POSESIÓN

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Acuarela

Había una vez una chica.

Lo que he deducido, y lo que se insinúa en los libros de Historia, es que tuvo la desgracia de ser la hija de un hombre cruel. Tanto él como su esposa la pegaban y la maltrataban de muchas maneras. Itempas el Brillante es, entre otras cosas, el Dios de la Justicia. Puede que por ello respondiera como lo hizo cuando ella acudió a su templo con el corazón rebosante de rabia infantil.

—Quiero que muera —dijo (o eso imagino yo)—. Por favor, gran señor, haz que muera.

Ya conoces la verdad sobre Itempas. Es el dios del Calor y de la Luz, que todos consideramos cosas agradables y delicadas. Yo antes también lo veía así. Pero el calor, si no se enfría, quema. La luz, si nada la eclipsa, puede lastimar hasta unos ojos ciegos como los míos. Tendría que haberme dado cuenta. Tendríamos que habernos dado cuenta todos. Él nunca fue lo que queríamos que fuese.

Así que cuando la niña suplicó al Señor Brillante que asesinara a su padre, él respondió:

—Mátalo tú misma.

Y le regaló un cuchillo perfecto para sus pequeñas y débiles manos de niña.

Ella se llevó el cuchillo a casa y lo utilizó aquella misma noche. Al día siguiente, volvió al Señor Brillante con las manos y el alma teñidos de rojo, feliz por primera vez en su corta vida.

—Te amaré por siempre —declaró. Y Él, por primera vez, quedó impresionado por la voluntad de la mortal.

O al menos eso imagino yo.

La niña estaba loca, claro. Sucesos posteriores así lo demostraron. Pero yo creo que aquella locura, más allá de la simple devoción religiosa, fue lo que más impresionó al Señor Brillante. El amor de la niña era incondicional y su determinación no estaba diluida por cosas tan banales como la conciencia o la duda. Me parece propio de Él, creo, valorar tal firmeza de propósito, a pesar de que, al igual que sucede con el calor y la luz, el amor en exceso nunca es bueno.

Desperté una hora antes del alba y al instante me acerqué a la puerta a escuchar. Se oía gente que se movía por los pasillos, y a veces captaba algún que otro fragmento de la canción arrulladora y sin palabras de los Luces. Más rituales matutinos. Si seguían el mismo patrón que en mañanas anteriores, tenía una hora, quizá más, antes de que vinieran.

Me puse rápidamente manos a la obra y aparté la mesa lo más silenciosamente posible. Luego enrollé una alfombra para dejar a la vista el suelo de madera, que inspeccioné detenidamente. La superficie estaba bien pulida y delicadamente acabada. Una capa de polvo la cubría. No se parecía en nada a un lienzo.

Era más bien como los ladrillos del paseo del sur, el día que acabé con las vidas de los Guardianes de la Orden.

Mi corazón palpitaba con fuerza mientras recorría la habitación recogiendo los objetos que había ocultado o grabado en mi cabeza como potencialmente útiles. Un trozo de queso y un pimiento verde de la comida anterior. Varios trozos de cera fundida de las velas. Una pastilla de jabón. Pero no tenía nada que oliera o supiera a color negro, lo que resultaba frustrante. Tenía la sensación de que iba a necesitarlo.

Me arrodillé en el suelo, cogí el queso y aspiré hondo.

Kitr y Paitya habían dicho que mi dibujo era una puerta. Si dibujaba un lugar que conocía y volvía a abrir aquella puerta, ¿podría viajar hasta allí? ¿O acabaría como los Guardianes de la Orden, muerta en dos sitios al mismo tiempo?

Sacudí la cabeza, furiosa conmigo misma por mis dudas.

Con una mezcla de cuidado y torpeza, dibujé la Avenida de las Artes. El queso me era más útil por su textura que por su color, porque su tacto era basto, como los adoquines que había pisado durante los últimos diez años. Me habría encantado contar con negro para perfilar esos adoquines, pero no me quedaba más remedio que pasar sin él. La cera de las velas fue lo primero en terminarse —era demasiado blanda—, pero entre ella y el jabón, logré dibujar algo parecido a una mesa y luego otra. Después se agotó el pimiento, cuyo zumo me irritó los dedos mientras lo iba desgastando en un intento por recrear el verdor del Árbol. Finalmente, aunque utilicé mi saliva y mi sangre para estirarlo y colorear como es debido los adoquines, el queso se deshizo en mil pedazos entre mis dedos. (Para conseguir la sangre, tuve que arrancarme la costra de la herida de la pasada noche. Por desgracia, no estaba menstruando).

Una vez terminada la obra, me recliné para observarla, con el rostro arrugado por el dolor de la espalda, los hombros y las rodillas. Era un dibujo tosco y de pequeño tamaño, de apenas dos manos de anchura, por falta de suficiente «pintura». Más impresionista de lo que me habría gustado, aunque había creado obras parecidas otras veces y había visto que también ellas poseían magia. Pero lo importante era lo que la recreación evocaba en mi mente y en mi corazón, no su aspecto. Y aquélla, por muy tosca que fuese, representaba con tal fidelidad la Avenida de las Artes que con sólo mirarla sentí un acceso de nostalgia.

Pero ¿cómo convertirla en real? Y luego, ¿cómo pasar al otro lado?

Puse los dedos sobre el borde del dibujo, con timidez.

—Ábrete.

No, no era así. En el paseo sur, el miedo me había dejado sin palabras. Cerré los ojos y lo dije mentalmente. «¡Ábrete!».

Nada. Pero lo cierto es que no había esperado que funcionase.

Una vez le había preguntado a Madding cómo era para él usar la magia. Había ingerido un poco de su sangre y me sentía inquieta y soñadora. En aquel momento, la única magia que se había manifestado en mí era el sonido de una música atonal y lejana. (No había olvidado la melodía, pero nunca la había tarareado en voz alta. Todos mis instintos me advertían en contra). Fue una decepción, pues me esperaba algo más grandioso y eso hizo que me preguntara cómo sería estar hecha de magia, en lugar de probarla a pequeñas dosis.

Él se encogió de hombros y respondió con tono alegre:

—Pues como caminar por las calles para ti. ¿Qué esperabas?

—Caminar por las calles —lo informé taimadamente— no se parece en nada a volar a las estrellas, cruzar mil kilómetros de un paso o convertirse en una gran roca de color azul cuando uno se enfada.

—Claro que sí —dijo—. Cuando decides andar por una calle, flexionas los músculos de las piernas, ¿verdad? Tanteas el camino con tu bastón. Escuchas, te aseguras de que no haya nadie en tu camino. Y entonces ordenas a tu cuerpo que se mueva y tu cuerpo se mueve. Crees que va a suceder, así que sucede. Pues así es la magia para nosotros.

«Desea que se abra la puerta y la puerta se abrirá».

Me mordí el labio inferior y volví a tocar el dibujo.

Esta vez traté de imaginarme la Avenida de las Artes como lo haría con uno de mis paisajes, combinando los recuerdos de un millar de mañanas. Estaría llena de gente en aquel momento, mercaderes, trabajadores y herreros que comenzaban sus quehaceres cotidianos. En algunos de los edificios que había más allá de los límites de mi dibujo, las cortesanas y los restaurantes estarían preparándose para el turno de la tarde. Los peregrinos que habían estado rezando al amanecer dejarían paso a los juglares que cantaban por dinero. Tarareé una cancioncilla yuuf que siempre había sido una de mis favoritas. Albañiles sudorosos, contables distraídos. Oí sus pies apresurados y su respiración tensa, y sentí su energía y su determinación.

Al principio no reparé en el cambio.

El olor del Árbol había impregnado el aire a mi alrededor desde que estaba en la Casa del Amanecer. Lenta, sutilmente, comenzó a cambiar, se transformó en el aroma más tenue y lejano al que yo estaba acostumbrada. Luego ese aroma se entremezcló con los olores del Paseo, los excrementos de caballo, el alcantarillado, las hierbas y los perfumes. Oí murmullos y no les presté atención… pero no venían del interior de la casa.

Lo cierto es que no reparé en el cambio hasta que el dibujo se abrió bajo mis pies y estuve a punto de caerme en él.

Sobresaltada, di un pequeño grito y retrocedí. Luego me lo quedé mirando. Parpadeé. Me agaché y lo miré mejor.

La tela de la mesa del tenderete más cercano de la avenida se movía… No podía ver gente —quizá porque no había dibujado ninguna figura—, pero sí que oía el parloteo de una multitud en la lejanía, los pies que se movían y el traqueteo de las ruedas. Se levantó una brisa que hizo bailar algunas hojas del Árbol sobre los guijarros del Paseo y me alborotó ligeramente el pelo de la nuca.

—Qué intrigante —dijo el nypri detrás de mí.

Con un chillido de sorpresa, traté de ponerme en pie de un salto y de alejarme simultáneamente de la voz. El resultado fue que tropecé con la alfombra enrollada y caí de bruces al suelo. Mientras trataba de levantarme y de agarrarme a la cama para orientarme, me di cuenta, demasiado tarde, de que lo había oído entrar, pero no había prestado atención al sonido. Llevaba allí en el cuarto, observándome, bastante tiempo.

Se acercó, me cogió de la mano y me ayudó a levantarme. Lo solté en cuanto pude. Detrás de él, constaté con consternación, el dibujo, no sólo había dejado de ser real, sino que también había desaparecido del todo de mi vista, una vez agotada su magia.

—Hace falta mucha concentración para controlar la magia —dijo—. Es impresionante, teniendo en cuenta que no has recibido instrucción. Y lo has hecho sin otra cosa que comida y cera. Naturalmente, esto quiere decir que tendremos que vigilarte de ahora en adelante y registrar tus aposentos con regularidad en busca de cualquier cosa que contenga pigmentos.

«¡Maldita sea!».

Apreté los puños para poder contenerme. ¿A qué has venido? —pregunté. La pregunta sonó más beligerante de lo que yo pretendía, pero no pude evitarlo. Estaba furiosa por la ocasión perdida.

—Irónicamente, había venido a pedirte que me hicieras una demostración de tus habilidades mágicas. Sigo siendo un escriba, aunque haya abandonado la Orden. Las manifestaciones únicas de magia hereditaria eran mi campo de estudio. —Se sentó en una de las sillas que había en el cuarto, ajeno a mi candente furia—. Pero he de advertirte de que si pretendías escapar por ese portal, tus esfuerzos habrían sido en vano. La Casa del Amanecer está protegida por una barrera que impide que la magia entre o salga. Una variación de mi Vacío, de hecho. —Dio unas pisadas en el suelo de madera—. Si hubieras tratado de atravesarlo por ese portal… Bueno, no sé con certeza lo que habría sucedido. Pero tú, o tus restos, no habríais llegado muy lejos.

Intestinos destrozados, voces gritando… Me invadió una sensación de debilidad y derrota.

—De todos modos tampoco era lo bastante grande para entrar en él —murmuré mientras me metía en la cama.

—Cierto. Sin embargo, con un poco de práctica… y más pintura, sin duda podrías atravesar esos portales.

Aquello captó mi atención.

—¿Qué?

—Tu magia no es muy distinta de la mía —dijo, y en aquel momento, repentinamente, me acordé de los agujeros que había utilizado para capturarnos a Madding, a los demás y a mí—. Son dos variaciones de una técnica de los escribas que permite el transporte instantáneo a través de la materia y las distancias utilizando un portal. Lo que, a su vez, no es más que una aproximación de la capacidad de los dioses de moverse por el tiempo y el espacio a voluntad. Sin embargo, parece que tu don se expresa de manera extrovertida, mientras que el mío lo hace de manera introvertida.

Solté un gemido.

—Vamos a fingir que no me he pasado toda la vida estudiando polvorientos pergaminos llenos de palabras inventadas.

—Ah. Mis disculpas. Déjame que utilice una analogía. Imagina que tienes una pepita de oro en las manos. El oro es bastante blando en su forma natural. Puedes moldearlo con las manos si ejerces la suficiente presión. De ese modo puedes convertirlo en muchas cosas: monedas, un brazalete, una copa para agua… Pero el oro no sirve para todo. Una espada hecha de oro se doblaría con facilidad y pesaría demasiado. En este caso, un metal diferente, como el hierro, es mejor.

Un frufrú de tela fue lo único que oí antes de que Dateh me lomara la mano. Tenía los dedos secos, las yemas duras. Dio la vuelta a mis manos y examinó las callos que me habían dejado las muchas horas trabajando la madera y recortando arbolillos, así como las manchas de la pintura que había improvisado. No me aparté, a pesar de que lo deseaba. No me gustaba el tacto de su mano.

—La magia que hay en tu interior es como el oro —dijo—. Has aprendido a modelarla de un modo, pero existen otros. Supongo que los descubrirás si dispones de tiempo para experimentar con ella. La magia que hay en mí se parece más al hierro: del mismo modo, se puede modelar y darle usos distintos, pero sus propiedades y características fundamentales son distintas. Y yo, a diferencia de ti, he aprendido muchas formas distintas de manejarla. ¿Lo entiendes ahora?

Lo entendía. Los agujeros de Dateh, sus portales o comoquiera que los llamara, eran como mis puertas. Podía crearlos a voluntad, quizá usando un método propio, como yo usaba la pintura. Pero mientras que su magia abría un espacio oscuro y vacío, desprovisto de… de todo, la mía abría caminos a lugares existentes… o creaba otros nuevos a partir de la nada.

Mientras reflexionaba sobre esto, me di cuenta de que me estaba frotando los ojos con la mano libre. Me dolían, aunque no tanto como en las ocasiones anteriores en que había usado la magia. Supongo que esta vez no me había excedido.

—Y tus ojos —dijo Dateh. Dejé de frotármelos, molesta. No se le escapaba una—. Son aún más singulares. Viste el símbolo de sangre de Serymn. ¿Puedes ver otras magias?

Pensé en mentir, pero a mi pesar, estaba intrigada.

—Sí —dije—. Todas ellas.

Pareció meditarlo un momento.

—¿Puedes verme?

—No. No llevas palabras divinas o las has ocultado.

—¿Qué?

Hice un gesto vago con la mano, lo que me dio la ocasión de apartarla de él.

—Veo las palabras divinas escritas sobre la piel de la mayoría de los escribas. No veo su piel, pero sí las palabras, escritas alrededor de sus brazos, brillando.

—Fascinante. La mayoría de los escribas lo hacen, ¿sabes? Cuando consiguen dominar un nuevo símbolo o una nueva palabra. Es una tradición. Inscriben la palabra en su piel como símbolo de comprensión. La tinta se borra, pero supongo que queda un residuo mágico.

—¿Tú no las ves?

—No, Oree. Tus ojos son únicos. No tengo nada comparable a eso. Aunque…

Al instante, Dateh se hizo visible para mí. Al principio estaba demasiado distraída por su aspecto para comprender el significado de lo que veía. No pude evitarlo, porque no era amn. O al menos no del todo, con aquel pelo tan lacio que era como si lo tuviese pegado al cráneo. Lo llevaba muy corto, posiblemente porque la moda entre los sacerdotes de dejarse crecer el pelo y recogérselo en una cola de caballo habría resultado ridícula en su caso. Su tez era más pálida que la de Madding, pero había otros detalles que apuntaban a una sangre amn impura. Era más menudo que yo y sus ojos eran tan negros como la madera de Darr pulida. Unos ojos más propios de mi propia raza o de una de las del Alto Norte.

¿Cómo, en el nombre de los dioses, una Arameri, un miembro del linaje más orgulloso de la raza amn, famoso por el desprecio con el que miraban a otras razas, había accedido a desposarse con un escriba rebelde que no era amn?

Pero mi asombro ante esto se desvaneció al comprender un hecho mucho más importante: podía verlo.

A él. No a las marcas de su poder como escriba. De hecho, no veía una sola palabra divina en él. Simplemente, era visible por entero, como un hijo de los dioses.

Pero los Luces odiaban a los hijos de los dioses…

—¿Qué demonios eres?

—Conque puedes verme —dijo—. Me lo estaba preguntando. Pero supongo que sólo cuando utilizo la magia.

—¿Cuando utilizas…?

Señaló hacia arriba, a un punto situado en una esquina de la habitación. Seguí la dirección de su dedo, confundida, pero no vi nada.

Un momento. Parpadeé y entorné los ojos, como si eso pudiera servirme de algo. Había otra cosa recortada contra la oscuridad de mi visión. Algo pequeño, no más grande que una moneda de diez meri o el símbolo de sangre de Serymn. Flotaba en el aire, donde emitía una extraña radiación negra de tenue fulgor. Era lo único que me permitía distinguirla de la oscuridad que veía normalmente. Casi parecía…

Tragué saliva. Lo era. Una versión minúscula, casi imperceptible, de los mismos agujeros que nos habían atacado en casa de Madding.

—Puedo ampliarlo a voluntad —dijo cuando finalmente la localicé—. Suelo usar agujeros de ese tamaño en tareas de reconocimiento.

En ese momento entendí por qué me había comparado al oro y a sí mismo al hierro: mi magia era más bella, pero la suya era mejor como arma.

—No has respondido a mi pregunta —dije.

—¿Que qué soy? —Parecía divertido—. Lo mismo que tú.

—No —dijo—. Tú eres un escriba. Yo tengo un don natural para la magia, pero mucha gente lo posee…

—Posees mucho más que un «don natural» para la magia, Oree. Eso —hizo un gesto hacia el suelo, donde estaba mi dibujo— es algo que sólo un escriba instruido y con muchos años de experiencia podría realizar. Y ese escriba tendría que pasar horas dibujando y tener media docena de pergaminos de seguridad a mano por si la activación salía mal. A ti no te ha hecho falta ninguna de las dos cosas. —Esbozó una sonrisa—. Ni a mí, debo añadir. Por ello se me considera una especie de prodigio entre los escribas. Como sucedería contigo si te hubieran instruido.

Apreté los puños sobre las rodillas. —¿Qué eres?

—Soy un demonio —dijo—. Lo mismo que tú.

Guardé silencio, más confusa que consternada. Esto vendría luego.

—Los demonios no existen —dije al fin—. Los dioses los destruyeron a todos hace eones. No queda nada de ellos, salvo en los cuentos para aterrorizar a los niños.

Dateh me dio unas palmaditas en la mano. Al principio pensé que era un torpe intento de reconfortarme. El gesto se me antojó inconveniente y forzado. Entonces, me di cuenta de que tampoco a él le gustaba tocarme.

—La Orden de Itempas castiga el uso no autorizado de la magia —dijo—. ¿Nunca te has preguntado por qué?

Lo cierto era que no. Yo pensaba que era otra forma de controlar quién tenía poder y quién no. Pero dije lo que los sacerdotes me habían enseñado.

—Es una cuestión de seguridad pública. La mayoría de la gente puede usar la magia, pero sólo los escribas deben hacerlo, porque poseen la preparación necesaria para que no haya peligro. Un error al escribir un símbolo y podrían abrirse grietas en la tierra, caer rayos del cielo o cualquier otra cosa.

—Es cierto, pero no es la única razón. El edicto contra el uso de la magia sin control es anterior al arte de los escribas, que la domesticó. —Estaba observándome. Era como Lúmino, como Serymn. Podía sentir su mirada. Mucha gente de voluntad poderosa me rodeaba, todos ellos peligrosos—. Al fin y al cabo, la Guerra de los Dioses no fue la primera guerra que libraron las deidades. Mucho antes de luchar entre sí, los Tres combatieron a sus propios hijos, los mestizos que habían engendrado con hombres y mujeres mortales.

De pronto, inexplicablemente, pensé en mi padre. Oí su voz en mis oídos, vi las delicadas ondas dejadas por su canción al desplazarse por el aire.

La voz de Serymn: «Ya corrían rumores sobre él». —Los demonios perdieron la guerra —dijo Dateh. Hablaba en voz baja, y se lo agradecí, porque me sentía mareada. Helada, como si la habitación se hubiera enfriado—. En realidad, fue un error que combatieran, teniendo en cuenta el poder de los dioses. Pero algunos de los demonios se dieron cuenta de ello y optaron por ocultarse.

Cerré los ojos y en mi interior volví a llorar por mi padre.

—Esos demonios sobrevivieron —dije. Me temblaba la voz—. Eso es lo que estás diciendo. No muchos. Pero los suficientes.

Mi padre. Su padre también, según me había dicho una vez. Y su abuela y su tío, y más. Generaciones de nosotros en la tierra de Maro, el corazón del mundo. Ocultos entre los más devotos adoradores del Señor Brillante.

—Sí —respondió Dateh—. Sobrevivieron. Y algunos de ellos, quizá para camuflarse mejor, se ocultaron entre mortales que tenían sangre divina en las venas, más diluida, mortales que tenían que esforzarse para usar la magia, que tenían que hacer uso de la lengua divina hasta para realizar la más sencilla de las tareas. El legado de los dioses es lo que hizo que se abriera la puerta a la magia para la humanidad, pero para la mayoría de los mortales, esa puerta solamente está entreabierta.

»Pero unos pocos de nosotros nacemos con más magia. Para estos mortales, la puerta está abierta de par en par. No necesitamos símbolos ni años de estudio. Llevamos la magia grabada en nuestra misma carne. —Tocó uno de mis párpados y me encogí—. Puedes llamarnos un renacimiento, si quieres. Como nuestros asesinados antepasados, somos lo mejor de la raza humana… y lo único que temen los dioses.

Volvió a dejar caer su mano sobre la mía, esta vez no con timidez, sino con afán posesivo.

—No dejaréis que me vaya nunca, ¿verdad? —pregunté en voz baja.

Hizo una pausa momentánea.

—No, Oree —dijo y lo oí sonreír—. En efecto.