Grabado sobre metal
T'vril Arameri era un hombre muy ocupado. Mientras caminábamos por el largo pasillo en dirección a las imponentes puertas que conducían a su sala de audiencias, éstas se abrieron varias veces para dejar entrar o salir a apresurados sirvientes o cortesanos. La mayoría de ellos llevaban pergaminos, a veces varios a la vez. Algunos de ellos portaban unas cosas largas y afiladas que supuse que eran espadas o lanzas. Un número aún mayor vestía con gran elegancia y exhibía en la frente la marca de los Arameri. Nadie se paraba en el pasillo para conversar, aunque algunos de ellos iban hablando mientras caminaban. Oí la lengua senmita, aderezada por acentos exóticos: narshes, min, veln, mencheyev y otros que no reconocí.
Un hombre ocupado, que valoraba a la gente útil. Algo que convenía recordar si esperaba obtener su ayuda.
Al llegar a las puertas, nos detuvimos mientras Hado anunciaba nuestra presencia a las dos mujeres que se encontraban allí. Deduje que eran oriundas del Alto Norte por el hecho de que eran más bajas que la media y tenían su característico cabello liso, que llevaban recortado a la longitud justa para que yo pudiera percibir cómo se balanceaba. A primera vista no parecían guardias —no llevaban ningún arma que yo pudiera ver, aunque podían tener escondida alguna de pequeño tamaño, o pegada al cuerpo—, pero había algo en la posición de sus hombros que revelaba su cometido. No eran Arameri, ni siquiera amn. ¿Estaban allí, entonces, para proteger al señor de su propia familia? ¿O su presencia respondía a otra razón?
Una de las mujeres entró para anunciarnos. Un momento después, salió otro grupito de gente y pasó en fila a nuestro lado. Me miraron sin disimular su interés. También miraron a Hado, me fijé, sobre todo los dos purasangres que salieron juntos e inmediatamente se pusieron a cuchichear. Miré de soslayo a Hado, que ni siquiera parecía haberles visto. Me habría gustado tocarle la cara, porque transmitía todo él un aire de satisfacción que yo no sabía muy bien cómo interpretar.
La mujer salió de la sala y, sin decir palabra, nos abrió la puerta para que entráramos. Seguí a Hado al interior.
La cámara de audiencias era grande y de paredes altas. Dos enormes ventanales, cada uno de ellos de varios pasos de ancho y dos veces más altos que Lúmino, dominaban las paredes a ambos lados de la puerta. Al caminar, el eco de nuestros pasos resonaba en las paredes, a gran altura. Estaba demasiado nerviosa para mirar hacia allí. El único mueble que contenía la habitación, una gran silla maciza como un bloque, descansaba en el punto más alejado de la puerta, sobre una plataforma escalonada. Y aunque no podía ver a la persona que la ocupaba, sí que oía que estaba escribiendo sobre un papel. El raspar de la pluma resultaba casi estrepitoso en el silencio de la sala.
También pude ver su sello de sangre, una marca más extraña que ninguna otra que jamás hubiera visto: una media luna vuelta hacia abajo y escoltada a ambos lados por sendos galones.
Esperamos en silencio a que terminara lo que estaba haciendo. Cuando dejó su pluma a un lado, Hado hincó una rodilla con la cabeza gacha. Sin perder un instante, lo imité.
Al cabo de un instante, el señor T'vril dijo:
—A los dos os alegrará saber, supongo, que la Casa del Amanecer ya no existe. Su amenaza ha sido conjurada.
Parpadeé por la sorpresa. La voz del señor de los Arameri era suave, baja y casi musical, aunque sus palabras fueran todo lo contrario. Tenía muchas ganas de preguntar qué quería decir «conjurada», pero sospechaba que hacerlo sería una estupidez.
—¿Y Serymn? —preguntó Hado—. Si se me permite la pregunta…
—La están trayendo aquí. Aún no han capturado a su marido, pero los escribas dicen que es sólo cuestión de tiempo. A fin de cuentas, no somos los únicos que lo estamos buscando.
Sus palabras me intrigaron por un momento, pero entonces comprendí: por supuesto, habría informado a los hijos de los dioses. Me aclaré la garganta, sin saber cómo plantear una pregunta sin ofender al más poderoso de los hombres.
—Puedes hablar, Eru Shoth.
Titubeé un instante al comprender que se trataba de otra pista en la que no me había fijado: Hado utilizaba las formas de cortesía maroneh. Era la clase de cosas que se hacen cuando uno trata con gente de tierras extranjeras para ser diplomático. Un hábito Arameri.
Aspiré hondo.
—¿Y los hijos de los dioses que estaban prisioneros de los Luces Nuevas, señor Arameri? ¿Los han rescatado?
—Hemos encontrado varios cuerpos, tanto en la ciudad, donde los arrojaron los Luces, como en la casa. Los otros hijos de los dioses se están ocupando de los restos.
Cuerpos. Sin darme cuenta, me lo quedé mirando con la boca abierta. ¿Había más de cuatro cuerpos? Dateh había estado ocupado.
—¿Quiénes son? —Oí en mi mente la respuesta a mi pregunta: Paitya. Kitr. Basur. Lil.
Madding.
—Aún no me han informado de los nombres. Aunque sí sé que el llamado Madding era uno de ellos. Creo que era importante para ti. Lo lamento mucho.
Bajé los ojos y musité algo.
Entonces, T'vril Arameri cruzó las piernas y entrelazó los dedos, o al menos eso deduje por sus movimientos.
—Pero eso me deja un dilema, Eru Shoth: qué hacer contigo. Por un lado, has prestado un gran servicio al mundo al descubrir los planes de los Luces Nuevas. Por otro, eres un arma y no hay mayor estupidez que dejar un arma donde cualquiera puede recogerla y utilizarla.
Volví a bajar la cabeza, más incluso que antes, hasta que mi frente estuvo pegada al suelo frío y resplandeciente. Había oído que así era como se hacía penitencia ante los nobles y si yo me sentía algo en aquel momento, era una penitente. «Cuerpos». ¿Cuántos de aquellos hijos de los dioses muertos y profanados habían sido asesinados por mi sangre y no por la de Dateh?
—Claro que —dijo el señor de los Arameri— mi familia conoce desde hace mucho tiempo el valor de las armas peligrosas.
Pegada al suelo, mi frente se arrugó por la confusión.
«¿Qué…?».
—Los dioses saben ahora que los demonios aún existen —dijo Hado en medio de mi sorpresa. Su tono era de cautelosa neutralidad—. Esto no es algo que les podáis ocultar.
—Y les vamos a entregar un demonio —dijo el señor de los Arameri—. El responsable de asesinar a sus familiares. Eso los dejará satisfechos… y te dejará a ti, Eru Shoth, para nosotros.
Me incorporé lentamente, temblorosa.
—No… no entiendo. —Pero sí que lo entendía. Dioses… Sí que lo entendía.
El señor de los Arameri se levantó, una mera silueta contra el pálido brillo de la sala. Mientras bajaba los peldaños de la plataforma, vi que era un hombre esbelto, muy alto a la manera de los amn, ataviado con un pesado manto. Tanto éste como su cabello largo suelto y rizado, recogido en una coleta, lo seguían como un rastro sobre los peldaños mientras se me acercaba.
—Si el pasado nos ha enseñado alguna lección, es que los mortales estamos al final de una corta e implacable jerarquía —dijo, todavía con aquella voz cálida y casi amable—. Por encima de nosotros están los hijos de los dioses y por encima de ellos, los dioses… y no les gustamos, Eru Shoth.
—Con razón —subrayó Hado, arrastrando las palabras.
El señor de los Arameri lo miró de reojo sin, para mi sorpresa, ofenderse de manera visible por sus palabras.
—Con razón. Pero aun así, seríamos unos estúpidos si no buscáramos algún medio para protegernos. —Hizo un gesto, dirigido, creo, a las ventanas y el sol ennegrecido que había tras ellas—. El arte de los escribas nació de ese propósito, hace mucho tiempo entre nuestros antepasados, aunque hasta ahora no le haya servido de mucho a la humanidad frente a los dioses. Tú, en cambio, has sido mucho más efectiva.
—Queréis usarme igual que los Luces —dije, y al hacerlo se me quebró la voz—. Queréis que mate a los dioses para vosotros.
—Únicamente si ellos nos obligan —dijo el Arameri. Y entonces, en un gesto que me dejó aún más anonadada, se arrodilló delante de mí—. No sería esclavitud —dijo, y su voz era delicada. Amable—. Esa época de nuestra historia ha pasado. Te pagaremos, como a cualquiera de los soldados y escribas que luchan para nosotros. Te brindaremos un techo y protección. Lo único que te pedimos es que nos des un poco de tu sangre… y que permitas que los escribas te inscriban una marca en el cuerpo. No te mentiré sobre el propósito de esa marca, Eru Shoth, es una correa. Por medio de ella sabremos si se ha vertido tu sangre en cantidad suficiente para representar un peligro. Sabremos dónde estarás en el caso de que vuelvan a secuestrarte. O si intentas huir… y también podremos usarla para quitarte la vida si es necesario. Rápidamente, sin dolor y de manera irrevocable, desde cualquier distancia. Tu cuerpo se convertirá en cenizas para que nadie más pueda utilizar tus… propiedades únicas. —Suspiró—. No será esclavitud, pero tampoco serás totalmente libre. La decisión es tuya.
Estaba muy cansada. Muy cansada de todo aquello.
—¿Decisión? —pregunté. Mi voz me sonó apagada a mí misma—. ¿Vivir con una correa o morir? ¿Ésa es la elección que me proponéis?
—Demuestro generosidad al ofrecértela, Eru Shoth. —Estiró un brazo y me puso una mano en el hombro. Creo que pretendía ser tranquilizador—. Podría imponerte fácilmente mi voluntad.
«Como los Luces Nuevas», pensé en decir, pero no era necesario. Él sabía perfectamente que el trato que me había ofrecido era un engaño. Los Arameri conseguirían lo que querían de cualquier modo. Si elegía la muerte, extraerían toda la sangre de mi cuerpo y la almacenarían para poder usarla en el futuro. Y si vivía… Estuve a punto de reírme al comprender una cosa. Querrían que tuviese hijos, ¿no? Puede que los Shoth se convirtieran en una sombra de los Arameri: privilegiados, protegidos, con nuestra especial condición grabada de manera permanente en nuestros cuerpos. Nunca volveríamos a tener una vida normal.
Abrí la boca para decirle que no, que no aceptaba la vida que me ofrecía. Entonces me acordé: ya le había prometido mi vida a otro.
Eso sería mejor, decidí. Al menos con Lúmino moriría según mis propios términos.
—Querría… algún tiempo para pensarlo —me oí decir desde muy lejos.
—Claro —dijo el señor de los Arameri. Se levantó y me soltó—. Puedes quedarte aquí otro día, como invitada nuestra. Mañana por la tarde espero tu respuesta.
Un día era más que suficiente.
—Gracias —dije. El eco de mis palabras resonó en mis oídos. Tenía el corazón encogido.
Se dio la vuelta en un gesto que significaba claramente que nos despedía. Hado se levantó, me indicó con un ademán que hiciera lo propio e, igual que habíamos entrado, salimos en silencio.
—Quiero ver a Lúmino —dije al volver a mi cuarto. Otra celda, aunque más bonita que la última. No creía que las ventanas del Cielo se rompieran tan fácilmente. Pero no pasaba nada. No tendría que intentarlo.
Hado, que se había acercado a la ventana, asintió.
—Veré si puedo encontrarlo.
—¿Qué pasa, es que no lo tenéis encerrado?
—No. Es el dueño y señor del Cielo, por decreto del señor Arameri. Ha sido así desde que se transformó en mortal aquí mismo, hace diez años.
Yo estaba sentada a la mesa del cuarto. Había una comida ante mí, pero no la había tocado.
—¿Se convirtió en mortal… aquí?
—Oh, sí. Todo sucedió aquí… El nacimiento de la Dama Gris, la liberación del Señor de la Noche y la derrota de Itempas, en una sola mañana.
«Y la muerte de mi padre», añadió mi mente.
—Luego la Dama y el Señor de la Noche lo dejaron aquí. —Se encogió de hombros—. Y entonces fue cuando T'vril le ofreció su cortesía. Creo que algunos de los Arameri esperaban que tomara las riendas de la familia y la llevara a una nueva época de esplendor. Pero él no hizo ni dijo nada. Simplemente permaneció sentado en una habitación durante seis meses. Murió de sed una o dos veces, según he oído, antes de comprender que ya no le quedaba alternativa, por lo que a la comida y la bebida se refiere. —Suspiró—. Entonces, un día, se levantó y se marchó sin más, sin advertir a nadie y sin despedirse. T'vril ordenó que lo buscaran, pero nadie logró encontrarlo.
Porque se había ido a Pueblo Antepasado, comprendí. A los Arameri nunca se les habría ocurrido buscar a su dios allí.
—¿Cómo sabes todo eso? —Fruncí el ceño—. No llevas una marca Arameri.
—Aún no. —Se volvió hacia mí y me dio la impresión de que sonreía—. Pero pronto la llevaré. Ése fue el trato que hice con T'vril: si demostraba mi valía, la familia me adoptaría como purasangre. Y creo que eliminar una amenaza para los dioses debería bastar como prueba.
—Adoptarte… —Ni siquiera sabía que tal cosa fuese posible—. Pero… bueno… no parece que esta gente te guste mucho.
Se rió por lo bajo y, una vez más, me asaltó una extraña sensación sobre él, la de que poseía una sabiduría mayor de la que le correspondía por su edad. Era algo oscuro y muy extraño.
—Érase una vez —dijo— un dios encerrado en este palacio. Era un dios terrible, hermoso y colérico, y de noche, cuando merodeaba por estos pasillos blancos, todo el mundo lo temía. Pero de noche el dios dormía. Y el cuerpo, la carne mortal que era la cadena de su cautiverio, tenía vida propia.
Inhalé al comprender, aunque no terminaba de creerlo. Se refería al Señor de la Noche, claro… pero ¿el cuerpo en el que dormía durante el día era…?
Cerca de la ventana, Hado cruzó los brazos. Lo vi con facilidad, a pesar de la oscuridad de la ventana, porque su cuerpo era aún más oscuro.
—Como vida no valía gran cosa, no creas —dijo—. La gente que temía al dios no temía al hombre. Pronto descubrieron que podían hacerle cosas que el dios no habría tolerado. Así que el hombre la vivía a saltos, nacido cada amanecer, muerto cada puesta de sol. Y detestaba cada minuto de ella. Durante dos mil años.
Me miró de nuevo. Le devolví la mirada, boquiabierta.
—Hasta que de repente, un día, el hombre quedó libre. Abrió los brazos—. Se pasó la primera noche de su existencia mirando las estrellas y sollozando. Pero a la mañana siguiente se dio cuenta de algo. Aunque por fin podía morir, como llevaba siglos deseando, ya no quería. Al fin se le había concedido una vida, una vida propia. Sueños propios. Habría sido… un error… desperdiciar todo eso.
Me pasé la lengua por los labios y tragué saliva.
—Lo… lo… —Me detuve. Había estado a punto de decir «lo entiendo», pero no era verdad. Ningún mortal, y seguramente ningún dios, podía entender la vida de Hado. «Hijos de Nahadoth», había llamado Lúmino a Lil y Dateh. Allí estaba otro de los hijos de Nahadoth, más extraño aún que el resto.
—Me doy cuenta —dije—. Pero… —Hice un gesto dirigido a las paredes del Cielo— ¿esto es una vida? ¿No sería mejor algo más normal…?
—Me he pasado toda la vida al servicio del poder. Y he sufrido por ello… Más de lo que puedes imaginar. Ahora soy libre. ¿Debería irme al campo, construir una casa y cultivar verduras? ¿Encontrar una mujer a la que pueda soportar y criar una camada de niños? ¿Convertirme en un plebeyo como tú, pobre e impotente? —Fruncí el ceño sin poder evitarlo. Él volvió a reírse por lo bajo—. El poder es lo único que conozco. Seré un buen cabeza de familia, ¿no crees? Cuando sea purasangre.
Parecía sincero y eso era lo más terrorífico.
—Creo que el señor Arameri sería un necio si te deja acercarte a él —dije lentamente.
Hado sacudió la cabeza, divertido.
—Iré a buscar al señor Itempas.
Qué chocante resultaba oír que llamaban así a Lúmino. Asentí con gesto ausente mientras Hado se dirigía hacia la puerta. Entonces, cuando estaba junto a ella, se me ocurrió una idea.
—¿Qué harías tú? —pregunté—. Si estuvieras en mi lugar, ¿qué elegirías? ¿Una vida con cadenas o la muerte?
—Yo habría dado gracias por tener la posibilidad de elegir.
—Eso no es una respuesta.
—Por supuesto que sí. Pero si quieres saberlo, habría escogido la vida. Siempre que existiera una opción, habría escogido la vida.
Fruncí el ceño mientras lo meditaba. Hado vaciló un instante y luego volvió a hablar.
—Has pasado mucho tiempo entre los dioses, Eru Shoth. ¿No te has dado cuenta? Ellos viven para siempre, pero muchos son aún más solitarios y desgraciados que nosotros. ¿Por qué crees que pierden el tiempo con nosotros? Porque les enseñamos el valor de la vida. Así que yo viviría, aunque sólo fuese para fastidiarlos. —Soltó una carcajada sin alegría antes de suspirar y ofrecerme una reverencia irónica—. Buenas tardes.
—Buenas tardes —dije. Y después de que se marchara, estuve sentada durante largo rato, pensando.
Comí algo, más por costumbre que por necesidad, y finalmente eché una cabezada. Al despertar, Lúmino estaba allí.
Oí su respiración al incorporarme, ojerosa y entumecida. A pesar de todo lo que había pasado, me había quedado dormida sobre la mesa, entre los restos de la comida, con la cabeza apoyada en el brazo sano. Al levantarla, me golpeé contra la mesa con el cabestrillo, pero eso no me provocó más que una pequeña punzada de dolor. El sello casi había terminado su trabajo.
—Hola —dije—. Gracias por dejarme dormir. —No respondió nada, cosa que no me sorprendió—. ¿Qué te ha pasado?
Se encogió de hombros. Estaba sentado frente a mí, lo bastante cerca para que pudiera oír sus movimientos.
—Me han hecho algunas preguntas en el Salón Blanco. Luego hemos venido aquí.
«Obviamente». No lo dije, porque con él había que aceptar cosas así.
—¿Y dónde fuiste después de que te trajeran aquí?
En mi fuero interno aposté a que iba a decir «a ningún sitio».
—A ningún sitio importante.
Sonreí sin poder evitarlo. Fue agradable, porque hacía mucho tiempo que no sentía el deseo de hacerlo. Aquello me recordó a días ya pasados, a una vida ya desaparecida, cuando mis únicas preocupaciones eran poner comida en mi mesa e impedir que Lúmino se desangrara sobre mi alfombra. Sentí por él algo parecido al afecto por recordarme aquellos tiempos.
—¿Hay algo que te importe? —pregunté sin dejar de sonreír—. ¿Alguna cosa?
—No —respondió. Su voz era monocorde, carente de toda emoción. Fría. Empezaba a comprender lo que le pasaba a un ser como él, que había sido la encarnación del calor y la luz.
—Embustero —dije.
No respondió. Recogí el cuchillo de postre que me habían dado para comer. Me agradaba la textura ligeramente tosca de la empuñadura de madera. Me habría esperado algo más elegante en el Cielo, porcelana, quizá o plata. Nada tan común y práctico como la madera. Puede que fuese una madera noble.
—Te preocupan tus hijos —dije—. Te daba miedo que Dateh le hiciera daño a tu antiguo amante, el Señor de la Noche, así que parece que él también te preocupa. Hasta podría llegar a gustarte la nueva Dama, si le dieras la ocasión. Y si ella estuviera dispuesta a darte una oportunidad.
Más silencio.
—Creo que te importan muchas más cosas de las que te gustarían. Creo que aún tienes una vida por vivir.
—¿Qué quieres de mí, Oree? —preguntó. Parecía… Frío no, ya no. Sólo cansado. Volví a oír las palabras de Hado: «Son aún más miserables que nosotros». En el caso de Lúmino, podía creerlo.
Al oír su pregunta, sacudí la cabeza y me eché a reír un poco.
—No lo sé. Siempre espero que me lo digas tú. A fin de cuentas, eres el dios. Si te rezara pidiéndote consejo y decidieras responderme, ¿qué me dirías?
—No te respondería.
—¿Porque no te importa? ¿O porque no sabrías qué decir?
Más silencio.
Dejé el cuchillo, me levanté y rodeé la mesa. Al encontrarlo, le toqué la cara, el pelo y las líneas del cuello. Él permaneció sentado sin hacer nada, esperando, pero yo sentí la tensión que lo dominaba. ¿Lo atormentaba la idea de matarme? Deseché el pensamiento, tomándolo por una muestra de vanidad.
—Cuéntame qué pasó —dije—. ¿Qué te hizo así? Quiero entenderlo, Lúmino. Mira, Madding te amaba… —Sentí una inesperada tensión en la garganta. Tuve que apartar la mirada y aspirar hondo antes de continuar—. Él no se habría rendido en tu caso. Creo que quería ayudarte. Sólo que no sabía cómo empezar. —Silencio. Le acaricié la mejilla—. No tienes que contármelo. No voy a romper mi promesa. Me ayudaste a escapar y ahora puedes eliminar a otro demonio. Pero eso al menos me lo merezco, ¿no? Un poco de la verdad.
No dijo nada. Bajo mis dedos, su rostro seguía inmóvil como el mármol. Y estaba mirando hacia delante, a través de mí, más allá de mí. Esperé, pero no dijo nada.
Exhalé un suspiro y luego alargué el brazo hacia un cuenco de sopa vacío. No era muy grande, pero había también un vaso, que contenía el mejor vino que jamás había probado. Estaba un poco achispada por su culpa, aunque la mayor parte del efecto se me había pasado mientras dormía. Dejé el cuenco y el vaso delante de mí y, cuidadosamente, saqué el brazo del cabestrillo. Ya podía usarlo, aunque aún me dolían los músculos del antebrazo. Se habían curado, pero el recuerdo del dolor aún estaba fresco.
—Espera a que esté inconsciente para hacerlo —dije. No sé si me estaba prestando atención—. Luego echa la sangre por el lavabo. Si puedes, no les dejes nada.
El mismo silencio obstinado. Ya ni siquiera me hacía enfadar. Estaba acostumbrada.
Suspiré y levanté el cuchillo para hacerme el primer corte en la muñeca.
Entonces, el vaso se hizo añicos contra el suelo, una mano me asió la muñeca con fuerza y, de repente, me encontré al otro lado de la habitación, contra la pared, inmovilizada por el peso del cuerpo tenso como un alambre de Lúmino.
Me apretaba contra la pared con la respiración entrecortada. Traté de arrancarle mi muñeca de la mano, pero emitió un tenso siseo de negación y me sacudió el brazo hasta conseguir que me quedara quieta. Así que esperé. Me había rozado toda la muñeca, pero nada más. Una gola de mi sangre se fue concentrando en su mano y luego cayó al suelo.
Se inclinó. Lento, lento, como un árbol viejo y alto en el viento, luchando por cada centímetro. Y sólo cuando terminó de inclinarse del todo se detuvo, con el rostro pegado a mi mejilla, su aliento áspero y cálido en mi oído. Debía ser una postura incómoda para él. Pero permaneció así, torturándose, atrapándome, y sólo de este modo fue capaz de hablar al fin. Con un susurro que duró hasta el final.
—Ya no me querían. Él había nacido primero y luego llegué yo. Nunca estuve solo, gracias a él. Entonces, llegó ella y no me importó. No me importó, sólo quería que ella entendiera que él también era mío. No fue por tener que compartirlo, ¿entiendes? Me gustó tenerla con nosotros, y luego a los niños, montones de ellos, todos perfectos y extraños. Fui feliz entonces, feliz. Ella estaba con nosotros y nosotros la queríamos, pero yo había sido el primero en su corazón. Lo sabía. Ella lo respetaba. No fue el tener que compartirlo lo que me molestó.
»Pero ellos cambiaban, cambiaban, siempre cambiaban. Sabía que existía la posibilidad pero, después de tanto tiempo, no quería creerlo. Él había estado solo durante eternidades antes de mí. Yo no lo entendía. Incluso cuando éramos enemigos, él pensaba en mí. ¿Cómo iba a saberlo? En todo el tiempo de mi existencia no se me ocurrió, ¡ni una sola vez! Incluso cuando estaba apartado de ellos, sabía de su existencia, sentía que eran conscientes de mí. Pero entonces… pero entonces…
En ese momento apretó el cuerpo contra mí. Su mano libre, la que no estaba sujetándome por la muñeca, se cerró sobre la tela de la parte baja de mi espalda. No fue un abrazo, de eso estoy segura. No me pareció un gesto de consuelo. Fue más bien como cuando me sujetó al salir del Vacío. O como yo me agarraba al bastón cuando me encontraba perdida en algún lugar que no conocía, sin nadie que pudiera ayudarme si tropezaba. Sí, muy parecido a eso.
—No creía que fuese posible. ¿Fue una traición? ¿Lo habría ofendido de algún modo? No pensaba que pudieran olvidarme tan completamente.
»Pero lo hicieron.
»Me olvidaron.
»Estaban juntos, ella y él, pero ya no podía sentirlos. Sólo pensaban el uno en el otro. Yo ya no formaba parte de ello.
»Me dejaron solo.
Siempre he entendido mejor los cuerpos que las voces, las caras o las palabras. Así que cuando Lúmino me contó entre susurros un relato de horror, de un momento de soledad tras una eternidad de camaradería, no fueron sus palabras las que me transmitieron la devastación que se había abatido sobre su alma. Su cuerpo estaba pegado al mío con la intimidad de un amante. No hacían falta palabras.
—Huí al reino mortal. Era preferible la compañía de los mortales a nada. Fui a una aldea, conocí a una chica mortal. Mejor cualquier amor que ninguno. Se me ofreció y la tomé. La necesitaba. Nunca había sentido tal necesidad. Y luego me quedé con ella. El amor mortal era más seguro. Nació un niño y no lo maté. Sabía que era un demonio, una criatura prohibida, yo mismo había escrito la ley, pero también lo necesitaba. Era… Había olvidado lo hermosos que podían ser. La mortal me susurraba cosas en la noche, cuando estaba más débil. Mis hermanos eran malvados, crueles y odiosos por haberme olvidado. Volverían a traicionarme si regresaba con ellos. Sólo ella podía amarme de verdad. Sólo la necesitaba a ella. Necesitaba creerla, ¿entiendes? Necesitaba algo seguro. Vivía temiendo su muerte. Y entonces, ellos fueron a buscarme y me encontraron. Se disculparon. ¡Se disculparon! Como si fuese una minucia.
Se rió en aquel momento, una vez. Casi fue un sollozo.
—Y me llevaron a casa. Pero yo lo sabía: ya no podía fiarme de ellos. Había aprendido lo que significa estar solo. Es lo opuesto a todo lo que soy, es el vacío, es la… nada. Había librado diez mil batallas antes del comienzo del tiempo, había quemado mi alma para dar forma a este universo, pero nunca había experimentado una agonía semejante.
»La mortal me lo advirtió. Me dijo que volverían a hacerlo. Que olvidarían que me amaban. Que se buscarían el uno al otro y que yo me quedaría solo, abandonado, para siempre.
»No lo harían.
»No lo harían.
»Entonces, la mortal asesinó a nuestro hijo.
Quedó en silencio un instante, con el cuerpo totalmente inmóvil.
—Cógela —me dijo y me ofreció la sangre. Y yo pensé… pensé… pensé… «Cuando sólo éramos dos, nunca estaba solo».
Su silencio final anunció el fin de la historia.
Lentamente, me dejó ir. Toda la tensión y la fuerza abandonaron su cuerpo, escurriéndose como el agua. Resbaló por el mío hasta terminar de rodillas, con la mejilla pegada a mi vientre. Había dejado de temblar.
He dedicado tiempo a estudiar la naturaleza de la luz. En parte es curiosidad y en parte meditación. Algún día espero entender por qué veo como veo. Los escribas también la han estudiado y en los libros que me leía Madding se decía que la luz más brillante, la luz más verdadera, es una combinación de los otros tipos de luz. Roja, azul, amarilla, otros colores… Júntalos todos y el resultado es un blanco radiante.
Esto quiere decir, en cierto modo, que la luz depende de la presencia de otras luces. Si las quitas, el resultado es la oscuridad. Pero lo contrario no es cierto: si eliminas la oscuridad, el resultado es sólo más oscuridad. La oscuridad puede existir por sí sola. La luz no.
Y así, un solo momento de soledad había destruido a Itempas el Brillante. Puede que se hubiera recobrado con el tiempo. Hasta las piedras del río acaban adoptando nuevas formas. Pero en su momento de mayor debilidad, había sido manipulado y su alma ya lastimada había recibido un golpe devastador de mano de la mujer en cuyo amor siempre había confiado. Eso lo había enloquecido de tal modo que había asesinado a su hermana para no tener que experimentar nunca más el dolor de la traición.
—Lo siento —dijo. En voz muy baja y no a mí. Pero sus siguientes palabras fueron—: No sabes cuántas veces he pensado en utilizar tu sangre conmigo mismo.
Le rodeé los hombros con un brazo y me incliné para darle un beso en la frente.
—La verdad es que sí lo sé. —Y era así.
Así que me erguí, lo cogí de la mano y lo ayudé a levantarse. No ofreció resistencia y dejó que lo llevara a la cama, donde hice que se acostara. Una vez tumbados, me acurruqué a su lado y apoyé la cabeza sobre su pecho, como tantas veces había hecho con Madding. La sensación y los olores eran muy distintos —sal marina frente a especias secas, frío frente a calor, delicadeza frente a fiereza—, pero los latidos de su corazón eran idénticos. Continuos, lentos, tranquilizadores. ¿Podía un hijo heredar algo así de su padre? Al parecer sí.
Siempre podía esperar un día para morir, pensé.