LA GUERRA DE LOS DEMONIOS

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Carboncillo y tiza sobre papel negro

Todo tendría que haber terminado allí. Habría sido mejor, ¿no? Un dios caído, un demonio «muerto» y dos almas rotas que volvían cojeando a la vida. Ése habría sido el final que este relato merecía. Tranquilo. Normal.

Pero no te habría gustado, ¿verdad? Le habría faltado un final. No habría sido lo bastante dramático. Así que me voy a decir a mí misma que lo que sucedió después fue algo afortunado, a pesar de que me parece todo lo contrario.

Dormí profundamente aquella noche, a pesar del miedo a lo que estaba por venir, a pesar de mi preocupación por Paitya y los demás, a pesar de mi cínica sospecha de que el señor de los Arameri encontraría otra forma de mantenerme bajo su delicado y amable yugo. El brazo se me había curado, así que me quité las vendas, el cabestrillo y el papel con los sellos, me di un largo baño para celebrar la desaparición del dolor y me hice un ovillo contra la calidez de Lúmino. Se movió en la cama para hacerme sitio y sentí que observaba cómo me iba durmiendo.

En algún momento después de medianoche, desperté con un sobresalto y, parpadeando, desorientada, me volví en la cama. La habitación estaba en total silencio. Los mágicos muros del Cielo eran tan gruesos que no me permitían oír los ruidos que había al otro lado, ni siquiera el sonido del viento que, a buen seguro, debía soplar con fuerza a tanta altura. En ese sentido prefería la Casa del Amanecer, donde al menos estaba rodeada por sonidos de vida por todas partes: gente que caminaba por los pasillos, cánticos, algún que otro crujido del Árbol al balancearse… No echaría de menos la casa, ni a sus habitantes, pero mi estancia allí no había sido del todo desagradable.

En el Cielo, en cambio, no había otra cosa que aquella silenciosa y brillante quietud. Lúmino, dormido a mi lado, respiraba lenta y profundamente. Traté de recordar si había tenido alguna pesadilla, pero no me acordaba de nada. Me incorporé y miré a mi alrededor, porque podía hacerlo. También echaría en falta algunas cosas del Cielo. No vi nada, pero seguía muy nerviosa y sentía un cosquilleo en la piel, como si algo me hubiera tocado.

Entonces, oí un ruido detrás de mí, como un desgarro del aire.

Me di la vuelta, con los pensamientos congelados, y allí estaba: un agujero del tamaño de mi cuerpo, como una gran boca abierta. Estúpida, estúpida. Sabía que él seguía allí fuera, pero me había creído a salvo en la fortaleza de los Arameri. Estúpida, estúpida, estúpida.

Arrastrada por el poder del agujero, estaba a medio camino de él antes de que pudiera abrir la boca para gritar. En un gesto convulso, mis manos aferraron las sábanas, pero sabía que era un esfuerzo fútil. En mi cabeza, vi que las sábanas eran arrancadas de la cama y revoloteaban a mi alrededor, sin servirme de nada, mientras yo desaparecía en el infierno que Dateh había construido para mí.

Hubo una sacudida, tan violenta que el calor provocado por la fricción me quemó los nudillos. Las sábanas se habían enganchado en algo. Una mano me atenazó la muñeca. «Lúmino». Salí despedida hacia aquel terrible rugido, y él vino conmigo. Sentí su presencia mientras gritaba y sacudía los brazos, incluso mientras el tacto de mi mano iba transformándose en frío entumecimiento. Nos hundimos dando tumbos en una temblorosa oscuridad y caímos de costado sobre…

Intensas sensaciones. Solidez. Yo caí la primera en el suelo —¿el suelo?—, con tanta fuerza que el golpe me dejó sin resuello. Lo sentí cuando escapaba de mis pulmones. Lúmino cayó cerca de mí, con un gruñido de dolor, pero al instante rodó sobre sí mismo para ponerse en pie y me levantó también a mí. Contuve el aliento y miré a mi alrededor con terror, pero sólo veía oscuridad.

Entonces, mis ojos se fijaron en algo: una forma borrosa, casi invisible, acurrucada en posición fetal en medio de la oscuridad.

¿Dateh? Pero no se movía y en ese momento capté el brillo de algo entre la forma y yo. Era como cristal. Me volví de nuevo, tratando de comprender, y vi otra forma borrosa que flotaba en la oscuridad que había más allá del cristal. A ésta la reconocí por la tez parda: Kitr. No se movía. Alargué el brazo hacia ella, pero al tropezar mis manos con la vidriosa oscuridad, se detuvieron. Era sólida y nos envolvía por todos lados, como una burbuja, tallada a partir de la infernal sustancia del Vacío.

Me volví de nuevo y allí estaba Dateh.

Se encontraba más cerca que las formas borrosas, al otro lado del amplio espacio generado por la burbuja. No sé si sabía que estábamos allí (aunque era su voluntad la que nos había traído), porque estaba de espaldas a nosotros, agachado en medio de los cuerpos tirados. No podía verlos salvo allí donde su penumbra tapaba la oscuridad de Dateh, pero percibía el sabor de la sangre en el aire, denso, repulsivo y fresco. Y oía un sonido que había esperado no volver a oír jamás: carne desgarrada. Dientes que masticaban.

Me puse tensa y sentí que la mano de Lúmino me apretaba con más fuerza la muñeca. De modo que también él podía ver a Dateh, lo que quería decir que había luz en aquel mundo vacío. Y también que Lúmino podía ver cuáles de sus hijos yacían a nuestro alrededor, tirados, mancillados, perdida hacía tiempo la magia de sus vidas.

Unas lágrimas de impotente rabia afloraron a mis ojos. Otra vez no. «Otra vez no».

—Los dioses te maldigan, Dateh —susurré.

Dateh dejó lo que estaba haciendo. Se volvió hacia nosotros, sin levantarse. Su boca, su túnica y sus manos estaban manchadas de algo oscuro, y en su mano derecha había un búho que goteaba. Nos miró y parpadeó como un hombre que sale de un trance. No pude distinguir la pupila del iris de sus ojos. Eran como un simple pozo oscuro, demasiado grande, tallado en blanco.

Lentamente, pareció volver en sí.

—¿Dónde está Serymn? —preguntó.

—Muerta —repliqué.

Al oír esto frunció el ceño, como si estuviera confuso. Se puso en pie lentamente. Tomó aire para hablar de nuevo, pero entonces hizo una pausa al ver el corazón que tenía en la mano.

Con el ceño aún fruncido, lo arrojó a un lado mientras se nos acercaba.

—¿Dónde está mi esposa? —volvió a preguntar.

Arrugué el gesto pero, por debajo de mi gesto desafiante, estaba aterrorizada. Podía sentir el poder que resbalaba sobre su cuerpo como el agua y sentía su presión sobre mi piel, que se me puso de carne de gallina. Palpitaba a su alrededor y hacía que la sala parpadease. Había estado desaparecido desde el ataque de los Arameri contra la Casa del Amanecer. ¿Había pasado todo ese tiempo allí, matando y devorando hijos de los dioses, aumentando sus fuerzas… y su locura?

—Serymn está muerta, monstruo —dije—. ¿No me has oído? Los dioses se la han llevado a su reino para castigarla y se lo merecía. Y pronto se te llevarán también a ti.

Dateh se detuvo. Frunció aún más el ceño y sacudió la cabeza.

—No está muerta. Yo lo sabría.

Me estremecí. Así que el Señor de la Oscuridad sí que estaba de humor para ser creativo…

—Pues lo estará. Salvo que ahora pretendas luchar contra los Tres.

—Siempre lo he pretendido, dama Oree. —Dateh volvió a sacudir la cabeza y luego sonrió, con la dentadura ensangrentada. Era el primer atisbo de su antiguo yo que veía, pero me aterró igualmente. Había devorado a los hijos de los dioses con la esperanza de robarles el poder y parece que lo había conseguido. Pero algo había salido mal, muy mal. Sólo había que mirar su sonrisa y el vacío de sus ojos para darse cuenta.

«Es algo malo, muy malo, que un mortal devore a uno de nosotros», había dicho Lil.

Se volvió y examinó su trabajo. Supongo que la imagen de los cuerpos lo complació, porque se echó a reír y el ruido resonó en su burbuja.

—Los demonios también somos hijos de los dioses, ¿no? Pero nos han cazado hasta casi extinguirnos. ¿Eso está bien? —Di un respingo al oír esta última frase, porque la pronunció con un grito—. Yo digo que si tanto nos temen, deberíamos darles algo que temer: sus perseguidos y despreciados hijos, que acuden al fin a ocupar su lugar.

—No seas ridículo —dijo Lúmino. Aún me sujetaba por la muñeca. A través de ella podía sentir la tensión de su cuerpo. Tenía miedo, pero además de esto estaba furioso—. Un mortal no puede blandir el poder de un dios. Aunque pudieras derrotar a los Tres, el universo entero se desharía bajo tus pies.

—¡Puedo crear uno nuevo! —gritó Dateh, entusiasmado y demente—. Te ocultaste en mi Vacío, ¿no es verdad, Oree, Shoth? A pesar de estar aterrorizada y carecer de instrucción, creaste un reino más seguro para ti. —Para mi horror, me tendió una mano, como si de verdad creyera que iba a cogerla—. Por eso Serymn esperaba ganarte para nuestra causa. Yo sólo puedo crear este reino, pero tú has creado docenas de ellos. Puedes ayudarme a construir un mundo donde los mortales no tengan que vivir atemorizados por sus dioses. Donde tú y yo seremos dioses, por propio derecho, como debería ser.

Retrocedí ante su mano tendida y me detuve al sentir la sólida curva de la barrera creada por él. No había sitio adonde huir.

—Tu don ha existido otras veces entre los nuestros —dijo. Bajó la mano pero continuó mirándome desde detrás de Lúmino con una voracidad rayana en lo sexual—. Pero era muy raro, incluso cuando éramos centenares. Sólo los hijos de Enefa lo poseían. Necesito esa magia, Oree.

—¿De qué estás hablando, por el Maelstrom? —pregunté. Mis manos tantearon frenéticamente la sólida superficie que tenía detrás, con la absurda esperanza de encontrar una salida—. Ya quisiste matarme. ¿Qué esperas ahora, que coma carne de los hijos de los dioses y me vuelva tan loca como tú?

Parpadeó, sorprendido.

—Oh… no. No. Fuiste la amante de un hijo de los dioses. Nunca podría fiarme de ti. Pero tu magia no tiene por qué perderse. Si consumo tu corazón, el poder pasará a mí.

Me detuve mientras sentía que se me helaba la sangre. Pero Lúmino se adelantó un paso para colocarse delante de mí.

—Oree —dijo en voz baja—. Usa tu magia para marcharte de aquí.

Sus palabras me sacaron de mi terror y busqué a tientas hasta dar con su hombro. Confundida, descubrí que no estaba tenso ni parecía asustado.

—No… no…

Ignoró mis balbuceos.

—Ya has vencido antes su poder. Abre una puerta al Cielo. Yo me aseguraré de que no puede seguirnos.

De pronto, me di cuenta de que podía verlo. Había comenzado a brillar, a medida que su poder brotaba para defenderme.

Dateh enseñó los dientes y abrió los brazos.

—Quita de mi camino —siseó.

Parpadeé, entorné los ojos, me encogí. También él había empezado a brillar, pero con una discordante y enfermiza confusión de colores, más de los que yo habría podido nombrar. Bastaba con mirarlo para que se me revolviera el estómago. Pero los colores eran brillantes, muy brillantes. Era más poderoso de lo que yo nunca podría haber soñado.

No comprendí el porqué hasta que parpadeé y mis ojos hicieron aquel extraño e involuntario ajuste que tanto me dolía; pero entonces, de repente, vi a Dateh de verdad, más allá del velo con el que se había revestido usando sus habilidades como escriba.

Y chillé. Porque lo que se erguía allí, enorme y cada vez más hinchado, bamboleándose sobre sus veinte patas y agitando otros tantos brazos —y, oh dioses, oh, dioses, su cara— era demasiado espantoso para contemplarlo sin dar alguna salida al espanto que me invadía.

Lúmino se volvió hacia mí.

—¡Haz lo que te digo! ¡Vamos!

Y echó a correr, resplandeciente, para enfrentarse a Dateh. No —susurré, agitando la cabeza. No podía apartar los ojos de la enorme e incoherente criatura en la que se había convertido Dateh. Sólo quería negar lo que había visto en su cara: la gentil sonrisa de Paitya, los dientes cuadrados de Basur, los ojos de Madding. Y muchos otros. Casi no quedaba nada del propio Dateh, nada salvo su voluntad y su odio. ¿A cuántos hijos de los dioses había consumido? A los suficientes para acabar con su humanidad y proporcionarle un poder inimaginable.

Nadie podía enfrentarse a una criatura así con esperanzas de sobrevivir. Ni siquiera Lúmino. Dateh lo mataría y luego vendría a devorar mi corazón. Quedaría atrapada en su interior, con mi alma esclavizada, eternamente.

—¡No! —Corrí hacia la pared de la burbuja y comencé a golpearla su superficie fría y ligeramente brillante con las manos. Mi terror era tan profundo que no me dejaba pensar. Respiraba entrecortadamente. No quería más que escapar.

De pronto, mis manos se hicieron visibles. Y entre ellas, apareció otra cosa.

Me detuve, tan sorprendida que me abandonó el pánico. La nueva cosa rotaba delante de mí, con un tenue parpadeo, como una baratija de luz plateada. Y al mirarla me di cuenta de que había una cara en la superficie. Parpadeé y la cara lo hizo también. Era yo. La imagen —un reflejo, comprendí, otra cosa de la que había oído hablar pero que nunca había visto— estaba distorsionada por la forma de la burbuja, pero podía distinguir la curva de los pómulos, los labios abiertos en un sollozo y la dentadura blanca.

Pero sobre todo, podía ver los ojos.

Y no eran como me esperaba. Donde tendrían que haber estado mis iris, sendos discos de color gris y apagado, había algo que brillaba: unas diminutas y temblorosas luces parpadeantes. Mis córneas malformadas se habían retirado, abriéndose como una flor, y mostraban otra cosa, aún más extraña, en su interior.

«¿Qué…?».

Oí un grito tras de mí y una explosión. Al volverme, algo pasó por delante de mi campo de visión como un cometa. Pero este cometa gritaba al caer, dejando un reguero de fuego como si fuese sangre. Lúmino.

Dateh emitió un siseo mientras alzaba dos de sus prestados brazos. Una luz de color enfermizo cayó goteando de sus manos como aceite sobre el suelo del Vacío. Allí donde caía, se oía otro siseo.

La pequeña burbuja desapareció entre mis manos.

Olvidados el deseo de escapar y la extraña magia, corrí al sitio donde había caído Lúmino, que ya no brillaba tanto y estaba inmóvil. Seguía vivo, descubrí al darle la vuelta. Al menos respiraba, aunque con dificultades. Pero del hombro a la cadera, tenía una raya de oscuridad, una obscena aniquilación de su luz. La toqué con dedos temblorosos, pero no había herida. Ni magia, tampoco.

Entonces entendí: Dateh había descubierto el modo de canalizar lo que quiera que tuviese la sangre de los demonios que podía anular la magia de la esencia vital de los dioses. O puede que sólo fuese la culminación de su nueva forma. Ya no un demonio, sino un dios cuya misma naturaleza era la mortalidad. Estaba transformando a Lúmino de nuevo en un hombre corriente, pedazo a pedazo. Y cuando hubiera terminado, lo haría trizas.

—Oree —resolló la criatura que había sido Dateh. Ya no podía seguir pensando en él como en un hombre. Sus voces se solapaban unas sobre otras: algunos de sus ecos eran femeninos, otros masculinos, algunos más jóvenes y otros más viejos. Con un resoplido dificultoso, su enorme mole comenzó a avanzar hacia mí. Puede que le hubieran salido múltiples pulmones, o lo que quiera que creasen los hijos de los dioses dentro de sus cuerpos para simular la respiración.

—Tú y yo somos los últimos de nuestra raza —dijo—. Ha sido un grave, grave, grave error amenazarte. —Sacudió su enorme cabeza como para aclarársela—. Pero necesito tu poder. Únete a mí, úsalo para mí y no te haré daño. —Se aproximó un paso moviendo seis de sus patas a la vez.

No me fiaba de la criatura Dateh ni podía hacerlo. Aunque hubiera accedido a su plan, su cordura estaba tan deformada como el resto de su cuerpo. Podía matarme por un mero capricho. Y mataría a Lúmino en cualquier caso, de eso estaba segura. ¿Qué le sucedería al universo si moría uno de los Tres? ¿Y le importaría algo a ese demente devorador de dioses?

Sin pensar, me agarré a Lúmino, un baluarte contra el miedo. Se removió bajo mis manos, medio inconsciente, sin protección alguna. Hasta su luz había empezado a desvanecerse. Pero no estaba muerto. Puede que si conseguía ganar algún tiempo, lograra recuperarse.

—¿U-unirme a ti?

La forma de Dateh trepidó y entonces volvió a adquirir la forma corriente, la mortal, que yo había conocido en la Casa del Amanecer. Era una ilusión. Podía sentir que la realidad deforme seguía presente, aunque hubiera encontrado el modo de engañar a mis ojos. Dateh era como Lil, una máscara normal en la superficie que escondía un horror por debajo.

—Sí —dijo, esta vez con una sola voz. Hizo un gesto hacia atrás, en dirección a los cadáveres que yo sabía que se encontraban allí—. Podría instruirte. Hacerte fu-fu-fuerte. —Dateh hizo una pausa entonces y sus ojos se desenfocaron durante un instante, y volvió a producirse la trepidación, que agrietó por un momento su máscara externa. El esfuerzo necesario para mantenerla levantada era palpable. No resultaba sorprendente que la criatura vacilara en devorarme. Un corazón más, otra alma robada, podían ser imposibles de contener.

Lúmino gimió y la cara de la criatura se endureció.

—Pero tienes que hacer algo por mí. —Su voz había cambiado.

Me tragué un sollozo. Era la voz de Madding, delicada y persuasiva. Al flexionar las manos, éstas pasaban de ser puños a transformarse en garras y viceversa—. La criatura que tienes en el regazo. Pensé que no tenía magia de verdad, pero ahora veo que la había subestimado.

Las lágrimas me emborronaron la visión al sacudir la cabeza, y cubrí el cuerpo de Lúmino con las manos, como si de algún modo pudiera protegerlo.

—No —balbucí—. No dejaré que lo mates. No.

—Quiero que lo mates tú, Oree. Mátalo y sácale el corazón.

Me quedé helada, mirando a Dateh con la boca abierta.

Él volvió a sonreír y sus dientes pasaron durante un instante a ser los de Basur, antes de volver a la normalidad.

—Amas demasiado a esos dioses —dijo—. Necesito una prueba de tu compromiso. Así que mátalo, Oree. Mátalo y toma para ti su radiante poder. Y cuando lo hayas hecho, comprenderás la grandeza a la que estabas destinada.

—No puedo. —Temblaba de la cabeza a los pies. Apenas oía mi propia voz—. No puedo.

La criatura sonrió y esta vez sus dientes eran afilados, como los de un perro.

—Sí puedes. Tu sangre lo hará, si la utilizas en cantidad suficiente. —Hizo un gesto y apareció un cuchillo sobre el pecho de Lúmino. Era de color negro y brillaba de manera tenue, como niebla solidificada: un fragmento del Vacío dotado de forma—. Tendré tu poder de un modo u otro, Oree. Devóralo y únete a mí o yo te devoraré a ti. Elige.

Puede que pienses que soy una cobarde.

Recordarás que huí cuando Lúmino me lo dijo, en lugar de quedarme a su lado para luchar. Recordarás que, en aquel momento espantoso, fui inútil, impotente, demasiado aterrada para servirle de nada a nadie, incluida yo misma. Puede que, al contarte esto, me haya ganado tu desprecio.

No intentaré hacerte cambiar de idea. No me enorgullezco de mí misma ni de las cosas que hice en aquel infierno. Soy incapaz de explicarlo: no hay palabras capaces de captar el terror que sentía en aquellos momentos, enfrentada a la decisión más grave y horrible que puede presentársele a una criatura en este mundo: matar o morir. Comer o ser comida.

Pero sí diré esto: creo que tomé la decisión que habría tomado cualquier mujer frente al monstruo que había asesinado a su amado.

Dejé el cuchillo a un lado. No lo necesitaba. El pecho de Lúmino subía y bajaba como un fuelle. Lo que le había hecho Dateh, fuera lo que fuese, le provocaba un intenso dolor, al margen de la magia que aún fluctuaba a su alrededor. Aunque no era necesario, alisé la tela que le cubría el pecho y luego apoyé mis manos allí, a ambos lados de su corazón.

Mis lágrimas cayeron sobre mis manos de tres en tres: una dos tres, una dos tres, una dos tres. Como el canto del pájaro: Oree, oree, oree.

Decidí vivir.

La pintura era la puerta, me había dicho mi padre, y la fe era la llave que abría la cerradura. Bajo mis manos, el corazón de Lúmino latía con fuerza y firmeza. —Pinto un cuadro —susurré.

Decidí luchar.

Dateh exhaló un rechinante suspiro de placer al ver que la burbuja de trémulo brillo volvía a formarse entre mis manos, justo encima del corazón de Lúmino. Al fin comprendí lo que era: la manifestación visible de mi voluntad. Mi poder, heredado de mis divinos antepasados y destilado a través de generaciones de humanidad, dotado de forma, de energía y de potencial. Esto era la magia, finalmente. Posibilidades…, Con ella podía crear cualquier cosa, siempre que creyera. Un mundo pintado. Un recuerdo de mi hogar. Un agujero ensangrentado.

Le ordené que entrara en el cuerpo de Lúmino. Atravesó su carne sin hacer daño y encontró acomodo entre los firmes y fuertes latidos de su corazón.

Levanté la mirada hacia Dateh. Algo cambió dentro de mí en aquel momento. No sé el qué. De repente, Dateh siseó alarmado y retrocedió mirándome los ojos como si se hubieran transformado en estrellas.

Puede que fuese así.

Decidí creer.

—Itempas —dije.

La luz se inflamó en medio de la nada.

La onda expansiva de su aparición nos dejó aturdidos a Daten y a mí. Salí despedida y choqué con tanta fuerza contra la barrera de Dateh que me quedé sin aliento. Caí al suelo, aturdida pero entre risas, porque la sensación me resultaba muy familiar y porque ya no tenía miedo. A fin de cuentas, creía. Sabía que todo había terminado, aunque Dateh aún tuviera que aprender la lección.

Un nuevo sol brillaba en medio del vacío de Dateh, demasiado brillante para mirarlo directamente. Su calor era terrible incluso desde donde yo me encontraba, suficiente para tensarme la piel y dejarme sin aliento. Alrededor de ese sol resplandecía un aura de pura luz blanca. Pero no sólo brillaba en todas direcciones. Unos trazos rectos y curvos me abrasaron los ojos antes de que apartara la vista, trazos que formaban anillos dentro de otros anillos, líneas que se unían, círculos que se solapaban, palabras divinas que se formaban y marchaban y se disolvían en el aire. La mera complejidad del diseño habría bastado para aturdirme, pero cada uno de los anillos daba vueltas formando gráciles y deslumbrantes patrones alrededor de una figura humana.

Lancé un par de miradas de soslayo a pesar de la luz y distinguí una corona de cabello resplandeciente, una armadura de guerrero formada por diversas tonalidades de palidez y una fina espada de filo recto, hecha de metal blanco, sostenida por una perfecta mano de color negro. No podía ver su rostro de tanto como brillaba— pero era imposible no verle los ojos. Se abrieron mientras los miraba y perforaron el blanco inflexible con colores de los que yo sólo había oído hablar en la poesía: ópalo ígneo, puesta de sol, terciopelo y deseo.

Sin poder evitarlo, me acordé de otro día, de hacía mucho tiempo atrás, cuando me encontré a un hombre en un cubo de basura. Eran los mismos ojos que entonces, pero los de ahora, incandescentes y seguros de sí, los superaban en tal medida en belleza que no tenía sentido compararlos.

—Itempas —repetí con reverencia.

Aquellos ojos se volvieron hacia mí y no me avergüenza reconocer que no vi reconocimiento alguno en ellos. Me vio y supo que era una de sus hijas, nada más. Una entidad tan ajena a lo humano no tenía necesidad de vínculos humanos. Me bastó con que me viera y con que su mirada fuera cálida.

Frente a Él, en el suelo, se encontraba Dateh, derribado por la misma descarga de poder que me había lanzado al suelo. Ante mis ojos, se irguió trabajosamente sobre sus numerosas patas, con la máscara de su humanidad hecha pedazos.

—¿Qué demonios eres? —preguntó.

—Un escultor —dijo el Señor de la Luz. Levantó su espada de acero blanco. Vi centenares de palabras divinas en un patrón de filigranas que recorría toda la hoja—. Soy todo el conocimiento y todo el propósito definidos. Refuerzo aquello que existe y siego lo que no debería existir.

Su voz hizo temblar la oscuridad del Vacío. Volví a reírme, embargada por una dicha inexpresable. De repente, estalló un dolor en mis ojos, demoledor y terrible. Me aferré a la dicha y luché por reprimirlo, pues no deseaba apartar la mirada. Mi dios se encontraba frente a mí. Ningún maroneh lo había visto desde los primeros tiempos del mundo. No dejaría que una cosa tan sencilla como una debilidad física interfiriera en eso.

Dateh gritó con sus numerosas voces y emitió una onda de magia tan emponzoñada que el aire se volvió marrón y turbio. Itempas la desvió sin apenas esfuerzo. Su ademán produjo un tañido argentino.

—Hasta —dijo mientras sus ojos se volvían oscuros y rojizos como un anochecer—, libera a mis hijos.

La criatura se puso tensa de arriba abajo. Sus ojos —los ojos de Madding— se abrieron de par en par. Algo se removió en su abdomen y luego se hinchó de manera obscena en su garganta. Luchó contra ello con toda su fuerza de voluntad, apretando los dientes y el cuerpo. Sentí que estaba combatiendo para mantener en su interior todo el poder que había devorado. Pero fue en vano y, un momento después, echó la cabeza hacia atrás y, con un grito, una cascada de colores viscosos brotó de su garganta.

Cada color se evaporó en la ardiente luz del blanco corazón de Itempas y se convirtió en una niebla fina y de brillo trémulo. La niebla voló hacia Él y comenzó a girar a su alrededor y ensortijarse con su cuerpo hasta formar un nuevo anillo de su aura, que siguió girando delante de él.

Levantó una mano y las neblinas se contrajeron para envolverlo. A pesar de mi agonía, sentí deleite.

—Lo siento —dijo con los ojos llenos de dolor (qué familiar me resultaba eso)—. He sido un mal padre, pero me enmendaré. Me convertiré en el padre que merecéis. —El anillo continuó solidificándose, hasta transformarse en una esfera giratoria que flotaba sobre la palma de su mano—. Marchaos y sed libres.

Sopló sobre las almas reunidas y se dispersaron en la nada. ¿Me imaginé que una de ellas, una hélice verde y azul, se demoraba un instante más? Puede. Aun así, también se esfumó.

Ya sólo quedaba Dateh, medio encorvado, con las rodillas dobladas, de nuevo un simple hombre.

—No lo sabía —susurró mientras miraba con maravilla y miedo la brillante figura. Cayó de rodillas con las manos temblorosas, como si hubiera sufrido un ataque de parálisis—. No sabía que fueses tú. ¡Perdóname! Tenía el rostro cubierto de lágrimas. Algunas de ellas provocadas por el miedo, pero otras, comprendí, por la reverencia. Lo sabía porque las mismas lágrimas resbalaban lentas y densas por mi cara.

Itempas el Brillante sonrió. No podía ver su rostro tras la gloria de su luz o de mis calientes lágrimas, pero sentí aquella sonrisa en cada centímetro de mi piel. Era una sonrisa cálida, amorosa, benevolente. Bondadosa. Todo lo que siempre había creído que debía ser.

La hoja blanca emitió un destello. Sólo así supe que se había movido. De otro modo habría pensado que, simplemente, había aparecido, mágicamente conjurada, en el centro del pecho de Dateh. Éste no gritó, pero abrió los ojos de par en par. Bajó la mirada y vio que la sangre comenzaba a resbalar a impulsos polla fina hoja del Señor Brillante: uno, dos, tres. La hoja era tan fina y el golpe había sido tan preciso, incluso a través del hueso, que el corazón, hendido, seguía palpitando.

Esperé a que el Señor Brillante extrajera la espada y dejara morir a Dateh. Pero lo que hizo fue alargar el brazo que no sujetaba la espada. La sonrisa seguía en su rostro, cálida, delicada e implacable. Y sin que hubiera ninguna contradicción en esto, cogió a Dateh por la cara.

En ese momento tuve que apartar la mirada. El dolor de mis ojos se había vuelto excesivo. Todo lo veía en rojo y no porque estuviera furiosa. Pero cuando Dateh comenzó a gritar, lo oí.

Sentí las reverberaciones en el aire al romperse y pulverizarse sus huesos, mientras Dateh agitaba brazos y piernas tratando de resistirse y, finalmente, sólo se convulsionaba. Olía a fuego, al humo acre y graso de la carne carbonizada.

Y entonces, paladeé el sabor de la satisfacción. No era dulce ni me sació, pero bastaría.

En ese momento, el Vacío se hizo mil pedazos a nuestro alrededor y desapareció, pero yo apenas me di cuenta. Solamente sentía el rojo, el rojo del dolor. Creí ver el brillante suelo del Cielo debajo de mí y traté de levantarme, pero el dolor era demasiado grande. Caí, en posición fetal, demasiado mareada hasta para vomitar.

Unas manos cálidas y conocidas me levantaron. Me tocaron la cara y apartaron las extrañamente densas lágrimas que brotaban de mis ojos. Aunque parezca absurdo, pensé con aprensión que iba a manchar el blanco perfecto de su ropa con mi sangre.

—Me has devuelto a mí mismo, Oree —dijo aquella voz brillante y llena de sabiduría. Lloré con más fuerza aún, embargada por un amor incontenible—. Volver a estar entero, al cabo de tantos siglos… Había olvidado la sensación. Pero debes parar. No quiero añadir tu muerte a mis crímenes.

Me dolía muchísimo. Había creído y esa creencias se había convertido en magia, pero yo no era más que una mortal. La magia tenía sus límites. Pero ¿cómo podía dejar de creer? ¿Cómo es posible encontrar a un dios, amarlo y luego dejar que se vaya?

La voz cambió, se hizo más suave. Humana. Conocida.

—Por favor, Oree.

Mi corazón lo llamaba Lúmino, aunque mi mente insistía en ponerle otro nombre. Eso bastó para acabar con lo que estaba haciendo, fuera lo que fuese, y sentí el cambio en mis ojos. De repente dejé de ver el suelo radiante, o cualquier otra cosa, pero el dolor de mi cabeza menguó al instante y pasó de ser un chillido a un gemido crónico. Mi cuerpo entero se relajó con alivio.

—Ahora descansa. —La cama en desorden debajo de mí. Sentí las sábanas en la barbilla. Comencé a temblar violentamente. Un shock. Una mano grande me acarició la suave cabellera. Gemí en voz baja, porque eso hizo que me doliera aún más la cabeza—. Shhhh. Yo cuidaré de ti.

No había planeado lo que dije entonces. Me dolía demasiado y estaba delirando parcialmente. Pero pregunté, con los dientes apretados:

—¿Ya eres mi amigo?

—Sí —respondió él—. Como tú la mía.

Incapaz de evitarlo, me sumí con una sonrisa en el sueño.