DE LAS PROFUNDIDADES A LAS ALTURAS

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Acuarela

Todo se tiñó de gris durante un tiempo. Las sacudidas, la carrera y la borrosa cacofonía de sonidos resultaron demasiado para mis sentidos, ya abrumados. Desbaratado por completo mi sentido del equilibrio, apenas era consciente de mi dolor y mi confusión. Me sentía como si avanzara dando tumbos por el aire, desconectada de todo, sin control. Una voz casi inaudible parecía susurrarme al oído: «¿Por qué sigues viva cuando Madding ha muerto? ¿Por qué vives, si eres un recipiente de muerte? Eres una afrenta para todo lo sagrado. Deberías tumbarte y dejarte morir». Puede que fuese Lúmino el que hablaba, o mi propio sentido de culpa.

Tras lo que se me antojó un rato muy largo, recuperé el suficiente sentido para pensar.

Me incorporé, lentamente y con gran esfuerzo. El brazo, el sano, no obedeció mis órdenes al principio. Le dije que me empujara hacia arriba pero lo que hizo fue moverse sin control de un lado a otro, arañando la superficie que tenía debajo. Era dura, pero no piedra. Madera. Barata, fina. Di unas palmadas sobre su superficie y me di cuenta de que estaba por todo mi alrededor. Cuando por fin recobré el control de mi cuerpo, logré llevar a cabo una lenta y temblorosa exploración de mi entorno, y por fin entendí. Estaba en una especie de cajón de madera de gran tamaño, abierto por un lado. Algo pesado, basto y apestoso yacía sobre mí. ¿Una manta de caballo?

Lúmino debía de haberla robado para mí. Aun apestaba al sudor de su antiguo propietario, pero al menos estaba más caliente que el gélido aire del primer amanecer, así que me arrebujé en ella.

Unos pasos cercanos. Me encogí de temor hasta reconocer su peso y cadencia peculiares. Lúmino. Se metió en la caja conmigo y se sentó a poca distancia.

—Ten —dijo y sentí que algo metálico me tocaba los labios. Confusa, abrí la boca y estuve a punto de ahogarme en un torrente de agua. Por suerte, conseguí que no se perdiera mucha, porque estaba sedienta. Mientras Lúmino sujetaba el recipiente para mí, bebí con avidez hasta no dejar nada en él. Aún seguía sedienta, pero me sentía mejor.

—¿Dónde estamos? —pregunté. Lo hice en voz baja. El sitio en el que estábamos, fuera el que fuese, era muy silencioso. Se oía el plaf, plaf del rocío matutino, un sonido que había echado en falta en los días pasados en la Casa del Amanecer. Había gente a nuestro alrededor, pero se movían con cuidado, como si estuvieran tratando de no perturbar al rocío.

—Pueblo Antepasado —dijo, y yo parpadeé por la sorpresa, Había cruzado conmigo la ciudad desde el Vertedero de los Mendigos, desde Oesha a Esha. Pueblo Antepasado se encontraba al norte de Raíz Sur, cerca del túnel que pasaba por debajo de la muralla raíz. Los mendigos de la ciudad habían levantado allí una especie de campamento, según me habían dicho. Nunca lo había visitado. Muchos de quienes vivían allí sufrían enfermedades del cuerpo o de la mente y, aunque no estaban en cuarentena, porque eran inofensivos, eran demasiado feos, demasiado extraños o demasiado míseros para que los aceptaran en la ordenada sociedad del Brillo. Muchos de ellos eran cojos, mudos, sordos… ciegos. Durante mis primeros días en Sombra, había vivido embargada por el terror a acabar entre ellos.

No lo pregunté, pero Lúmino debió de ver la confusión de mi rostro.

—He vivido aquí algunas veces —dijo—. Antes de conocerte.

Ya lo había supuesto, pero aun así, no pude evitar un acceso de misericordia: había pasado de gobernar a los dioses a vivir en una caja entre leprosos y locos. Conocía sus crímenes, pero aun así…

En ese momento oí unos pasos que se aproximaban. Eran más livianos que los de Lúmino, varios pares de ellos… ¿Tres personas? Una de ellas sufría de una grave cojera y arrastraba su segundo pie como un peso muerto.

—Te echábamos de menos —dijo una voz anciana, ronca, de sexo indeterminado, aunque supuse que masculina—. Me alegra ver que estás bien. Hola, señorita.

—Eh,… Hola —respondí. Las primeras palabras no estaban dirigidas a mí.

Satisfecho, el supuesto hombre dirigió de nuevo su atención a Lúmino.

—Para ella. —Oí que dejaban algo sobre el suelo de madera de la caja. Olía a pan—. A ver si puede tragarlo.

—Gracias —dijo Lúmino. Me sorprendió oírle hablar.

—Demra ha ido a buscar a la vieja Sume —dijo otra voz, más joven y algo más aguda—. Es una doblahuesos… No es muy buena, pero a veces trabaja gratis. —La voz suspiró—. Ojalá Role siguiera viva.

—No es necesario —dijo Lúmino, porque, por supuesto, tenía la intención de matarme. Hasta yo me daba cuenta de que aquellas personas no podían hacer muchos favores. Más valía que no los desaprovecharan conmigo. Entonces, Lúmino me sorprendió aún más—. Pero os agradecería algo para aliviarle el dolor.

Una mujer se adelantó.

—Sí, hemos traído esto. —Dejaron otra cosa, algo de cristal. Me pareció oír el sonido de un líquido en movimiento—. No es gran cosa, pero ayudará.

—Gracias —dijo de nuevo Lúmino, en voz más baja—. Sois muy bondadosos.

—Y tú también —dijo la voz aguda, y luego la mujer murmuró algo sobre dejarme dormir y los tres se marcharon. Yo me quedé allí tendida, no exactamente aturdida. Estaba tan cansada que no podía ni asombrarme.

—Hay algo de comer —dijo Lúmino, y sentí que una cosa seca y dura me rozaba los labios. El pan, que había deshecho en pequeños trozos para que no tuviera que gastar fuerzas masticándolo. Era muy basto, no tenía sabor y hasta los pequeños trocitos en los que lo había desmigado hacían que me dolieran las mandíbulas al masticar. La Orden de Itempas cuidaba de todos los ciudadanos: nadie pasaba hambre en el Brillo. Pero eso no quería decir que todos comieran bien.

Mientras mantenía en la boca uno de los trozos, con la esperanza de que la saliva lo hiciera más fácil de tragar, pensé en lo que había oído. Tenía el aire de una costumbre ya vieja… o de un ritual, quizá. Después de tragar, dije:

—Parece que les gusta que estés aquí.

—Sí.

—¿Saben quién eres? ¿Lo que eres?

—Nunca se lo he dicho.

Pero aun así lo sabían, estaba segura. Había demasiada reverencia en su forma de acercarse y hacer sus pequeñas ofrendas. Y tampoco habían preguntado por el sol negro, como habría hecho un pagano. Simplemente, aceptaban que el Señor Brillante los protegería si podía… y si no podía, no tenía sentido pedirle que lo hiciera.

Tuve que aclararme la garganta para volver a hablar:

—¿Los protegías cuando estabas aquí?

—Sí.

—¿Y… hablabas con ellos?

—Al principio no.

Pero con el tiempo sí, como en mi caso. Por un instante, me invadieron unos irracionales celos. En mi caso, Lúmino había tardado tres meses en considerarme digna de sus palabras. ¿Cuánto habrían tardado aquellas almas extraviadas? Pero suspiré, aparté el absurdo pensamiento y rechacé el pan que Lúmino intentaba darme. No tenía apetito.

—Nunca te consideré bondadoso —dije—. Ni siquiera de niña, cuando nos hablaban de ti en el Salón Blanco. Los sacerdotes intentaban hacerte parecer gentil y afectuoso, como un viejo abuelo un poquito estricto. Nunca los creí. Parecías… tener buenas intenciones. Pero nunca bondadoso.

Oí que la cosa de cristal se movía y que un tapón salía con un leve plonc. La mano de Lúmino me sujetó por la nuca y me levantó la cabeza delicadamente. Sentí que el borde de un pequeño recipiente se pegaba a mis labios. Al abrir la boca, me entró fuego ácido en ella… o, al menos, algo que sabía como tal. Tosí, balbuceé y estuve a punto de ahogarme, pero la mayor parte del líquido atravesó mi garganta antes de que mi cuerpo tuviera tiempo de protestar en exceso.

—Dioses, no —dije al sentir que la botella volvía a tocar mis labios, y Lúmino la apartó.

Mientras permanecía allí tumbada, tratando de recobrar el control de mi lengua, Lúmino dijo:

—Las buenas intenciones carecen de sentido sin el deseo de llevarlas a la práctica.

—Mmm. —La quemazón estaba desapareciendo, cosa que lamentaba, porque por un momento me había permitido olvidarme del dolor de mi brazo y mi cabeza—. Tu problema es que parece que siempre intentas llevar tus intenciones a la práctica pisoteando las de todos los demás. Y eso tampoco tiene mucho sentido, ¿verdad? Hace tanto bien como mal.

—Existe una cosa llamada el bien mayor.

Estaba demasiado cansada para sofismas. En la Guerra de los Dioses no había habido bien mayor, sólo dolor y muerte.

—Bueno. Lo que tú digas.

Dormité durante un rato. La bebida hacía efecto rápidamente. No es que hiciera remitir el dolor, pero al menos consiguió que me importara menos. Cuando estaba a punto de quedarme dormida de nuevo, Lúmino habló.

—Me está sucediendo algo —dijo en voz queda.

—¿Mmm?

—No es mi naturaleza ser bondadoso. En eso tienes razón. Y nunca me han gustado los cambios.

Bostecé, lo que hizo que aumentara mi dolor de cabeza.

—El cambio existe —dije en medio del bostezo—. Tenemos que aceptarlo.

—No —replicó él—. No tenemos por qué. Yo nunca lo hice. Oree, yo soy la luz permanente que mantiene a raya la hirviente oscuridad. La roca inamovible que el río tiene que rodear. Puede que no te guste. Puede que no te guste yo. Pero sin mi influencia, este reino sería la anarquía, el caos. Un infierno más allá de la imaginación de los mortales.

La sorpresa ahuyentó el sueño y pregunté lo primero que me vino a la mente.

—¿Te preocupa no gustarme?

Oí que se encogía de hombros.

—Tienes una naturaleza contradictoria. Seguramente seas del linaje de Enefa.

Estuve a punto de reírme al oír el tono amargo de su voz, aunque aquello me habría provocado un fuerte dolor. Pero entonces, al comprender algo, volví a ponerme seria.

—Enefa y tú no fuisteis siempre enemigos.

—Nunca lo fuimos. También la amaba a ella. —Y pude notarlo, de pronto, en las suaves arrugas de su tono.

—Entonces —fruncí el ceño—, ¿por qué?

Tardó un buen rato en contestar.

—Fue una especie de locura —dijo al fin—, aunque en aquel momento no lo pensé así. Mis acciones me parecieron perfectamente racionales… hasta después.

Me removí un poco, incómoda tanto por mi brazo como por el tema de conversación.

—Eso es bastante normal —dije—. La gente pierde el control a veces. Pero después…

—Después no tenía alternativas. Enefa había muerto y yo creía que no se la podía revivir. Nahadoth me odiaba y habría aniquilado todos los reinos para vengarse. No me atrevía a liberarle. Así que decidí seguir hasta el final el camino que había emprendido. —Hizo una pausa—. Lamento… lamento lo que hice. Fue un error. Un error muy grande. Pero el arrepentimiento no sirve de nada.

Guardó silencio. Sabía que tendría que haberlo dejado en ese momento, con la reverberación de los ecos de su dolor aún en el aire, a mi alrededor. El era muy antiguo, insondable. Había muchas cosas en su interior que jamás podría entender. Pero alargué el brazo sano y encontré su rodilla.

—El arrepentimiento siempre sirve —dije—. No es suficiente, al menos por sí solo. También hace falta cambiar. Pero es un comienzo.

Exhaló un largo suspiro de cansancio.

—El cambio no está en mi naturaleza, Oree. El arrepentimiento es lo único que tengo.

Más silencio, durante más tiempo.

—Quiero un poco más de eso —dije al fin. Las palpitaciones de mi brazo estaban aumentando en intensidad. El efecto del licor se me había pasado—. Pero será mejor que coma algo antes.

Así que Lúmino volvió a alimentarme con el pan y el agua que los habitantes de Pueblo Antepasado habían traído como ofrenda. Esta vez tuve la prudencia de guardar un poco del líquido en la boca y usarla para ablandar el incomible pan.

—Por la mañana harán sopa —dijo—. Les diré que nos traigan un poco. Lo mejor es que no nos dejemos ver durante una temporada.

—Bien —suspiré—. ¿Y qué hacemos ahora? ¿Vivir aquí, entre los mendigos, hasta que los Luces Nuevas nos encuentren otra vez? Espero no morir de una infección antes de que los asesinos de Madding acaben ante la justicia. —Me froté el rostro con la mano sana. Lúmino me había dado otro trago del ardiente licor y ya estaba haciéndome sentir cálida y liviana como una pluma—. Dioses, espero que Lil se encuentre bien.

—Ambos son hijos de Nahadoth. Al final, será una mera cuestión de fuerza.

Sacudí la cabeza.

—Dateh no… —Entonces lo entendí—. Oh, eso explica muchas cosas. —Sentí que Lúmino me lanzaba una mirada penetrante. Bueno, ya era demasiado tarde para retirar lo dicho.

—Ella también es hija mía —dijo—. No la derrotará fácilmente.

Durante un momento, confundida, lo medité, preguntándome cómo habrían podido tener un hijo el Señor de la Noche y el Padre Brillante. ¿O acaso hablaba de manera figurada y contaba como propios a todos sus hijos, independientemente de su auténtica descendencia?

Permanecimos un rato en silencio, oyendo cómo caía el rocío. Lúmino se acabó el pan y luego se recostó contra la pared de la caja. Yo seguí donde estaba y me pregunté cuánto faltaría hasta el alba y si tenía sentido empeñarse en vivir lo suficiente para verla.

—Ya sé a quién podemos pedir ayuda —dije al fin—. No me atrevo a llamar a otro hijo de los dioses. No quiero ser responsable de más muertes de ellos. Pero creo que hay algunos mortales lo bastante poderosos como para enfrentarse a los Luces, si me ayudas.

—¿Qué quieres que haga?

—Llevarme al Parque de la Puerta. Al Paseo. —El último sitio en el que había sido feliz—. Donde encontraron a Role. ¿Te acuerdas?

—Sí. Pero suele haber Luces Nuevas por esa zona.

Sí. En aquella época del año, con el Árbol a punto de florecer, todos los grupos heréticos enviaban sus acólitos al Paseo, con la esperanza de convertir a algunos de los peregrinos de la Dama a su propia fe. Era más fácil empezar con gente que ya le había dado la espada a Itempas el Brillante.

—Ayúdame a llegar hasta allí sin que nos vean —dije—. Al Salón Blanco.

No dijo nada. Al instante, los ojos se me llenaron de lágrimas, inexplicablemente. La embriaguez. Las combatí.

Tengo que llegar hasta el final de esto, Lúmino. Tengo que asegurarme de que los Luces Nuevas son destruidos. Aún tienen mi sangre. Pueden hacer más flechas. Madding no es como Enefa. Él no volverá a la vida.

Aún lo veía en mi cabeza. «Siempre supe que eras especial», había dicho, y lo que de especial había en mí le había costado la vida. Su muerte tenía que ser la última.

Lúmino se levantó, salió de la caja y se alejó.

No pude evitarlo. Cedí a las lágrimas, porque no podía hacer otra cosa. No tenía fuerzas para llegar sola al Paseo, ni para eludir a los Luces durante mucho tiempo. Mi única esperanza era la Orden. Pero sin Lúmino…

Oí sus pesadas zancadas y, mientras me incorporaba y me secaba las lágrimas de la cara, contuve la respiración.

Algo pesado cayó delante de mí. Lo toqué, intrigada. Una capa. Apestaba a suciedad y a orina fermentada, pero al comprender lo que pretendía que hiciéramos, me quedé helada.

—Póntela —dijo—. Vámonos.

El Paseo.

El amanecer no había llegado aún, pero el Paseo distaba mucho de estar en silencio. Había grupos de gente en las calles y en las esquinas, murmurando, algunos llorando, y por primera vez, reparé en la tensión que impregnaba la ciudad, que debía de estar presente desde que el sol se había teñido de negro el día antes. La ciudad nunca estaba en silencio de noche, pero a juzgar por los sonidos que arrastraba el viento, muchos de sus habitantes no habían dormido. Un buen número de ellos debían haberse levantado para esperar el amanecer, acaso con la esperanza de ver un cambio en el aspecto del astro. No estaban por allí los vendedores habituales —y no había nadie en la Avenida de las Artes, aunque todavía era muy temprano para esto—, pero sí se oía a los peregrinos. Parecía que se habían congregado muchos más que de costumbre, de rodillas sobre los ladrillos, murmurando sus plegarias a la Dama Gris en su encarnación del amanecer. Con la esperanza de que los salvara.

Lúmino y yo caminábamos con discreción, pegados a los edificios en lugar de cruzar el Paseo. Esto habría sido más rápido —el Salón Blanco estaba justo enfrente de nosotros— pero también habríamos llamado más la atención, a pesar de la multitud. La mayoría de los habitantes de Pueblo Antepasado sabían que no era prudente entrar en las partes de la ciudad frecuentadas por los visitantes. Era el mejor modo de recibir las atenciones de los Guardianes de la Orden. Aquél iba a ser un día muy tenso y había entre ellos muchos jóvenes acalorados que no vacilarían en llevarnos a Lúmino y a mí a algún almacén vacío para darnos un escarmiento. Teníamos que llegar hasta el Salón Blanco, donde tendríamos más probabilidades de que se comportaran civilizadamente y nos dejaran pasar.

Me había librado de mi improvisado bastón, porque llamaba demasiado la atención. Además, apenas tenía fuerzas para sujetarlo. Una fiebre había consumido la escasa energía que había conseguido recuperar descansando en Pueblo Antepasado, lo que nos obligaba a detenernos con frecuencia. Caminaba detrás de Lúmino, pegada a él, agarrada a su capa para no perderlo cuando pasaba por encima de un obstáculo o rodeaba a los paseantes. Esto me obligaba a caminar encorvada y arrastrar un poco los pies, lo que reforzaba la verosimilitud de mi disfraz, aunque me había dado cuenta de que Lúmino no había hecho lo mismo y caminaba tan erguido y orgulloso como de costumbre. Con suerte, nadie se fijaría.

Tuvimos que detenernos un momento cuando apareció un grupo de gente encadenada que, armada con escobas, comenzó a limpiar los adoquines. La mayoría de ellos eran personas que habían contraído deudas y a las que sólo un paso separaba de Pueblo Antepasado. Seguían trabajando a pesar de la tensión reinante. Como es natural, la Orden de Itempas no alteraría las funciones cotidianas de la ciudad, ni siquiera bajo la sentencia de muerte de un dios.

Cuando desaparecieron, Lúmino reanudó su camino… y de repente se detuvo. Choqué con su espalda y me empujó con una mano al portal de un edificio. Por desgracia, me tocó el brazo herido al hacerlo. Logré contener las ganas de gritar, pero por muy poco.

—¿Qué sucede? —susurré una vez que logré recuperarme lo bastante como para hablar. Aún jadeaba. Eso me ayudaba a mantener a raya la temperatura de mi cuerpo.

—Más Guardianes de la Orden, de patrulla —dijo con voz tensa. El Paseo debía de estar a rebosar de ellos—. No nos han visto. No te muevas.

Lo obedecí. Esperamos allí tanto tiempo que Lúmino, como todos los días al amanecer, comenzó a brillar. Irracionalmente, pensé que aquello iba a atraer a los Luces, a pesar de que nadie había visto nunca el resplandor de su magia salvo yo. Aunque quizá eso operara a nuestro favor y atrajera a algún hijo de los dioses.

Retrocedí con un movimiento convulso, parpadeando y desorientada. Lúmino me ayudó a no caer sujetándome contra la puerta.

—¿Qué pasa? —pregunté. Mis pensamientos eran confusos.

—Te has desplomado.

Aspiré hondo y un escalofrío recorrió mi cuerpo sin que pudiera contenerlo.

—Sólo un poco más. Puedo conseguirlo.

—Sería mejor que…

—No —dije, tratando de hablar con voz firme—. Llévame a la escalera, nada más Desde allí puedo seguir a rastras si es necesario.

Era obvio que tenía sus dudas pero, como de costumbre, no dijo nada.

—No hace falta que vengas conmigo —dije una vez recuperada—. Te matarán.

Lúmino suspiró y me tomó la mano en mudo reproche. Reanudamos nuestro silencioso avance.

El hecho de que llegáramos a la escalinata del Salón Blanco sin contratiempos fue tan increíble que, sin pensarlo, elevé una plegaria de agradecimiento a Itempas. Lúmino se volvió y me miró un instante, antes de ayudarme a subir.

Mi primera llamada a la gruesa puerta de metal no recibió respuesta pero, claro, no había llamado muy fuerte. Al ver que trataba de levantar el brazo de nuevo y me balanceaba sobre los pies, Lúmino me tomó la mano y llamó él. Tres golpes atronadores, que parecieron resonar por el edificio entero. La puerta se abrió antes de que se hubieran esfumado los ecos del tercero.

—¿Qué demonios queréis? —preguntó un guardia con cara de fastidio. Al vernos, su fastidio aumentó—. La distribución de comida es a mediodía, como todos los días, en Pueblo —nos espetó—. Volved allí si no queréis que…

—Me llamo Oree Shoth —dije. Me quité la capucha para que pudiera ver que era maroneh—. Maté a tres Guardianes de la Orden. Me habéis estado buscando. Y a él. —Señalé a Lúmino con un gesto cansado—. Tenemos que hablar con el previt Rimarn Dih.

Nos separaron y a mí me llevaron a una pequeña habitación con una silla, una mesa y una copa de agua. Me bebí el agua, supliqué un poco más al silencioso guardia y, al ver que no respondía, apoyé la cabeza sobre la mesa y me quedé dormida. Estaba claro que no le habían dado instrucciones sobre eso, así que me dejó dormir algún tiempo. Luego me despertaron zarandeándome.

—Oree Shoth —dijo una voz familiar—. Qué sorpresa. Me han dicho que has pedido verme.

Rimarn. Nunca me había alegrado tanto de oír su fría entonación.

—Sí —dije. Tenía la voz ronca, seca. Sentía calor por todas partes y estaba tiritando. Probablemente tuviera un aspecto espantoso—. Hay una secta… No son herejes, sino itempanos. Se llaman los Luces Nuevas. Uno de sus miembros es un escriba. Dateh. —Traté de recordar el apellido de Dateh, pero no pude. ¿Había llegado a decírmelo? Tampoco importaba—. Ellos lo llaman el nypri. Es un demonio, un demonio de verdad, como en las historias. Se ha dedicado a capturar hijos de los dioses y asesinarlos. Fue él quien mató a Role… y a otros. —Se me agotaron las fuerzas. Tampoco tenía muchas al comenzar, razón por la que había hablado lo más deprisa posible. Mi cabeza cayó sobre la mesa, que parecía atraerla. Puede que me dejaran dormir un poco más.

—Una historia asombrosa —dijo Rimarn después de un momento de perplejidad—. Asombrosa realmente. Pareces… angustiada, aunque podría ser porque tu protector, el dios Madding, ha desaparecido. Esperábamos que apareciera su cuerpo, como los otros dos que encontramos, pero de momento nada.

Lo dijo para hacerme daño, para ver mi reacción, pero nada podía doler más que el hecho de la muerte de Madding. Suspiré.

—Ina, probablemente, y Oboro. He… oído que habían desaparecido. —Puede que el descubrimiento de sus cuerpos fuese lo que había desencadenado la dramática amenaza del Señor de la Noche.

—Tendrás que decirme dónde, puesto que esa información no la hemos hecho pública. —Oí el tamborileo de sus dedos sobre la mesa—. Supongo que has pasado unas semanas complicadas. Has estado escondida entre los mendigos, ¿no?

—No. Sí. Sólo hoy, quiero decir. —Levanté la cabeza y traté de orientarla hacia él. La gente me tomaba más en serio cuando parecía que los estaba mirando. Deseaba que me creyera con todas mis fuerzas—. Por favor. Me da igual que vayáis vosotros mismos a por ellos. Aunque creo que no deberíais. Dateh es poderoso y su esposa es una Arameri. Una purasangre. Probablemente tengan un ejército allí arriba. Los hijos de los dioses. Decídselo a ellos. A Nemmer.

—¿Nemmer? —Esto, por fin, pareció sorprenderlo. ¿Conocía a Nemmer o había oído hablar de ella? Tendría sentido. Los Guardianes de la Orden debían conocer a los distintos dioses que vivían en Sombra. Supuse que mantendrían especialmente vigilada a Nemmer, puesto que su naturaleza era un desafío para el plácido y cómodo orden del Brillo.

—Sí —dije—. Madding estaba… Los dos estaban trabajando juntos. Para tratar de encontrar a sus hermanos desaparecidos Estaba agotada—. Por favor, ¿puedo tomar un poco de agua?

Durante un momento creí que no iba a hacer nada. Entonces, para mi sorpresa, se levantó y se acercó a la puerta de la habitación. Lo oí hablar con alguien que había fuera. Al cabo de un momento volvió a la mesa y me puso en las manos la copa, llena. Alguien más había entrado con él y se mantuvo junto a la pared más lejana de la sala, pero yo no sabía quién era. Probablemente, otro Guardián de la Orden.

Derramé la mitad del agua al tratar de levantar la copa. Al cabo de un instante, Rimarn me la cogió de las manos y la llevó a mis labios. La apuré, lamí el borde y le dije:

—Gracias.

—¿Cómo te hiciste esas heridas?

—Saltamos desde el Árbol.

—Que saltasteis… —Quedó un momento en silencio y luego suspiró—. Quizá deberías empezar por el principio.

La tarea de seguir hablando se me hizo un mundo, y negué con la cabeza.

—Entonces, ¿por qué debería creerte?

Sentí ganas de echarme a reír, porque no tenía respuesta para eso. ¿Quería una prueba de que había saltado del Árbol y había sobrevivido? ¿De que los Luces no planeaban nada bueno? ¿Qué lo convencería, verme morir allí mismo?

—No hacen falta pruebas, previt Dih. —Una nueva voz. Al oírla, me sobresalté, porque la había reconocido. Oh, dioses, la había reconocido perfectamente—. Es suficiente con la fe —dijo Hado, maestro de iniciados de los Luces Nuevas. Sonrió—. ¿No es así, Eru Shoth?

—No. —Habría querido levantarme de un salto y echar a correr. Pero lo único que podía hacer era lloriquear y sentir desesperación—. No, ha faltado tan poco…

—Lo has hecho mejor de lo que imaginas —dijo mientras se me acercaba y me daba unas palmaditas en el hombro. Era el hombro del brazo herido, que se me había hinchado y estaba ardiendo—. Oh, no estás bien. Previt, ¿por qué no han pedido un doblahuesos para esta mujer?

—Me disponía a hacerlo, señor Hado —dijo Rimarn. Había cólera en su tono, por debajo del cuidadoso respeto de sus palabras. «¿Qué…?».

Hado resopló ligeramente y llevó el dorso de su mano a mi frente.

—¿Está preparado el otro? No creo que pueda someterlo a la fuerza.

—Si lo preferís, mis hombres pueden llevároslo luego. —Pude percibir en su tono la sonrisa glacial que había esbozado—. Nos aseguraremos de que esté convenientemente amansado.

—Gracias, pero no. Tengo órdenes y no me sobra el tiempo. —Una mano me cogió por el brazo sano e hizo que me levantara—. ¿Puedes andar, Oree?

—¿Adónde…? —Me costaba respirar. El miedo me carcomía, pero lo que más me confundía era la conversación. ¿Iba Rimarn a entregarme a los Luces? ¿Desde cuándo servía la Orden de Itempas a una secta? Nada de aquello tenía sentido—. ¿Adónde me llevas?

Ignoró mi pregunta y tiró de mí, así que no me quedó más remedio que seguirlo arrastrando los pies. Tenía que ir despacio porque, de lo contrario, no habría podido ir con él. Una vez fuera de la habitación, se nos unieron otros dos hombres, uno de los cuales me agarró por el brazo lastimado antes de que pudiera esquivarlo. Grité.

—Mírala, idiota —lo increpó Hado—. Ten más cuidado. —Con esto, el hombre me soltó, pero su compañero siguió atenazándome el brazo sano. Y de no haber sido así, creo que no habría podido mantenerme en pie.

—Yo la cojo —dijo Lúmino y parpadeé, al darme cuenta de que todo se había puesto gris de nuevo. Entonces, unos brazos fuertes me levantaron y volví a sentir la misma calidez que si hubiera estado sentada bajo los rayos del sol. Y aunque no tendría que haber sido así, me sentí a salvo, y volví a quedarme dormida.

El despertar, esta vez, fue muy diferente.

Para empezar, tardó mucho. Era muy consciente de esto mientras pasaba de la quietud del sueño a la alerta de la vigilia, sin que mi mente lo siguiera. Permanecí allí, sintiendo el silencio, la calidez y la comodidad, recordando lo que me había sucedido de un modo distante y desapegado, pero incapaz de moverme. No me parecía algo alarmante o que me incapacitara. Sólo extraño. Así que me dejé llevar, ya no cansada sino impotente, mientras mi carne insistía en tomarse su tiempo en despertar.

Al fin, sin embargo, logré inhalar profundamente. Esto me sobresaltó porque no me dolió. El dolor, que había estado acrecentándose en el costado donde creía haberme roto las costillas, había desaparecido. Esto resultaba tan sorprendente que volví a respirar hondo, moví un poco la pierna y finalmente abrí los ojos.

Podía ver.

La luz me rodeaba por todas partes. Las paredes, el techo… Volví la cabeza: el suelo también. Todo brillaba. Era un extraño material sólido, parecido a la piedra pulida o el mármol, pero brillante y blanco, con su propia magia interior.

Volví la cabeza. (Nueva sorpresa: tampoco este gesto me dolió). Un enorme ventanal, desde el suelo al muy alto techo, dominaba una de las paredes. No podía ver más allá de él, pero el cristal despedía un tenue resplandor. El mobiliario de la habitación —un tocador, dos sillas enormes y un altar en un rincón— no brillaba. Sólo podía verlo como una serie de contornos oscuros, perfilados por el blanco de las paredes y el suelo. Supuse que ni siquiera allí podía ser todo mágico. La cama en la que estaba tendida era oscura, una forma en negativo recortada contra el pálido suelo. Y en las paredes, subiendo y bajando en líneas curvas sin orden aparente, había largas manchas de un material más oscuro que no se parecía a nada que hubiese visto hasta entonces. Aquel material también brillaba, con un tenue tono verde que, de algún modo, me resultaba familiar. Magia de un tipo distinto.

—Estás despierta —dijo Hado desde una de las sillas. Di un respingo, porque no había visto la silueta de sus piernas contra el suelo.

Se levantó y se acercó, y al hacerlo, reparé en otra cosa extraña. Aunque los objetos no mágicos que había en la habitación aparecían como manchas oscuras en mi visión, a Hado le sucedía lo mismo, sólo que con mayor intensidad. Era una diferencia sutil, perceptible únicamente cuando se movía por delante de algo que tenía su misma tonalidad oscura.

Entonces, se inclinó sobre mí, alargó una mano hacia mi frente y me acordé de que era uno de los que habían matado a Madding. Aparté su mano de un manotazo.

Permaneció inmóvil un momento y luego se rió por lo bajo.

—Y veo que te sientes más fuerte. Está bien. Si te levantas y te vistes, tienes una cita con alguien muy importante. Y si te muestras educada y tienes suerte, puede incluso que responda a tus preguntas.

Me incorporé con el ceño fruncido y sólo entonces, tardíamente, me di cuenta de que tenía un peso en el brazo. Al examinarlo, descubrí que me habían sujetado y entablillado el antebrazo con dos largas barras de metal, que luego habían sujetado fuertemente con unas vendas. Aún me dolía, descubrí al tratar de doblarlo. Una fuerte molestia se propagó por mis músculos. Pero era infinitamente mejor que antes.

—¿Cuánto llevo aquí? —pregunté, a pesar de que temía la respuesta. Estaba limpia. Hasta la sangre seca que se me había metido debajo de las uñas había desaparecido. Alguien me había recogido el pelo en una pulcra coleta. No tenía vendas en las costillas ni en la cabeza. Esas heridas estaban totalmente curadas.

Algo así llevaba días. Semanas.

—Te trajeron aquí ayer —dijo Hado. Dejó algo de tela sobre mi regazo. Lo toqué y supe al instante que no eran prendas como las que me daban los Luces. El material que tenía bajo los dedos era mucho más fino y suave—. La mayoría de tus lesiones no han supuesto problema alguno, pero el brazo requerirá unos cuántos días más. Ten cuidado con la escritura.

—¿La escritura? —Pero en ese momento, al levantar la manga del camisón que llevaba, lo vi. Remetido entre las vendas, había un pequeño cuadrado de papel, en el que se podían ver tres signos entrelazados. Los caracteres brillaban contra mi silueta obrando su magia, fuera la que fuese, con su mera existencia.

Los doblahuesos usaban a veces algún que otro símbolo, por lo general los más conocidos o los de trazo más sencillo, pero nunca palabras enteras. Algo tan complejo e intrincado tenía que ser obra de un escriba y ese tipo de escrituras costaban una fortuna.

—¿Qué pasa aquí, Hado? —Volví la cabeza para seguirlo mientras se acercaba a una ventana. Ahora que sabía que tenía que buscar una oscuridad característica, era fácil de localizar—. Esto no es la Casa del Amanecer. ¿Qué sucede? Y tú… ¿quién diablos eres tú?

—Creo que el término más corriente es «espía», Orce.

Eso no era lo que yo había querido preguntarle, pero me distrajo.

—¿Un espía? ¿Tú?

Profirió una suave carcajada, desprovista de humor.

—El secreto para ser un espía eficaz, Oree, es creer en el papel que interpretas y no abandonar nunca tu personaje. —Se encogió de hombros—. Entiendo que no me tengas simpatía por ello, pero hice todo lo que pude por manteneros a ti y a tus amigos con vida.

Mis manos se tensaron sobre las sábanas al pensar en Madding. Pues no hiciste un trabajo muy bueno.

—Hice un trabajo excelente, considerándolo todo, pero puedes culparme por la muerte de tu amante si así te sientes mejor. Su tono revelaba que le daba igual que lo hiciera o no—. Cuando tengas tiempo para pensar un poco sobre ello, te darás cuenta de que Dateh lo habría matado de todos modos.

Nada de aquello tenía sentido. Aparté la colcha y traté de levantarme. Aún estaba débil. No había magia que pudiera arreciar eso. Pero tenía más fuerzas que antes, un claro indicio de recuperación. Tardé dos intentos en conseguirlo, pero cuando me levanté, no me balanceé. Me cambié el camisón por la ropa que me había traído sin perder un instante. Una blusa y una falda elegantemente larga, mucho más parecida a mi propio estilo que la ropa informe que usaban los Luces. Me estaban perfectamente, incluidos los zapatos. También había un cabestrillo para mi brazo, que me alivió mucho el persistente dolor una vez que conseguí averiguar cómo ponérmelo.

—¿Lista? —preguntó, y me cogió el brazo antes de que tuviera ocasión de responder—. Vamos, pues.

Salimos de la habitación y caminamos por largos pasillos curvos que yo podía ver en su totalidad. Las elegantes paredes, el techo redondeado, el suelo pulido como un espejo… Mientras subíamos por una escalera de peldaños anchos y bajos, frené el paso y traté de acostumbrarme, por el procedimiento de prueba y error, a determinar las alturas usando mis ojos en lugar del bastón. Una vez que conseguí dominar la técnica, descubrí que no necesitaba la mano de Hado sobre mi brazo para guiarme. Y al final me solté y disfruté de la novedosa experiencia de moverme sin la ayuda de nadie. Durante toda mi vida había oído términos misteriosos como «percepción de la profundidad» y «panorama», pero nunca había llegado a entenderlos del todo. Ahora me sentía como una persona vidente, o al menos como siempre había pensado que se sentirían ellas. Podía verlo todo, salvo la sombra con forma de hombre que era Hado a mi lado y las sombras que, en ocasiones, pasaban a nuestro lado, la mayoría de ellos con prisa y sin decir nada. Yo me los quedaba mirando sin el menor disimulo, incluso cuando las sombras volvían la cabeza y me devolvían la mirada.

Entonces, una mujer pasó cerca de nosotros. Pude echar un buen vistazo a su frente y me detuve en seco.

Un sello de sangre de los Arameri.

No era el mismo que el de Serymn. Éste tenía una forma diferente y su significado era un misterio para mí. Se rumoreaba que la servidumbre de los Arameri estaba formada por otros Arameri, sólo que de parentesco más lejano. Pero todos ellos estaban marcados conforme a un código esotérico que únicamente los miembros de la familia comprendían.

Hado se detuvo también.

—¿Qué sucede?

Impulsada por una sospecha creciente, me aparté de él para acercarme a una de las paredes y toqué la mancha verde que veía sobre ella. Era irregular, de textura rugosa y dura. Me incliné y la olí. El aroma era tenue pero inconfundiblemente familiar: la dulce madera viviente del Árbol del Mundo.

Estaba en el Cielo. En el palacio mágico de los Arameri. Aquello era el Cielo.

Hado se me acercó por detrás, pero esta vez no dijo nada. Simplemente, me dejó asimilar la verdad. Y al fin, comprendí. Los Arameri habían estado vigilando a los Luces Nuevas, quizá a causa de la implicación de Serymn o quizá conscientes de que entre todos los grupos heréticos, era el que más probabilidades tenía de convertirse en una amenaza para la Orden de Itempas. Me había intrigado la extraña manera de hablar de Hado. Como la de un noble. Como la de un hombre que ha pasado toda su vida rodeado de poder. ¿También él era un Arameri? No tenía ninguna marca, pero quizá se pudieran borrar.

Se había infiltrado en el grupo por orden de los Arameri. Debía de haberles advertido de que los Luces eran más peligrosos de lo que parecían. Pero entonces…

Me volví hacia él.

—Serymn —dije—. ¿También ella es una espía?

—No —respondió—. Es una traidora. Si es que en esta familia se le puede llamar eso a alguien. —Se encogió de hombros—. Rehacer la sociedad es una especie de tradición entre los Arameri. Cuando lo consiguen, se hacen con el gobierno. Cuando Iraca san, mueren. Como pronto descubrirá Serymn.

—¿Y Dateh? ¿Qué es él? ¿Un peón inconsciente?

—Ahora mismo un cadáver, espero. Las tropas de los Animen lanzaron el ataque contra la Casa del Amanecer anoche.

Me quedé boquiabierta. Él sonrió.

—Vuestra fuga me concedió la oportunidad que había estado esperando, Oree. Aunque mi posición como maestro de los iniciados me daba acceso al círculo interno de los Luces, no podía comunicarme con nadie de fuera de la casa sin levantar sospechas. Cuando Serymn envió a casi todos los Luces en vuestra busca, pude enviar un mensaje a ciertos amigos, que se aseguraron de que la información llegara a los oídos apropiados. —Hizo una pausa—. Los Luces tenían razón en una cosa: los dioses tienen razones sobradas para estar furiosos con los mortales y las muertes de sus parientes no han contribuido mucho a cambiar este hecho. Los Arameri, conscientes de ello, han tomado las medidas necesarias para controlar la situación.

Mi mano comenzó a temblar sobre la corteza del Árbol. Nunca me había dado cuenta de que el Árbol creciera a través del palacio, integrado en él. En las raíces, la corteza era más áspera y tenía cavidades más profundas que la longitud de mi mano. En la parte superior del tronco, esta misma corteza, formada por finas líneas, era casi suave. La acaricié con gesto ausente, en busca de consuelo.

—El señor Arameri —dije. T'vril Arameri, jefe de la familia que gobernaba el mundo—. ¿Es él a quien me llevas a ver?

—Sí.

Había caminado entre dioses ejerciendo la magia que habían concedido a mis antepasados. Los había tenido en mis brazos, había sentido cómo empapaba su sangre mis manos, los había temido y había sido objeto de su temor. ¿Qué era un mortal comparado con todo eso?

—Muy bien. —Me volví de nuevo hacia Hado, quien me ofreció el brazo. Pasé a su lado sin aceptarlo, lo que le hizo suspirar y sacudir la cabeza. Entonces me alcanzó y, juntos, continuamos por aquellos pasillos blancos y resplandecientes.