VIDA

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Estudio al óleo

Tardé más de un año en recuperarme. Las primeras dos semanas las pasé en el Cielo, comatosa. El señor de los Arameri, que al llegar a mi cuarto se había encontrado con una demonio medio muerta, un dios caído agotado, varios hijos de los dioses muertos o casi muertos y un montón de ceniza con forma humana, reaccionó razonablemente bien. Hizo llamar de nuevo a Sieh y, al parecer, hilvanó un soberbio relato en el que Dateh atacaba el Cielo y era repelido y al final destruido por Lúmino, en defensa de las vidas de los mortales. Cosa que era más o menos la verdad, puesto que el señor de los Arameri había descubierto tiempo atrás que era difícil mentirles a los dioses. (No en vano era el señor del mundo).

Estaba dormida cuando el sol volvió a la normalidad. Me han dicho que la ciudad entera lo celebró durante días. Me habría gustado estar presente.

Más tarde, cuando recobré la conciencia y los escribas determinaron que mi estado me permitía viajar, me enviaron rápidamente a la ciudad de Strafe, en una pequeña baronía llamada Ripa, situada en la costa nororiental del continente de Senm. Allí me convertí en Desoía Mokh, una joven maroneh, trágicamente ciega, que había tenido la fortuna de heredar el dinero de su único pariente. Strafe era una ciudad de pequeño tamaño, casi un pueblo, conocida principalmente por sus correajes de piel de pescado y unos vinos mediocres. Tenía una modesta casita cerca del mar con —según me dijeron— unas preciosas vistas al plácido centro de la ciudad y a las aguas tumultuosas del mar del Arrepentimiento. Al menos me gustaba el mar. El olor me recordaba a los buenos tiempos en Nimaro.

Conmigo viajó Enmitan Zobindi, un taciturno maro que no era ni mi marido ni mi pariente (cosa que fue la comidilla de la ciudad durante semanas). Se ganó el poco halagüeño mote de Sombra (por «Sombra de Desoía»), puesto que se lo solía ver en la ciudad haciendo recados para mí. Las mujeres de la ciudad, cuando al fin lograron vencer sus reticencias y nos abordaron, solían insinuarme educadamente que debía casarme con él, ya que, de todos modos, estaba haciendo el trabajo de un marido. Yo me limitaba a sonreír hasta que finalmente decidieron dejar el tema.

Si me lo hubieran preguntado, puede que mi frustración me hubiera impulsado a decírselo: Lúmino no cumplía con todos los deberes de un marido. De noche compartíamos la cama, como habíamos hecho desde los tiempos de la Casa del Amanecer. Era una solución de conveniencia, puesto que la casa tenía muchas corrientes y así ahorraba mucho dinero en leña. Y también era reconfortante, puesto que a menudo, me despertaba en mitad de la noche, llorando o gritando. Lúmino me abrazaba, a menudo me acariciaba e incluso algunas veces me besaba. Eso era todo lo que yo necesitaba para recuperar el equilibrio emocional, así que era lo único que le pedía y lo único que él me ofrecía. No podía ser Madding para mí. Yo no podía ser Nahadoth ni Enefa. Sin embargo, cada uno de nosotros satisfacía en alguna medida las necesidades básicas del otro.

Hablaba más, he de decir. De hecho, me contó muchas cosas sobre su antigua vida, algunas de las cuales te he contado ahora. Otras me pidió que no las contara nunca.

Y… Oh, sí. Me había vuelto ciega, totalmente ciega.

Mi capacidad de ver la magia nunca volvió tras el combate con Dateh. Mis pinturas pasaron a ser pinturas normales, nada más. Aún disfrutaba creándolas, pero ya no podía verlas. Cuando salía a pasear por las tardes, caminaba más despacio porque no podía orientarme por el brillo del Árbol o los desechos de los hijos de los dioses. Y aunque hubiera poseído aún la capacidad de percibir tales cosas, allí no había nada que ver. Strafe no era Sombra. Era una ciudad sin mucha magia.

Tardé mucho tiempo en acostumbrarme a eso.

Pero era humana y Lúmino más o menos también, así que era inevitable que las cosas cambiaran.

Había estado en el huerto, trabajándolo, puesto que finalmente había llegado la primavera en su plenitud. Tenía unas cebolletas en la falda y las manos y la ropa manchadas de tierra y hierba. Me había puesto un pañuelo en la cabeza para recogerme el pelo y estaba pensando en cualquier cosa salvo Sombra y los viejos tiempos. Aquello era bueno. Algo nuevo.

Así que no sentí demasiada alegría cuando, al entrar en el cobertizo de las herramientas, me encontré con una hija de los dioses esperándome.

—Qué buen aspecto tienes —dijo Nemmer. Reconocí la voz, pero aun así me sobresalté. Dejé caer las cebolletas. Rebotaron en el suelo y rodaron durante lo que se me antojó una cantidad indecente de tiempo.

Sin molestarme en recogerlas, me volví en su dirección. Puede que pensara que estaba asombrada. No era así. Lo que sucedía es que me acordaba de la última vez que la había visto, en casa de Madding. Con Madding. Tardé un momento en dominar mis sentimientos.

—Pensaba que no se permitía a los hijos de los dioses salir de Sombra —dije al fin.

—Soy la Diosa del Sigilo, Oree Shoth. Hago muchas cosas que se supone que no debería. —Hizo una pausa, sorprendida—. No puedes verme, ¿verdad?

—No —respondí únicamente.

Por suerte, ella tampoco añadió nada. No ha sido fácil encontrarte. Los Arameri han hecho un buen trabajo cubriendo tus huellas. La verdad es que durante algún tiempo he pensado que estabas muerta. Un funeral precioso, por cierto.

—Gracias —dije. No había asistido—. ¿Por qué estás aquí?

Silbó al oír mi tono.

—No te alegras de verme, ¿eh? ¿Qué pasa? —Oí que apartaba algunos de los tiestos y las herramientas de mi banco de trabajo y se sentaba—. ¿Temes que haya venido a destruir al último de los demonios?

Había vivido sin miedo durante más de un año, así que tardó en despertar. Suspiré y me arrodillé para recoger las cebollas que se habían caído.

—Supongo que era inevitable que averiguaras por qué me habían «matado» los Arameri.

—Mmmm, sí. Los secretos son muy sabrosos. —Oí que movía las piernas en el aire, como una niña pequeña mientras mordisquea una galleta—. A fin de cuentas, prometí a Mad que averiguaría quién estaba matando a nuestros hermanos.

Al oír esto me senté en cuclillas. Seguía sin sentir miedo.

—No tuve nada que ver con lo de Role. Fue cosa de Dateh. Pero el resto… —No lo sabía, así que me encogí de hombros—. Podríamos haber sido cualquiera de los dos. Comenzaron a extraerme sangre poco después de haberme secuestrado. El único del que tengo la certeza de que fue culpa mía es Madding.

—Yo no diría que fue culpa tuya… —comenzó a decir Nemmer.

—Yo sí.

Se hizo un incómodo silencio.

—¿Vas a matarme ahora? —pregunté.

Hubo otra pausa, que revelaba que lo había estado pensando.

—No.

—¿Quieres mi sangre para ti, entonces?

—¡Dioses, no! ¿Por quién me tomas?

—Por una asesina.

Sentí que me miraba fijamente, con una consternación que agitaba el aire del cobertizo.

—No quiero tu sangre —dijo al fin—. De hecho, lo que estoy pensando es hacer todo lo posible para asegurarme de que cualquiera que se entere de tu secreto muera antes de que pueda aprovecharse de él. Los Arameri tienen razón al pensar que el anonimato es tu mejor protección. De hecho, pretendo asegurarme de que ni siquiera ellos recuerden tu existencia durante mucho tiempo…

—El señor T'vril…

—Sabe cuál es su lugar. Estoy seguro de que podría persuadirlo para que borre ciertos registros de los archivos a cambio de mi silencio sobre la sangre demoníaca que tiene cuidadosamente escondida. Y que no está tan bien oculta como él cree.

—Ya veo. —Empezaba a dolerme la cabeza. No por la magia, sino de pura irritación. Había aspectos de la vida de Sombra que no iba a echar de menos—. ¿Para qué has venido, entonces?

Volvió a sacudir las piernas.

—Pensé que querrías saber que Kitr dirige ahora la organización de Madding, junto con Istan.

No conocía este último nombre, pero era un alivio —mayor del que esperaba— saber que Kitr seguía con vida. Me pasé la lengua por los labios.

—¿Y… los demás?

—Lil está bien. El demonio no pudo apoderarse de ella. —Con la claridad que da la intuición, supe que Dateh se había convertido en «el demonio» para Nemmer. Yo era otra cosa—. De hecho, estuvo a punto de matarlo y él tuvo que escapar. Ahora, ella gobierna el Vertedero de los Mendigos, la antigua casa de Basur, y Pueblo Antepasado. —Al ver mi mirada de alarma, añadió—: No se come a nadie que no desee ser devorado. De hecho, yo diría que protege bastante bien a los niños. Su hambre de amor parece fascinarla. Y, por alguna razón, últimamente le ha cogido gusto a la veneración.

No pude evitar una carcajada al oír esto.

—¿Y qué hay de…?

—Nadie más sobrevivió —dijo. Mi carcajada murió.

Al cabo de un momento de silencio, Nemmer añadió:

—Pero tus amigos de la Avenida de las Artes están bien.

Era una noticia estupenda, pero me dolía mucho pensar en aquella parte de mi antigua vida, así que dije:

—¿Has podido averiguar algo sobre mi madre?

—No, lo siento. Salir de la ciudad ya ha sido suficientemente complicado. Sólo puedo hacer un viaje.

Asentí lentamente y recogí las cebollas. —Gracias por hacerlo, de verdad.

Nemmer bajó de la mesa de un saltito y me ayudó.

—Al menos parece que aquí llevas una buena vida. ¿Cómo está… eh…? —Capté el olor de su incomodidad, como un diente de ajo entre las cebolletas.

—Mejor —respondí—. ¿Quieres hablar con él? Se ha ido al mercado. Volverá pronto.

—Se ha ido al mercado… —Nemmer soltó una risilla—. Está claro que las maravillas nunca terminan.

Metimos las cebolletas en una cesta. Yo me senté y me limpié el sudor de la frente con una mano manchada. Ella permaneció a mi lado de rodillas, pensando las cosas que piensan las hijas, sean las que sean.

—Creo que le gustaría que te quedaras —dije en voz baja—. O que volvieras alguna vez en el futuro. Me parece que os echa de menos a todos.

—Yo no sé si lo echo de menos —respondió ella, aunque su tono revelaba algo totalmente distinto. De repente se puso en pie y, aunque no había ninguna necesidad, se limpió las rodillas—. Lo pensaré.

Me levanté yo también.

—Muy bien. —Pensé si debía invitarla a cenar y al final decidí no hacerlo. A pesar de lo que pudiera significar para Lúmino, lo cierto es que no quería que se quedara. Y ella tampoco quería quedarse. Se hizo un silencio incómodo entre las dos.

—Me alegro de que estés bien, Oree Shoth —dijo al fin.

Extendí mi mano hacia ella, sin preocuparme por la tierra. Era una diosa. Si le molestaba la tierra, sólo tenía que hacerla desaparecer.

—Me ha gustado verte, dama Nemmer.

Su carcajada alivió la tensión del momento.

—Te dije que no me llamaras «dama». Te juro que los mortales me hacéis sentir muy vieja… —Pero me tomó la mano y la estrechó antes de desaparecer.

Remoloneé un rato por el cobertizo y luego entré en la casa y subí al piso de arriba para bañarme. Después me recogí el pelo en una coleta, me puse una gruesa y cálida bata, y me hice un ovillo en mi butaca favorita para pensar.

Se hizo de noche. Oí que Lúmino entraba en el piso de abajo, se limpiaba los pies y comenzaba a guardar las provisiones que había comprado. Finalmente subió, se detuvo en el umbral y me miró. Luego se acercó a la cama y se sentó a esperar a que le contara lo que sucedía. Últimamente hablaba más, pero sólo cuando estaba de humor, cosa que era rara. La mayor parte del tiempo era un hombre muy taciturno. Eso me gustaba, sobre todo en momentos como aquél. Su presencia silenciosa aliviaba mi soledad, mientras que su conversación únicamente habría conseguido irritarme.

Así que me levanté y me fui a la cama. Busqué su cara con las manos y reseguí con los dedos sus severas arrugas. Se afeitaba por completo la cabeza cada mañana. Así conseguía que la gente no supiera que su pelo era completamente blanco, lo que habría resultado demasiado llamativo. Estaba muy guapo sin él, pero yo echaba en falta la sensación de pasarle los dedos por el pelo. Así que lo que hice fue pasarlos por su cabeza afeitada, anhelante.

Lúmino me observó un momento, pensativo. Luego estiró los brazos, me desató el cinturón de la bata y la abrió de un tirón. Me quedé paralizada, asustada, mientras él me miraba… y nada más. Pero tal como había conseguido de algún modo mucho tiempo atrás, en lo alto de una azotea en otra vida, su sola mirada bastó para que me volviera increíblemente consciente de mi propio cuerpo, de su proximidad a él y de todo el potencial que escondía eso. Cuando me agarró por las caderas comprendí, sin duda alguna, lo que pretendía. Entonces, me atrajo hacia sí.

Pero yo retrocedí, demasiado aturdida para reaccionar de otro modo. Si no hubiera sentido un hormigueo donde me había tocado, habría pensado que todo habían sido imaginaciones mías. Pero entre eso y el atronador despertar de determinadas partes de mí que llevaban prácticamente dormidas desde hacía un tiempo, supe que había sido real.

Lúmino bajó las manos al ver que retrocedía. No parecía molesto o preocupado. Sólo expectante.

Solté una risilla débil, nerviosa.

—Pensaba que eso no te interesaba…

No dijo nada, claro, porque era evidente que aquello había cambiado.

Sin saber qué hacer, me subí las mangas (que volvieron a bajar al instante), me remetí tras la oreja un mechón de cabello rebelde y cambié el peso de pie. Pero no me cerré la bata.

—No sé… —comencé a decir. —He decidido vivir —dijo en voz baja.

Eso también resultaba obvio por el modo en que había cambiado en el pasado año. Sentí su mirada mientras hablaba, más penetrante de lo normal sobre mi piel. Había sido mi amigo y ahora me ofrecía más. Estaba dispuesto a intentar algo más. Pero yo sabía que no era la clase de hombre que se enamora con facilidad o frívolamente. Si lo quería, lo tendría en su totalidad, y él me quería entera a mí. Todo o nada. Eso era tan consustancial a su naturaleza como la propia luz.

Traté de hacer un chiste:

—¿Has tardado un año en decidirlo?

—Diez, en realidad —respondió él—. El último año has sido tú la que ha estado decidiéndose.

Parpadeé extrañada, pero entonces me di cuenta de que tenía razón. «Qué cosa más curiosa», pensé, y sonreí.

Entonces, me adelanté, busqué su rostro y lo besé.

Fue mucho mejor que aquella lejana noche en la azotea de Madding, probablemente porque esta vez no estaba tratando de hacerme daño. La misma e increíble delicadeza, pero sin malicia… Muy grato. Sabía a manzanas, que debía haber comido de camino desde la ciudad, y a rábanos, que no eran tan agradables. Sentí sus ojos sobre mí todo el tiempo. «Así que es de ésos», pensé. Pero yo tampoco había cerrado los míos.

Pero resultaba extraño y hasta que no me agarró de nuevo por la cintura y me colocó donde quería para poder hacer todas las cosas que implicaba su mirada, no comprendí qué era lo que me tenía tan confundida. Entonces, hizo algo que me provocó un respingo y me di cuenta de que el beso de Lúmino había sido sólo un beso. Sólo una boca contra otra, sin color, música, sin la sensación de remontar el vuelo y sin vientos invisibles. Hacía tanto que no besaba a un mortal que me había olvidado de que no podíamos hacer esas cosas.

Pero no pasaba nada. Había otras que podíamos hacer perfectamente.

Dormí hasta bien avanzada la noche, cuando un sueño me despertó de repente. Sin querer, di una patada a Lúmino en la espinilla, pero no reaccionó. Le toqué la cara y me di cuenta de que estaba despierto, ajeno a mi agitación.

—¿Has dormido algo? —pregunté con un bostezo.

—No.

No podía recordar el sueño, pero la sensación de intranquilidad que me había provocado aún perduraba. Me aparté de su pecho y me froté la cara, ojerosa y muy consciente del nada grato olor que despedía mi boca. En el exterior se oían unos pajarillos que comenzaban a cantar sus trinos matutinos, aunque el frío en el aire sugería que aún no había llegado el amanecer. Reinaba la quietud, esa quietud inquietante que uno encuentra en los pueblos antes del amanecer. Ni siquiera los pescadores se habían despertado. En Sombra, pensé con fugaz tristeza, las aves no habrían estado tan solas.

—¿Va todo bien? —pregunté—. Puedo preparar un poco de té.

—No. —Alargó los brazos y me tocó la cara, como tantas veces hacía yo con él. Como sus ojos funcionaban a la perfección, me pregunté si debía tomármelo como un gesto de afecto. Puede que, simplemente, el cuarto estuviera a oscuras. Siempre había sido un hombre difícil de entender y ahora yo había aprendido para interpretar mejor las cosas que hacía.

—Te quiero —dijo.

Aunque también sabía decir las cosas con toda claridad. Me eché a reír sin poder evitarlo, aunque le acaricié la mano para que supiera que su declaración no había sido mal recibida.

—Vamos a tener que trabajar tu conversación de alcoba, creo.

Se incorporó, llevándome con facilidad hasta su regazo, me atrajo y me dio un beso antes de que pudiera advertirle sobre mi aliento. El suyo no era mejor. Pero entonces me llegó el turno de sorprenderme, porque mientras continuaba con el beso y me iba acariciando los brazos con las manos hasta llevarlas con delicadeza hasta mi espalda, sentí algo. Un destello. Un momento de calor, auténtico calor. No pasión, sino fuego.

Jadeé y se me abrieron los ojos de par en par mientras él se retiraba.

—Quiero estar dentro de ti —dijo con voz sorda e implacable. Una de sus manos me atenazó las muñecas a la espalda. La otra me acarició en otro sitio, en el sitio exacto. Creo que proferí algún sonido. No estoy segura—. Quiero ver cómo amanece sobre tu piel. Quiero que grites al salir el sol. Me da igual el nombre que digas.

«Ésa tiene que ser la cosa menos romántica que he oído nunca», pensé, un poco aturdida. Entonces siguió tocándome, besándome, saboreándome, acariciándome. Había aprendido mucho sobre mí en nuestra sesión previa, información que esta vez utilizó con implacable eficacia. Cuando sus dientes me mordieron la garganta, lancé un grito y arqueé el cuerpo hacia atrás, no del todo voluntariamente. Su manera de agarrarme las muñecas significaba que sólo podía doblarme como él quería que me doblara. No me hacía daño —podía sentir el cuidado que ponía para evitarlo—, pero tampoco dejaba que me soltara. Temblando, parpadeé antes de cerrar los ojos con fuerza, y entonces, atolondrada por el miedo y la excitación, comprendí por fin lo que sucedía.

Estaba llegando el amanecer. Yo había hecho el amor con un hijo de los dioses, pero esto era diferente. Ya no podía ver cómo crecía el brillo del cuerpo de Lúmino, pero había saboreado el desperezarse de la magia en su beso. No era exactamente mi Lúmino, ya no, y nunca sería mi fresco y descuidado Madding. Sería calor, intensidad y poder absoluto.

¿Podía hacer el amor con alguien así y salir indemne?

—Quiero ser yo mismo para ti, Oree —susurró sobre mi piel—. Sólo una vez. —No era una súplica. Eso nunca. Sólo una explicación.

Cerré los ojos y me obligué a relajarme. No pude obligarme a hablar, pero tampoco tenía que hacerlo. Con mi confianza era suficiente.

Así que se levantó llevándome consigo, se dio la vuelta para colocarme debajo de él en la cama, y me agarró los brazos por encima de mi cabeza. Permanecí entregada, sabiendo que él necesitaba aquello. El control. Últimamente tenía tan poco poder… El que podía encontrar le era precioso. Durante algunos momentos, se limitó a mirarme. Su mirada era como unas plumas sobre mi piel, un tormento. Cuando finalmente me tocó, sus manos tenían el peso del mando. Me arqueé, me estremecí y me abrí a él. Fui incapaz de evitarlo. Al pegarse contra mí, al penetrar en mí, sentí crecer el imposible calor de su corazón. Al principio se movía lentamente, concentrándose, susurrando algo. Palabras divinas, como una plegaria, casi en el límite de mi capacidad para oírlas. La magia no funcionaría para él, ¿verdad?

«Pero ahora es diferente, esto es diferente…».

Y entonces, sentí las palabras sobre mi piel. No sé cómo supe que eran palabras. No tendría que haberlo sabido. Normalmente, sólo mis dedos eran tan sensibles, pero en aquel momento mis muslos podían distinguir los arcos, las curvas y los giros de la lengua de los dioses, cada uno de cuyos caracteres estaba perfectamente claro en mi mente. Eran más que palabras. Había también extrañas líneas inclinadas y símbolos cuyo propósito me era imposible descifrar. Era demasiado complejo. Él había creado el lenguaje al comienzo de los tiempos y siempre había sido el más sutil de sus instrumentos. Las palabras se deslizaban sobre mi piel, se ensortijaban entre mis piernas, se enredaban alrededor de mis senos… Dioses. No hay palabras mortales para describir lo que yo sentía, pero temblaba, cómo temblaba. Y él me observaba, me oía gemir y estaba complacido. Y yo lo notaba.

—Oree —dijo. Sólo eso. Oí susurros detrás de mi nombre, una docena de voces, todas suyas, solapadas. La palabra cobró una docena de significados distintos: lujuria, miedo, dominación, ternura, reverencia…

Entonces volvió a besarme, esta vez con más ferocidad, y yo habría gritado de haber podido porque quemaba. Era como un relámpago que cayera por mi garganta y me inflamara todas las terminaciones nerviosas. Generosamente, me hizo estremecer por entero. Me hizo gritar, pero mis lágrimas se secaron casi al instante.

Mi sudor se convirtió en vapor. Sentí que el corazón del sol naciente me empapaba y luego penetraba dentro de mí y ascendía por mi piel, hirviendo. Encontraría una salida o me consumiría. No importaba. No me importaba a mí. Estaba gritando sin palabras, con el cuerpo tenso contra él, suplicando por un poco más, por ese toque final, por un poco del dios que había dentro del hombre, porque era ambas cosas y yo las amaba a las dos y las necesitaba a las dos con toda mi alma.

Entonces llegó el día y con él la luz, y toda mi consciencia se disolvió entre el torrente, el rugido y la incomprensible gloria de diez mil soles al rojo vivo.