Me roza la frente con un beso ligero, a la vez que recorre con los dedos la curva de mi costado y se pierde bajo la camisa. La suya. Abro los ojos y encuentro la mirada de color verde claro que ilumina de inmediato mi mañana. Alargo una mano y le toco la cara, tan lisa como la de un niño. Al principio pensaba que se levantaba por la noche para afeitarse a escondidas, luego comprendí que su piel es así: tiene una barba tan suave e invisible que cuando se despierta parece que se ha afeitado ya.
Estamos tumbados de lado, uno frente al otro, nuestros pies se tocan. Nuestros cuerpos tienen el mismo olor. Ayer por la noche hicimos el amor, cada vez es más bonito, un descubrimiento que tiene el sabor irresistible del placer. Su mano me aprieta un poco más y me zarandea lentamente.
—Despiértate, Bibi… —Su voz es un soplo.
Cierro los ojos para arrebatar unos minutos más de sueño y bajo los párpados trémulos me imagino este día, todos los días, a su lado.
Filippo.
—Un poco más… —resoplo volviéndome hacia el otro lado.
Me besa otra vez en la nuca, se levanta y entorna la puerta dejándome sola en la habitación para que me desperece. Aún estoy atontada, pero, en cualquier caso, hago un esfuerzo enorme para apoyar el busto en el cabezal de la cama. Los rayos de sol que se filtran por la ventana me acarician la cara: son las ocho de un día precioso de mayo, hace ya calor y fuera la luz es poco menos que cegadora.
Es un nuevo día de mi nueva vida.
Después de viajar a Roma y presentarme sin avisar en las obras, hace tres meses, sucedió lo que no me atrevía a esperar: Filippo no solo me ha perdonado, además me ha escuchado, me ha comprendido y me ha hecho sentir que todavía me quiere. Entre sus brazos he tenido la clara sensación de haber vuelto a casa, de haberme reencontrado después de haber perdido el camino. Nos bastó mirarnos a los ojos para saber que aún queríamos estar juntos. De manera que dejé Venecia y me mudé aquí, a su piso en Roma, que se ha convertido en el nuestro. Es un ático íntimo y luminoso que da al lago artificial del EUR. Lo ha proyectado él. Adoro este nido. Además, en cada rincón hay algo nuestro, de nuestra manera de pensar, de nuestras pasiones: la librería de resina que diseñó Filippo, las lámparas de papel de arroz que pinté con ideogramas japoneses, los carteles de nuestras películas preferidas. Me gustan las ventanas sin cortinas e incluso el ascensor claustrofóbico del edificio, pese a que siempre tengo miedo de que se pare. Pero, sobre todo, me gusta que esta sea la primera casa que compartimos.
Entro en el baño y me arreglo apresuradamente el pelo recogiéndolo en la nuca con una pinza para apartarlo de los ojos. La melena de paje de mi último otoño veneciano es agua pasada; el pelo, moreno y rebelde, me llega ahora a los hombros, pese a que me obstino en recogerlo en coletas improvisadas o haciéndome unos peinados increíbles.
Me pongo los pantalones del chándal y, chancleteando, me reúno con Filippo en la cocina.
—Buenos días, dormilona —me saluda sirviéndome un vaso de zumo de naranja.
Está listo para salir, va perfumado y vestido con unos pantalones de algodón beis, una camisa celeste y una corbata con estampado de efecto óptico. Por la corbata intuyo que hoy irá al estudio, no a las obras, lo he aprendido ya. Envidio a muerte su eficiencia matutina: comparada con él, parezco una tortuga que se arrastra por la casa.
—Buenos días —contesto restregándome los ojos con un bostezo que casi me disloca la mandíbula. Me siento en el taburete y apoyo los codos sobre la encimera de cemento; el sueño sigue siendo una llamada a la que, creo, no voy a poder resistir. Alzo la mirada hacia los hornillos, donde, dentro de un cacito, está hirviendo ya el agua para mi té. Filippo ha tenido ese detalle conmigo desde la primera mañana en que nos despertamos juntos. Es un gesto pequeño, pero habla por sí solo de él.
Apaga el fuego para que no se salga el agua.
—¿Metes tú la droga? —pregunta.
Sonrío. Filippo sostiene que me coloco a base de té verde y tisanas, y puede que tenga razón: bebo varios litros al día y me gusta comprar todo tipo de variedades. Me acerco al estante y cojo uno de los innumerables tarros llenos de hojas secas. Hoy me apetece una mezcla ayurvédica: té verde con aroma a rosa y vainilla.
—¿Quieres? —intento.
Filippo niega con la cabeza a la vez que bebe a sorbos su café.
—¡Te advierto que está buenísimo! —Le tiendo la caja de latón para que la olfatee.
—Claro, faltaría más… ¿Ahora te dedicas también a traficar? —pregunta acercándosela a la cara con cautela—. Huele a gato muerto —sentencia frunciendo la nariz.
Cabeceo —es una batalla perdida desde el principio— y me siento en el taburete con mi tazón humeante, atenta a no quemarme las manos. Observo a Filippo desde aquí: su cuerpo esbelto y musculoso, su pelo rubio, ligeramente ondulado gracias a una capa de gel. Me gusta cada vez más, me gusta compartir con él nuestros rituales, el universo familiar de nuestras pequeñas costumbres. Puede que el amor deba ser así y a medida que pasa el tiempo estoy cada vez más convencida de que nosotros podríamos pasar la vida juntos sin sufrir el desgaste de la rutina, como les sucede a ciertas parejas.
—¿Por qué me miras? —pregunta arqueando una ceja.
—Te miro porque eres guapo —contesto bebiendo a sorbos mi té.
—¡Pelota! —Se acerca a mí y empieza a pellizcarme los costados y a besuquearme en el cuello. Luego se sienta en un taburete a mi lado, enciende el iPad y empieza a hojear las páginas de los diarios a los que está abonado. El habitual resumen de prensa matutino.
—No sé cómo puedes leer en esa cosa —observo, perpleja.
—Es mucho más cómoda que los periódicos, que ocupan mucho espacio y, además, son antiecológicos. —Roza con los dedos la pantalla como si estuviese tocando el piano.
—Yo prefiero el papel —afirmo convencida.
—Porque eres una antigua. —Filippo apura de golpe su café y una sonrisa de satisfacción se dibuja en sus labios—. Pero, bueno, eres restauradora…
—No acepto las provocaciones —contesto con altivez.
No dejamos de discutir sobre cuál de nuestros trabajos es más útil e importante: yo me dedico a conservar el pasado y él, como arquitecto, proyecta el futuro. En pocas palabras, dos profesiones opuestas y, en consecuencia, una controversia interminable.
—¿Qué haces esta noche? —le pregunto a la vez que mojo una galleta de arroz en el té.
—No lo sé, querida… Ni siquiera sé a qué hora acabaré en el estudio —responde distraído sin apartar los ojos de la tableta.
—Estos arquitectos visionarios… Inventan el futuro, pero no consiguen proyectar más allá de las siete de la tarde… —comento en voz baja mordiendo la galleta y reprimiendo una sonrisita sarcástica. No acepto las provocaciones, pero, si se presenta la ocasión, no me privo de dar una pequeña estocada.
Filippo alza por fin la mirada de la pantalla. Touché.
Le revuelvo el pelo, sabedora de que eso lo enfurecerá. De hecho, alarga una mano hacia mí, me agarra un brazo y me lo inmoviliza en la espalda.
—De acuerdo, Bibi, tú te lo has buscado. —Con la otra mano empieza a hacerme cosquillas en las costillas y en la base del cuello. Me río y me escabullo como una anguila. No lo resisto, así que no tardo en pedir piedad. Filippo me suelta de golpe y mira el reloj.
—¡Caramba, se ha hecho tardísimo! —En un instante apaga el i-Pad y lo guarda en la funda como si se tratara de una reliquia.
—Corro a cambiarme —digo cayendo en la cuenta de que aún estoy en pijama—. Si me esperas salimos juntos…
—No puedo, Bibi —suspira abriendo los brazos—. Debo estar en el estudio dentro de media hora. Tengo una cita con un cliente. Quería verme pronto, maldito sea…
—De acuerdo —acepto tratando de que se apiade con la carita triste y resignada que pongo cuando quiero inspirarle ternura—. Vamos, vete…, aunque ahora me veré obligada a ir sola… —lloriqueo.
—Bueno, supongo que ya sabes cómo funciona el metro —dice sarcásticamente.
No niego que Filippo tiene razón, porque no tengo, desde luego, el sentido de la orientación de un boy scout —a decir verdad, tengo una marcada propensión a perderme y a subir a los medios de transporte equivocados—, pero pasar de la dimensión poco menos que pueblerina de Venecia al caos de Roma se puede considerar un atenuante, ¿no?
—¡Tonto! —Hago una mueca y luego lo atraigo hacia mí—. Que tengas un buen día —susurro acercando mis labios a los suyos.
—Nos vemos esta noche, Bibi. —Su beso me deja en la boca un sabor delicioso a café mezclado con pasta dentífrica.
***
El día ha empezado bien, así que me dirijo a la parada del metro con paso resuelto, como si tuviese que enfrentarme a un terrible adversario. Pero lo conseguiré, lo sé, a pesar de que el sol, que ya está alto en el cielo, me exige que frene el paso y disfrute del paseo. El EUR es un barrio moderno. El verde intenso de los jardines se funde con el asfalto de las aceras, y el cemento de los edificios da una sensación de tranquilidad racional, pese a que el tráfico es caótico. Todo es nuevo para mí, que estoy acostumbrada a un paisaje urbano, y es decir poco, distinto —las plazas desiertas, los vaporetti que pasan cuando les parece, los puentes abarrotados de turistas—, y aún camino alzando la nariz cada vez que recorro el trayecto que va de mi casa al trabajo. Bajo las escaleras del metro y entro decidida en el túnel subterráneo, en dirección a Rebibbia. Siempre tengo miedo de equivocarme, ¡aquí abajo todo parece tan confuso! Me he perdido en más de una ocasión, pero el error más grave fue telefonear a Filippo para pedirle ayuda: ese único y desesperado SOS me ha condenado a ser su pelele (creo) para el resto de mi vida.
Me siento a esperar el tren en el banco de hierro que hay en el andén. Observo a las personas que me rodean tratando de adivinar adónde van y en qué trabajan. Era el juego con el que Gaia y yo, cuando éramos niñas, nos entreteníamos mientras viajábamos en vaporetto después del colegio. A saber qué estará haciendo ella ahora. Me la imagino caminando como una exhalación por las calles subida a sus Jimmy Choo de tacón de doce centímetros, ataviada con un vestidito, y acompañando a la enésima japonesa multimillonaria en una extenuante sesión de compras matutinas. A pesar de que hablamos a menudo, echo mucho de menos a Gaia: su sonrisa sincera, sus expresiones intensas, sus abrazos impetuosos, incluso sus dictados en cuestión de moda y estilo. Puede que su amistad sea la única cosa que añoro de verdad de Venecia. Por lo demás —excluyendo a mis padres, claro está—, no veía la hora de salir de esa ciudad. Apenas puedo creer que dentro de cinco días cumpliré treinta años: apagaré mi trigésima velita en Roma y la idea me excita, a mí, que jamás me han gustado esas celebraciones. Siento que he llegado a un momento crucial de mi vida. Para una mujer, abandonar las orillas seguras de los veinte supone siempre un trauma, pero yo estoy segura de haber pasado a la edad adulta con los mejores presupuestos: un nuevo amor, una nueva ciudad, una nueva vida. Si la felicidad existe, no debe de quedar muy lejos de aquí.
Por fin llega el metro. Es hora punta, pero aún quedan varios asientos libres. Me abro paso con agresividad, dando codazos a la gente, y consigo sentarme entre una señora regordeta y un adolescente lleno de granos. De pie, delante de mí, se planta un joven vestido con una camisa ligera. Está de espaldas y me tapa con su mole, al punto que ni siquiera puedo ver la pantalla luminosa que anuncia las paradas. Hasta el Coliseo deben de quedar unas diez; me resigno a contarlas con los dedos con la esperanza de no equivocarme.
De pronto, me doy cuenta de que no puedo apartar los ojos de la espalda del muchacho. Algo familiar me atrae: la camisa, los hombros, el pelo oscuro. Si no fuese tan joven, podría tratarse de Leonardo. Su recuerdo me atraviesa como un rayo y una sombra se desliza en mi interior. Alrededor todo se torna opaco. Empiezan a materializarse en mi mente los recuerdos de los momentos que pasamos juntos, unas instantáneas en blanco y negro que me asaltan a toda velocidad, como insectos molestos; los ahuyento de inmediato sacudiendo la cabeza. «Prehistoria», mascullo. A estas alturas no sirve de nada preguntarse dónde puede estar Leonardo ni si nuestra relación podría haber acabado de otra forma. Y tampoco tiene ya sentido añorar las emociones que él me provocaba: el vacío en la barriga antes de verlo, la sensación de descubrimiento constante y la excitación de nuestras citas clandestinas. Todo se ha terminado, se ha perdido para siempre.
Puede que aún no esté preparada para mirar atrás y recordar con absoluto desapego esa historia. Pero, al menos, ahora, cuando pienso en él, ya no entro en crisis ni me quedo paralizada con el corazón encogido y un nudo en la garganta, como me sucedía hace tres meses. Me he levantado de nuevo y he vuelto a empezar desde el principio, como cuando uno se recupera de una buena gripe. He aprendido a manejar esas emociones, a desmontarlas pieza a pieza. El dolor ha ido disminuyendo con el tiempo, como sucede siempre —pese a que después de haber sufrido un trauma pensamos que jamás lo superaremos— y ahora puedo ver a Leonardo tal y como es: un amor que pertenece a la vieja Elena, inadecuado y que nunca volverá. También me siento una mujer más sabia y segura. Al lado de un hombre mejor. Al lado de Filippo.
***
Me apeo en la parada del Coliseo, en la calle de los Fori Imperiali, donde subo al autobús que me llevará al trabajo. Mientras tanto, Roma fluye ante mis ojos: su magnífica y descuidada belleza no deja de asombrarme y de conquistarme día a día. Estratos de arte e historia que han ido creciendo caóticamente unos sobre otros; esta ciudad recuerda a una señora que ha decidido lucir todo su guardarropa de una sola vez, mezclando épocas y estilos, vacilando entre esconderse y exhibirse por completo.
El autobús corre ruidosamente por los adoquines y se adentra con lentitud en la rotonda de la plaza Venezia, donde los coches circulan a cualquier hora del día y de la noche en un vals infinito. Bajo en Largo Argentina y me alejo de la parte posterior de la avenida Vittorio Emanuele por los callejones estrechos que se abren a los lados. El centro de Roma es un dédalo de calles retorcidas que aturden y desorientan, pero que, en todo caso, desembocan siempre en una plaza airosa y espectacular que nos deja maravillados. He aprendido a no temerlas. Pese a que continúo perdiéndome y sigo distintos recorridos, sé que tarde o temprano aparecerá el reconfortante perfil del Panteón o el alargado de la plaza Navona, confirmándome que voy por el camino correcto.
***
Me encuentro en la plaza San Luigi dei Francesi, mi destino, con solo diez minutos de retraso. Me han explicado que en Roma es normal llegar un cuarto de hora tarde a las citas, incluso necesario: en una ciudad como esta, laberíntica y minada por el tráfico, nadie exige puntualidad y llegar justo a la hora puede incluso ser considerado una demostración de meticulosidad rayana en la mala educación.
Paso al lado de un grupo de religiosos entre los que reconozco al padre Sèrge, uno de los sacerdotes que celebran misa en San Luigi.
—Bonjour, mademoiselle Elenà —me saluda esbozando una sonrisa blanquísima, que destaca en su tez oscura.
San Luigi es la iglesia de la comunidad gala de Roma y el párroco es un francés de origen senegalés. Le devuelvo el saludo inclinando la cabeza y me dirijo a la entrada apretando el paso. Si no fuese por la imponente cruz que hay en el tejado, la fachada, con sus columnas corintias y sus estatuas de piedra encerradas en elegantes nichos, podría ser la de un palacio neoclásico, y no la de un lugar de culto.
Empujo el portón de madera y paso de la luz del día a la penumbra del interior. Todas las mañanas pienso que es un privilegio increíble poder entrar en este templo del arte. Aquí se guardan tres de los cuadros más célebres de Caravaggio: El martirio de san Mateo, San Mateo y el ángel y La vocación de san Mateo. He pasado horas enteras estudiándolos en los manuales, pero nunca los había visto antes de venir aquí a trabajar, de manera que ahora me parece inaudito el mero hecho de pasar a diario por delante de ellos, camino de la capilla que estoy restaurando, que está justo al lado. Así pues, pese a la humedad, a los polvos y los disolventes que dañan mi piel hipersensible; al mono encerado, que crea un efecto invernadero devastador alrededor de mi cuerpo; a los andamios, poco seguros; al padre Sèrge, que viene cada hora para vigilar las obras; y al vaivén incesante de personas, me siento realmente afortunada de trabajar aquí.
El encargo se lo debo a la amable indicación de Borraccini, quien, en calidad de directora del Instituto de Restauración de Venecia, tiene contactos influyentes en el mundo de los bienes culturales. Cuando la llamé para saber si podía haber algo en Roma para mí, me encontró enseguida este prestigioso trabajo con un par de llamadas telefónicas, sin siquiera levantarse del escritorio de su despacho veneciano.
—He encontrado lo que necesitas —me anunció al cabo de menos de una hora en tono resuelto y tranquilizador—. Procura no decepcionarme, mi querida Elena. Trabajarás con Ceccarelli. Hace tiempo fue alumna mía y ahora es una de las mejores restauradoras de Roma. Por lo general prefiere trabajar sola, pero si logras que no te despida y, sobre todo, que no te apabulle con su carácter, que es terrible, aprenderás mucho con ella —concluyó en tono casi intimidatorio.
Así pues, gracias a la intercesión de la profesora más temida de Venecia, estoy aquí, suspendida en este andamio inestable, armada de esponjas, pinceles y gomas abrasivas para ocuparme de La adoración de los Magos, de Giovanni Baglione, un pintor romano que vivió entre finales del siglo XVI y principios del XVII. A pesar de que fue uno de los principales biógrafos de Caravaggio, acabó convirtiéndose en su peor enemigo y lo llevó incluso a los tribunales. El temperamento imprevisible del artista lombardo fue el que encendió los ánimos. Caravaggio escribió un cuaderno de poemas satíricos para ridiculizar a Baglione y acusarlo de plagio. Este lo denunció por difamación, hecho que costó a Merisi da Caravaggio un mes de cárcel. Varios siglos más tarde, los dos acérrimos enemigos se volvieron a encontrar en esta iglesia, uno al lado del otro, separados tan solo por una pared. Si existe un más allá, supongo que Caravaggio se estará desquitando, dado el número de visitantes que vienen a diario a admirar su capilla y que apenas dedican una mirada distraída a la que decoró el pobre Baglione.
—¿Empezamos o piensas pasarte el día de contemplación? —La voz de Ceccarelli, la mejor restauradora (y, como he tenido ocasión de comprobar, el peor carácter) de Roma, me saca de mis ensoñaciones con su habitual tono expeditivo y su marcado acento romano. Desde que la conocí no he dejado de preguntarme si Borraccini quiso hacerme un favor o poner a prueba mis nervios…
Me vuelvo de golpe y quedo atrapada por su mirada severa, medio oculta tras las extravagantes gafas con la montura de color verde ácido. Paola es una cuarentona alta y desgarbada, lleva el pelo con mechas, casi siempre recogido en una coleta o sujeto con un palito, lo que le confiere un curioso aire de matrona romana. Es rígida y huraña, pero también un verdadero monstruo en nuestro campo. Conoce como pocos el secreto de los colores, consigue intuir el alma más profunda de un fresco y devolver a cada detalle su máximo esplendor. Por desgracia, es más que consciente de su talento y no se lo piensa dos veces si debe echarme en cara que he mezclado mal los colores o regañarme si me entretengo demasiado con un detalle. Habla poco, pero cuando lo hace es directa y cortante, y siempre me suscita una especie de temor reverencial. Con todo, intuyo que Paola puede ser muy distinta de lo que pretende dar a entender.
—¿Qué demonios estás haciendo, Elena? —Su voz estalla, rompe como una ola a mi espalda.
Me disponía a pintar el manto de la Virgen, pero me vuelvo de inmediato con el pincel suspendido en el aire y veo que sus ojos de color avellana me están fulminando bajo los cristales, a la vez que en sus mejillas se han dibujado dos surcos duros alrededor de su boca de labios finos.
—Antes haz una prueba. No estoy muy segura de que sea idéntico —prosigue señalando con la barbilla el cuenco donde tengo el color azul claro.
—De acuerdo… —le respondo en tono conciliador, pese a que ya he hecho no sé cuántos intentos. Doy una pequeña pincelada en la túnica de la Virgen—. No me parece tan diferente… —observo. El color coincide a la perfección con el original del fresco.
Paola se acerca para verificarlo. Mira primero la muestra, después a mí y, al cabo de un instante que me parece infinito, su cara recupera su habitual expresión: cabreada con el mundo en general, no solo conmigo.
—Acuérdate de anotar en el diario las cantidades exactas de polvos —dice volviendo a su fresco, La anunciación, de Charles Mellin, que ocupa la otra pared de la capilla.
—Está bien. Luego lo haré. —Me gustaría responderle que no necesito anotarlas cada vez, que me las sé de memoria, pero me callo.
Lo que Paola denomina diario y conserva con una atención poco menos que religiosa es un cuaderno con la tapa de cartón y las hojas blancas y sin rayas. Todas las mañanas, antes de empezar a trabajar, escribe al principio de la página la fecha del día y a continuación anota —o me obliga a anotar— todas las cantidades de pigmentos que hemos usado en las mezclas. Antes de conocer a Paola yo creía que era un caso clínico de meticulosidad y perfeccionismo en el trabajo, pero he cambiado de opinión. La verdad es que lo peor no tiene límites. Al principio su escrupulosidad extrema me asustaba, pero después me adapté a ella y al final —en pleno síndrome de Estocolmo, lo reconozco— he aprendido a apreciarla.
Con todo, no hemos tenido ocasión de conocernos mejor fuera del trabajo. He intentado entablar amistad con ella invitándola a beber algo o a dar un paseo por el centro durante las pausas, pero ella siempre se ha negado. Por lo visto quiere mantener las distancias y que nuestra relación se circunscriba a una pura y fría formalidad profesional. Sin embargo —no sé por qué, dado que la realidad muestra justo lo contrario—, estoy convencida de que detrás de esa máscara de hierro se esconde un alma sensible. Lo intuyo por la manera en que sujeta el pincel con los dedos o por la gracia con que lo hace resbalar por el fresco: acaricia los perfiles y las sombras con la ligereza de una pluma.
***
Trabajamos toda la mañana dándonos la espalda, cada una de cara a su respectivo cuadro. Los únicos ruidos que se oyen aquí son los pasos de las personas que recorren las naves y el tintineo de las monedas al caer en la máquina que enciende las luces de las obras de Caravaggio. Me paro un momento para ponerme unas gotas de colirio en los ojos y para echar un vistazo al móvil. Tengo un mensaje de Filippo:
Tras haber efectuado unos atentos y detallados análisis, el visionario proyectista del futuro ha concebido una velada con aperitivo y cine. En el Farnese ponen una de Tarantino. ¿Nos vemos en mi despacho?
El estudio de Filippo se encuentra en la calle Giulia, a pocos pasos de aquí. A menudo me acerco después del trabajo, tomamos un aperitivo en Campo de’ Fiori y luego vamos al cine a la primera sesión, así aún nos queda tiempo para volver a casa en metro. Ahora que las noches son más cálidas ninguno de los dos tiene ganas de encerrarse en casa, de manera que su propuesta me gusta, como de costumbre.
De acuerdo. Hasta luego. Beso
Guardo el teléfono y me vuelvo a concentrar en el trabajo.
—Ojalá existiese un programa como Photoshop específico para nosotras —pienso en voz alta mientras matizo con un poco de blanco la túnica de María—. Menudo chollo…
Paola esboza una sonrisa:
—No estoy segura, ¿sabes? Creo que al final echaría de menos la manualidad. —Se aproxima a la parte que estoy tratando y la escruta atentamente, centímetro a centímetro—. Te aconsejo que limpies también con cuidado las manchitas de residuo —señala un punto en la pared con la mano enguantada—, si no será un lío cuando apliques el color.
—Por supuesto. —Sé de sobra lo que debo hacer, pero ella no pierde la ocasión de recordármelo. A continuación se quita los guantes y empieza a guardar las herramientas.
—¿Te vas ya? —pregunto abriendo desmesuradamente los ojos. Paola abandona siempre el campo después que yo.
—Sí. ¿No te acuerdas? —Cabecea para liberar el pelo del pasador—. Esta tarde no vengo.
—Ah, sí, es verdad. —Claro…, hace unos días me dijo que tenía un compromiso. No tengo la menor idea de qué puede ser y me he guardado muy mucho de averiguarlo—. Nos vemos mañana, entonces.
—Hasta mañana. —Me saluda con un ademán y se aleja, calzada con sus deportivas.
***
Por la tarde no rindo como debería, por un lado porque a las cuatro el padre Sèrge celebra, en presencia de un nutrido grupo de fieles, una misa interminable en francés que me distrae, por otro porque mi atención empieza a resentirse y a mis ojos les cuesta cada vez más concentrarse en los detalles. De esta forma, mientras espero a que lleguen las seis y media para reunirme con Filippo, me entretengo observando a las personas, escribo escrupulosamente en el diario, preparo los pigmentos que usaré mañana y ordeno mis instrumentos con más calma de la necesaria.
De cuando en cuando mi mirada se cruza con la de un joven que, desde hace varios días, entra en la iglesia y se detiene varias horas delante de los cuadros de Caravaggio, indiferente a los turistas que pasan por delante de él.
He notado que tiene un extraño cuaderno de dibujo con la tapa de color azul eléctrico y que lo usa para tomar apuntes o dibujar bocetos a lápiz. Cuando acaba arranca las hojas y las guarda en una carpeta de cartón con elástico. Como mucho, debe de tener veinte años, aunque puede que sea aún más joven. Hoy va vestido con unos vaqueros ajustados, con la pernera metida en unas All Star de cuadros, y una camiseta negra lisa. En una muñeca lleva dos pulseras de cuerda y un piercing le ilumina la ceja izquierda. No es muy alto, pero sí filiforme, tiene el clásico cuerpo del estudiante un poco neurótico y genial, los músculos de los brazos apenas marcados, la piel pálida, el busto ligeramente curvado hacia delante.
Me acaba de sonreír. Una sonrisa tímida y casi imperceptible que equivale a un hola y que significa: «Creo que ya podemos saludarnos… Nos conocemos, dado que hace cinco días que nos encontramos en el mismo sitio». Me gustan sus ojos grandes y oscuros —son vivos, resplandecen— y también sus cejas tupidas, al igual que la mata de pelo castaño levemente ondulada. La boca, grande y carnosa, confiere un toque exótico a su rostro.
Puede que no sea un estudiante, sino un aspirante a pintor. Muchos jóvenes vienen a esta iglesia para admirar las obras de arte, pero él es diferente: las estudia con una dedicación especial, escribe febrilmente en sus hojas o lee durante horas unos manuales que subraya como si pretendiese grabar en la memoria cada una de sus líneas.
Son las seis y cuarto, y está saliendo. En este instante decido marcharme yo también, de nada sirve que me quede más tiempo… Estoy hecha polvo. Me quito el mono, me peino y salgo a la nave. Las suelas de mis sandalias de cuero resuenan en el pavimento de mármol, así que tengo que caminar suavemente para atenuar el ruido.
Cuando paso al lado del joven veo que se le ha caído un folio de apuntes de su cartera amarilla. Lo recojo y, antes de que se me escape, me apresuro a pararlo tocándole con dos dedos en un hombro. Él se vuelve sorprendido.
—Perdona, pero se te ha caído esto —digo tendiéndole la hoja.
—Gracias. No me había dado cuenta. —Se sonroja. Parece un poco cohibido. Se rasca la cabeza con una mano, después coge el folio, lo dobla y lo mete bajo el elástico de la carpeta.
—He observado que vienes por aquí desde hace unos días —prosigo mientras salimos de la iglesia—. ¿Estudias?
—Sí. Estoy en el primer curso de la Academia de Bellas Artes. —Está tenso, me doy cuenta por la manera en que mueve los ojos sin parar—. Estoy haciendo un estudio sobre el ciclo de san Mateo —especifica carraspeando.
—Me lo imaginaba. —Le regalo una sonrisa amistosa, instintivamente me cae bien.
—Tú, en cambio, eres restauradora. —Me observa con admiración, hasta tal punto que casi me enternece. Después me da la mano y añade con voz afable—: Bueno, encantado, me llamo Martino.
—Elena. —Le estrecho la mano, cálida.
—¿Y ese acento? ¿De dónde eres?
—De Venecia.
—Claro… Supongo que te has mudado aquí por trabajo…
—No solo… —Le sonrío—. También para estar con mi novio.
—Ah. —Asiente con la cabeza, parece algo decepcionado.
Permanecemos unos segundos en silencio, como si los dos estuviésemos pensando qué decir.
—Entonces supongo que nos veremos a menudo durante los próximos días, Martino.
—Sí, creo que sí —contesta él con los ojos brillantes.
—Bueno, te dejo, yo sigo por aquí —digo indicándole mi dirección.
—Y yo por allí —responde con un repentino estremecimiento.
—Hasta pronto, entonces.
—Hasta pronto.
Da dos pasos hacia atrás y se aleja mirando al suelo, con los andares un poco inseguros de los que calzan All Star. Lo miro y veo que se vuelve de nuevo, como si quisiese asegurarse de que me he ido de verdad. Le sonrío, me sonríe. Dado que camina mirando hacia atrás, acaba tropezando con un transeúnte. Se disculpa azorado y echa a andar de nuevo deprisa, con la cabeza gacha, afligido.
Su torpeza me conmueve y despierta mi simpatía: los tímidos nos entendemos enseguida. Hasta pronto, Martino. Creo que hoy he hecho un nuevo amigo.