LA VENGANZA DE LOS DIOSES

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Acuarela

Creo que Madding siempre sospechó la verdad. Durante toda mi infancia, tuve un extraño recuerdo sobre un lugar cálido, húmedo y cerrado. Allí me sentía a salvo, pero sola. Podía oír voces, pero nadie me hablaba. Unas manos me tocaban de vez en cuando y yo las tocaba a mi vez, pero eso era todo.

Muchos años después, cuando se lo conté a Madding, me miró de manera extraña. Cuando le pregunté qué sucedía, al principio no me respondió. Insistí y finalmente me dijo:

—Es como si estuvieras en el útero.

Recuerdo que me reí.

—Qué tontería —dije—. Pensaba. Oía. Era consciente.

Se encogió de hombros.

—Como yo, antes de nacer. Supongo que eso les sucede también a veces a los mortales.

«Pero se supone que no es así», dejó sin añadir.

—¿Qué piensas hacer? —me preguntó Lúmino la mañana siguiente.

Estaba al otro lado de la habitación, junto a la ventana, envuelto en el suave brillo que le provocaba el amanecer. Me incorporé, ojerosa, y reprimí un bostezo.

—No lo sé —dije.

No estaba lista para morir. Era más fácil de admitir de lo que había pensado. Había matado a Madding. Vivir sabiéndolo sería —había sido— casi insoportable. Pero matarme, o dejar que lo hicieran Lúmino o los Arameri, me parecía, por alguna razón, aún peor. Tras la muerte de Madding, era como tirar un regalo.

—Si vivo, los Arameri me usarán sólo los dioses saben para qué. No quiero más muertes sobre mi conciencia. —Suspiré mientras me frotaba la cara—. Teníais razón al querer matarnos. Pero tendríais que haber acabado con todos los demonios. Ése fue el único error cometido por los Tres.

—No —respondió Lúmino—. Nos equivocamos. Había que hacer algo con los demonios, eso no voy a negarlo, pero tendríamos que haber buscado una solución distinta. Eran nuestros hijos.

Abrí la boca. La cerré. Me lo quedé mirando, a pesar de que ahora apenas era un pálido relieve recortado contra el brillo más tenue de la ventana. No sabía qué decirle. Así que cambié de tema.

—¿Qué piensas hacer tú?

Se encontraba como tantas otras mañanas había hecho en mi casa, mirando al sol naciente con la espalda recta, la cabeza alta y los brazos cruzados. Sin embargo, en aquel momento dejó escapar un suave suspiro, se volvió hacia mí y se apoyó en la ventana con un cansancio casi palpable.

—No tengo ni idea. No hay en mí nada entero o como debe ser, Oree. Soy tan cobarde como me has llamado y tan idiota como no te has atrevido a hacerlo. Y débil. —Levantó la mano como si nunca antes la hubiera visto y cerró el puño. A mí no me parecía débil pero imaginaba cómo lo vería un dios. Huesos que se podían romper. Una piel que no se curaba al instante cuando la desgarrabas. Tendones y venas tan finos como una gasa.

Y por debajo de esa frágil carne, una mente como una taza de té rota y mal pegada.

—¿Es la soledad, entonces? —pregunté—. Ésa es tu verdadera antítesis, no la oscuridad. ¿No te habías dado cuenta?

—No. Hasta aquel día no. —Bajó la mano—. Pero tendría que haberlo hecho. La soledad es la oscuridad del alma.

Me levanté y me acerqué a él, tropecé en la alfombra. Al encontrar su brazo, alargué la mano para tocarle la cara. Me lo permitió e incluso volvió la mejilla hacia mí. Creo que se sentía solo en aquel momento.

—Me alegro de que me hayan desterrado aquí, en esta forma mortal —dijo—. Cuando me enfurezco, no puedo hacer daño. Cuando estaba atrapado en aquel reino de oscuridad, creí que me volvería loco. Al encontrarte después… Sin ti, creo que me habría venido abajo de nuevo.

Fruncí el ceño mientras recordaba cómo se había aferrado a mí aquel día, incapaz de soltarme ni por un instante. Ningún ser humano puede soportar la soledad eternamente —yo también me habría vuelto loca en el Vacío—, pero la necesidad de Lúmino no era humana.

Me acordé de algo que mi madre me había dicho muchas veces durante mi infancia.

—Es normal necesitar ayuda —le dije—. Ahora eres mortal. Los mortales no pueden hacerlo todo por sí solos.

—No lo era entonces —dijo, y me di cuenta de que se refería al día en que había matado a Enefa.

—Puede que sea igual para los dioses. —Aún seguía cansada, así que me apoyé en la ventana que había a su lado—. Estamos hechos a vuestra imagen y semejanza, ¿no? Puede que tus hermanos te enviaran aquí, no para que no pudieras hacer daño a nadie en tu condición de mortal, sino para que aprendieras a enfrentarte a esto como lo hacen los mortales. —Suspiré y cerré los ojos, cansada del constante brillo del Cielo—. Demonios, no sé. Puede que, simplemente, necesites amigos.

No dijo nada, pero me pareció sentir que me miraba de nuevo.

Antes de que pudiera decir nada más, alguien llamó a la puerta. Lúmino acudió a responder.

—Mi señor —dijo una voz que no reconocí, con la profesional viveza de un sirviente—. Traigo un mensaje. El señor Arameri requiere vuestra presencia.

—¿Por qué? —preguntó Lúmino, algo que yo nunca habría hecho. El mensajero también quedó sorprendido, pero sólo tardó un instante en responder.

—Han capturado a la señora Serymn.

Como antes, el señor de los Arameri había despedido a la corte. Supongo que hacer tratos con demonios y disciplinar purasangres descarriadas eran asuntos que no debían realizarse a la vista de todo el mundo.

Serymn se encontraba entre cuatro guardias —Arameri y oriundos del Alto Norte, también—, pero ninguno de ellos la tocaba. No sabría decir si tenía peor aspecto, pero su silueta estaba tan erguida y orgullosa como siempre. Le habían atado las manos por delante, única concesión a su condición de prisionera.

El señor de los Arameri y ella se miraron, inmóviles y en silencio, como elegantes estatuas en mármol del Desafío y la Severidad.

Tras un momento, ella apartó la mirada —en un gesto que incluso yo, que era ciega, pude interpretar como despectivo— y me miró.

—Dama Oree, ¿te complace estar en compañía de quienes dejaron morir a tu padre?

Antes, aquellas palabras me habrían alterado, pero ya no.

—Estáis equivocada, señora Serymn. Mi padre no murió por culpa del Señor de la Noche, la Dama, los hijos de los dioses o sus partidarios. Murió porque era diferente… algo que los mortales temen y detestan. —Suspiré—. Con razón, debo admitir. Pero las cosas como son.

Meneó la cabeza y suspiró.

—Confiáis demasiado en esos falsos dioses.

—No —dije, cada vez más enfadada. No sólo enfadada, sino furiosa, rabiosa. De haber tenido un bastón a mano, habríamos tenido problemas—. Confío en que los dioses sean lo que son y en que los mortales sean mortales. Los mortales, señora Serymn, apedrearon a mi padre hasta matarlo. Los mortales me encerraron como si fuese ganado y me extrajeron la sangre de las venas hasta casi matarme. Los mortales mataron a mi amante. —Me sentía muy orgullosa de mí misma: no se me cerró la garganta ni me tembló la voz—. La rabia me mantuvo a flote—. Demonios, si los dioses decidieran borrarnos de la faz de la tierra, ¿tan malo sería? Puede que nos hayamos ganado la aniquilación.

Y al decirlo, no pude evitar volverme también hacia el señor T'vril.

Pero éste me ignoró y habló con voz de aburrimiento.

—Serymn, deja de jugar con la chica. Puede que tu retórica te sirviera de algo con tus pobres y descarriados seguidores espirituales, pero aquí todos vemos más allá de tus mentiras. —Hizo un gesto dirigido a ella, un ademán elegante que englobaba todo lo que era—. Lo que quizá no entiendas, Eru Shoth, es que esto no es más que un problema familiar que se nos ha ido de las manos.

Supongo que puse cara de confusión.

—¿Un problema familiar?

—Verás, yo no soy más que un mestizo. El primero que gobierna la familia. Y aunque fue la Dama Gris en persona quien me nombró para el puesto, algunos de mis parientes, en especial los purasangres, cuestionan aún mi posición. Tontamente, pensaba que Serymn era una de las menos peligrosas. Hasta pensé que podía serme útil, puesto que su organización parecía proporcionar una guía a los miembros de la fe itempana que últimamente habían perdido la fe. —No pude ver que miraba de soslayo a Serymn, pero supongo que lo hizo—. No creí que pudieran hacer ningún mal. Por ello, te pido disculpas.

Me puse tensa por la sorpresa. No sabía nada de los nobles o de los Arameri, salvo esto: que no se disculpaban. Nunca. Incluso después de la destrucción de la tierra de Maro, habían ofrecido a mi pueblo la península de Nimaro como «gesto humanitario», nunca como disculpa.

Serymn meneó la cabeza.

—Dekarta sólo te nombró heredero por obligación, T'vril. Mestizo o no, en condiciones normales podrías hacerlo razonablemente bien. Pero en estos tiempos oscuros, la familia necesita un jefe fuerte, que crea en los antiguos valores, alguien cuya devoción a nuestro Señor no vacile. Y tú careces del orgullo de nuestro linaje.

Sentí que el señor de los Arameri sonreía, porque creció la sensación de peligro en la sala.

—¿Tienes algo más que decir? —preguntó—. ¿Algo digno de mi tiempo?

—No —respondió ella—. Nada digno de ti.

—Muy bien —respondió el señor de los Arameri. Chasqueo los dedos y un criado salió de detrás de una cortina que había a espaldas de su trono. Se arrodilló junto al asiento de T'vril, con algo en las manos. Sonó un tintineo. Yo no pude ver lo que era. Lo que sí vi fue que Serymn se encogía.

—Te marchaste del Cielo antes de la última sucesión. ¿Conoces a este hombre? —preguntó el señor de los Arameri, señalando a Lúmino Serymn miró a Lúmino de soslayo y luego apartó la mirada.

—Nunca pudimos determinar lo que era —dijo—, pero sé que es el compañero y quizá el amante de la dama Oree. Para nosotros no tenía ningún valor, salvo quizá como rehén, para garantizarnos el buen comportamiento de la muchacha.

—Míralo mejor, prima.

Ella lo hizo, irradiando desdén.

—¿Hay algo que debería notar?

Busqué la mano de Lúmino. No se había movido. Aquello parecía traerlo sin cuidado.

El señor de los Arameri se puso en pie y bajó los escalones. Al llegar al final, con un grácil remolino de su capa y su coleta, hincó una rodilla con una elegancia que jamás habría esperado de un hombre tan poderoso. Y desde aquella posición dijo, con voz tonante:

—Contempla a nuestro Señor, Serymn. Salve Itempas, amo del día, señor de la luz y el orden.

Serymn se lo quedó mirando. Luego miró a Lúmino. No había habido sarcasmo alguno en el tono de T'vril, ningún indicio de otra cosa que no fuese reverencia. Sin embargo, yo me imaginaba lo que veía ella al mirar a Lúmino: el agotamiento, arraigado en lo profundo del alma, de los ojos, el pesar que se ocultaba bajo su apatía. Llevaba ropa prestada, como yo, y no respondió de ningún modo a la reverencia de T'vril.

—Es maroneh —dijo Serymn después de una larga pausa.

T'vril se puso en pie y volvió a colocar en posición su larga coleta con una facilidad fruto de la práctica.

—Un detalle sorprendente, ¿verdad? Aunque no sería la primera mentira que repite nuestra familia hasta olvidar la verdad. —Se volvió, se acercó a ella y se detuvo justo delante. Serymn no retrocedió, aunque creo que yo sí lo habría hecho. Había algo en el señor de los Arameri en aquel momento que daba mucho miedo.

—Sabías que había sido derrocado, Serymn —dijo—. Has visto a muchos dioses adoptar forma mortal. ¿Por qué nunca se te ocurrió que el nuestro podía ser uno de ellos? Hado me ha contado que tus Luces Nuevas no se han portado bien con él.

—No —dijo Serymn. Su voz fuerte y llena de matices temblaba de incertidumbre por primera vez desde que la conocía—. Es imposible. Me habría… Dateh… Nos habríamos dado cuenta.

T'vril volvió a mirar al sirviente, que se apresuró a adelantarse con el objeto de metal. Lo cogió y dijo:

—Supongo que tu sangre Arameri tan pura no te permite hablar con nuestro dios, a fin de cuentas. Es lo mismo. Abridle la boca.

No comprendí lo que quería decir con eso hasta que los guardias, de repente, sujetaron a Serymn. Hubo una lucha, una confusión de siluetas. Cuando cesó, vi que los guardias habían sujetado la cabeza de Serymn.

T'vril levantó el objeto de metal y por fin pude verlo bien, perfilado contra la luz de la pared opuesta. ¿Unas tijeras? No, era demasiado grande y su forma.

Unas tenazas.

—Oh, dioses —susurré cuando comprendí. Aparté la mirada, pero no había forma de escapar de los espantosos sonidos: el grito asfixiado de Serymn, el gruñido de esfuerzo de T'vril, el húmedo desgarro de la carne. Sólo duró un momento. T'vril le devolvió las tenazas al criado con un suspiro asqueado. El criado se las llevó. Serymn emitió un único sonido descarnado, no tanto un grito como una protesta sin palabras, y luego se hundió en brazos de los guardias, gimoteando.

—Mantened su cabeza hacia delante —los advirtió T'vril. Oí su voz desde lejos, como a través de una neblina—. No queremos que se asfixie.

—E-esperad —dije. Dioses, no podía pensar. Aquel sonido resonaría en mis pesadillas.

—¿Sí, Eru Shoth? —Aparte de un poco cansado, el señor de los Arameri hablaba como siempre: diplomático, amable y cálido. Pensé que iba a vomitar.

—Dateh —dije— y los hijos de los dioses desaparecidos… Ella… podría habernos dicho… —Ahora Serymn no volvería a decir nada nunca más.

—Aunque lo supiera, nunca nos lo habría dicho —respondió él. Subió los peldaños y volvió a sentarse. El sirviente, después de haber guardado las tenazas detrás de la cortina, volvió corriendo y le entregó un trapo para las manos, que él usó para limpiarse los dedos—. Lo más probable es que Dateh y ella accedieran a separarse para protegerse. Serymn es una purasangre, al fin y al cabo. Sabía que le esperaba un interrogatorio duro en caso de que la detuviéramos.

Un interrogatorio duro. Noble manera de expresar lo que acababa de presenciar.

—Y, por desgracia, el asunto ya no está en mis manos —continuó. Entreví el atisbo de un gesto. Se abrieron las puertas principales y entró otro criado, llevando algo que me llamó la atención al momento porque brillaba tanto como el resto de aquel palacio lleno de magia. Sólo que, a diferencia de las paredes y el suelo, el objeto que llevaba el criado era de un alegre color rosa. Una pequeña pelota de goma, como las que usan los niños para jugar.

T'vril cogió la pelota y prosiguió:

—Mi prima no ha olvidado únicamente que Itempas el Brillante no gobierna ya a los dioses, sino también que los Arameri respondemos ahora ante varios amos y no sólo uno. El mundo cambia. Debemos cambiar con él o perecer. Puede que, al saber de la suerte de Serymn, otros de mis parientes se acuerden de esto.

Giró la mano y dejó caer la bola de color rosa. Ésta rebotó en el suelo junto a su silla y T'vril la cogió y la hizo botar un par de veces más.

Un niño apareció ante él. Lo reconocí al instante, boquiabierta. Sieh, el hijo de los dioses que había tratado de matar a Lúmino a puntapiés. El Embaucador, antiguo esclavo de los Arameri.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz de fastidio. Me miró la cara de asombro una vez y luego apartó la mirada sin el menor cambio en su expresión. Recé, a ningún Dios en concreto, para que no me hubiera reconocido, aunque con Lúmino a mi lado era muy poco probable.

T'vril inclinó la cabeza en gesto de respeto.

—He aquí a uno de los asesinos de vuestra hermana, señor Sieh —dijo mientras señalaba a Serymn con un gesto.

Sieh alzó las cejas y se volvió hacia ella.

—La recuerdo. Una sobrina tercera de Dekarta, o algo por el estilo. Se marchó hace años. —Una sonrisa sarcástica y nada infantil afloró a su rostro—. Caray, T'vril, ¿la lengua?

T'vril le entregó la pelota de color rosa al sirviente, que hizo una reverencia y se marchó.

—Algunos en mi familia creen que soy… demasiado blando. —Se encogió de hombros y miró de soslayo a los guardias—. Había que dar ejemplo.

—Ya veo. —Sieh bajó corriendo los escalones hasta encontrarse delante de Serymn, aunque esquivó escrupulosamente la sangre que oscurecía el suelo—. Está bien que la hayáis capturado, pero no creo que Naha devuelva el Sol a su estado normal hasta que no cojáis al demonio. ¿Lo habéis hecho?

—No —dijo T'vril—. Aún lo estamos buscando.

Serymn emitió un sonido entonces y al oírlo se me pusieron los pelos de punta. Pude sentir cómo trataba de llegar hasta mí mientras repetía el sonido. No había manera de distinguir las palabras, ni tampoco estaba muy claro que hubiera tratado de hablar, pero de algún modo yo lo sabía: estaba tratando de hablarle a Sieh sobre mí. Estaba tratando de decir: «Hay un demonio aquí». Pero T'vril se había encargado de que no pudiera revelarle a nadie mi secreto, ni siquiera a los dioses.

Sieh suspiró al ver cómo se esforzaba Serymn por hablar.

—Me da igual lo que tengas que decir —dijo. Serymn se quedó muy quieta y lo observó con renovada aprensión—. Y a mi padre también. Si yo fuera tú, ahorraría fuerzas para rezar pidiendo que no se muestre muy creativo.

Hizo un ademán lánguido y descuidado. Puede que sólo yo viese el torrente de poder en estado puro, negro y con forma de llama, que salía de su mano, se enroscaba por un momento como una serpiente delante de Serymn antes de abalanzarse sobre ella y tragársela entera. Entonces, el poder se desvaneció y Serymn con ella.

Y a continuación, Sieh se volvió hacia nosotros.

—Conque sigues con él —me dijo.

En ese momento, me di cuenta de que mi mano seguía cogida a la de Lúmino.

—Sí —respondí. Levanté la barbilla—. Ahora sé quién es.

—¿En serio? —Los ojos de Sieh pasaron a Lúmino con un parpadeo y permanecieron allí—. No sé por qué, lo dudo, muchacha mortal. Ya ni siquiera sus hijos lo saben.

—He dicho que sé quién es ahora —dije, molesta. Nunca me había gustado que me trataran con paternalismo, fuera quien fuese el que lo hacía y había pasado tantas cosas las últimas semanas que ya no me daba tanto miedo el mal genio de un hijo de los dioses—. No sé cómo era antes. De todos modos, esa criatura ya no existe. Murió el día que mató a la Dama. Esto es lo que quedó en su lugar. —Hice un gesto con la cabeza hacia Lúmino. Su mano había quedado fláccida, creo que por el asombro—. No es gran cosa, lo reconozco. A veces también a mí me entran ganas de molerlo a patadas. Pero cuanto más lo conozco, más me convenzo de que, al contrario de lo que pensáis vosotros, no es una causa perdida.

Sieh me miró fijamente un momento, pero enseguida se recobró.

—No sabes nada sobre él. —Apretó los puños. Por un instante pensé que iba a dar un pisotón en el suelo—. Mató a mi madre. ¡Todos nosotros morimos aquel día y fue él quien nos mató! ¿Deberíamos perdonarle algo así?

—No —dije. No podía evitarlo: le tenía lástima. Sabía cómo era perder a un padre de un modo que desafiaba toda explicación—. Por supuesto que no podéis perdonarlo. Pero —levanté la mano de Lúmino—, míralo. ¿Te parece que se ha pasado siglos regodeándose?

Sieh arrugó los labios.

—De modo que lamenta lo que hizo. Ahora, después de que nos liberáramos y después de que fuera condenado a vivir como un humano por sus crímenes. Qué nobleza la suya.

—¿Cómo sabes que no lo lamentaba antes?

—¡Porque no nos liberó! —Se dio una palmada en el pecho—. ¡Nos dejó allí, dejó que los humanos nos usaran a su antojo! ¡Trató de forzarnos a amarlo de nuevo!

—Puede que no se le ocurriera otro modo —dije.

—¿Qué?

—Puede que eso fuese lo único que tenía sentido, en su estado, después de lo que había hecho. Puede que quisiera tiempo para arreglar las cosas, aunque fuese imposible. Aunque así sólo consiguiera empeorarlo todo. —Mi rabia se había disipado. Me acordaba de Lúmino la noche antes, de rodillas frente a mí, vacío de esperanza—. Puede que pensara que era mejor manteneros prisioneros y que lo odiaseis a perderos del todo.

Sabía que era un argumento sin valor. Algunos actos no se pueden perdonar. Y probablemente, el asesinato, el cautiverio injusto y la tortura fueran algunos de ellos.

Pero aun así…

Sieh cerró la boca. Miró a Lúmino. Apretó la mandíbula y entornó los ojos.

—¿Y bien? ¿Habla esta mortal en tu nombre, padre?

Lúmino no dijo nada. Su cuerpo entero irradiaba tensión, pero no se transformó en palabras. No me sorprendió. Le solté la mano para que le fuese más sencillo marcharse.

Su mano se cerró sobre la mía, brusca y violentamente. No podría haberme ido ni aunque hubiera querido.

Mientras yo parpadeaba y pensaba en ello, Sieh suspiró, disgustado.

—No te entiendo —me dijo—. No pareces estúpida. Desperdicias tus cuidados con él. ¿Eres una de esas mujeres que se torturan para sentirse mejor o que sólo aceptan como amantes a hombres que las pegan?

—Madding era mi amante —dije en voz baja.

A lo que Sieh respondió con expresión de verdadera consternación.

—Lo había olvidado. Lo siento.

—Y yo. —Suspiré y me froté los ojos, que volvían a dolerme. Había demasiada magia en el Cielo. No estaba acostumbrada a poder ver de aquel modo. Echaba de menos la vieja oscuridad moteada de destellos mágicos de Sombra—. Lo que sucede es que… todos vosotros viviréis eternamente. —Entonces recordé lo sucedido y me corregí con una débil sonrisa—. Si no os asesinan, claro. Tenéis una eternidad para estar juntos. —«Cosa que Madding y yo no podríamos haber tenido, aunque no lo hubieran asesinado». Oh, estaba cansada. Era duro mantener la tristeza a raya—. Y no entiendo qué sentido tiene pasar todo ese tiempo odiando. Eso es todo.

Sieh me miró, pensativo. Sus pupilas volvieron a cambiar y se volvieron felinas y penetrantes, pero esta vez ninguna sensación de amenaza acompañó la transformación. Puede que, al igual que yo, necesitara aquellos ojos extraños para ver lo que a otros se les escapaba. Los dirigió hacia Lúmino durante un momento largo y silencioso. Lo que vio no hizo que desapareciera su rabia, pero tampoco lo llevó a atacar. Decidí considerarlo una victoria.

—Sieh —dijo Lúmino de pronto. Su mano me apretó con más fuerza, hasta llevarme al umbral del dolor. Apreté los dientes y lo soporté, pues tenía miedo de interrumpir. Sentí que aspiraba hondo.

—No te disculpes conmigo —dijo Sieh. Habló en voz muy baja. Quizá sentía lo mismo que yo había percibido. Su rostro se había vuelto frío, despojado de todo salvo de una pátina de rabia—. Lo que hiciste no se puede enmendar con simples palabras. Intentarlo siquiera es un insulto… no sólo a mí, sino al recuerdo de nuestra madre.

Lúmino se puso tenso. Entonces, su mano se removió en la mía y pareció extraer fuerzas del contacto, porque finalmente habló.

—Si las palabras no sirven —dijo—, ¿servirán las obras?

Sieh sonrió. Estaba casi segura de que sus dientes se habían vuelto afilados.

—¿Qué obras podrían enmendar tus crímenes, mi radiante padre?

Lúmino apartó la mirada y su mano soltó la mía al fin.

—Ninguna, lo sé.

Sieh inhaló profundamente y dejó escapar el aire pesadamente. Meneó la cabeza, me miró, volvió a moverla y luego apartó la mirada.

—Le diré a mi madre que estáis haciendo las cosas bien —le dijo a T'vril, quien había permanecido sentado, en silencio, durante la conversación, probablemente conteniendo el aliento—. Se alegrará de oírlo.

T'vril inclinó la cabeza en un gesto que no llegaba a ser una reverencia.

—¿Se encuentra bien?

—Muy bien, de hecho. La condición divina parece hecha a su medida. Somos los demás los que estamos descontrolados últimamente. —Vi que titubeaba un instante y estaba a punto de volverse hacia nosotros. Pero al final se limitó a saludar a T'vril con un gesto de la cabeza—. Hasta la próxima, señor Arameri. —Y desapareció.

Una vez que se hubo marchado, T'vril dejó escapar un largo suspiro. Sentí que suspiraba por todos nosotros.

—Bueno —dijo—, ahora que hemos terminado con este asunto, sólo nos queda una cosa que discutir. ¿Has considerado mi propuesta, Eru Shoth?

Yo me aferraba a una esperanza. Si vivía y permitía que los Arameri me utilizaran, puede que algún día encontrara el modo de ganar la libertad. De algún modo. Era una esperanza pequeña, patética, pero era lo único que tenía.

—¿Arreglaréis las cosas con la Orden de Itempas por mí? —pregunté, tratando de conservar la dignidad. Ahora fui yo la que cogió la mano de Lúmino en busca de apoyo. Por alguna razón, era más fácil vender mi alma con él allí, a mi lado.

T'vril inclinó la cabeza.

—Ya está hecho.

—Y… —titubeé—, ¿tengo vuestra palabra de que esa marca, la que debo llevar, no hará nada más que lo que habéis dicho?

Enarcó una ceja.

—En ese tema no puedes negociar, Eru Shoth.

Me encogí porque era cierto, pero aun así apreté la mano libre. No me gustaba que me amenazaran.

—Podría contarles a los hijos de los dioses quién soy. Me matarían, pero al menos no me utilizarían, como pretendéis hacer vosotros.

El señor de los Arameri se recostó en su asiento y cruzó las piernas.

—Eso no lo sabes, Eru Shoth. Puede que el hijo de los dioses al que se lo digas tenga enemigos propios de los que quiera librarse. ¿De verdad quieres arriesgarte a cambiar un amo mortal por uno inmortal?

Era una posibilidad que no se me había ocurrido. Me quedé helada, horrorizada.

—Tú nunca serás su amo —dijo Lúmino.

Di un respingo. T'vril inhaló profundamente y exhaló el aire.

—Mi señor, me temo que no estáis al corriente de nuestra conversación anterior. Eru Shoth es consciente del peligro si permanece libre. —«Y vos no estáis en posición de negociar por ella», decía el tono. No tenía que decirlo en voz alta. Era dolorosamente obvio.

—Un peligro que seguirá existiendo si os apoderáis de ella —replicó el dios. Apenas daba crédito a mis oídos. ¿De verdad estaba luchando por mí?

Lúmino me soltó la mano y se adelantó un paso, sin llegar a colocarse delante de mí —No puedes mantener su existencia en secreto —dijo—. No puedes matar a toda la gente que haría falta para convertirla en tu arma. Sería mejor que no la hubieras traído aquí nunca… De ese modo, al menos podrías negar que sabes de su existencia.

Fruncí el ceño, confusa. Pero T'vril descruzó las piernas.

—¿Pretendéis hablarles a los demás dioses sobre ella? —preguntó en voz baja.

Y entonces, lo entendí. Lúmino no carecía de poder. No se le podía matar, al menos permanentemente. Podían encarcelarlo, pero no para siempre, porque se suponía que tenía que estar vagando por el mundo, aprendiendo las lecciones de la mortalidad. En algún punto, inevitablemente, alguno de los otros dioses iría a buscarlo, aunque sólo fuese para regodearse por su situación. Y entonces, el plan de T'vril de convertirme en la última arma de los Arameri se vendría abajo.

—No diré nada —respondió Lúmino en voz baja— si la dejas marchar.

Contuve el aliento.

T'vril guardó silencio un momento.

—No. Mi temor principal sigue siendo el mismo: es demasiado peligrosa para dejarla sin protección. Lo más seguro sería matarla. —Cosa que, además de terminar con mi vida, acabaría con la ventaja de Lúmino.

Era una partida de nikkim: finta contra finta, en un intento constante de imponerse al rival. Yo nunca había prestado atención a tales juegos, porque no podía verlos, así que no sabía lo que pasaba en caso de empate. Y ni que decir tiene que no me gustaba ser el premio.

—Estaba a salvo hasta que la Orden comenzó a hostigarla —dijo Lúmino—. El anonimato ha protegido a su familia durante siglos, incluso frente a los dioses. Devuélveselo y las cosas volverán a ser como antes. —Hizo una pausa—. Aún tienes la sangre de los dioses que sacaste de la Casa del Amanecer antes de destruirla.

—Que cogieron… —balbuceé, antes de contenerme. Pero apreté los puños. Claro, nunca dejarían que se perdiera un recurso tan valioso. Mi sangre, la de Dateh, las puntas de flecha… Puede que incluso hubieran descubierto el método de refinado de Dateh. Los Arameri tenían su arma, conmigo o sin mí. Malditos.

Pero Lúmino tenía razón. Si el señor de los Arameri tenía eso, no me necesitaba.

T'vril se levantó de la silla. Bajó los escalones y, pasando junto a los guardias, se acercó a uno de los ventanales. Lo vi detenerse allí y contemplar el mundo que poseía… así como el sol negro, la advertencia de los dioses que lo amenazaban. Juntó las manos detrás de la espalda.

—Que le devuelva el anonimato, decís —dijo con un suspiro. Al oír aquello, mi corazón dio un respingo de esperanza—. Muy bien, estoy dispuesto a considerarlo. Pero ¿cómo puedo devolvérselo? ¿Debo matar a toda la gente que la conoce en esta ciudad? Como habéis dicho, son demasiadas muertes para resultar práctico.

Me estremecí. Vuroy y los demás de la Avenida de las Artes. Mi casera. La vieja del otro lado de la calle que cotilleaba con sus vecinas sobre la chica ciega y el hijo de los dioses que era su amante. Rimarn, los sacerdotes del Salón Blanco, una docena de criados y guardias anónimos, incluidos los que, en aquel momento, estaban oyendo aquello…

—No —balbuceé—. Me marcharé de Sombra. Iba a hacerlo de todos modos. Iré a algún sitio donde nadie me conozca y no hablaré con nadie, pero no…

—Matadla —dijo Lúmino.

Me encogí y miré su silueta. El me miró de reojo.

—Si está muerta, sus secretos dejarán de importar. Nadie la buscará. Nadie podrá utilizarla.

Entonces lo entendí, aunque la idea me daba escalofríos. T'vril volvió la cabeza hacia nosotros.

—¿Una muerte fingida? Interesante. —Lo pensó un momento—. Pero tendríamos que ser muy cuidadosos. No podría volver a hablar con sus amigos, ni con su madre, siquiera. Dejaría de ser Oree Shoth para siempre. Puedo organizar que se la envíe a otra parte, con recursos y un pasado ficticio. Incluso organizar un soberbio funeral para la valiente mujer que dio su vida para desvelar una conspiración contra los dioses. —Me miró—. Pero si mis espías oyen cualquier rumor, cualquier indicio que apunte a que sigues viva, se acabó el juego, Eru Shoth. Haré lo que sea necesario para impedir que vuelvas a caer en malas manos. ¿Está claro?

Me lo quedé mirando, luego miré a Lúmino y por fin a mí misma. Al cuerpo que podía ver, como un contorno oscuro contra el constante resplandor de la luz del Cielo… a la delicada curva de mis senos… a mis manos, de fascinante complejidad mientras las levantaba, las giraba y flexionaba los dedos. Las puntas de los pies. Un mechón curvo de cabello en el borde de mi campo de visión. Nunca me había visto tan completamente hasta entonces.

Morir, incluso de aquel modo tan falso, sería terrible. Mis amigos me llorarían y yo extrañaría aún más la vida que había perdido. Mi pobre madre: primero mi padre y ahora esto. Pero era la magia, la peculiaridad de Sombra, todas las cosas hermosas y aterradoras que había descubierto y experimentado y vivido allí, lo que más me dolería dejar atrás.

Una vez había deseado morir. Esto sería peor. Pero si lo hacía, sería libre.

Debí de permanecer en silencio demasiado tiempo. Lúmino se volvió hacia mí, con una mirada más compasiva de lo que jamás creyera posible. Lo entendía. Claro. A veces, vivir era una cosa muy dura.

—Está claro, acepto —dije al señor de los Arameri.

Asintió.

—Entonces, se hará así. Permanecerás aquí otro día. De ese modo tendremos tiempo de organizar las cosas. —Se volvió hacia la ventana, en un nuevo gesto de despedida.

Me quedé allí inmóvil, sin atreverme a creerlo. Era libre. Libre, como antes.

Lúmino se volvió para marcharse y luego me miró, irradiando fastidio por mi incapacidad para seguir su paso. Como otras veces.

Sólo que había luchado por mí. Y había ganado.

Corrí tras él y me agarré a su brazo. Y si le molestó que pegara mi cara a su hombro mientras volvíamos a mi cuarto, no protestó.