Acuarela
Alguien estaba gritando. Era un ruido agudo, penetrante, incesante. Irritante. Quería dormir, maldición. Me volví con la intención de apartar los oídos de aquel sonido.
En cuanto moví la cabeza, las náuseas me asaltaron con fiereza y velocidad incontenibles. Tuve el tiempo justo para abrir la boca y aspirar una larga y temblorosa bocanada de aire antes de que llegaran las arcadas. Vomité un fino reguero de bilis, pero nada más. Debía de llevar tiempo sin comer.
Pero mi estómago parecía decidido a seguir vomitando, a pesar de estar vacío y de que mis pulmones necesitaran aire. Combatí el impulso con los ojos llenos de lágrimas, un fuerte pálpito en la cabeza y un tintineo en los oídos, hasta que al fin pude inhalar de manera rápida y entrecortada. Me sentí mejor. Las arcadas remitieron. Respiré con más fuerza. Finalmente, la presión que sentía en las tripas se calmó, aunque sólo por un instante. Sentía que los músculos de mi abdomen seguían temblando, listos para reanudar sus acometidas en cualquier momento.
Capaz por fin de pensar, levanté la cabeza y traté de averiguar dónde me encontraba y lo que había sucedido. El pitido de mis oídos —que había tomado por unos gritos— era fuerte, incesante y enloquecedor. Lo último que recordaba era… Fruncí el ceño, aunque aquello empeoró el dolor. La caída. Sí. Había saltado por la ventana de la Casa del Amanecer, decidida a escapar o a morir en el intento. Lúmino me había cogido y…
Se me entrecortó el aliento. «Lúmino».
Debajo de mí.
Me separé de él o al menos intenté hacerlo. En el mismo instante en que moví el brazo derecho solté un grito, que desencadenó un nuevo ataque de arcadas. A pesar del dolor y de las náuseas, me arrastré agarrándome con el brazo derecho, que seguía irritado por la infección y lo que quiera que los Luces me hubieran insertado para extraerme la sangre. Sin embargo, el dolor de ese brazo no era nada comparado con la agonía del derecho, la brutal tensión del estómago, el penetrante dolor de las costillas y el caos desatado y chirriante de mi cabeza. Durante unos instantes fui incapaz de hacer otra cosa que continuar donde estaba, sollozando e incapacitada por aquella agonía.
Finalmente, el dolor remitió lo bastante como para actuar. Tras incorporarme trabajosamente hasta alcanzar una posición más o menos erguida, traté de evaluar la situación. El brazo derecho no me funcionaba. Alargué el izquierdo.
—¿Lúmino?
Estaba allí. Vivo, respirando. Le acaricié los ojos, que estaban abiertos. Parpadearon y al hacerlo me acariciaron las yemas de los dedos con las pestañas. Me pregunté si habría decidido dejar de hablarme de nuevo.
Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía empapadas las rodillas y la cadera sobre la que estaba apoyada. Confundida, tanteé el suelo. Adoquines de ladrillo, grasientos y cubiertos de polvo. Una humedad fría que se tornaba más cálida a medida que me acercaba al cuerpo de Lúmino. Tan cálida como…
Dioses.
Estaba vivo. Su magia nos había salvado… pero no del todo, no lo bastante para frenar nuestra caída. Lo suficiente para que, después de que él se revolviera en el aire para proteger mi cuerpo con el suyo, los dos sobreviviéramos. Pero si yo había salido tan mal parada…
Mis dedos llegaron a su nuca y, con un jadeo, aparté violentamente la mano. Dioses, dioses, dioses.
¿Dónde demonios estábamos? ¿Cuánto tiempo llevábamos allí? ¿Tendría valor para llamar pidiendo ayuda? Miré a mi alrededor y escuché. El aire parecía frío y cubierto de niebla, como sucede en una noche profunda. Unas gruesas gotas de agua tocaban mi piel de vez en cuando con la intermitente delicadeza que era la lluvia en Sombra. Podía oírla, una leve llovizna a nuestro alrededor, pero en la vecindad inmediata no oía nada ni a nadie. Pero sí olía muchas cosas: basura, orines fermentados y metal oxidado. ¿Otro callejón? No, el espacio que nos rodeaba parecía abierto. El lugar en el que estábamos, fuera el que fuese, estaba aislado. Si alguien nos hubiera visto caer, la curiosidad lo habría atraído.
Lúmino comenzó a jadear de manera irregular. Apoyé la mano sobre su pecho desnudo —se había quitado la camisa en la casa— y estuve a punto de retirarla, repelida por la antinatural lisura de su torso. Sin embargo, su corazón aún latía con regularidad, en contraste con las inhalaciones convulsas que se esforzaba por realizar. A esa velocidad, la muerte natural sería una agonía desesperantemente larga.
Tenía que matarlo.
El pánico hizo presa en mí, aunque puede que mezclado con nuevas náuseas. Sabía que era absurdo. No permanecería muerto y al volver a la vida, estaría entero de nuevo. Era, tal como había concluido Lil, el modo más sencillo de «curarlo». Ni siquiera sería la primera vez que lo hacía.
Pero una cosa era matar en un momento de furia. Hacerlo a sangre fría, como un acto calculado, era muy distinto.
Ni siquiera estaba segura de poder hacerlo. Mi brazo derecho, dislocado o roto, era inútil, aunque por suerte estaba perdiendo la sensibilidad. Todo lo demás me dolía, puede que hubiera salido mejor parada de la caída que él, pero distaba mucho de estar entera. Y como mínimo necesitaría dos brazos para romperle el cuello.
De repente, me di cuenta: estaba perdida en alguna parte de Sombra, impotente, con un compañero que lo mismo podía estar muerto. Sólo era cuestión de tiempo que aparecieran los Luces. Conocían a Lúmino y sabían que, al menos él, volvería a la vida. Estaba enferma, herida, débil. Aterrada. Y, maldita sea, ciega.
—¿Por qué diablos tiene que ser todo tan difícil contigo? —le pregunté mientras parpadeaba para contener unas lágrimas de frustración—. ¡Date prisa y muérete de una vez!
Oí un traqueteo cerca de allí.
Contuve la respiración, con el corazón en un puño. Olvidada la frustración, me puse de rodillas y presté atención con todas mis fuerzas. Había sonado a mi derecha, en algún lugar situado sobre mí, un sonido rápido y metálico. Agua que caía sobre una tubería, quizá. O alguien que nos estaba buscando y había reaccionado al sonido de mi voz.
Apoyada sobre las manos y las rodillas, tanteé apresuradamente a mi alrededor. A pocos pasos a mi derecha encontré algo hecho de madera, vieja y llena de astillas. Un barril, con los aretes oxidados y roto por uno de los lados. Cerca de él había otro y luego algo que parecía un trozo ancho y plano de una techumbre, apoyado contra los barriles. Y encajado entre ellos, un cajón carcomido.
Era un basurero. El único que había cerca del Árbol era el Vertedero de los Mendigos, en Oesha, donde todos los herreros y basureros de la zona arrojaban sus materiales de desecho. La plancha formaba una especie de cobertizo con los barriles, con un espacio estrecho por debajo. Con todo el cuidado posible, la tanteé, rezando para que no hubiera nada apoyado en ella que se cayera y revelara nuestra posición… o nos aplastara. No encontré nada, así que finalmente me introduje debajo de la plancha para inspeccionar el espacio.
Era suficiente.
Salí, me puse en pie y estuve a punto de desplomarme, asaltada por otro acceso de náuseas. El dolor de mi cabeza era realmente espantoso, peor que nunca. Debía habérmela golpeado al caer. No con la fuerza suficiente como para rompérmela, pero sí para darle una buena sacudida a su contenido.
Otro ruido procedente de la misma dirección, algo que chocaba contra madera. Luego silencio.
Jadeando de dolor, volví como pude junto al cuerpo de Lúmino. Lo agarré por los pantalones con la mano sana, apoyé las caderas en el suelo, tiré con las piernas y, con los dientes apretados, lo fui arrastrando hacia atrás centímetro a centímetro. Me hicieron falta todas las fuerzas que conservaba para meterlo en el minúsculo escondrijo, en el que encima no cabía del todo. Los pies asomaban. Me colé como mejor pude a su lado, con la respiración entrecortada, y escuché. Sólo esperaba que la lluvia se llevara pronto su sangre.
Lúmino gimió de repente y, con un respingo, le dirigí una mirada de consternación. Debía de haber agravado sus heridas al arrastrarlo. Ya no tenía alternativa. Si no lo mataba, revelaría nuestra posición.
Tragué saliva e hice lo mismo que él me había hecho en la Casa del Amanecer: le tapé la boca con la mano y le cerré la nariz con los dedos.
Durante cinco inhalaciones —conté las mías— pareció que funcionaba. Su pecho subió y bajó. Se detuvo. Y entonces arqueó la espalda y se resistió. Traté de dominarlo, pero era demasiado fuerte, incluso en aquel estado, y se zafó de mí. En cuanto estuvo libre, volvió a aspirar hondo, esta vez más fuerte que antes. «¡Demonios, vas a hacer que nos maten!».
Demonios. Flexioné la mano al recordar.
Esta vez tenía sangre de sobra para usar como pintura. Metí la mano bajo su cuello y conseguí una cantidad generosa. Me temblaba la mano cuando se la puse sobre el pecho con delicadeza. Antes había imaginado que pintaba y había creído que lo que pintaba era real. Moví la mano lentamente para trazar un amplio círculo sobre su piel. Haría otro agujero, como el que había usado antes para matarlo, como el que había atravesado el Vacío de Dateh. No un círculo dibujado con pintura de sangre. Un agujero.
Su pecho subía y bajaba bajo mis dedos, como una negación de mi propósito. Fruncí el ceño y levanté la mano para no sentir su respiración.
Un agujero. A través de la carne y el hueso, como una tumba excavada en tierra blanca, con los bordes pulcramente recorta dos por la hoja de una pala invisible. Perfectamente circular.
Un agujero.
Mi mano apareció. La vi flotando en la oscuridad, con los dedos extendidos, temblorosa por el esfuerzo.
«Un agujero».
Comparado con la horrorosa palpitación que ya sentía en la cabeza, el dolor que apareció detrás de mis ojos resultó casi agradable. O me estaba acostumbrando a ello o estaba tan dolorida que no me importaba un poco más. Pero cuando Lúmino dejó de respirar, lo noté.
Con el corazón acelerado, bajé la mano al lugar donde tendría que haber estado su pecho. Al principio no noté nada. Luego mi mano se desplazó ligeramente a un lado. Carne y hueso, cortados con la limpieza de un cuchillo. Retiré inmediatamente la mano, mientras mis tripas volvían a subírseme a la garganta como si tuviesen voluntad propia.
—¡Qué peculiar! —exclamó una voz brillante justo detrás de mí.
Estuve a punto de ponerme a gritar. Y lo habría hecho de no dolerme tanto el pecho. Me revolví, di un salto y retrocedí arrastrándome y agitando el brazo.
La criatura que se había agachado a los pies de Lúmino no era humana. Su estructura corporal era más o menos humana, aunque demasiado achaparrada, casi tan ancha como alta, y no era demasiado alta. Su tamaño era como el de un niño, aunque un niño con hombros anchos como una yunta y unos brazos largos y repletos de músculos. Su cara tampoco era de niño, aunque tenía grandes mofletes y unos ojos enormes y redondos. La línea del cabello estaba ya en retirada y su mirada era al mismo tiempo antigua y medio salvaje.
Pero podía verlo, lo que quería decir que era un hijo de los dioses… el más feo que jamás hubiera visto.
—H-hola —dije cuando mi corazón dejó de dar brincos—. Lo siento. Me has asustado.
La criatura me sonrió con un rápido destello de la dentadura. Que tampoco era humana. No tenía caninos, sólo dientes perfectamente rectangulares, tanto en la mandíbula inferior como en la superior.
—No era mi intención —dijo—. No pensaba que pudieras verme. La mayoría no pueden verme. —Se inclinó y me miró la cara con los ojos entornados—. Ah, conque eres esa chica. La de los ojos.
Acepté su extraña denominación con un asentimiento de la cabeza. A los hijos de los dioses les gustaban tanto los cotilleos como a los pescadores. Conocía a varios de ellos y el rumor debía haberse extendido.
—¿Y tú eres?
—Basur.
—¿Cómo?
—Basur. Antes has hecho un buen truco. —Apuntó a Lúmino agitando la barbilla—. ¡Siempre he querido abrirme uno o dos agujeros en el cuerpo! ¿Qué vas a hacer con él?
—Es una larga historia —dije, repentinamente exhausta. Si pudiera descansar un poco… Aunque quizá… Eh… Señor… Basur. —Me sentí estúpida al decir aquello—. Estoy metida en un buen lío. ¿Podrías ayudarme?
Basur inclinó la cabeza como un perro intrigado. A pesar de lo cual, la expresión de su cara era de no poca astucia.
—¿A ti? Depende. ¿A él? De ningún modo.
Asentí lentamente. Los mortales pedían constantemente favores a los hijos de los dioses. Algunos de éstos se mostraban quisquillosos al respecto. Y a aquél no le gustaba Lúmino. Tendría que andarme con pies de plomo, si no quería que se marchara antes de que hubiera podido explicarle lo de sus hermanos desaparecidos.
—¿Y puedes decirme si hay alguien por aquí? Antes he oído a alguien.
—Era yo. Venía a ver qué había caído en mi casa. Aquí arrojan a mucha gente, pero nunca desde tan arriba. —Me lanzó una mirada irónica—. Pensaba que estarías en peor estado.
—¿Tu casa? —Un basurero no era el lugar que yo habría elegido como hogar, pero los hijos de los dioses no necesitaban las mismas comodidades materiales que los mortales—. Oh. Lo siento.
Se encogió de hombros.
—Tampoco podías hacer nada para impedirlo. De todos modos, no seguirá siendo mía mucho tiempo. —Hizo un gesto hacia el cielo y me acordé del sol ennegrecido. La advertencia del Señor de la Noche.
—¿Vas a marcharte? —pregunté.
—No tengo alternativa, ¿verdad? No soy tan estúpido para quedarme cuando Naha está tan enfadado. Simplemente] me alegro de que no nos haya maldecido también a nosotros. Suspiró y puso cara de infelicidad—. Pero los mortales… Están marcados. Todos los que estaban en la ciudad cuando murieron Role y los demás. Aunque se marchen, seguirán viendo el sol negro. Traté de mandar a algunos de mis chicos a la costa y volvieron. Dijeron que querían estar conmigo cuando… —Sacudió la cabeza—. Los matará a todos, inocentes y culpables por igual. Itempas y él nunca fueron muy distintos, maldita sea.
Bajé la cabeza y suspiré, agotada no sólo físicamente. ¿Había conseguido algo al escapar de los Luces? ¿Supondría alguna diferencia que consiguiera desenmascararlos? ¿Destruiría el Señor de la Noche la ciudad de todos modos, por puro rencor?
Basur cambió el peso de un pie a otro. De repente, parecía incómodo.
—Pero no puedo ayudaros.
—¿Cómo?
—Alguien te quiere. Y también a él. No puedo ayudaros a ninguno de los dos.
Al instante lo comprendí.
—Eres el Señor de las Cosas Abandonadas —dije. Sonreí sin poder evitarlo. Me había criado con cuentos sobre él, aunque nunca había conocido su auténtico nombre. Eran los favoritos de mi infancia. Era otra figura juguetona y traviesa, que desempeñaba un papel central en historias de niños fugados y tesoros perdidos. Cuando alguien tiraba algo, o no lo quería, o lo abandonaba, pasaba a ser suyo.
Me devolvió la sonrisa con aquella dentadura plana tan inquietante.
—Sí. —Entonces, la sonrisa se desvaneció—. Pero a vosotros no os han tirado. Alguien os quiere a cualquier precio. —Retrocedió un paso, como si mi sola presencia le provocara dolor, con una mueca en la cara—. Vais a tener que marcharos. Si no puedes caminar, os enviaré a alguna parte…
—Tengo información sobre los hijos de los dioses desaparecidos —balbucí—. Sé quién ha estado matándolos.
Basur se puso rígido al instante y apretó sus enormes puños.
—¿Quién?
—Un grupo de mortales dementes. Allí arriba. —Señalé el Árbol—. Hay uno de ellos, un escriba que… —Vacilé, consciente de pronto del peligro que entrañaba revelar la naturaleza demoníaca de Dateh. Si los dioses averiguaban que aún quedaban demonios en el mundo…
No. Ya no me importaba lo que me pasara a mí. Podían matarme si se encargaban también de los asesinos de Madding.
Pero antes de que pudiera decir nada, Basur contuvo de pronto el aliento y se alejó como un remolino, brillando con más intensidad que antes al convocar su magia. Se alzó un grito en la distancia y entonces oí que unos pies pequeños venían pisoteando un montón de basura y resbalaban una vez sobre algo que sonaba como un tablón suelto.
—¡Basur! —gritó una jovencita—. ¡Hay gente en el basurero! ¡Rexy les ha dicho que se largaran y lo han golpeado! ¡Está sangrando!
De repente, sentí me que empujaban y Basur metió a la niña en el pequeño refugio que compartíamos Lúmino y yo.
—Quédate aquí —ordenó el hijo de los dioses a la niña—. Yo me encargo de ellos.
Me retorcí para dejar pasar a la niña. No había mucho espacio para ella, pero era muy menuda. La palpé con las manos. Era toda huesos y andrajos.
—¡Basur, ten cuidado! El escriba que te he dicho antes. Su magia…
Basur emitió un sonido de fastidio y desapareció.
—¡Maldita sea! —Golpeé con el puño sano la pierna inmóvil de Lúmino. Si Dateh estaba entre los Luces que habían venido a buscarme o tenían otra punta de flecha hecha de sangre de demonio…
—Eh —dijo la niña, molesta—. Empuja al muerto, no a mí.
Muerto, muerto e inútil. Pero no podía decir que no me lo hubiera advertido. Por eso quería que recobrara las fuerzas antes de que tratásemos de escapar. ¿Para poder dejarlo atrás? Por un momento barajé esa posibilidad. Si los Luces no lo encontraban, Lúmino volvería a la vida y seguiría su camino en la ciudad, como había hecho antes de conocerme. Si lo encontraban… Bueno, al menos los frenaría lo bastante como para que yo pudiera escapar.
Pero al mismo tiempo que lo pensaba, supe que no podría hacerlo. Por mucho que quisiera odiar a Lúmino por su egoísmo, su malhumor y su miserable personalidad, él también amaba a Madding. Y sólo por eso se merecía algo de lealtad.
Entre tanto, necesitaba ayuda. No podía contar con que Basur regresara. No podía conseguir ayuda mortal. Si podía convocar a otro hijo de los dioses, o mejor aún…
Mi primer pensamiento fue tan repelente que tuve verdaderas dificultades para aceptarlo. Pero me obligué a hacerlo, recordando lo que había dicho el propio Lúmino: había un dios que querría enfrentarse a los asesinos de sus hijos. Sin embargo, la historia de mi pueblo revelaba que el señor Nahadoth no se detendría ahí. Puede que decidiera aniquilar la ciudad de Sombra entera, o quizá todo el mundo, para eliminar a los Luces. Ya estaba enfadado y nosotros no éramos nada para él. Menos que nada, pues lo habíamos traicionado y torturado. Probablemente, le complacería vernos muertos a todos.
La Dama Gris, entonces. Había sido una mortal y aún mostraba alguna preocupación por los mortales. Pero ¿cómo podía llegar hasta ella? No era una peregrina, aunque llevase años viviendo a costa de ellos. Para rezarle a un dios —para captar la atención de ese dios— había que entender a la perfección su naturaleza. Y lo mismo se podía decir de casi todos los hijos de los dioses que se me ocurrían, incluida la dama Nemmer. Y yo no sabía lo suficiente sobre ninguno de ellos.
Entonces, se me ocurrió una idea. Tragué saliva, con las manos de pronto húmedas y frías. Había un hijo de los dioses cuya naturaleza era lo bastante sencilla, lo bastante terrible, como para que cualquier mortal pudiera convocarlo. Aunque el Maelstrom sabía que yo no deseaba hacerlo.
—Quita —dije a la niña. Murmurando, salió del escondrijo y yo me arrastré al exterior apoyándome en una mano. La niña hizo ademán de volver, pero la agarré por una de sus huesudas piernas—. Espera. ¿Hay por aquí algo parecido a un bastón? Algo que tenga al menos esta longitud… —Traté de levantar ambos brazos, pero tuve que detenerme, porque uno de ellos me dolía de manera espantosa. Finalmente pude hacer un gesto similar con el brazo sano. Si tenía que huir, necesitaba algún modo de encontrar el camino.
La chica no dijo nada. Seguramente me mirara sin ninguna simpatía durante uno o dos segundos. Aguardé, tensa, mientras oía los sonidos de la refriega en la distancia: los gritos de los adultos, los chillidos de los niños, los desechos que se convertían en trozos o en astillas… Perturbadoramente próximos. El hecho de que la pelea hubiera durado tanto participando un hijo de los dioses significaba que, o bien había muchos Luces, o bien Dateh había acabado con él.
La niña regresó y me puso algo en la mano. Al sentirlo, sonreí: un palo de escoba. Roto por un lado, pero por lo demás perfecto.
Ahora venía la parte complicada. Me incliné, agaché la cabeza y respiré hondo para calmar mis pensamientos. Luego busqué en mi interior, tratando de encontrar un sentimiento en medio del caos. Un impulso singular y acuciante. Un hambre.
—Lil —susurré—. Dama Lil, escuchadme, por favor.
Silencio. Centré mis pensamientos en ella, la enmarqué en mi mente: no su apariencia, sino la sensación de su presencia, esa amenazante noción de mil cosas almacenadas en precaria contención. Su olor, a carne podrida y mal aliento. El chirrido de sus dientes imparables. ¿Cómo sería desear del modo en que lo hacía ella, de manera constante? ¿Cómo sería anhelar algo con tanta intensidad como para saborearlo?
Puede que fuese parecido a lo que yo sentía, sabiendo que Madding estaba perdido para siempre.
Apreté el puño alrededor del palo de la escoba mientras las emociones inundaban mi corazón. Planté el extremo roto en el suelo y combatí el impulso de llorar, de gritar. Quería recuperarlo. Quería que sus asesinos murieran. Lo primero no podía tenerlo… pero lo segundo estaba a mi alcance si lograba encontrar a alguien que me ayudara. La justicia estaba tan próxima que casi podía paladearla.
—¡Ven a mí, Lil! —exclamé, sin importarme ya que me oyeran los Luces que estaban registrando el vertedero—. ¡Ven, la oscuridad te maldiga! ¡Te ofrezco un festín que hasta a ti te satisfará!
Y apareció, agazapada frente a mí, con su dorado cabello enmarañado alrededor de los hombros y la mirada salpicada de locura, penetrante y cautelosa.
—¿Dónde? —preguntó—. ¿Qué banquete?
Sonreí ferozmente, enseñando mis propios y afilados dientes.
—En mi alma, Lil. ¿Puedes saborearlo?
Me miró durante un prolongado momento, con una expresión que iba de la duda a un asombro gradual.
—Sí —dijo al fin—. Oh, sí. Encantador. —Parpadeó varias veces antes de cerrar los ojos y luego levantó la cabeza y entreabrió la boca para saborear el aire—. Cuánto anhelo hay en ti, por tantas cosas… Es delicioso. —Abrió los ojos y frunció el ceño, sorprendida—. Antes no eras tan sabrosa. ¿Qué ha sucedido?
—Muchas cosas, dama Lil. Cosas terribles que me han impulsado a llamarte. ¿Vas a ayudarme?
Sonrió.
—Hace siglos que nadie me reza. ¿Puedes hacerlo otra vez?
Era como una urraca, ávida de cosas brillantes.
—¿Me ayudarás si lo hago?
—Eh —dijo la niña detrás de mí—. ¿Quién es ésa?
La mirada de Lil se posó sobre ella, hambrienta de pronto.
—Te ayudaré —me dijo— si me das algo.
Se me arrugaron los labios, pero combatí la aversión.
—Te daré algo que sea mío, dama. Pero esa niña es de Basur.
Lil suspiró.
—Nunca me ha gustado. Ni nadie quiere su basura ni él la comparte. —Malhumorada, apuntó con un dedo a algo en el suelo que yo no pude ver.
Alargué el brazo y la cogí de la mano para que volviera a centrar su atención en mí.
—He descubierto quién ha estado asesinando a tus hermanos, dama Lil. Ahora me persiguen y pueden que me cojan pronto.
Miró mi mano en la suya con expresión de sorpresa y luego levantó los ojos hacia mí.
—Nada de eso me importa —dijo.
¡Maldición! ¿Por qué tenía que encontrarme con los hijos de los dioses más locos? ¿Es que los cuerdos me esquivaban?
—Hay otros a los que sí —dije—. Nemmer…
—Oh, ella sí me gusta —dijo animándose—. Me da los cuerpos de los que los suyos quieren librarse.
Me olvidé de lo que quería decirle por un momento y luego me saqué sus palabras de la cabeza.
—Si se lo cuentas —le propuse—, seguro que te da más cuerpos. —Esperaba que hubiese muchos Luces Nuevas muertos cuando todo aquello terminara.
—Puede —dijo, calculadora de repente—, pero ¿qué me darás tú para que vaya a verla?
Sorprendida, traté de pensar. No tenía comida a mano ni nada de valor. Pero no podía librarme de la sensación de que Lil sabía lo que quería de mí. Simplemente, deseaba que yo lo dijera antes.
Me tocaba ser humilde. Le había rezado y al hacerlo, la había convertido en mi dios, en cierto modo. Estaba en su derecho de pedir una ofrenda. Puse mi mano sana en el suelo e incliné la cabeza.
—Dime lo que quieres de mí.
—Tu brazo —se apresuró a responder—. Ahora no te sirve de nada. Más aún, te estorba. Puede que nunca se cure como es debido. Deja que me lo quede yo.
Ah, claro. Me miré el brazo, que colgaba inutilizado a mi costado. Tenía un bulto hinchado y caliente al tacto en la parte superior que posiblemente significaba una mala fractura, aunque por suerte no había atravesado la piel. Había oído que algunas personas habían muerto de heridas como aquéllas, con la sangre emponzoñada por fragmentos de hueso, infecciones o fiebres.
No era el brazo que solía utilizar. Era zurda, y ya había decidido que no lo necesitaría mucho más.
Aspiré hondo.
—No puedo quedar incapacitada —dije en voz baja—. Tengo que… que poder correr.
—Puedo hacerlo tan rápidamente que no sentirás dolor —dijo Lil mientras se inclinaba hacia delante por la impaciencia. Volví a oler aquello, la fétida bocanada de aliento de su auténtica boca, no la falsa que estaba utilizando para convencerme. Carroña. Pero ella prefería la carne fresca—. Quemaré el extremo para que no sangre. Apenas lo echarás de menos.
Abrí la boca para decir que sí.
—No —respondió Lúmino para sorpresa de ambas. Apoyada sobre un brazo, estuve a punto de caer al suelo al revolverme. Podía verlo. La magia de su resurrección aún seguía en él.
La chica de Basur dio un grito y se apartó a la carrera de nosotros.
—¡Si estabas muerto! ¿Qué mierda de los demonios es ésta?
—Su carne le pertenece y puede venderla si quiere —dijo Lil con los puños apretados por la frustración—. ¡No tienes derecho a prohibírmelo!
—Creo que hasta tú encontrarás repulsiva su carne, Lil. —Oí el traqueteo de la madera y el ruido del polvo que cayó cuando salí del escondrijo—. ¿O es que quieres matar a otro de mis hijos, Oree?
Me encogí. Mi sangre demoníaca. Lo había olvidado. Pero antes de que pudiera explicárselo a Lil, habló otra voz que me heló hasta la última gota del veneno que corría por mis venas.
—Ahí estáis. Sabía que tu compañero estaría vivo, Oree, pero me sorprende y me complace verte en la misma condición.
Por encima y por detrás de Lil estaba uno de los portales del tamaño de una canica que usaba Dateh para espiar. No lo había visto, porque tenía a Lil delante. Demasiado tarde, reparé en que los ruidos del combate habían enmudecido.
Lil se volvió y ladeó la cabeza de un lado a otro, como un pájaro. Me puse en pie como pude, apoyando todo el peso de mi cuerpo en la escoba para equilibrar el peso muerto del brazo herido.
—¡Corre! —le siseé a la chica, estuviera donde estuviese. —Vamos, Oree. —La voz de Dateh era de leve recriminación, pero razonable, a pesar de lo extraño que resultaba que saliera del diminuto agujero—. Ambos sabemos que no tiene sentido resistirse. Veo que estás herida. ¿Quieres arriesgarte a que te haga más daño encerrándote en el Vacío? ¿O vas a venir de buen grado?
A mi izquierda sonó un grito de sorpresa. La chica. Había echado a correr, pero la había interceptado un grupo que convergía sobre nosotros desde aquella dirección. Muchos pares de pies, diez o doce. Otros estaban rodeando en aquel momento el extremo opuesto del vertedero. Los Luces Nuevas habían llegado.
—No hace falta que os llevéis a la niña —dije, tratando de impedir que me temblara la voz. ¡Por qué poco! Habíamos estado a punto de conseguirlo—. ¿No podéis dejar que se vaya?
—Lo ha presenciado todo, por desgracia. Pero no te preocupes. Cuidamos de los niños. No la maltrataremos, mientras acceda a unirse a nosotros.
—¡Basur! —gritó la niña mientras, supongo, luchaba contra sus secuestradores—. ¡Basur, socorro!
Basur no apareció. Sentí que se me encogía el corazón.
—¡Eres tú! —dijo Lil, repentinamente radiante—. Saboreé tus ambiciones hace semanas y advertí a Oree Shoth de que tuviera cuidado contigo. Sabía que, si me quedaba cerca de ella, quizá acabara por conocerte. —Sonrió como una madre orgullosa—. Soy Lil.
—Lil. —Agarré con fuerza el palo de escoba—. Posee una magia muy poderosa. Ya ha matado a varios hijos de los dioses y —reprimí un acceso de repulsión, que podría haber bastado para desencadenar de nuevo mis nauseas— los ha devorado. No quiero que tú seas la siguiente.
Lil me miró, asombrada.
—¿Qué?
La mano de Lúmino se posó sobre mi hombro sano. Sentí que se colocaba delante de mí.
—A ti ya no te quiero —dijo Dateh, frío de pronto. Se refería a Lúmino—. No me sirves de nada, seas lo que seas. Pero no tendré reparos en pasar por encima de ti para llegar hasta ella, así que apártate.
Lil estaba mirándome fijamente.
—¿Qué quieres decir con que los ha devorado?
Los ojos se me llenaron con lágrimas de pesar y frustración.
—Les arranca el corazón y se los come. Lo ha hecho con todos los que han desaparecido. Dios sabe cuántos habrán sido ya.
—Oree —dijo Dateh con voz tensa de furia. Al instante, el agujero duplicó su tamaño desgarrando el aire al crecer. Avanzó hacia nosotros, amenazante. No había succión… aún.
—No dijiste que se los estaban comiendo. Tendrías que haber empezado por ahí —dijo Lil con cara de irritación. Entonces, se volvió hacia Dateh y su expresión se ensombreció—. Es algo malo, muy malo, que un mortal devore a uno de nosotros.
Sentí la succión en el mismo instante en que comenzó. No era tan intensa como aquella noche, en frente de casa de Madding, pero sí lo bastante para hacer que me tambaleara. Frente a mí, Lúmino gruñó y plantó los pies firmemente en el suelo, pero a pesar de que su poder empezaba a crecer, la fuerza lo arrastró…
Lil nos apartó sin miramientos y se colocó delante del agujero.
La succión aumentó bruscamente hasta alcanzar su máxima fuerza. Lúmino y yo habíamos caído al suelo. Yo estaba despatarrada y casi inconsciente, porque en la caída me había golpeado la cabeza y el brazo herido. A través de una especie de neblina vi a Lil, con las piernas plantadas sobre el suelo, el vestido ondeando alrededor de su enjuta figura, su largo y dorado cabello agitado en el viento. El agujero había alcanzado unas dimensiones casi tan grandes como el cuerpo de ella, pero por alguna razón no había logrado absorberla.
Levantó la cabeza. Yo estaba detrás, pero en el mismo instante en que estiró la boca, lo sentí sin necesidad de verlo.
—Codicioso niño mortal —la voz de Lil estaba por todas partes, resonando, aguzada por el deleite—, ¿de verdad crees que esto va a funcionar conmigo?
Abrió los brazos de par en par, radiante de dorado poder. Oí el zumbido y el chirrido de sus dientes, tan violentos que mis huesos tremolaron y mi columna vertebral comenzó a vibrar, tan potentes que hasta la misma tierra tembló bajo mis pies. El zumbido creció hasta transformarse en un aullido y entonces Lil se abalanzó sobre el portal… y trató de comérselo. Comenzaron a caer chispas de magia pura a nuestro alrededor, que ardían al tocar el suelo. Una onda expansiva me empujó contra el suelo y destrozó las montañas de basura que nos rodeaban. Oí madera que se hacía añicos, restos que caían dando vueltas, gritos proferidos por los Luces. Y la voz de Lil, riéndose como el monstruo demente que era.
Y entonces, Lúmino me cogió del brazo sano y me ayudó a levantarme. Echamos a correr, él arrastrándome porque mis piernas se negaban a moverse y yo tratando de vomitar. Finalmente me cogió en brazos y corrió, mientras detrás de nosotros, el vertedero estallaba en un terremoto con llamas.