Estudio a carboncillo y sangre
—Tengo una petición —le dije al nypri cuando se levantó para marcharse—. Mis amigos, Madding y los demás. Tengo que saber lo que planeáis hacer con ellos.
—Eso es algo que no necesitas saber, Oree. —El tono de Dateh era de leve reconvención.
Apreté la mandíbula.
—Me parecía que queríais que me uniera a vosotros voluntariamente.
Guardó silencio un momento, mientras cavilaba. Aquello fue gratificante para mí, puesto que mi afirmación era un truco. No sabía para qué me quería, más allá del hecho de que los dos fuéramos demonios. Puede que creyera que podía acabar desarrollando una magia tan poderosa como la suya o puede que los demonios tuvieran un valor simbólico para los Luces Nuevas. Pero al margen de la razón, yo era capaz de reconocer una herramienta útil cuando la veía.
—Mi esposa cree que es posible rehabilitarte —dijo al fin—, hacerte entrar en razón. —Miró de soslayo el dibujo que yo había hecho en el suelo—. Yo, por mi parte, empiezo a preguntarme si no serás demasiado peligrosa para arriesgarse.
Me mordí el labio inferior.
—Los dos somos itempanos, Oree. Lo intentarás si crees que puede funcionar. Y si no hay nada lo bastante importante que te disuada. —Cruzó los brazos, pensativo—. Mmm, estaba tratando de decidir qué iba a hacer con él…
—¿Quién?
—Vuestro amigo maroneh.
—Mi… —Me sobresalté—. Lúmino. —Conque no había escapado. Maldición.
—Sí, como se llame. —Por primera vez, parecía alterado—. Pensé que también él era un hijo de los dioses, dada su intrigante capacidad de volver de entre los muertos. Pero lleva ya varios días en el Vacío y no ha mostrado ni el menor indicio de resistencia, mágica o de cualquier otro tipo. No hace más que morirse.
El vello de la nuca se me puso de punta. Abrí la boca para decir: «Es nuestro dios a quien estás torturando, maldito», pero entonces me detuve. ¿Qué haría Dateh si se enteraba de que el Señor Brillante de la Orden era su prisionero? ¿Lo creería? ¿O lo interrogaría y entonces descubriría con asombro que Lúmino quería al Señor de la Noche y desaprobaría cualquier acción que lo amenazara? ¿Qué harían entonces aquellos locos?
—Puede que sea… como nosotros —dije al final—. Un d-de-monio. —Me costaba pronunciar la palabra.
—No. Le he hecho pruebas. Hay ciertas propiedades que se pueden observar en la sangre… Aparte de esa peculiar capacidad, es mortal en todos los sentidos. —Suspiré y no vio que me sobresaltaba al comprender que por eso me habían extraído la sangre—. La Orden ha descubierto un sinfín de variedades mágicas menores a lo largo de los siglos. Supongo que sólo es una más de ellas. —Hizo una pausa, lo bastante larga para que el silencio me alterara aún más—. Ese hombre vivía contigo en la ciudad, según me han dicho. No puedo matarle, pero creo que va te supondrás que puedo volver sumamente desagradable su vida. Tú tienes valor para mí, él no. ¿Nos entendemos?
Tragué saliva.
—Sí, entiendo perfectamente.
—Excelente. En ese caso, haré que lo traigan contigo más tarde. Pero debo advertirte: después de tanto tiempo en el Vacío, es posible que necesite… asistencia.
Apreté los puños sobre las rodillas mientras él llamaba a la puerta para que lo dejaran salir.
Pero mientras lo hacía, algo cambió.
Fue sólo un parpadeo, tan rápido que creí que me lo había imaginado. Durante aquel instante, el cuerpo de Dateh adoptó una apariencia totalmente distinta. Extraña. Vi su brazo más cercano, en el umbral de la puerta. Dos brazos, no uno. Dos manos.
Parpadeé y, de repente, la imagen desapareció. Entonces, se abrió la puerta y Dateh salió.
Dormí. No quería, pero estaba exhausta después de haber tratado de usar la magia. Cuando abrí los ojos, que aún me escocían, la fina luz del crepúsculo estaba desapareciendo sobre mi piel. Alguien había estado en el cuarto durante este tiempo, lo que quería decir que había dormido profundamente. Por lo general, me despierto al menor ruido extraño. Mis visitantes no habían estado ociosos. El mobiliario volvía a estar en su sitio y había una bandeja con comida sobre la mesa. Al buscar las velas, descubrí que habían desaparecido, reemplazadas por una pequeña linterna de un diseño que me resultó raro… hasta que me di cuenta de que no contenía más que una mecha humedecida de las que arden lentamente, sin un depósito de aceite que pudiera utilizar. También habían quitado o reemplazado otros objetos, a todas luces porque podía usarlos como pigmentos. La comida era algo parecido a unas gachas, tan sosa y carente de textura como podían haberla preparado sin que dejara de ser comestible. Y el aire olía a limpiador para suelos. Sentí un momento de pesar por mi dibujo, pese al modesto esfuerzo que había sido.
Comí y luego me acerqué a la ventana, y me pregunté si alguna vez podría escapar de aquel lugar. Calculaba que llevaba cinco días cautiva, puede que seis. Pronto sería gebre, el equinoccio de primavera. Por todo el mundo, los Salones Blancos se engalanarían con festivas banderolas y encada, linternas con un combustible especial que hacía que su llama fuese blanca, en lugar de roja o dorada. Los Salones abrirían sus puertas de par en par para todos y celebrarían la proximidad de los largos días de verano, e incluso ahora, cuando tantos dudaban de esa fe, estarían llenos. Pero al mismo tiempo, en todas las ciudades, habría ceremonias en honor al Señor de la Noche y a la Dama. Esto era algo nuevo y todavía extraño para mí.
Pasó una hora antes de que se abriera de nuevo la puerta de mi celda. Entraron tres hombres llevando una cosa pesada… o dos. Entre gruñidos y empujones quitaban la mesa y las sillas de su camino. El primer objeto que dejaron en el suelo emitió un chirrido y me di cuenta de que era otro camastro.
El segundo bulto era Lúmino, al que dejaron sobre el nuevo camastro. Gimió una vez y luego permaneció inmóvil.
—Un regalo del nypri —dijo uno de ellos. Otro se echó a reír. Después de que se marcharan, corrí al lado de Lúmino.
Tenía la piel tan fría como un cadáver. Nunca lo había sentido así. Jamás permanecía muerto tanto tiempo como para que su temperatura corporal comenzara a bajar. Sin embargo, cuantío le busqué el pulso, descubrí que estaba muy acelerado. Respiraba en bruscas y rápidas exhalaciones. Lo habían lavado. Llevaba el sayo blanco sin mangas y los pantalones de un iniciado. Pero ¿con qué lo habían lavado, con agua helada?
—¿Lúmino? —Todo recuerdo de su nombre real se borró de mi cabeza mientras me afanaba por darle la vuelta y lo cubría con una manta. Le toqué la cara y él se apartó bruscamente, con un rápido gruñido animal—. Soy Oree. Oree.
—Oree. —Tenía la voz ronca, como la mía en su momento y quizá por la misma razón. Pero después de esto pareció calmarse y ya no volvió a rehuir mi contacto.
Era un mortal, había dicho Dateh, pero yo conocía la verdad. Bajo aquella pátina de mortalidad, era el Dios de la Luz y había pasado cinco días atrapado en un infierno sin ella. Crucé corriendo la habitación y cogí la lámpara, que, por suerte, aun no había apagado. ¿Serviría una luz tan diminuta? La acerqué y la dejé sobre la repisa que había encima de su cama. Tenía los ojos totalmente cerrados y sus músculos temblaban como cables a punto de partirse. Ahora estaba un poco menos frío.
Como no se me ocurría una idea mejor, me metí en el camastro con él para tratar de calentarlo con mi cuerpo. No fue fácil, puesto que el camastro era muy estrecho y Lúmino lo ocupaba todo, salvo unos pocos centímetros. Finalmente tuve que subirme sobre él y apoyar mi cabeza en su pecho. No me gustaba aquella postura tan íntima, pero no tenía alternativa.
De repente, y para mi completa sorpresa, Lúmino me envolvió con su cuerpo, nos dio la vuelta a ambos y me sujetó con firmeza, colocándome un brazo alrededor de la cintura, presionó mi cabeza contra su pecho con una mano y puso una pierna encima de la mía. No estaba totalmente paralizada pero tampoco podía moverme mucho. Y no es que lo intentara. Estaba demasiado aturdida para hacerlo y me preguntaba qué había motivado aquel repentino gesto de afecto. Si es que lo era.
El hecho de que no luchara contra él pareció calmarle. Gradualmente, la tensión temblorosa fue abandonando su cuerpo y el sonido de su respiración contra mi oído fue ralentizándose hasta normalizarse bastante. Al cabo de un rato, nuestros dos cuerpos fueron equilibrando su temperatura y, a pesar de haberme pasado todo el día en la cama volví a quedarme dormida.
Al despertar, tuve la sensación de que era tarde. Cerca de medianoche, más o menos. Aún tenía sueño, pero me embargaba una apremiante necesidad de orinar, lo que era un problema, porque aún seguía prisionera de la complicada maraña del cuerpo de Lúmino. Sus largas y lentas exhalaciones revelaban que seguía dormido, y profundamente, cosa que supongo que necesitaba después de lo que había padecido.
Con movimientos lentos y cuidadosos, logré zafarme de sus miembros y luego, pasando sobre él, llegar por fin hasta el suelo. A esas alturas, la necesidad se había convertido en urgencia, así que tenía que apresurarme.
Una mano me agarró por la muñeca y solté un pequeño grito.
—¿Adónde vas? —dijo Lúmino con voz ronca.
Aspiré hondo para calmar los latidos de mi corazón y dije:
—Al baño.—Y esperé a que me soltara.
No se movió. Yo, incómoda, cambiaba el peso de pie. Finalmente dije:
—Si no me sueltas, voy a mojar el suelo dentro de un minuto.
—Lo estoy intentando —dijo con un hilo de voz. No tenía ni la menor idea de lo que quería decir con eso. Entonces, me di cuenta de que su mano, en mi muñeca, se tensaba y aflojaba alternativamente, como si no fuese capaz de conseguir que se abriera.
Confundida, estiré un brazo para tocarle la cara. Tenía el ceño fruncido. Dejó escapar otra profunda exhalación con los dientes apretados y entonces, con un movimiento brusco y tenso, me soltó la muñeca.
Reflexioné sobre ello durante un instante, pero la naturaleza me advirtió de que no debía demorarme. Sentí sus ojos sobre mí mientras atravesaba apresuradamente la celda.
Todo fue mejor al salir. Flotaba menos tensión en el ambiente. Me acerqué a él, busqué su cara a tientas y me encontré con que tenía los hombros inclinados y la cabeza hundida entre ellos. Respiraba entrecortadamente, como si acabara de correr una larga y agotadora carrera.
Me senté a su lado.
—¿Quieres contarme qué ha pasado antes?
—No.
Suspiré.
—Creo que me merezco una explicación, aunque sólo sea para poder planificar convenientemente mis visitas al cuarto de baño.
Como era de esperar, no dijo nada.
Si conservaba algún vestigio de respeto por él, se desvaneció. Estaba harta. Durante meses había soportado su malhumor y su silencio, su temperamento y sus insultos. Por su culpa había perdido mi vida en Sombra. En momentos de rabia, podía incluso culparle por mi cautiverio. Dateh me había encontrado porque él había matado a los Guardianes de la Orden, cosa que no habría sucedido si Lúmino no los hubiera hecho enfurecer.
—Muy bien —dije mientras me levantaba para volver a mi camastro.
Pero al primer paso que di, su mano volvió a cogerme de la muñeca, esta vez con más fuerza.
—Te quedas —dijo.
Traté de zafarme de un tirón.
—¡Suéltame!
—Quédate —repuso—. Te ordeno que te quedes.
Retorcí el brazo para obligarle a soltarme y, al retroceder precipitadamente, me encontré con la mesa y la rodeé para ponerme a salvo al otro lado.
—No puedes darme órdenes —dije, temblando de furia—. Ya no eres un dios, ¿recuerdas? No eres más que un mortal, tan impotente como el resto de nosotros.
—Cómo te atreves… —Se puso en pie.
—¡Por supuesto que me atrevo! —Agarré el borde de la mesa con tal fuerza que me hice daño en los dedos—. ¿Qué te pasa? ¿Crees que sólo porque digas algo, voy a obedecerte? ¿Y vas a matarme si no lo hago? ¿Crees que eso te dará la razón? ¡Dioses, no me extraña que el Señor de la Noche te odie, si es así como piensas!
Se hizo el silencio. Mi furia se había agotado. Esperé a la Buya, lista para replicar, pero no dijo nada. Y al cabo de un momento prolongado y tenso, oí que volvía a sentarte. —Quédate, por favor —dijo al fin. —¿Qué? —Pero lo había oído.
Durante un momento estuve a punto de marcharme de todos modos. Estaba cansada de él. Pero no dijo nada más y, en aquel silencio, mi rabia se desvaneció lo suficiente como para que comprendiera lo que aquella pequeña súplica tenía que haberle costado. El Brillante no estaba acostumbrado a pedir lo que quería.
Así que me acerqué a él. Pero al sentir que me tocaba la mano, me aparté.
—Hagamos un trato —dije—. Ya has tomado suficiente de mí. Dame algo a cambio.
Dejó escapar un largo suspiro y volvió a tocarme la mano. Para mi sorpresa, estaba temblando.
—Luego, Oree —dijo, apenas con un susurro. Completamente confundida, alargué la mano para tocar su cabello con la otra mano. Aún tenía la cabeza inclinada—. Luego te lo contaré… todo. Ahora no. Simplemente, quédate conmigo, por favor.
No tomé una decisión, al menos de modo consciente. Pero esta vez, al sentir que tiraba de mi mano, dejé que me atrajera hacia él. Volví a sentarme a su lado y cuando él se incorporó, dejé que, tumbada de costado, me rodeara con su cuerpo. No me cogió con los brazos para que pudiera levantarme si necesitaba hacerlo. Pegó su cara a mi pelo, y decidí no apartarme.
No dormí durante el resto de la noche. Y no estoy segura de que él lo hiciera.
—Puede que haya un modo de que escapemos de este lugar —dijo Lúmino al día siguiente.
Era mediodía. Uno de los iniciados de los Luces acababa de marcharse, después de traernos el almuerzo y asegurarse de que nos lo tomábamos. Se llevó las sobras y registró todos los escondrijos posibles para tener la certeza de que no había comida escondida bajo la colcha o la alfombra. Esta vez no perdió el tiempo conversando ni tratando de convertirnos. Nadie se me llevó para trabajar ni para recibir lecciones. Y aunque parezca extraño, esto me hacía sentir abandonada.
—¿Cómo? —pregunté, pero entonces se me ocurrió una idea—. Tu magia. La recuperas cuando me proteges.
—Sí.
Me pasé la lengua por los labios.
—Pero ahora estoy en peligro… Lo estoy desde que me secuestraron los Luces. —Y no había ni el menor destello de magia en él.
—Puede que sea una cuestión de medida. O puede que haga falta una amenaza física.
Suspiré. Estaba deseando tener esperanzas.
—Muchos «puede» son ésos. Supongo que nadie tuvo la delicadeza de darte unas instrucciones sobre cómo… funcionas ahora, ¿verdad?
—No.
—¿Pues qué propones, entonces? ¿Ataco a Serymn, y cuando me responda, vuelas la casa por los aires y nos matas a todos?
Hubo un momento de pausa. Creo que mi sarcasmo lo molestaba.
—En esencia, sí. Pero no sería muy lógico que te matara a ti, así que limitaré la cantidad de fuerza que utilice.
—Agradezco tu consideración, Lúmino, en serio.
Así que el resto del día pasó con dolorosa lentitud, mientras yo esperaba y trataba de no hacerme demasiadas ilusiones. Lúmino, a pesar de su promesa de explicarme su extraño comportamiento del día antes, no volvió a decir nada al respecto. Supuse que estaría recobrándose aún de su ordalía en el Vacio. Estuvo dormido durante el amanecer, cosa que nunca había hecho, aunque brilló como de costumbre. Esto, unido a mi compañía, pareció devolverle las fuerzas, y volvió a su habitual comportamiento taciturno después de despertarse.
Sin embargo, aquel día sentía sus ojos sobre mí con más frecuencia de la habitual y en una ocasión incluso me tocó. Fue cuando me levanté para pasear, con la intención de dar salida al exceso de energía que tenía. Pasé a su lado y él alargó una mano para tocarme el brazo. No le habría dado importancia, tomándolo por un error o un producto de mi imaginación, de no haber sido por la noche anterior. Era como si necesitara contacto de vez en cuando, por alguna razón que yo no alcanzaba a entender. Pero ¿cuándo había tenido sentido nada relacionado con Lúmino?
No hice preguntas, preocupada como estaba por mis propios asuntos, como la revelación de Dateh de que yo era un demonio. No me sentía como un monstruo. Y no tenía demasiadas ganas de hablar del asunto con Lúmino, que había masacrado a mis antepasados y prohibido a sus hijos volver a engendrar seres como yo.
Así que, por el momento, me parecía bien dejarlo a solas con sus secretos.
Hacia el atardecer sentí casi alegría al oír que alguien llamaba bruscamente a la puerta y luego entraba otra iniciada en la celda. Al levantarme para seguirla, Lúmino hizo lo propio y se colocó a mi lado. Oí que la muchacha balbuceaba un instante, sorprendida, pero finalmente suspiró y se nos llevó a los dos.
Llegamos al comedor privado, donde nos esperaba Serymn en compañía de Dateh. Esta vez no había nadie más, aparte de los criados, que ya estaban ocupados poniendo la mesa, y unos pocos guardias. Si la presencia de Lúmino molestó a Serymn, no dijo nada al respecto.
—Bienvenida, dama Oree —dijo mientras nos sentábamos. Volví la cabeza hacia el momentáneo resplandor del sello de sangre Arameri en un intento de mostrarme cortés, aunque empezaba a detestar que me llamaran «dama Oree». A esas alturas ya comprendía la razón. Los demonios de antaño también habían sido vástagos de los Tres, así que quizá fuesen tan dignos de respeto como los hijos de los dioses. Y no eran humanos. Algo que aún no estaba dispuesta a considerar respecto a mí misma.
—Buenas tardes, dama Serymn —dije—. Y señor Dateh. —No podía verlo, pero su presencia era tan palpable contra mi piel como la fría luz de la luna.
—Oree —dijo Dateh. Entonces, con tanta sutileza que casi me pasó inadvertido, su tono cambió al dirigirse a Lúmino—. Y buenas tardes también a tu acompañante. ¿Quizá hoy tendrás la amabilidad de presentarte?
Lúmino no dijo nada y Dateh dejó escapar un suspiro de exasperación. Tuve que refrenar el impulso de echarme a reír, porque, por muy divertido que fuese oír que Lúmino volvía loco a otro, me sorprendía la facilidad con la que Dateh perdía los estribos. Por alguna razón, parecía haberle cogido una instantánea aversión.
—Conmigo tampoco habla —dije con tono frívolo—. No mucho, al menos.
—Mmm —dijo Dateh. Esperé que hiciera más preguntas sobre Lúmino, pero se limitó a guardar silencio, irradiando hostilidad.
—Qué interesante —dijo Serymn, cosa que me fastidió porque era exactamente lo que yo había estado pensando—. En fin, dama Oree, confío en que hayas pasado un buen día.
—La verdad es que ha sido aburrido —dije—. Preferiría volver a uno de los grupos de trabajo. Así podría haber salido de mi habitación.
—¡Ya me imagino! —dijo Serymn—. Pareces el tipo de mujer que prefiere vivir la vida de una manera más espontánea y activa.
—Bueno… Sí.
Asintió. El sello subió y bajó en la oscuridad.
—Puede que te cueste aceptar esto, dama Oree, pero lo que has pasado ha sido un paso necesario para cimentar tu adhesión a nuestra causa. Como has descubierto hoy, la carencia de opciones convierte en deseable hasta la más servil de las tareas. Cuando se corta un lazo, otros se vuelven más viables. Es un método duro, pero tanto la Orden como la familia Arameri lo han utilizado con notable éxito durante siglos.
Me guardé para mí lo que pensaba realmente de su éxito y disimulé mi furia tomando un sorbito de mi copa de vino.
—Pensaba que os oponíais a los métodos de la Orden.
—Oh, no, sólo a sus recientes cambios doctrinales. En los demás aspectos, los métodos de la Orden cuentan con la sanción del tiempo, así que los hemos adoptado de buen grado. Al fin y al cabo, somos fieles seguidores de la senda del Padre Brillante.
Tendría que haber sabido lo que provocaría esto.
—¿Cómo puede beneficiar a Itempas —preguntó Lúmino de improviso, sobresaltándome— que se ataque a sus hijos?
Se hizo el silencio en la mesa. El mío era de asombro. También el de Serymn. El de Dateh… no era capaz de interpretarlo. Pero bajó el tenedor.
—Nosotros creemos —dijo con una levísima tensión en sus palabras— que no pertenecen al reino de los mortales y obran contra la voluntad del Padre al venir aquí. Al fin y al cabo, sabemos que desaparecieron de este plano tras la Guerra de los Dioses, cuando Itempas se hizo con el control exclusivo del cielo. Y ahora que su control parece haber… mmm… menguado, los hijos de los dioses, como niños rebeldes, se aprovechan. Y puesto que nosotros poseemos la capacidad de corregir ese asunto… —Oí que se movía el tejido de su túnica. Un encogimiento de hombros—. Hacemos lo que Él esperaría de sus servidores.
—Mantener cautivos a sus hijos —dijo Lúmino, y sólo un necio no habría reparado en la ardiente furia de su voz—. ¿Y… matarlos?
Serymn se echó a reír, aunque parecía afectada.
—Das por supuesto que nosotros…
—¿Por qué no? —También Dateh parecía fríamente enfurecido. Oí que algunos de los criados se removían con nerviosismo al fondo—. Durante la Guerra de los Dioses, ellos utilizaron este mundo como campo de batalla. Ciudades enteras fueron destruidas por los hijos de los dioses. No les importaron nada las vidas mortales que se perdieron.
Esto me hizo enfurecer a mí.
—¿Qué es esto, entonces? —pregunté—. ¿Venganza? ¿Por eso mantenéis a Madding y a los demás…?
—Ellos no son nada —repuso Dateh—. Carne de cañón. Un cebo. Los matamos para atraer presas más grandes.
—Oh, claro. —Solté una carcajada sin poder evitarlo—. Me había olvidado. ¡Pensáis que podéis matar al Señor de la Noche!
Oí, pero preferí no pensar en ello, la repentina inhalación de Lúmino.
—Así es, en efecto —respondió Dateh con voz fría. Llamó a uno de los criados con un chasquido de los dedos. Tras una breve conversación entre murmullos, el criado se marchó—. Y te lo voy a demostrar, dama Oree.
—Dateh —dijo Serymn. Parecía… ¿preocupada? ¿Molesta? No habría podido decirlo. Era una Arameri. Puede que el mal genio de Dateh estuviera poniendo en peligro un plan muy elaborado.
Él la ignoró.
—Olvidas, Oree, que existen numerosos precedentes para lo que queremos hacer. ¿O es que no sabes cómo comenzó la Guerra de los Dioses? Suponía que, habiendo sido la amante de un dios…
De repente, cobré clara conciencia de Lúmino. Seguía sentado, muy quieto. Apenas podía oír su respiración. Era absurdo que sintiera lástima por él en aquel momento. Había asesinado a su hermana, esclavizado a su hermano y sometido a sus hijos durante dos mil años. Sentía tan poco interés por la vida en general, incluidas la mía y la suya, que más muertes no tendrían que haber significado nada para él.
Y sin embargo…
Yo le había tocado la mano, el día de la muerte de Role. Había oído cómo temblaba su voz firme al hablar del Señor de la Noche. Tuviera los problemas que tuviese, por muy miserable que fuera, Lúmino aún era capaz de amar. Madding se había equivocado en eso.
¿Y cómo se sentiría un hombre al enterarse de que su hija había sido asesinada a imagen de sus propios pecados?
—Algo… he oído —dije con voz intranquila. Lúmino guardó silencio.
—Entonces, lo entiendes —dijo Dateh—. Itempas el Brillante deseaba algo y mató para conseguir su deseo. ¿Por qué no debemos nosotros hacer lo mismo?
—Itempas el Brillante también personifica el orden —dije con la esperanza de cambiar de tema—. Si todo el que quiere algo en el mundo matara para conseguirlo, reinaría la anarquía.
—No es cierto —dijo Dateh—. Lo que pasaría es lo que ha pasado. Quienes tienen el poder, los Arameri y, en menor medida, la nobleza y los miembros de la Orden, matan con impunidad. Nadie más puede hacerlo sin su permiso. El derecho a matar se ha convertido en el más codiciado privilegio del poder en este mundo, así como en los cielos. Nosotros no adoramos a Itempas el Brillante porque sea el mejor de los dioses, sino porque es, o era, el mayor asesino entre ellos.
En ese momento se abrió la puerta del comedor. Oí un murmullo. El criado volvía. Hubo una especie de parpadeo y entonces, de repente, un brillo plateado y cambiante apareció en mi campo de visión. Sorprendida, volví los ojos hacia él, tratando de averiguar lo que era. Algo pequeño, de apenas tres centímetros de longitud, más o menos. De forma extraña. Puntiagudo, como la punta de un cuchillo, pero mucho más pequeño.
—Ah, conque puedes verlo —dijo Dateh. De nuevo parecía complacido—. Esto, Oree, es una punta de flecha. Una punta de flecha muy especial. ¿La reconoces?
Fruncí el ceño.
—No sé mucho sobre flechas.
Se echó a reír. Parecía que ya estaba de mejor humor.
—Lo que quiero decir es si reconoces el poder que contiene. Deberías. Esta punta de flecha, la sustancia de la que está formada, la hemos hecho con tu sangre.
Me quedé mirando el objeto, que brillaba como la sangre divina. Pero no con tanta intensidad. Su brillo era más extraño: un inconstante y danzarín revoloteo de magia, en lugar del resplandor constante al que yo estaba acostumbrada.
Mi sangre no tendría que haber sido especial. Era una simple mortal.
—¿Por qué la habéis hecho con mi sangre?
—Nuestra sangre se ha ido diluyendo con el paso de las eras —respondió Dateh. Dejó la punta de flecha en la mesa, delante de sí—. Se dice que Itempas sólo necesitó unas gotas para matar a Enefa. En estos tiempos, la cantidad necesaria para que fuese eficaz resultaría… poco práctica. Por ello la destilamos, concentramos su poder y luego moldeamos el producto resultante en una forma sencilla de usar.
Antes de que pudiera decir nada, oí un fuerte golpe y, con una violenta sacudida, la madera de la mesa chocó contra el suelo.
—Demonio —dijo Lúmino. Estaba en pie, con las manos plantadas sobre la mesa, que se estremecía por la fuerza de su rabia—. ¿Osas amenazar…?
—¡Guardias! —Era Serymn, furiosa y alarmada—. Siéntate si no quieres que…
El resto de la frase se perdió. Con un estrépito de cubiertos y mobiliario, Lúmino se precipitó hacia delante y su peso, al impactar con la mesa, hizo que ésta me golpeara con fuerza en las costillas. Más sorprendida que dolorida, retrocedí tambaleándome, tratando de encontrar un bastón que tendría que haber estado a mi lado. Como es lógico, no había nada, así que tropecé con la gruesa alfombra del comedor y caí de espaldas con los brazos abiertos prácticamente sobre la chimenea. Oí gritos, un chillido de Serymn, un violento roce de carne y tela. Varios hombres convergieron desde distintas direcciones, aunque no sobre mí.
Me incorporé para apartarme del cercano calor del fuego y mis manos buscaron asideros en la suave piedra esculpida de la chimenea, pero al hacerlo, resbalaron en algo caliente y arenoso. Ceniza.
Detrás de mí sonaba como si hubiera estallado otra Guerra de los Dioses. Lúmino gritó al recibir un golpe. Un instante después, el responsable salió volando. Oí ruidos de asfixia, de esfuerzo y de más platos que se hacían pedazos. Pero no magia, comprendí con alarma. No podía ver nada, más que el pequeño y pálido fulgor de la punta de flecha en el suelo, donde había caído, y el balanceo del sello de Serymn mientras corría hacia la puerta para pedir ayuda a gritos. Lúmino estaba peleando por su rabia, no para protegerme, lo que significaba que lo hacía sólo como hombre. Inevitablemente, lo reducirían pronto.
«La ceniza».
Mis manos tantearon acercándose al fuego, lisias para retirarse si se encontraban con algo candente. Mis dedos tropezaron sobre un fragmento duro e irregular, bastante caliente, pero no tanto como para quemar. Al tocarlo se desprendieron varios fragmentos. Un trozo de madera vieja que se había transformado en carbón, posiblemente después de quemarse durante varios días.
El color negro.
Detrás de mí, Dateh había logrado quitarse a Lúmino de encima, aunque respiraba de forma entrecortada. Serymn lo había cogido. La oí murmurar, preocupada, para comprobar si estaba bien. Tras ellos, un grito de golpes y gritos proferidos por hombres que irrumpían en la sala.
La inspiración me golpeó como una patada en las tripas. Retrocedí gateando, con el carbón en la mano, aparté la alfombra y comencé a frotar con él el suelo, formando círculos. Más y más círculos…
Alguien pidió una cuerda. Serymn gritó que no se molestaran, que simplemente mataran al condenado…
… y círculos y círculos y…
—¿Dama Oree? —dijo Dateh, con voz quebrada y confundida a la vez.
… y círculos y círculos, febrilmente, dejando caer las gotas de sudor de mi frente sobre los negros círculos y también la sangre de mis nudillos arañados, para formar un círculo tan profundo y oscuro como un agujero a la nada, frío, silencioso, terrible y vacío. Y en algún lugar de aquel vacío, azul, verde y brillante, cálido, delicado e irreverente…
—¡Por los dioses, detenedla! ¡Detenedla!
Conocía la textura de su alma. Conocía su sonido, similar a unas campanas. Sabía que Dateh y a los Luces Nuevas habían contraído con él una deuda de dolor y sangre, y deseaba que se la cobrara con todo mi corazón.
Bajo mis ojos y mis dedos apareció el agujero, con los bordes irregulares, allí donde la fuerza de mis movimientos roto fragmentos del trozo de carbón.
—¡Madding! —grité a su interior.
Y él acudió.
Lo que surgió del agujero era una luz, una masa titilante de un color entre verde y azul que rebullía, hinchada como una nube de tormenta. Al cabo de un instante, con un parpadeo, adoptó la forma que me era más familiar: un hombre hecho, contra toda razón, de aguamarina viviente, dotada de movimiento. Permaneció un instante flotando donde había estado la nube, girando lentamente, acaso desorientado por las privaciones del Vacío. Pero sentí que la rabia bañaba la habitación en el mismo instante en que veía a Dateh, a Serymn y a los demás, y oí que el repique de sus campanas cobraba mayor fuerza hasta transformarse en un severo y broncíneo estrépito cargado de terribles propósitos.
Dateh exclamó algo en medio de los gritos de pánico de los guardias, pidiendo alguna cosa. Vi un tenue destello procedente de su dirección, casi ahogado por el resplandor de Madding. Éste profirió un rugido inhumano, que hizo estremecer la casa entera, y se precipitó hacia delante…
… pero entonces retrocedió violentamente y cayó al suelo, alcanzado por algo. Esperé a que se levantara, más enfurecido aún. Los mortales podían molestar a los dioses, pero nunca detenerlos. Sin embargo, y para mi sorpresa, Madding jadeó y la luz de sus facetas se apagó repentinamente. Y no se levantó.
Débilmente, en medio de mi asombro, oí que Lúmino gritaba con algo muy parecido a la angustia.
No tendría que haber sentido miedo. Sin embargo, percibí el regusto amargo del pánico en la boca mientras me ponía en pie lo más rápidamente posible y pasaba sobre mi dibujo en mi precipitación por llegar hasta él. Ya no era más que un inerte dibujo al carboncillo. Volví a tropezar con la alfombra, me enderecé, choqué sobre una silla que había en el suelo y finalmente seguí avanzando a rastras. Llegué hasta Madding, que estaba tendido de costado, y le di la vuelta.
No había luz en su vientre. El resto de él brillaba como siempre, aunque con menos fuerza, pero esa parte de su cuerpo no podía verla en absoluto. Tenía las manos allí y, al seguirlas con la mirada, descubrí que la suave y dura sustancia de su cuerpo había sido atravesada por algo alargado y fino, hecho de madera, que sobresalía de él. Un proyectil de ballesta. Agarré el astil con las dos manos y tiré para arrancarlo. Madding gritó, arqueó el cuerpo… y el borrón de nada de su abdomen se extendió aún más.
Allí estaba la punta de flecha. La punta de flecha de Dateh, la que había hecho con mi sangre. No quedaba gran cosa de ella: al tocarla, descubrí que tenía la consistencia de la tiza blanca y que se desmenuzaba con la mera presión de mis dedos.
De repente, Madding chisporroteó como la llama de una vela y sus brillantes facetas se transformaron en mera carne mortal y pelo enredado. Pero aún podía ver parte de él. Busqué su vientre a tientas y encontré sangre y una profunda herida. No estaba cerrándose.
Mi sangre. En él. Atravesando su cuerpo como un veneno, absorbiéndole la magia en su avance…
No, no sólo su magia.
Tiré la flecha a un lado y le toqué la cara con dedos temblorosos.
—¿Mad? No… no lo entiendo, esto no tiene sentido, es mi sangre, pero…
Madding inhaló con dificultades y tosió. Sus labios estaban cubiertos de sangre, sangre divina, que tendría que haber brillado con su propia luz, pero era oscura y tapaba aquellas partes de él que aún podía ver. Y que también estaban desvaneciéndose. La flecha lo estaba matando.
No. Era un dios. Y los dioses no morían.
Pero Role lo había hecho y Enefa también y…
Madding tosió ahogadamente, tragó saliva y me enfocó con la mirada. No tenía sentido que se echara a reír, pero lo hizo.
—Siempre supe que eras especial, Oree —dijo—. ¡Un demonio! Una leyenda. Dioses. Siempre supe… algo. —Sacudió la cabeza. Entre la debilidad de su luz y mis lágrimas, apenas alcanzaba a verle—. Y yo que pensaba que te vería morir…
—No… No quiero. Esto no puede ser. No. —Sacudí la cabeza mientras balbuceaba sin sentido. Madding me cogió la mano. La suya estaba resbaladiza y caliente a causa de la sangre.
—No dejes que te utilice, Oree. —Levantó la cabeza para asegurarse de que lo oía. Ya apenas podía ver su cara, pero podía sentirla, caliente y febril—. Ellos nunca entendieron… Juzgan con demasiada rapidez. No eres solamente un arma. —Se estremeció, su cabeza cayó hacia atrás y cerró los ojos—. Te habría amado… hasta…
Desapareció. Aún podía sentirlo bajo mis manos, pero no estaba allí.
—No te escondas de mí —dije. Mi voz, carente de fuerza, no llegaba muy lejos, pero aun así tendría que haberla oído. Tendría que haber obedecido.
Unas manos me sujetaron y me obligaron a ponerme en pie. Me dejé llevar, preocupada por lo único que deseaba: «Quiero verte».
—Tú me has obligado, Oree. —Dateh. Se acercó, visible por una vez. Había usado su magia durante la pelea. Se frotaba la garganta y tenía la cara magullada y ensangrentada. Alguien le había desgarrado parte de la túnica. Parecía furioso.
Era horrible poder verlo a él y no a Madding.
—Un portal a mi Vacío. —Soltó una carcajada, desprovista de toda alegría, y luego arrugó el semblante, pues parecía que reír le hacía daño en la garganta—. Asombroso. ¿Lo habéis planeado entre tu anónimo compañero y tú? Tendría que haber sabido que no podía confiar en una mujer que le había entregado su cuerpo a uno de ellos.
Escupió al suelo, puede que al cadáver de Madding.
«Madding, no, no hay nada ahí, eso no es él».
Entonces, se volvió y llamó con un gruñido a uno de los guardias.
—Trae tu espada.
En ese momento me puse a rezar. No sabía si Lúmino podía oírme o si le importaba. Tampoco me importó a mí. «Padre Brillante, te lo ruego, deja que este hombre me mate».
—¿Es necesario? —preguntó Serymn con voz teñida de desagrado—. Aún podríamos convertirla a nuestra causa.
—Hay que hacerlo en los momentos posteriores a la muerte. No pienso permitir que todo esto se desperdicie. —Alargó el brazo para cogerle algo al guardia. Esperé sin sentir nada mientras Dateh me dirigía una mirada tan fría como el viento en las ramas más altas del Árbol.
—Cuando Itempas el Brillante mató a Enefa —dijo— también abrió su cuerpo y extrajo un trozo de carne que contenía todo su poder. De no haberlo hecho, habría sido el fin del universo. Al matar al Señor de la Noche corremos el mismo riesgo, así que he pasado años investigando dónde tienen el alma los dioses cuando adoptan forma carnal.
Entonces, levantó la espada con las dos manos, tan deprisa que por un instante vi seis pares de brazos en lugar de dos y tres dentaduras con los labios contraídos por el esfuerzo.
Hubo un siseo. Sentí que el aire desplazado me rozaba el rostro. Pero el impacto, al producirse, no lo recibí en el cuerpo, a pesar de que oí el ruido, blando y húmedo, de la carne golpeada.
Fruncí el ceño mientras el horror luchaba por abrirse paso por mi mente abotargada. Madding.
Dateh arrojó la espada a un lado e indicó a otro hombre que lo ayudara. Se inclinaron. El olor de la sangre divina se alzó a mi alrededor, denso y empalagoso, familiar, tan extraño en aquel lugar como lo había sido en el callejón donde había encontrado a Role. Oí… Dioses. Los sonidos que cabría esperar en uno de los infiernos infinitos. Carne desgarrada. Huesos y cartílagos destrozados.
Entonces, Dateh se incorporó. Su mano, teñida de oscuridad, sostenía algo. Su túnica, manchada también, brillaba intermitentemente. Contempló lo que tenía en la mano con una mirada que yo no podría haber interpretado sin tocarle el rostro con mis dedos, pero me la imaginé. Repulsión, en parte, y resignación. Pero también codicia. Un deseo digno de un dios.
Cuando se llevó el corazón de Madding a los labios y lo mordió…
No recuerdo nada más.