HUIDA

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Encausto y carboncillo sobre metal

Hubo complicaciones.

Desperté poco a poco, lo que fue una suerte, porque de lo contrario puede que, al moverme, hubiera revelado que ya no dormía. Antes de que pudiera hacerlo, alguien habló y me di cuenta de que Lúmino y yo ya no estábamos solos en el cuarto.

—Suéltame.

Se me heló la sangre. «Hado». Había tensión en el aire, algo que vibraba sobre mi piel como un cosquilleo, pero que no entendía. ¿Rabia? No.

—Suéltame si no quieres que llame a los guardias. Están al otro lado de la puerta.

Un rápido movimiento, carne y tela.

—¿Quién eres? —Esto lo dijo Lúmino, aunque apenas reconocí su voz. Temblaba, oscilando entre la necesidad y la confusión.

—No quien tú crees.

—Pero…

—Soy yo mismo —dijo Hado con tal violencia que estuve a punto de encogerme—. Para ti, sólo un mortal más.

—Sí… sí. —Ya se parecía más a sí mismo y la emoción se iba enfriando en su voz—. Ya me doy cuenta.

Hado inhaló profundamente, de manera tan temblorosa como la voz de Lúmino antes, y parte de la tensión se desvaneció. La tela volvió a moverse y Hado se me acercó y cubrió mi rostro con su sombra.

—¿Ha mostrado algún indicio de recuperación hoy? ¿Ha dicho algo?

—No y no. —Más rígido de lo normal, hasta para él. En los Salones Blancos se enseñaba que el Señor Brillante no podía mentir. Fue un alivio descubrir que no era cierto, aunque, a todas luces, no le resultara fácil.

—Las cosas han cambiado. Esta noche empezarán de nuevo con las extracciones de sangre. Espero que tenga fuerzas para soportarlo.

—Así la van a matar.

—Piénsalo bien, hombre. Han pasado dos semanas desde la muerte de Role. Sólo quedan dos hasta la fecha límite del Señor de la Noche… como, con tanto dramatismo, ha decidido recordarnos. —Soltó una pequeña carcajada desprovista de todo humor. Me pregunté qué querría decir—. Dateh se ha portado como un loco desde que lo vio. Ya no hay quién pueda disuadirlo.

De pronto, me acarició la mano y me retiró el cabello de la cara. Me sorprendió un gesto tan delicado en él. No me había parecido un hombre dado a la ternura, ni siquiera en dosis tan pequeñas.

—De hecho —continuó con un suspiro—, si no vuelve en sí… o, maldita sea, incluso si lo hace, temo que le extraigan toda la sangre y también el corazón.

Se me puso la carne de gallina. Recé para que Hado no lo notara.

Tocó la hebilla que tenía sobre el diafragma, sumido en sus propios pensamientos… y sin dar muestras de que se dispusiera a marcharse. Comencé a preocuparme. El calorcillo de la luz del sol sobre mi piel resultaba extraño. Débil, podría decirse. ¿Significaba eso que la tarde estaba avanzada? Si Hado no se marchaba enseguida, se pondría el sol, y Lúmino quedaría impotente. Y necesitábamos su magia para que el plan funcionara.

—No eres tú solo —dijo Lúmino de repente—. Queda algo de él.

Hado se puso tenso.

—No queda la parte a la que le importas lo más mínimo —repuso, antes de levantarse y dirigirse a la puerta—. Si vuelves a mencionarlo, te mataré yo mismo.

Con estas palabras, salió de la celda y cerró la puerta con más fuerza de la necesaria. Y al instante, Lúmino corrió a mi lado y tiró de la cincha del abdomen con tanta fuerza que se me escapó un grito.

—Este lugar ha sido un ir y venir todo el día —dijo—. Los guardias están muy nerviosos. No hacen más que vigilar la habitación todo el rato. Cada hora, una interrupción… Criados que traen la comida, alguien que viene a ver cómo está tu brazo, y luego ese…

Hado, supuse.

Me quité sus manos de encima y comencé a desabrochar la hebilla del torso yo misma mientras le indicaba que se ocupara de las de las piernas, cosa que hizo.

—¿Qué ha sucedido para que se pongan todos así?

—Esta mañana, al salir el sol, era de color negro.

Me detuve, aturdida. Lúmino siguió trabajando.

—¿Una advertencia? —pregunté. Las palabras que había pronunciado la diosa tranquila aquel día en Raíz Sur regresaron a mí. «Conoces su temperamento mejor que yo». No se refería a Itempas, había deducido entonces. Si morían o desaparecían más hijos suyos, sería el temperamento del Señor de la Noche el que llegaría al punto de ruptura. ¿Esperaría el mes entero que les había dado?

—Sí. Aunque parece ser que Yeine ha logrado contener su luna hasta cierto punto. El resto del mundo puede ver el sol con toda normalidad. Sólo sucede en la ciudad.

Conque Serymn había acertado en su predicción. Aún podía sentir la luz del sol en la piel, pero débilmente. Debía quedar algo de luz, o Lúmino no se habría molestado en soltarme. Puede que fuese como un eclipse. Los describían como un ennegrecimiento del sol. Pero ¿un eclipse que duraba todo el día y se movía por el cielo junto con el sol? No era de extrañar que los guardias estuvieran inquietos. La ciudad entera debía de ser presa del pánico.

—¿Cuánto falta hasta la puesta de sol? —pregunté.

—Muy poco.

Dioses.

—¿Crees que podrás romper esa ventana? El cristal es muy grueso. —Mis manos no se movían con la rapidez que necesitaba. Aún estaba muy débil. Pero mejor que antes.

—Las patas de la cama son de metal. He soltado una de ellas y puedo usarla como garrote —lo dijo como si aquello respondiera a mi pregunta.

Una vez desatadas todas las cinchas, me incorporé. Esta vez no sentí ningún mareo, aunque al levantarme sí que me balanceé un poco. Lúmino se volvió y oí que colocaba la mesa delante de la puerta. De este modo entretendría a los guardias, que intentarían entrar en cuanto oyeran que se rompía la ventana. Una vez que comenzáramos, cada segundo contaría.

Oí que profería un gruñido y un chirrido metálico cuando rompió la pata del camastro. Sin perder un instante, colocó también el camastro roto delante de la puerta. Luego nos acercamos a la ventana. Aún podía sentir la luz del sol sobre mi piel, pero cada vez era más débil. No tardaría en desaparecer del todo.

—No sé cuánto tardará la magia en acudir —dijo. «Ni si acudirá». Esto no lo dijo, pero sé que lo pensó. Era lo que yo misma estaba pensando.

—Así que caeremos durante un rato —dije—. Hay un largo trecho hasta el suelo.

—El miedo, por sí solo, puede matar a los mortales en momentos de peligro.

La rabia que había sentido desde la muerte de Madding no había desaparecido, sólo se había acallado. Volvió a elevarse en mi interior mientras sonreía.

—Entonces, no tendré miedo.

Vaciló un instante, pero al fin levantó la pata del camastro.

Al primer golpe, una telaraña de grietas cubrió la ventana. Sonó con tanta fuerza, ayudado por el eco de la casi desnuda habitación, que casi al instante oí cómo se alzaban las voces alarmadas de los soldados al otro lado de la puerta. Oí un tintineo de llaves.

Lúmino se echó hacia atrás y, con un gruñido, volvió a golpear con la pata del camastro. Sentí el aire desplazado por ella al pasar a mi lado: un golpe realmente potente. Atravesó la ventana y lanzó fragmentos de gran tamaño en todas direcciones. Un viento alarmantemente frío invadió la habitación, Me pegó la ropa a la piel y sentí que me recorría un escalofrío.

Los guardias habían logrado abrir parcialmente la puerta, pero la mesa y el camastro les impedían entrar. Nos gritaban a nosotros y gritaban pidiendo ayuda mientras trataban de quitar los muebles de en medio a empujones. Lúmino arrojó a un lado la pata y quitó todo el cristal que pudo del marco a patadas. Luego me cogió de la mano y me llevó hasta allí. Sentí la tela de su camisa, que se había quitado para cubrir los bordes cortantes de la ventana.

—Intenta alejarte lo máximo posible del Árbol al saltar —dijo. Como si todos los días explicara a alguna mujer cómo saltar a una muerte segura.

Asentí y me asomé al abismo, mientras trataba de decidir el mejor modo de impulsarme. Al hacerlo, una brisa levantó algunos cabellos sueltos. Durante un instante, mi determinación vaciló. A fin de cuentas, sólo soy humana… o mortal.

Invoqué en mi mente la imagen de Madding al mirarme en sus últimos momentos. Sabía que se moría y sabía que yo era la causa, pero no había odio ni aversión en su expresión. Aún me amaba.

Mi miedo se desvaneció. Retrocedí en dirección contraria a la ventana.

En medio de los gritos de los guardias, oí la voz de Lúmino que, llena de urgencia, me decía:

—Oree, tienes que…

—Cierra la boca —susurré. Eché a correr hacia la ventana, salté y abrí los brazos en el aire. Mi cabello, que alguien había recogido en un moño para controlarlo, rompió la cinta y se hinchó como una nube detrás de mí. Sobre mí. Estaba cayendo, pero no me sentía como si lo hiciera. Flotaba como una boya en un océano de aire. No había sensación de peligro, ni tensión ni miedo. Me relajé, sin desear otra cosa que la prolongación de aquella sensación.

Una mano me sacó de este estado de felicidad agarrándome por la pierna. Me volví sobre mí misma, lánguida. ¿Era Lúmino? No podía verlo. Así que mi plan había fracasado y los dos moriríamos al tocar el suelo. Él volvería a la vida. Yo no.

Alargué los brazos y le ofrecí las manos. Esta vez las cogió, vaciló un instante y luego me atrajo hacia sí y me rodeó con los brazos. Me relajé contra su cálida solidez, arrullada por el viento. Bien. Al menos no moriría sola.

Como tenía la oreja apoyada sobre su pecho, sentí que se ponía tenso de pronto y oí que un brusco jadeo escapaba de sus labios. Su corazón palpitó con fuerza una vez, contra mi mejilla. Y entonces…

«Luz».

¡Qué brillante, por los Tres! A mi alrededor, por todas partes. Cerré los ojos pero seguí viendo la forma flamígera de Lúmino frente a mí, expulsando la oscuridad de mi visión. Podía sentirlo contra mi piel, como la presión de los rayos del sol. Caíamos a plomo hacia la tierra, como cosas que había imaginado pero nunca había podido ver con mis propios ojos. Como un cometa. Como una estrella fugaz.

Nuestro descenso se aminoró. El rugido del viento se hizo más suave. Algo había revertido la fuerza de la gravedad. ¿Estábamos volando? Flotábamos. ¿Cuánto habíamos caído y cuánta distancia nos separaba del suelo? ¿Cuánto faltaba hasta que se ocultara el sol y…?

Lúmino gritó. Su luz se esfumó, de repente, y con ella la fuerza que nos había mantenido en el aire. Volvimos a caer, impotentes, sin que nada pudiera detenernos ya.

No sentía miedo.

Pero Lúmino estaba haciendo algo. Intentaba girar entre jadeos, debidos al esfuerzo o al agotamiento que le había provocado el uso de la magia. Sentí que dábamos la vuelta en el aire…

Y entonces, chocamos contra el suelo.