Escultura en cera
Todo se reduce a la sangre. La tuya, la mía. Todo. Nadie sabe cómo se descubrió que la sangre divina embriaga a los mortales. Los hijos de los dioses ya lo sabían cuando aparecieron. Debía de ser algo ya conocido antes del Interdicto. Supongo que simplemente, alguien, en algún lugar, decidió probarla un día. Del mismo modo, los dioses bebieron sangre de los mortales. Por suerte, parece que sólo les gusta a algunos de ellos.
Pero algún dios, en algún lugar, en algún momento, decidió probar la sangre de un demonio. Y entonces se reveló la gran paradoja: la inmortalidad y la mortalidad no se pueden mezclar.
¡Cómo debieron temblar los cielos con aquella primera muerte! Hasta entonces, los hijos de los dioses únicamente se temían a sí mismos y a los Tres, mientras que los Tres no temían a nadie. Pero de repente, debió parecerles que había peligro por todos lados. Cada gota de veneno, en cada vena mortal, de cada vástago híbrido.
Solamente había una forma —una forma terrible— de aplacar los temores de los dioses.
Pero los demonios asesinados se cobraron venganza. Tras la masacre, la armonía hasta entonces inquebrantable entre los dioses y sus hijos, los inmortales y los mortales, se hizo pedazos. Aquellos humanos que habían perdido amigos y seres queridos entre los demonios se volvieron contra los que habían ayudado a los dioses. Tribus y naciones enteras cayeron en ese trance. Los hijos de los dioses miraron a sus padres con temor renovado, conscientes de pronto de lo que podía suceder si alguna vez llegaban a convertirse en una amenaza.
¿Y los Tres? ¿Hasta dónde llegó su dolor, su espanto, una vez terminado lo que había que hacer y se posó de nuevo el polvo sobre el campo de batalla, cuando se encontraron rodeados por los cadáveres de sus hijos y sus hijas?
Esto es lo que yo creo.
La Guerra de los Dioses sucedió miles de años después del holocausto de los demonios. Pero para unos seres que viven eternamente, ¿no estaría aún fresco el recuerdo? ¿Cuánto de aquel suceso contribuyó a éste? ¿Habría estallado la guerra si Nahadoth, Itempas y Enefa no hubieran contaminado el amor que se tenían con tristeza y desconfianza?
Es algo que me pregunto. Y todos deberíamos preguntárnoslo.
Dejé de preocuparme. Los Luces, mi cautiverio, Madding, Lúmino. Nada de eso importaba. Pasó el tiempo.
Me llevaron de regreso a mi cuarto y me ataron a la cama sin dejarme más que un brazo libre. Y como medida de precaución adicional, registraron la habitación y se llevaron todo lo que podía utilizar para hacerme daño: las velas, las sábanas y otras cosas. Hubo voces, contactos. Dolor en mi brazo, de nuevo. Más sangre venenosa, gota a gota, recogida en un cuenco. Largos periodos de silencio. En algún momento de todo esto sentí el impulso de orinar y lo hice. El siguiente criado que apareció maldijo como un mendigo de Oesha al olerlo. Se marchó y, al cabo de un rato, vino una mujer. Me pusieron pañales.
Me quedé donde me habían dejado, en la oscuridad de un mundo sin magia.
Pasó el tiempo. A veces dormía, a veces no. Me extrajeron más sangre. En ocasiones reconocía las voces que me rodeaban.
La de Hado, por ejemplo.
—¿No deberíamos al menos permitir que se recuperara primero?
Serymn:
—Hemos consultado a doblahuesos y herboristas. Esto no le dejará escuelas permanentes.
Hado:
—Qué conveniente. Ahora el nypri no necesita debilitarse para alcanzar nuestros fines.
Serymn:
—Asegúrate de que come, Hado, y guárdate tus opiniones.
Me alimentaban. Me metían comida en la boca. Yo masticaba y tragaba por costumbre. Me entró sed, así que bebía cuando me ponían agua en la boca. La mayor parte se derramaba sobre mi camisa. La camisa se secó. Pasó el tiempo.
De vez en cuando volvía la mujer para lavarme con una esponja. Reapareció Erad y, tras consultarlo con Hado, me puso algo en el brazo y lo dejó allí, como una molestia permanente. Cuando volvieron para extraerme sangre fue más rápido, porque lo único que tuvieron que hacer fue destapar un fino tubo de metal.
De haber podido reunir la voluntad necesaria para hablar, les habría dicho: «No lo tapéis. Dejad que se salga toda».
Pero no lo hice y ellos tampoco hicieron lo que yo quería.
Pasó el tiempo.
Entonces, trajeron a Lúmino.
Oí resoplar a unos hombres. Hado los acompañaba.
—Dioses, cómo pesa. Tendríamos que haber esperando a que reviviera.
Algo tiró una de las sillas, provocando un fuerte estrépito.
—Juntos —dijo alguien y, con un último gruñido colectivo, colocaron algo sobre el otro camastro que había en el cuarto.
Hado de nuevo, cerca de mí, con voz teñida de cansancio y fastidio:
—Bueno, Oree, parece que volverás a tener compañía dentro de poco.
—Para lo que le va a servir… —dijo uno de los otros. Se rieron. Hado les hizo callar.
Dejé de prestarles atención. Finalmente se marcharon. Hubo más silencio por un tiempo. Entonces, por primera vez desde hacía mucho, una luz parpadeó en el extremo de mi campo de visión.
No me volví para mirarla. Desde la misma dirección llegó una repentina inhalación, seguida por otras, que se calmaron al cabo de un momento. El camastro crujió. Quedó inmóvil. Volvió a crujir, con más fuerza, mientras su ocupante se incorporaba. Hubo más silencio durante largo rato. Di gracias por ello.
Finalmente, oí que alguien se levantaba y se me acercaba.
—Tú los mataste.
Otra voz familiar. Al oírla, algo en mí cambió, por primera vez desde hacía una eternidad. Recordé algo. La voz había hablado baja y sin entonación, pero lo que había recordado yo era un grito cargado con más emoción que ninguna voz humana que jamás hubiese oído. Negación. Furia. Pesar.
Ah, sí. Aquel día había gritado por su hijo.
¿Qué día?
No importaba.
Mi camastro se desplazó un poco al sentarse Lúmino a mi lado.
—Conozco ese vacío —dijo—. Cuando comprendí lo que había hecho…
La habitación se había refrescado con la puesta de sol. Pensé en mantas, pero no llegué a desear una.
Una mano me tocó la cara. Estaba caliente y olía a piel, a sangre vieja y a luz de sol lejana.
—Luché cuando vino a por mí —dijo—. Es mi naturaleza. Pero le habría dejado ganar. Quería que ganara. Al ver que no lo hacía, me enfurecí. Le… hice daño. —La mano tembló, una vez—. Sin embargo, era mi propia debilidad lo que realmente despreciaba.
No importaba.
La mano se movió y me tapó la boca. De todos modos respiraba por la nariz, no me molestó.
—Voy a matarte, Oree —dijo.
Tendría que haber sentido miedo, pero no sentí nada.
—No se puede dejar con vida a ningún demonio, pero además de eso… —Su pulgar me acarició la mejilla. Fue un gesto extrañamente tranquilizador—. Matar aquello que amas… Yo conozco ese dolor. Has sido inteligente. Valiente. Valerosa, para ser una mortal.
En las profundidades de las tinieblas de mi corazón, algo se removió.
Su mano subió y me tapó la nariz.
—No quiero que sufras.
No me importaban sus palabras, pero respirar sí. Volví la cabeza a un lado, o al menos lo intenté. Su mano se tensó con firmeza y la inmovilizó.
Traté de abrir la boca. Tuve que pensar la palabra:
—Lúmino…
Pero su mano tornó ininteligible la palabra.
Levanté el brazo izquierdo, el que tenía libre. Me dolía. La zona que rodeaba la cosa de metal estaba terriblemente irritada, y también caliente, con un principio de infección. Hubo un momento de resistencia y entonces la cosa de metal se soltó y envió un destello de dolor blanco por todo mi cuerpo. Arrancada de pronto de mi apatía, me incorporé violentamente y, en un acto reflejo, agarré la muñeca de Lúmino. La sangre, caliente y resbaladiza, cubría mi codo y resbalaba por mi brazo.
Me quedé paralizada un instante al recordar, en el mismo instante en que se había marchado la apatía: «Madding está muerto». Madding estaba muerto y yo viva.
Madding estaba muerto y ahora Lúmino, su padre, que había gritado de angustia mientras mi flecha de sangre hacía su funesto trabajo, estaba tratando de matarme.
Primero había llegado el recuerdo. Tras él llegó la rabia.
De nuevo traté de sacudir la cabeza, esta vez al mismo tiempo que le arañaba la muñeca a Lúmino. Era como agarrar un leño. Su mano no cedió. Instintivamente, le clavé las uñas en la carne, impelida por el impulso irracional de destrozarle los tendones para minar la fuerza con la que me sujetaba. Levantó ligeramente la mano —tuve un instante para tomar aliento— y luego apartó la mía con la otra, y sofocó fácilmente mis intentos de sujetarlo de nuevo.
Una gota de sangre cayó en mi ojo y mis pensamientos se llenaron de rojo. El color del dolor y la sangre. El color de la furia. El color del corazón profanado de Madding.
Apoyé la mano en el pecho de Lúmino.
«¡Pinto un cuadro, hijo de un demonio!».
Lúmino se estremeció una vez. Su mano resbaló a un lado. Inhalé rápidamente mientras me preparaba para su nuevo intento, pero no se movió.
De repente, me di cuenta de que podía ver mi propia mano.
Durante un momento no tuve la certeza de que fuese mía. A fin de cuentas, nunca la había visto. Parecía demasiado pequeña para ser mía, larga, esbelta y más arrugada de lo que me esperaba. Tenía carbón debajo de algunas de las uñas. A lo largo de la parte inferior del pulgar había una cicatriz prominente, antigua y de unos dos centímetros de longitud. Me la había hecho el año pasado, cuando se me resbaló un punzón.
Le di la vuelta para examinar la palma y me la encontré empapada en sangre.
Con un ruido sordo, Lúmino cayó al suelo, a mi lado.
Me quedé donde estaba un momento, sumida en una torva satisfacción. Entonces, intenté librarme de las cinchas que me sujetaban. No tardé en darme cuenta de que las hebillas estaban hechas para abrirlas con las dos manos. Mi otra mano estaba sólidamente agarrada por un brazalete de cuero, acolchado para prevenir las irritaciones. No supe qué hacer durante un momento, hasta que se me ocurrió usar la sangre de la otra mano. Embadurné la otra muñeca con ella y empecé a moverla de lado a lado, tirando y retorciéndola. Tenía las manos pequeñas y muy finas. Tardé un tiempo, pero al final, entre la sangre y el sudor de mi muñeca conseguí que el cuero se volviera resbaladizo y liberé la otra mano. Luego pude abrir las hebillas e incorporarme.
Pero al hacerlo, volví a caerme al instante. La cabeza me daba vueltas, invadida por un fuerte mareo. Me pegué a la pared, jadeando, y traté de parpadear para limpiar las estrellas que llenaban mi campo de visión, mientras me preguntaba qué, en el nombre de los dioses, me habían hecho los Luces. Gradualmente, la respuesta se abrió paso: la sangre que me habían extraído. Cuatro veces. ¿En cuántos días? Había pasado tiempo, pero no el suficiente, estaba claro. Y no estaba en condiciones de caminar, ni tan siquiera de moverme mucho.
Eso era un problema, porque tenía que escapar de la Casa del Amanecer lo antes posible. Ya no tenía alternativa.
Mientras yacía tendida sobre la cama, luchando por no perder la consciencia, una luz volvió a parpadear en el suelo. Oí que Lúmino inhalaba y luego, lentamente, se ponía en pie. Sentí su mirada colérica, pesada como unos grilletes de hierro.
—No me toques —le espeté antes de que se le ocurriera ninguna idea—. ¡No te atrevas a tocarme!
No dijo nada. Y no se movió. Se quedó allí, como una amenaza palpable que se cernía sobre mí.
Me reí de él. No sentía auténtica alegría, solamente amargura. Y la risa me permitía liberarla.
—Maldito —dije. Traté de incorporarme y mirarlo, pero fui incapaz. Suficiente tenía con permanecer consciente y hablar. Mi cabeza se había ladeado como la de un borracho. Pero seguí hablando de todos modos—. El gran señor de la luz, tan misericordioso y bueno… Si vuelves a tocarme, el siguiente agujero te lo haré en la cabeza. Y luego dejaré caer mi sangre sobre ti. —Traté de levantar el brazo, pero lo único que conseguí fue sacudirlo un poco—. Veremos si me queda suficiente para matar a uno de los Tres.
Era un farol. No tenía fuerzas para hacer nada de eso. Sin embargo, se quedó donde estaba. Casi podía sentir su furia, batiendo sobre mí como las alas de un insecto.
—No podemos permitir que vivas —dijo. Su voz no transmitía ni un ápice de su furia. Era un maestro del autocontrol—. Eres una amenaza para el universo.
Lo maldije en todas las lenguas que conocía. No eran muchas: senmita, algunos epítetos antiguos en maro, que era todo lo que sabía de aquel idioma, y un poco de kenti callejero que me había enseñado Ru. Al terminar, estaba mareada de nuevo y a punto de desmayarme. Haciendo un esfuerzo mental, logré reponerme.
—Al Infierno con el universo —terminé—. No te importó un comino cuando iniciaste la Guerra de los Dioses. No te importó nada, tú mismo incluido. —Logré hacer un ademán vago con una mano—. ¿Quieres matarme? Gánate el derecho. Ayúdame a salir de este sitio. Entonces, mi vida será tuya.
Se quedó muy quieto. Sí, ya sabía que así captaría su atención.
—Un trato. Lo entiendes, ¿no? Un trato justo, así que debes respetarlo. Si me ayudas, te ayudo.
—Ayudarte a escapar…
—¡Sí, maldita sea! —Mis palabras resonaron en las paredes. Había guardias fuera, recordé tardíamente. Bajé la voz y continué—: Ayudarme a salir de este sitio y a detener a esta gente.
—Si te mato, no tendrán tu sangre.
Qué palabras tan dulces pronunciaba mi Lúmino. Volví a reír y sentí su consternación.
—Aún tendrán a Dateh —dije cuando se me agotó la risa. Volvía a estar cansada. Soñolienta. Pero aún no podía dormirme. Si no cerraba antes el trato con Lúmino, nunca despertaría.
—Mataron a Role con la sangre de Dateh. Con su poder han capturado a otros. ¡Cuatro veces, Lúmino! Cuatro veces me han extraído sangre. ¿A cuántos más de tus hijos habrán envenenado con ella?
Oí que se le entrecortaba la respiración. Había dado en la diana, sí. Por fin había encontrado su debilidad, la grieta en su apatía. Menguado, humillado y amargado, aún amaba a su familia. Así que preparé la siguiente estocada, sabiendo que llegaría todavía más adentro.
—Incluso puede que usen mi sangre para matar a Nahadoth.
—Imposible —dijo Lúmino. Pero yo lo conocía. Había miedo en su voz—. Nahadoth podría aplastar este mundo antes de que Dateh tenga tiempo de parpadear.
—No si lo distraen. —Se me cerraron los ojos mientras lo decía. No pude abrirlos, por mucho que lo intenté—. Están matando a los hijos de los dioses para atraerlo aquí, al reino de los mortales. Dateh los mata. Se los come. —La sangre de Madding, resbalando por la barbilla de Dateh mientras mordía el corazón como si fuera una manzana. Me dieron arcadas y expulsé la imagen de mi cabeza—. Se apodera de su magia. No sé cómo. Cómo… —Tragué saliva y me concentré—. El Señor de la Noche. No sé cómo planea hacerlo Dateh. Una flecha en la espalda, quizá. Nadie sabe si funcionará, pero… ¿quieres que lo intente? Si existe una sola posibilidad de que… lo logre…
Era demasiado. Demasiado. Necesitaba descansar y que nadie intentara asesinarme durante un tiempo. ¿Me concedería Lúmino esa merced?
Sólo había un modo de averiguarlo, decidí, y perdí el sentido.
Me encontraba a un paso del umbral de la consciencia.
Calor diurno. Más voces.
—… infección —decía una. Una voz madura y agradablemente grave, como la de Vuroy. Oh, cómo lo echaba de menos. Más murmullos, sedantes. Algo sobre «ataques», «pérdidas de sangre» y «boticario».
—… necesario. Hay indicios… —Serymn. Había venido a verme antes, recordaba. Qué amable, ¿no? Se preocupaba por mí—… actuar deprisa.
La voz grave se alzó de nuevo, subió y bajó lo bastante para que yo pudiera oír una palabra, pronunciada con énfasis:
—… morir.
Serymn exhaló un largo suspiro.
—Pararemos durante un día o dos, entonces.
Más murmullos. Confusión. Estaba cansada. Volví a quedarme dormida.
De nuevo de noche. Hacía más fresco en el cuarto. Al abrir los ojos oí una respiración ronca y trabajosa en el camastro contiguo. Lúmino. Su aliento resollaba de una manera extraña. Permanecí un rato escuchándolo, pero entonces su respiración se hizo más lenta. Se detuvo una vez, se reanudó. Volvió a detenerse. Permaneció en silencio.
La habitación volvía a oler a sangre fresca. ¿Me habían extraído más? Pero me sentía mejor, no peor.
Volví a quedarme dormida antes de que Lúmino pudiera resucitar y decirme lo que le habían hecho los Luces.
Más tarde. Aún de noche, más avanzada.
Abrí los ojos al sentir una luz sobre ellos. Miré de de reojo y vi a Lúmino. Estaba en el camastro, hecho un ovillo, envuelto en el tenue resplandor que acompañaba a sus resurrecciones.
Traté de moverme y descubrí que tenía más fuerzas. Aún tenía el brazo irritado, y ahora envuelto en gruesos vendajes, pero podía moverlo. Las ataduras volvían a estar en su sitio, tensas sobre mi pecho, mi cadera y mis piernas, pero el brazalete de una de mis manos estaba suelto. La saqué sin dificultades.
¿Obra de Lúmino? Entonces, es que había accedido a mi propuesta.
Me solté y me incorporé lenta y cautelosamente. Sentí un instante de mareo y náuseas, pero pasó antes de que cayera de bruces. Permanecí sentada donde estaba, al borde de la cama, respirando con lentitud y acostumbrándome de nuevo a controlar mi cuerpo.
Pies. Y piernas temblorosos. Pañales alrededor de mis caderas, limpios afortunadamente. Espalda encorvada. Cuello magullado. Levanté la cabeza y no me dio vueltas. Con gran cuidado, me puse en pie.
Los tres pasos que separaban mi camastro del de Lúmino me dejaron agotada. Me senté en el suelo, junto al camastro, y apoyé la cabeza sobre las piernas. Él no se movió, pero su aliento me acarició los dedos al examinar su rostro. Tenía el ceño fruncido incluso mientras dormía. Había nuevas líneas en su rostro, alrededor de los ojos hundidos. No estaba muerto, pero algo le había pasado factura. Normalmente despertaba en cuanto volvía a la vida. Qué extraño.
Al apartar la mano, rocé la tela de su camisa. Una fría humedad me sobresaltó. Palpé y exploré hasta constatar que había una amplia mancha de sangre medio seca en toda la mitad inferior de su torso. Le quité la camisa y exploré su vientre. Ya no había herida, pero la había habido, y terrible.
Despertó mientras lo tocaba y su brillo desapareció rápidamente. Vi que abría los ojos y me miraba con el ceño fruncido. Entonces, suspiró y se sentó a mi lado. Permanecimos así, en silencio, un rato.
—Tengo una idea —dije—. Para escapar. Dime si crees que puede funcionar. —Se la conté y me escuchó.
—No —dijo.
Sonreí.
—¿No? ¿Que no va a funcionar? ¿O que prefieres matarme a propósito en vez de por accidente?
Se levantó bruscamente y se alejó de mí. No podía ver más que un borroso contorno suyo al acercarse a la ventana. Tenía los puños apretados y los hombros erguidos y tensos.
—No —dijo—. Dudo que funcione. Pero aunque lo haga…
Un escalofrío lo recorrió y entonces comprendí.
Sentí que mi rabia se inflamaba de nuevo, pero me eché a reír.
—Ah, ya veo. Me había olvidado de aquel día en el parque. Cuando iniciaste todo este embrollo al atacar al previt Rimarn. —Apreté los puños sobre los muslos, haciendo caso omiso al dolor que me provocaba esto en el brazo herido—. Recuerdo la expresión de tu cara cuando lo hiciste. Yo estaba en peligro y aterrorizada por ti, mientras tú disfrutabas utilizando una fracción de tu antiguo poder.
No respondió, pero yo estaba segura. Le había visto sonreír aquel día.
—Debe de ser muy duro para ti, Lúmino. Volver a ser tu antiguo yo durante un tiempo tan fugaz. Y de pronto, mermado de nuevo hasta que no queda de ti más que… esto. —Hice un gesto hacia su cada vez más borrosa espalda y dejé que mi repulsión se hiciera evidente. Me daba igual lo que pensara de mí. Lo cierto es que yo ya no pensaba en él en términos muy favorables—. Es triste tener que saborearlo un poco cada mañana, ¿verdad? Quizá sería más fácil si no tuvieras ese pequeño recordatorio de lo que eras antes.
Permaneció rígido un momento, mientras su malhumor se iba transformando en rabia, conforme al patrón de costumbre. Qué predecible era. Qué satisfactorio.
Y entonces, de repente, dejó caer los hombros.
—Sí —dijo.
Parpadeé, confundida. Aquello me hizo enfurecer aún más. Así que dije:
—Eres un cobarde. Te da miedo que funcione y que después te pase como la última vez… Quedarás más débil que nunca, incapaz hasta de defenderte. Impotente.
De nuevo, aquella inexplicable mansedumbre.
—Sí —susurró.
Apreté los dientes con rabia frustrada. Esto me concedió por un momento la fuerza necesaria para levantarme y fulminarlo con la mirada desde atrás. No quería aquella capitulación. Quería… No lo sabía. Pero aquello no.
—¡Mírame! —siseé.
Se volvió.
—Madding —dijo en voz baja.
—¿Qué pasa con él?
No dijo nada. Cerré el puño, agradecida al destello de dolor provocado por las uñas en las palmas de mi mano.
—¿Qué pasa, maldito seas?
Desesperante silencio.
De haber tenido fuerzas, le habría tirado algo. Pero como sólo tenía palabras, utilicé las peores.
—Hablemos de Madding, pues, ¿por qué no? Madding, tu hijo, que murió en el suelo, asesinado por unos mortales que luego le arrancaron el corazón y se lo comieron. Madding, que te seguía amando, a pesar de todo…
—Guarda silencio —me espetó.
—¿O qué, Señor Brillante? ¿Tratarás de matarme de nuevo? —Me reí con tantas ganas que me quedé sin fuerzas y las siguientes palabras salieron de mi boca en un resuello—. ¿Crees que ya… me importa morir? —Después de esto tuve que detenerme. Me senté pesadamente, tratando de no llorar, y esperé a que se me pasara el mareo. Por suerte lo hizo, aunque lentamente.
—Impotente —dijo Lúmino. Lo dijo en voz tan baja, casi un susurro, que estuve a punto de no oírlo entre mis propios jadeos—. Sí. Traté de convocar el poder. Luchaba por él y no por mí. Pero la magia no acudió.
Fruncí el ceño y sentí que mi furia se disipaba. No quedó nada tras ella. Permanecimos largo rato sentados mientras el silencio se prolongaba y los últimos destellos de su brillo se disolvían en la nada.
Finalmente suspiré y me tendí sobre el camastro de Lúmino, con los ojos cerrados.
—Madding no era mortal —dije—. Por eso tu poder no funcionó con él.
—Sí —respondió. Había recuperado de nuevo el control de sí mismo y hablaba con un tono carente de emociones y seco—. Ahora lo entiendo. Pero tu plan sigue siendo estúpidamente arriesgado.
—Puede —dije con un resuello mientras me iba sumiendo en el sueño—. Pero no puedes hacer nada por impedírmelo, así que más vale que intentes ayudarme.
Se acercó a la cama y permaneció de pie junto a mí tanto tiempo que acabé por quedarme dormida. Podría haberme matado. Asfixiarme, golpearme, estrangularme con las manos desnudas… Tenía un amplio menú de opciones a su disposición.
Lo que hizo fue levantarme. El movimiento me despertó, aunque sólo a medias. Sentí que flotaba en sus brazos, como en un sueño. Tardó mucho más tiempo en llevarme a su camastro del que habría debido. Su cuerpo era muy cálido.
Me dejó allí y volvió a ponerme las cinchas, aunque sin apretar del todo el brazalete de la muñeca para que pudiera liberarme sola.
—Mañana —dijo.
Terminé de despertar al oír el sonido de su voz.
—No. Podrían empezar a extraerme sangre de nuevo. Tenemos que irnos ahora.
—Tienes que recobrar más fuerzas. —Quedó sin mencionar el hecho de que no podría contar con las suyas—. Y mi poder no acudirá de noche. Ni siquiera para protegerte.
—Oh —dije. Me sentí estúpida—. Claro.
—La tarde es el mejor momento. El Árbol no tapa el sol a esa hora. Eso podría suponer una pequeña ventaja. Haré lo que pueda para convencerlos de que no te saquen más sangre hasta entonces.
Alargué la mano hacia su cara y luego la dejé resbalar hasta su camisa y la mancha endurecida que había allí.
—Anoche moriste de nuevo.
—He muerto muchas veces en los últimos días. Dateh siente una inagotable fascinación por mi capacidad de resurrección.
Fruncí el ceño.
—¿Qué…? —Pero no. Podía imaginar con facilidad todo lo que le había hecho Dateh. Al repasar mis vagos recuerdos de los días transcurridos desde la muerte de Madding, me di cuenta de que no era la primera vez que Lúmino volvía a la habitación muerto, agonizante o cubierto de sangre. No era de extrañar que nuestros carceleros no hubieran reaccionado cuando yo misma abrí un agujero en su carne.
Había tantas cosas que tenía que pensar… Tantas preguntas sin respuesta… ¿Cómo había matado yo a Lúmino? Esa vez no tenía pintura, ni siquiera carbón. ¿Seguían vivos Paitya y los demás? (Madding, mi Madding. No, él no. No podía pensar en él). Si mi plan tenía éxito, trataría de encontrar a Nemmer, la Diosa del Sigilo. Ella nos ayudaría.
Detendría a los asesinos de Madding aunque fuese la última cosa que hiciera.
—Despiértame por la tarde, entonces —dije, antes de cerrar los ojos.