabras.

—Te quiero.

Pese a que las susurra, sus palabras retumban en mi interior con un estruendo ensordecedor. Esas palabras cambian todo, dan un vuelco al mundo. He deseado que saliesen de su boca más que cualquier otra cosa en el mundo, pese a que nunca he tenido el valor de confesarlo, ni siquiera a mí misma.

—Yo también te quiero.

Jadeo, liberada por fin de un peso que ya no podía soportar.

Me siento feliz y angustiada al mismo tiempo. Una lágrima me resbala por una mejilla. No hago nada para detenerla.

—Lo siento —murmura Leonardo enjugándola con un dedo—. He intentado resistir, he intentado evitar que sucediese, pero no he sido lo bastante fuerte. Te quiero, no puedo hacer nada para remediarlo.

Miro el espacio que hay entre nosotros y por un momento tengo un presentimiento tristísimo: veo que Leonardo se aleja de mí y que la distancia que nos separa aumenta hasta que resulta imposible de colmar.

Pero en ese instante él me abraza con fuerza como si quisiera retenerme, anular esa lejanía. Me aprieta contra su pecho y me besa el pelo.

En esta habitación ahora solo estamos los dos, somos dos cuerpos, dos corazones resucitados que consumen el presente eterno de este momento. Lo que ha sido y lo que será no me asusta.

Nos quedamos tumbados un tiempo indefinido, mientras las sombras se insinúan en los espacios que dejan vacíos nuestros cuerpos entrelazados. No siento el peso del silencio ni tampoco la necesidad de pensar. También mi voz interior, por lo general inquieta y oprimente, calla ahora.

Acaricio con los ojos cerrados la espalda de Leonardo imaginándome el dibujo de su tatuaje: ese signo indeleble me habla de él, pero no sé lo que dice y no es el momento más adecuado para intentar comprenderlo. Leonardo restriega la nariz contra mi cuello y me besa el borde de la clavícula.

—Me gustaría quedarme, pero tengo que volver allí —susurra penetrándome con la mirada—. Todos se estarán preguntando dónde me he metido.

—Lo sé.

Le aparto con dulzura un mechón de pelo detrás de una oreja. Me gustaría que se quedase tumbado encima de mí un poco más, pero tengo que dejar que se marche. Filippo puede regresar de un momento a otro. En mi pensamiento su cara ha dejado de tener un contorno, una forma, un olor. Lo busco, pero no lo encuentro, da la impresión de que se ha hundido en un agujero negro con el recuerdo de los meses que hemos vivido juntos.

Miro a Leonardo mientras se vuelve a vestir, y mientras yo sigo desnuda en el sofá. Aún no tengo fuerzas para moverme.

—Te quiero, Elena. —Se lo dice también a mis ojos a la vez que me da un último beso.

—Te quiero, Leonardo. —Hundo la cara en su pecho para gozar un poco más del calor que me transmite su corazón.

***

Se ha marchado. Acaba de salir de esta casa que, de repente, ya no siento que sea mía. Estas paredes que he profanado han olfateado su olor, han visto sus manos, nuestros cuerpos desnudos.

Nada es como antes. No hemos hablado del futuro, no nos hemos hecho ninguna promesa, pero los dos sabemos ahora que nos queremos. Y eso me deja una única certeza: no puedo quedarme aquí. Tengo que marcharme enseguida, antes de que se haga de noche y la mañana detenga mis pasos.