NATURALEZA MUERTA

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Óleo sobre lienzo

Esta parte es dura para mí, más dura que todo lo demás, pero te lo contaré, porque tienes que saberlo.

Cuando desperté, era aún muy temprano. Había dormido todo el día, pero al levantarme y abrirme camino a traspiés entre la maraña formada por las sábanas, consideré muy seriamente la idea de volver a tumbarme. Estaba tan cansada que podría haber dormido una semana. Sin embargo, tenía hambre, sed y necesitaba urgentemente una visita al cuarto de baño, así que me levanté.

Lúmino, dormido a mi lado, no se removió ni siquiera cuando tropecé con la bata que había dejado tirada y maldije en voz alta. Supuse que la magia lo había dejado aún más agotado que a mí.

Una vez en el baño, y tras llegar a la conclusión de que seguía viva y no había terminado carbonizada, examiné mi estado. De hecho, aparte del cansancio y alguna que otra molestia aquí y allá, me encontraba bien. Más que bien. Me di cuenta mientras estaba allí, frotándome la cara: me encontraba más que bien. Volvía a ser feliz, puede que por vez primera desde mi marcha de Sombra. Total y completamente feliz.

De modo que cuando el primer soplo de aire frío me acarició los tobillos, apenas me di cuenta. Hasta que no salí del baño y entré en un espacio de frío tan intenso y extraño que me hizo parar en seco, no me di cuenta de que Lúmino y yo no estábamos solos.

Al principio sólo hubo silencio. Una creciente sensación de presencia e inmensidad. Llenó el dormitorio, opresiva, hasta hacer que crujieran débilmente las paredes. Lo que quiera que hubiera venido a visitarnos no era humano.

Y no me tenía simpatía. Ninguna.

Me quedé muy quieta, escuchando. No oía nada… Y entonces, algo inhaló, muy cerca de mi nuca.

—Aún hueles a él.

Hasta el último nervio de mi cuerpo chilló. Permanecí en silencio porque el miedo me había dejado sin voz. Sabía quién era. No lo había oído acercarse y no me atrevía a pronunciar su nombre, pero sabía quién era.

La voz que había detrás de mí —suave, profunda, malévola— se rió por lo bajo.

—Eres más bonita de lo que esperaba. Sieh tenía razón: ha tenido suerte al encontrarte. —Una mano me acarició el cabello. El dedo que salió serpenteando de entre mi pelo para acariciarme el cuello era frío como el hielo. Sin poder evitarlo, di un respingo—. Pero eres demasiado delicada. Una mano demasiado blanda para sujetar su correa…

No me sorprendió nada, nada en absoluto, sentir de repente que aquellos largos dedos me agarraban del pelo y tiraban de mi cabeza hacia atrás. Casi no noté el dolor. Y la voz que habló entonces junto a mi oído, era de gran preocupación:

—¿Te ama ya?

No pude casi articular palabra:

—¿Q-qué?

—Te. —La voz se acercó aún más—. Ama. —Tendría que haber sentido su cuerpo, apoyado en mi hombro, pero lo único que percibía era una sensación de quietud y frío, como una brisa de medianoche—. Ya.

La última palabra brotó tan cerca de mi oído que sentí la caricia de su aliento. Creí que iba a sentir sus labios en cualquier momento. Y entonces, me pondría a gritar. Lo supe tan seguro como que él me mataría en el mismo momento en que lo hiciese.

Pero antes de que pudiese condenarme, otra voz habló en el cuarto.

—No es una pregunta justa. ¿Cómo puede ella saberlo? —Era una voz de mujer, con tono educado de contralto, y la reconocí. La había oído un año antes, en un callejón, en medio de una atmósfera impregnada de olor a orina, carne quemada y miedo. La diosa a la que Sieh había llamado madre. Ahora sabía quién era en realidad.

—Es la única pregunta que importa —respondió el hombre. Me soltó el pelo y la inercia hizo que me alejara un par de pasos tambaleantes de él antes de detenerme, con el cuerpo tembloroso, presa del deseo de escapar pero consciente de que sería absurdo.

Lúmino no estaba despierto. Podía oírlo en la cama, respirando lenta y tranquilamente. Había algo muy extraño en su respiración.

Tragué saliva.

—¿Preferís Yeine, mi señora? ¿O… ah…?

—Yeine me parece bien. —Hizo una pausa y, con una leve nota de divertimento en la voz, añadió—: ¿No vas a preguntar el nombre de mi acompañante?

—Creo que ya lo sé —susurré.

Sentí que sonreía.

—Sin embargo, debemos respetar las formalidades. Tú eres Oree Shoth, claro. Oree, este es Nahadoth.

Me forcé a asentir, con un movimiento casi violento.

—Es un placer conoceros a ambos.

—Mucho mejor —dijo la mujer—. ¿No te parece?

No me di cuenta de que esto no estaba dirigido a mí hasta que el hombre —que no era un hombre, en absoluto respondió. Y volví a sobresaltarme, porque de repente su voz estaba mucho más lejos, cerca de la cama.

—Me da igual.

—Oh, pórtate bien. —La mujer suspiró—. Te agradezco que lo hayas preguntado, Oree. Supongo que llegará el día en que mi propio nombre sea más conocido, pero hasta entonces me resulta irritante que los demás nos traten a mi predecesora y a mí como identidades intercambiables.

Ya había localizado su posición: junto a la ventana, donde yo me sentaba a veces para escuchar los sonidos de la ciudad. La imaginé sentada con toda pulcritud, con una pierna cruzada sobre la otra y una expresión irónica. Llevaría los pies desnudos, estaba segura.

Traté de no imaginar nada sobre el otro.

—Ven conmigo —dijo la mujer. —Se levantó y sentí que una mano fría tomaba la mía. Aunque aquel lejano día, en el callejón, había saboreado su poder, en este momento no sentí nada, ni siquiera tan de cerca. Lo único que llenaba la habitación era el frío del Señor de la Noche.

—¿Q-qué…? —Me volví para ir con ella, movida por la costumbre de no escuchar mi instinto de conservación. Pero al tiempo que me tiraba de la mano, mis pies dejaron de moverse. Se detuvo también y me miró. Traté de decir algo, pero no encontré las palabras. Lo que hice fue volverme, no por deseo, sino por necesidad. Hacia el Señor de la Noche, que se encontraba junto a la cama, delante de Lúmino.

Oí un atisbo de amabilidad en la voz de la Dama.

—No le haremos nada. Ni siquiera Naha.

«Naha —pensé, medio aturdida—. El Señor de la Noche tiene nombre de mascota». —No lo… Es… —Volví a tragar saliva—. Normalmente tiene el sueño ligero.

Ella asintió. No podía verla, pero lo supe. No me hacía falta verla para saber todo lo que hacía.

—El sol acaba de ponerse ya, aunque aún ilumina el cielo dijo mientras volvía a cogerme de la mano—. Este tiempo es mío. Despertará cuando yo se lo permita… Pero no pretendo hacerlo hasta que nos hayamos ido. Es mejor así.

Me llevó abajo. Una vez en la cocina, se sentó conmigo a la mesa. Allí, lejos de Nahadoth, podía sentirla algo más, pero su poder seguía de algún modo contenido, todo lo contrario que aquella otra vez, en el callejón. Un aire de quietud y equilibrio la rodeaba.

Me pregunté si debía ofrecerle un té.

—¿Por qué es mejor que Lúmino esté dormido? —pregunté al fin.

Se rió en voz baja.

—Me gusta ese nombre, Lúmino. Y tú también, Oree Shoth, razón por la que quería que habláramos a solas. —Me sobresalté al sentir que sus dedos, delicados y extrañamente callosos, me inclinaban la cara para que ella pudiera verme con más claridad. Recordé que era mucho más menuda que yo—. Naha tenía razón. Eres realmente preciosa. Tus ojos lo acentúan, creo.

No dije nada, preocupada por su falta de respuesta a mi pregunta.

Al cabo de un momento, me soltó.

—¿Sabes por qué prohibí a los hijos de los dioses salir de Sombra?

Parpadeé, confusa.

—Mmm… No.

—Creo que sí lo sabes… Más que otros, al menos. Mira lo que sucede cuando un solo mortal se involucra demasiado con los de nuestra raza. Destrucción, asesinatos… ¿Debo dejar que el mundo entero sufra lo mismo?

Fruncí el ceño, abrí la boca, vacilé y por fin decidí responder lo que estaba pensando.

—Creo —dije lentamente— que da igual que restrinjáis los movimientos de los hijos de los dioses.

—¿Sí?

Me pregunté si estaría verdaderamente interesada o sería alguna clase de prueba.

—Bueno… Yo no nací en Sombra. Fui allí porque había oído hablar de la magia. Porque… —«allí podría ver» había estado a punto de decir, pero no era verdad. En Sombra había visto maravillas a diario, pero en términos prácticos, no había estado mucho mejor que en Strafe. Seguía necesitando un bastón para caminar. Y de todos modos, no lo había hecho pensando en la vista. Había ido a causa del Árbol, de los hijos de los dioses y de rumores sobre cosas aún más increíbles. Deseaba encontrar un lugar donde mi padre se habría sentido en su hogar. Y no era la única. Todos mis amigos, la mayoría de los cuales no eran demonios o hijos de los dioses ni estaban tocados por la magia de ningún modo, se habían mudado a Sombra por la misma razón: porque era un lugar sin igual. Porque…—. Porque la magia me llamó —dije al fin—. Eso sucederá allá donde esté la magia. Forma parte de nosotros y algunos siempre nos veremos atraídos por ella. Así que, salvo que os la llevéis del todo, cosa que ni siquiera pudo hacerse durante el Interdicto —separé las manos—, sucederán cosas malas. Y buenas.

—¿Buenas? —preguntó la Dama con voz pensativa.

—Bueno… Sí. —Tragué saliva de nuevo—. Lamento algunas de las que me han sucedido. Pero no todas.

—Ya veo —dijo.

Se hizo otro silencio, casi cómplice.

—¿Por qué es mejor que Lúmino esté dormido? —pregunté, esta vez en voz muy baja.

—Porque hemos venido a matarte.

Sentí que se me disolvían las entrañas. Y, por extraño que pueda parecer, a partir de entonces me resultó más fácil hablar. Era como si mi ansiedad hubiera traspasado un umbral, más allá del cual era absurda.

—Sabéis lo que soy —deduje.

—Sí —respondió—. Doblaste las cadenas que le pusimos, aunque sólo fuese por un momento. Eso nos llamó la atención. Desde entonces hemos estado observándote. Pero —se encogió de hombros— yo fui mortal durante más tiempo del que he sido una diosa. La idea de la muerte no es algo nuevo ni especialmente aterrador para mí. Así que no me importa que seas un demonio.

Fruncí el ceño.

—Entonces, ¿por qué…?

Pero en ese momento recordé la pregunta de Nahadoth: «¿Te ama ya?».

—Lúmino —susurré.

—Lo enviamos aquí a sufrir, Oree. Para que creciera, se curara y, ésa es nuestra esperanza, un día pudiera reunirse con nosotros. Pero una cosa debe quedar muy clara: también como castigo. —Suspiró y, por un instante, oí el sonido de una lluvia lejana—. Es una desgracia que te encontrara tan pronto. Dentro de mil años, quizá podría haber convencido a Nahadoth de que lo dejara pasar. Pero ahora no.

Le clavé mis ojos ciegos, aturdida por la monstruosidad de lo que estaba diciendo. Habían convertido a Lúmino en algo muy parecido a un hombre para que pudiera experimentar el dolor y los rigores de la vida mortal. Lo habían obligado a proteger a los mortales, a vivir entre ellos y a comprenderlos. A cogerles aprecio, incluso. Pero no dejaban que los amara.

Que me amara a mí, comprendí, y la dulzura de la idea y la amargura que llegó tras ella me hicieron daño.

—No es justo. —No estaba enfadada. No era tan estúpida. Sin embargo, ya que de todos modos iban a matarme, al menos quería decir lo que pensaba—. Los mortales aman. No podéis convertirlo en uno de nosotros e impedirle que lo haga. Es una contradicción.

—Recuerda por qué lo enviamos aquí. Amaba a Enefa… y la asesinó. Amaba a Nahadoth y a sus hijos, pero los torturó durante siglos. —Sacudió la cabeza—. Su amor es peligroso.

—No fue… —«culpa suya», estuve a punto de decir, pero no era cierto. Muchos mortales se volvían locos. No todos ellos atacaban a sus seres queridos. Lúmino había aceptado la responsabilidad por sus actos y yo no tenía derecho a negarle eso.

Así que lo intenté de otro modo:

—¿No habéis pensado que tener amantes mortales puede ser lo que necesita? Quizá… —Y volví a pararme en seco, porque había estado a punto de decir «Quizá podría curarlo para vosotros». Era un exceso de presunción, por muy comprensiva que pareciese la Dama.

—Puede que sea lo que él necesita —dijo la Dama con voz templada—. Pero no es lo que necesita Nahadoth.

Me encogí y guardé silencio entonces, perdida. Era lo que había dicho Serymn: la Dama sabía lo que costaría a la humanidad otra Guerra de los Dioses y estaba dispuesta a hacer lo que fuese necesario para evitarla. En este caso significaba desequilibrar el poder de uno de los hermanos frente al del otro. Y, al menos, de momento, había decidido que la rabia del Señor de la Noche merecía más satisfacciones que la pena de Lúmino. En realidad, no podía culparla. Había sentido aquella rabia en el piso de arriba, aquel hambre de venganza, tan fuerte que me presionaba como la mano de un almirez. Lo que me asombraba era que pensase que existía alguna posibilidad de reconciliación entre los tres. Puede que estuviera tan loca como Lúmino.

O puede, simplemente, que estuviera dispuesta a hacer lo que hiciese falta para salvar el abismo que los separaba. ¿Que era un poco de sangre de demonio, un poco de crueldad, comparada con otra guerra? ¿Qué eran unas cuantas vidas mortales arruinadas si la mayoría lograba sobrevivir? Y si todo iba bien, puede que en mil años, o en diez mil, se aplacase la ira del Señor de la Noche. Así eran como pensaban los dioses, ¿no?

«Al menos Lúmino me habrá olvidado para entonces».

—Muy bien —dije, incapaz de que mi voz no mostrara mi amargura—. Pues acabemos con ello. ¿O es que pensáis matarme lentamente, hurgar un poco más con el cuchillo en su herida?

—Sufrirá suficiente sabiendo por qué has muerto. El cómo no supondrá ninguna diferencia. —Hizo una pausa—. Salvo que…

Fruncí el ceño. Su tono había cambiado.

—¿Qué?

Alargó la mano sobre la mesa, me cogió la barbilla y me acarició los labios con el pulgar. Estuve a punto de encogerme, pero logré contener el impulso justo a tiempo. Aquello pareció complacerla. Sentí que sonreía.

—Qué chica más encantadora —volvió a decir, y suspiró con algo que quizá fuesen remordimientos—. Podría convencer a Nahadoth de que te deje vivir, siempre que Itempas sufra de todos modos.

—¿Qué quieres decir?

—Si quizá lo abandonaras… —Dejó la frase inacabada mientras sus dedos resbalaban por mi rostro hasta abandonarlo. Al comprenderlo, me puse tensa, enferma.

Cuando recobré el habla, estaba temblando por dentro. Pero por fin me había enfurecido. Eso impidió que me temblara la voz.

—Ya veo. No basta con que le hagáis daño a él. También queréis hacérmelo a mí.

—El dolor es dolor —dijo el Señor de la Noche, y se me puso el vello de la nuca de punta, porque no le había oído entrar en la habitación. Estaba en algún lugar detrás de la Dama, y la habitación ya estaba empezando a enfriarse—. El pesar es pesar. Me da igual su procedencia, mientras los sienta.

A pesar de mi miedo, su tono indiferente y vacío me hizo enfurecer. Apreté el puño de mi brazo libre.

—¿Así que tengo que escoger entre dejarme matar y clavarme un puñal en la espalda yo misma? —le espeté—. Muy bien… pues matadme. Al menos así sabrá que no lo abandoné.

La mano de Yeine acarició la mía, supuse que como advertencia. El Señor de la Noche permaneció en silencio, pero sentí su rígida furia. No me importó. Me sentí bien al ofenderlo. Le había arrebatado la felicidad a mi pueblo y ahora quería la mía.

—Aún te ama, ¿sabes? —balbuceé—. Más que a mí. Más que a nada, en realidad.

Respondió con un siseo. No era un sonido humano. En él oí serpientes y hielo, y polvo que se posaba sobre una cavidad sombría. Entonces, se adelantó…

Yeine se levantó y se volvió hacia él. Nahadoth. Durante un lapso de tiempo que fui incapaz de medir —quizá un instante, quizá una hora— permanecieron allí mirándose, inmóviles y en silencio. Sabía que los dioses pueden hablar sin palabras, pero no sabía bien lo que estaba sucediendo allí. Parecía más bien un combate.

Entonces, la sensación se desvaneció y Yeine, con un suspiro, se acercó a él.

—Con suavidad —dijo con una voz más compasiva de lo que podría haber imaginado—. Con lentitud… Ahora eres libre. Sé lo que decidas ser, no lo que te obligaron a ser.

Él exhaló un largo y lento suspiro y sentí que su fría presión remitía ligeramente. Sin embargo, cuando volvió a hablar, su voz era tan dura como siempre.

—Soy lo que decido ser. Pero estoy furioso, Yeine. Me quemaron y los recuerdos… duelen. Las cosas que me hicieron…

La luna reverberaba con traiciones inexpresadas, horrores y pérdidas. En aquel silencio, mi rabia se desmoronó. Nunca había podido odiar de verdad a alguien que hubiera sufrido, por muchas maldades que hubiese cometido después.

—No se ha ganado esa felicidad, Yeine —dijo el Señor de la Noche—. Aún no.

La Dama suspiró.

—Lo sé.

Oí que se tocaban. Puede que fuese un beso, puede que sólo fuese él tomándole la mano. Me recordó a Lúmino y a su costumbre de tocarme sin decir nada, necesitado de la tranquilidad que le procuraba mi cercanía. ¿Habría hecho lo mismo con Nahadoth, mucho tiempo atrás? Puede que Nahadoth, por debajo de su cólera, también echara de menos aquellos días. Pero él tenía a la Dama para consolarlo. Pronto, Lúmino no tendría a nadie.

En silencio, el Señor de la Noche se desvaneció. Yeine permaneció donde estaba un momento y luego se volvió hacia mí.

—Eso ha sido una estupidez —dijo. Comprendí que también estaba enfadada conmigo.

Asentí, agotada.

—Lo sé. Lo siento.

Para mi sorpresa, esto pareció aplacarla. Volvió a la mesa, pero no se sentó.

—No es todo culpa tuya. Él sigue siendo… frágil, en algunos aspectos. Las cicatrices de la guerra y de su cautiverio son muy profundas. Algunas de ellas están aún en carne viva.

Y recordé, con cierta culpa, que el responsable era Lúmino.

—He tomado una decisión —dije en voz baja.

Vio lo que había en mi corazón… O puede que fuese evidente.

—Si lo que has dicho es cierto respondió—, si lo quieres, pregúntate qué es lo mejor para él.

Lo hice. Y en ese momento me imaginé a Lúmino, pensé en lo que podía llegar a ser mucho tiempo después de que yo muriese y me hubiera convertido en polvo. Un trotamundos, un guerrero, un guardián. Un hombre de palabras suaves, decisiones rápidas y poca bondad… Pero conservaría alguna, comprendí. Cierta calidez. Cierta habilidad para tocar y dejarse tocar por otros. Si hacía las cosas bien, podía dejarle ese regalo.

Pero si moría, si su amor me mataba, no quedaría nada en él. Se distanciaría de la especie humana, sabiendo cuáles eran las consecuencias de acercarse demasiado a nosotros. Apagaría el pequeño rescoldo de calidez de su interior, consciente del dolor que podía provocar. Viviría entre los humanos, pero estaría totalmente solo. Y nunca, nunca se curaría.

No dije nada.

—Tienes un día —dijo ella antes de desaparecer.

Permanecí largo rato sentada a la mesa.

Lo que quiera que hubiese hecho la Dama para parar el tiempo se desvaneció con ella. Al otro lado de las ventanas de la cocina, sentí que caía la noche y el aire se volvía fresco y seco. Podía oír a la gente caminando fuera, las cigarras en los campos lejanos y un carromato que avanzaba con un traqueteo por una calle empedrada. Sentí el olor de las flores en el viento… aunque no las flores del Árbol del Mundo.

Al cabo de un rato oí un movimiento en el piso de arriba. Lúmino. Las tuberías temblaron mientas se daba un baño. Strafe no era Sombra, pero tenía mejores conducciones de agua y yo no escatimaba en carbón y madera para tener agua caliente siempre que nos apetecía. Al cabo de un tiempo oí que dejaba que se vaciase la bañera. Luego bajó. Como otras veces, se detuvo en el umbral de la puerta. Había percibido algo en mi quietud. Luego se acercó a la mesa y se sentó… En el mismo sitio donde lo había hecho la Dama, aunque eso no quería decir nada. Yo no tenía muchas sillas.

Tuve que quedarme muy quieta mientras hablaba. De lo contrario, me habría venido abajo y aquello no habría servido de nada.

—Tienes que marcharte —dije.

Lúmino me respondió con su silencio.

—No puedo estar contigo. Las cosas nunca funcionan entre los dioses y los mortales. Tenías razón en eso. Hasta intentarlo es una estupidez.

Mientras hablaba, me di cuenta con asombro de que creía en parte en lo que estaba diciéndole. Siempre había sabido, en una parte de mi corazón, que Lúmino no podía quedarse conmigo para siempre. Me haría vieja y moriría mientras que él conservaría su juventud. ¿O también él envejecería y moriría para luego renacer, joven y apuesto de nuevo? Ninguna de las dos posibilidades me gustaba. Estaría resentida con él sin poder evitarlo y me sentiría culpable por ser una carga. Mi degeneración física le provocaría un dolor inimaginable y al final quedaríamos separados para siempre, de todos modos.

Pero deseaba intentarlo. Dioses, con qué intensidad lo deseaba…

Lúmino permaneció allí, mirándome. Sin recriminaciones, sin tratar de hacerme cambiar de idea. El no era así. Desde el primer momento, yo había sabido que aquello no requeriría mucho. Al menos en palabras.

Entonces, se levantó, rodeó la mesa para acercárseme y se agachó delante de mí. Me volví, moviéndome lenta y muy cuidadosamente hacia él. Control. Era parte de su naturaleza, ¿no? Intenté mantener el control y permanecí muy quieta. Combatí el deseo de tocarle la cara y descubrir todo lo malo que pensaba ahora de mí.

—¿Te han amenazado? —preguntó.

Me quedé helada.

Esperó un momento y luego, al ver que no respondía, suspiré. Se puso en pie.

—No es por eso —balbuceé. De repente, me parecía inmensamente importante que supiera que no estaba actuando por temor a perder la vida—. No es… Preferiría haberles dejado…

—No. —En ese momento me tocó la mejilla, por breve tiempo. Eso me dolió. Como si me hubieran roto el brazo de nuevo. O peor. No hizo falta más que eso para que mi cuidadoso control saltara en mil pedazos. Comencé a temblar, con tanta fuerza que las palabras apenas podían salir de mis labios.

—No podemos combatir contra ellos —balbuceé—. La Dama no quiere hacerlo realmente. Podemos luchar o…

—No, Oree —volvió a decir—. No podemos.

Al oír esto quedé en silencio. Esta vez no era porque no pudiera pensar, sino por la total seguridad de sus palabras. Que me dejaron sin respuesta.

Se levantó.

—Tú también debes vivir, Oree —dijo.

Entonces se acercó a la puerta. Sus botas estaban allí, pulcramente colocadas junto a las mías. Se las puso con movimientos que no eran ni rápidos ni lentos. Sino eficaces. Se puso la capa que le había comprado al comienzo del invierno, porque siempre se olvidaba de que podía pillar frío y yo no tenía ganas de cuidarlo mientras pasaba una neumonía.

Tomé aire para decir algo. Exhalé. Permanecí allí sentada, temblando.

Salió de la casa.

Sabía que se iría de aquel modo, sin otra cosa que la ropa que llevara encima. No era tan humano como para preocuparse por las posesiones o el dinero. Oí cómo se alejaban sus pesadas zancadas por la calle polvorienta. Se perdieron en la distancia, en los sonidos de la noche.

Subí al piso de arriba. El baño estaba inmaculado, como siempre. Me quité la bata y me di un largo baño en el agua más caliente que pude soportar. Mi cuerpo seguía humeando incluso después de secarme.

No me di cuenta hasta que cogí una esponja para limpiar la bañera. Ahora que Lúmino se había ido, tendría que encargarme yo.

Limpié la bañera y luego me senté dentro de ella y lloré durante el resto de la noche.

Así que ahora ya lo sabes todo.

Tenías que saberlo y yo tenía que contártelo. He pasado los últimos seis meses tratando de no pensar en lo que sucedió. No era la cosa más inteligente que podía hacer, pero sí la más fácil. Era mejor irse a la cama y dormir sin más que permanecer toda la noche allí, sintiéndome sola. Era mejor concentrarme en el clap, clap de mi bastón al caminar que pensar en que antes podría haberme orientado siguiendo el tenue contorno de las huellas de los hijos de los dioses. He perdido mucho.

Pero también he ganado algunas cosas. Como tú, mi pequeña sorpresa.

En cierto modo, sabía que existía el peligro. Los dioses no engendran con tanta facilidad como los mortales pero a Lúmino lo hicieron más mortal de lo que haya sido nunca uno de ellos. No sé lo que significa que le dejaran esa capacidad, cuando le habían quitado tantas otras cosas. Supongo que se olvidaron, sin más.

Claro que no puedo por menos que acordarme de aquella tarde, en la mesa de mi cocina, cuando la Dama Yeine me tocó. Es la Señora del Alba, la Diosa de la Vida. Tuvo que sentirte, o al menos percibir tu inminencia, mientras estábamos allí sentados. Eso hace que me pregunte: ¿notó tu existencia y te dejó vivir? ¿O acaso…?

La Dama es una criatura extraña.

Y lo más extraño de todo es que me escuchó.

He oído la noticia en boca de demasiados mercaderes y corren demasiados chismes como para no creerla: ahora hay dioses por todas partes. Cantan en los bosques, bailan en lo alto de las montañas, vigilan en las playas y flirtean con los pescadores de ostras. Ahora, la mayoría de las grandes ciudades cuenta con un hijo de los dioses residente, o dos o tres. Strafe está tratando de atraer al suyo: los ancianos dicen que es bueno para los negocios. Espero que tengan éxito.

Muy pronto, el mundo será un lugar mucho más mágico. Creo que eso es algo bueno para ti.

Y…

No.

No, sé que no debo pensar en ello.

No.

Pero aun así…

Permanezco aquí tendida, en mi solitario lecho, esperando el amanecer. Siento su llegada, la luz que lo va calentando todo a medida que avanza por las mantas y por mi piel. Los días se hacen más cortos con la llegada del invierno. Supongo que nacerás alrededor del solsticio.

¿Me escuchas? ¿Puedes oírme ahí dentro?

Creo que sí. Creo que te engendramos la segunda vez, cuando Lúmino volvió ser él mismo por un instante. Lo suficiente. Creo que él lo sabía también, al igual que la Dama, e incluso puede que el Señor de la Noche. No es una cosa que haría por accidente. Había visto que echaba de menos mi antigua vida.

Este fue su modo de ayudarme a centrarme en la nueva. Y además… una manera de compensar pasados errores.

Dioses. Hombres. Malditos sean. Debería haberme preguntado. A fin de cuentas, podría morir al traerte a este mundo. Probablemente no lo haga, pero es una cuestión de principios.

En fin.

Espero que estés escuchando, porque a veces los dioses —y los demonios— pueden hacerlo. Creo que estás despierto, consciente y comprendes todo lo que he dicho.

Porque creo que te vi ayer por la mañana al despertar. Creo que mis ojos volvieron a ser como antes por un instante y tú eras la luz que vi.

Creo que, si espero hasta el amanecer y observo con cuidado, volveré a verte esta mañana.

Y creo que si espero lo bastante y escucho con atención, un día oiré unos pasos en la calle. Puede que una llamada a la puerta. Para entonces, alguien le habrá enseñado los fundamentos de la buena educación. Tampoco sería mucho pedir, ¿verdad? Sea como sea, entrará. Se limpiará los pies, al menos. Colgará el abrigo.

Y entonces, tú y yo, juntos, le daremos la bienvenida a casa.