Estudio a carboncillo
Aquella tarde, Hado me colocó en un grupo de trabajo encargado de limpiar el gran refectorio. Estaba formado por nueve hombres y mujeres, algunos de ellos mayores que yo pero la mayoría más jóvenes, al menos a juzgar por sus voces. Me observaron con franca curiosidad mientras Hado les hablaba de mi ceguera… sin decirles, me fijé, que había ingresado en la secta a la fuerza.
—Es bastante autosuficiente, como sin duda descubriréis, pero, como es lógico, hay ciertos trabajos que es incapaz de realizar. —Fue lo único que dijo y al oír sus palabras, supe lo que venía a continuación—. Por ello, hemos asignado a varios de los iniciados mayores la tarea de supervisar vuestro grupo de trabajo, por si necesita ayuda. Espero que no os importe.
Le aseguraron que no con tonos de tan abyecta sumisión que al instante sentí aversión por todos ellos. Pero al marcharse Hado, me acerqué a la líder del grupo, una joven ken llamada S'miya.
—Deja que me encargue de la fregona —dije—. Hoy tengo ganas de trabajar duro.
Así que me dio el cubo.
El mango de la fregona se parecía mucho al de un bastón. Me sentí más segura con ella, como si controlara mi propio cuerpo por primera vez desde mi llegada a la Casa del Amanecer. Era una ilusión, por supuesto, pero me aferré a ella porque la necesitaba. El refectorio era enorme, pero me apliqué a la tarea sin prestar atención al sudor que goteaba desde mi frente y que me pegaba el vestido al cuerpo. Cuando finalmente S'miya me tocó el brazo para decirme que habíamos terminado, me sorprendió y decepcionó que la limpieza hubiera pasado tan deprisa.
—Haces que nuestro Señor se enorgullezca al trabajar tanto dijo con tono de admiración.
Me enderecé para aplacar los dolores de mi espalda y pensé en Lúmino.
—No sé por qué, lo dudo. —Mis palabras provocaron un momento de silencio desconcertado, que se prolongó en respuesta a una carcajada mía.
Hecho esto, uno de los iniciados de mayor edad me llevó a los baños, donde me di un buen remojón para aliviar las agujetas que, a buen seguro, sentiría al día siguiente. Luego me llevaron de vuelta a mi habitación, donde una comida caliente me esperaba en la mesa. De nuevo cerraron la puerta con llave. Sólo me habían dejado un tenedor para comer, sin cuchillo. Pero mientras comía pensé en lo fácil que sería acostumbrarse a un cautiverio así: la sencillez del trabajo honrado, himnos tranquilizadores en los pasillos y comida, ropa y un techo gratuitos. Siempre me había preguntado por qué ingresaba la gente en una organización como la Orden y estaba empezando a descubrirlo. Comparado con las complejidades del mundo exterior, aquello era mucho más sencillo para el cuerpo y el corazón.
Por desgracia, también significaba que, después de bañarme y de comer, el silencio se cerraba a mi alrededor. Pero mientras permanecía tristemente sentada en mi silla junto a la ventana, con la cabeza apoyada en el cristal, como si eso pudiera aliviar el dolor de mi corazón, volvió Hado. Alguien lo seguía, una mujer a la que no conocía aún.
—Marchaos —dije.
Hado se detuvo. La mujer también.
—Estamos de mal humor, según parece —dijo él—. ¿Cuál es el problema?
Solté una carcajada ronca.
—Nuestros dioses nos odian. Aparte de eso, todo marcha como la seda.
—Ah. Es un mal humor filosófico. —Se desplazó para sentarse en algún lugar frente a mí. La mujer, cuyo perfume era tan intenso que resultaba desagradable, se colocó cerca de la puerta—. ¿Tú odias a los dioses?
—Son dioses. Da igual que los odiemos.
—No estoy de acuerdo. El odio puede ser una motivación muy poderosa. Todo nuestro mundo es como es a causa del odio de una mujer.
Más proselitismo, comprendí. No estaba de humor para hablar con él, pero era mejor que estar sola, pensando, así que respondí:
—¿La mujer mortal que se convirtió en la Dama Gris?
—En realidad hablaba de una de sus antepasadas: la fundadora del clan Arameri, Shahar, sacerdotisa de Itempas. ¿Sabes quién era?
Suspiré.
—Puede que Nimaro sea un lugar atrasado, maese Hado, pero fui a la escuela.
—Las lecciones de los Salones Blancos omiten los detalles, Oree, lo que es una lástima, porque son deliciosos. ¿Sabías que fue la amante de Itempas, por ejemplo?
Deliciosos, sí. Mi mente trató de conjurar una imagen de Lúmino, el pétreo, frío e indiferente Lúmino, teniendo una aventura apasionada con una mortal. O con cualquiera, ya que estábamos. Demonios, no me lo podía imaginar ni siquiera practicando el sexo.
—No, no lo sabía. Y no estoy tan segura de que tú lo sepas.
Se echó a reír.
—De momento, vamos a suponer que es cierto, ¿mmm? Ella era su amante, la única mortal a la que jamás consideró digna de ese honor. Y ella lo amaba de verdad porque cuando Itempas luchó contra sus hermanos divinos, ella los odió también. Gran parte de lo que hicieron los Arameri después de la guerra, imponer el Brillo a todas las razas, perseguir a quienes habían venerado a Nahadoth o a Enefa, es la consecuencia de su odio. —Hizo una pausa—. Uno de los dioses a los que hemos capturado era tu amante, ¿no?
Tuve que hacer un gran esfuerzo para no reaccionar ni decir nada.
—Según parece, tu historia con Madding fue algo serio. Se dice que tu relación había terminado, pero sabemos que acudiste a él en momentos de necesidad.
Al otro lado de la habitación, la mujer que había entrado con Hado dejó escapar un leve resoplido de asco. Casi me había olvidado de su presencia.
—¿Cómo te sientes ahora que alguien lo ha atacado? —preguntó Hado. Su voz era gentil, compasiva. Seductora—. Dices que los dioses nos odian y, por el momento, creo que tú también los odias a ellos, al menos un poco. Sin embargo, me cuesta creer que tus sentimientos por el ser que compartía tu cama hayan cambiado del todo.
Aparté la cara. No quería pensar en ello. No quería pensar en nada. ¿Y para qué habían venido Hado y aquella mujer? ¿No tenía otras ocupaciones como maestro de iniciados?
Hado se inclinó hacia delante.
—Si pudieras, ¿lucharías contra nosotros para salvar a tu amante? ¿Arriesgarías la vida para liberarlo?
«Sí», pensé al instante. Y con la misma inmediatez, las dudas que había sentido desde mi conversación con Serymn se desvanecieron.
Algún día, cuando Madding y yo hubiéramos escapado de aquel lugar, le preguntaría por sus relaciones con los mortales. Le preguntaría por su papel en la Guerra de los Dioses. Descubriría lo que les hacía a las personas que no le pagaban. Había sido una negligente por no haberlo hecho antes. Pero ¿importaría eso al final? Madding había vivido miles de años frente a los pocos que yo tenía. En ese tiempo, seguro que había hecho cosas que me espantarían. ¿Saberlas haría que lo amara menos?
—Ramera —dijo la mujer.
Me puse tensa.
—¿Cómo?
Hado profirió un resoplido de exasperación.
—Erad, hermana radiante, guarda silencio.
—Pues apresuraos —le espetó ella—. Quiere la muestra lo antes posible.
Estaba tensa, lista para arrojarle algunas palabras duras… o la silla que tenía debajo. Pero aquellas palabras captaron mi atención.
—¿Qué muestra?
Hado exhaló un largo suspiro mientras elegía cuidadosamente sus siguientes palabras.
—La ha pedido el nypri dijo al fin—. Quiere un poco de tu sangre.
—¿De mi qué?
—Es un escriba, Oree, y tú posees habilidades mágicas que nadie había visto nunca. Supongo que quiere estudiarte en profundidad.
Apreté los puños, furiosa.
—¿Y si no quiero dar esa muestra?
—Oree, conoces perfectamente la respuesta a esa pregunta.
Se le había agotado la paciencia. Pero aun así, pensé en resistirme, para comprobar si Erad y él estaban preparados para usar la fuerza física. Era una estupidez, porque ellos eran dos y yo sólo una, aparte de que únicamente tenían que abrir la puerta y pedir ayuda para ser muchos más.
—De acuerdo —dije, y permanecí sentada.
Después de un momento —y probablemente también de una mirada de advertencia por parte de Hado—, Erad se me acercó, me cogió la mano izquierda y le dio la vuelta.
—Sostén el cuenco —le dijo a Hado, un instante antes de que yo soltara un jadeo al sentir que algo me perforaba la muñeca.
—¡Demonios! —grité mientras trataba de quitar la mano, pero Erad me sujetaba con fuerza, como si hubiera estado esperando mi reacción.
Hado me agarró por el otro hombro.
—No tardaremos mucho —dijo—. Se hará más largo si te resistes. —Bastó con esto para que dejara de luchar.
—En el nombre de los dioses, ¿qué estáis haciendo? —pregunté con un nuevo grito al sentir un nuevo pinchazo en mi muñeca. Oí cómo empezaba a caer un líquido, mi sangre, en algún recipiente. Me había clavado algo y luego había abierto más la herida para asegurarse de que la sangre continuara manando. Me dolía como todas las torturas del Infierno.
—El señor Dateh ha pedido doscientas gotas —musitó Erad. Transcurrió un momento y oí que suspiraba de satisfacción—. Con esto será suficiente.
Hado me soltó y se apartó mientras Erad me sacaba el doloroso instrumento del brazo. Luego me vendó la muñeca sin mucha delicadeza. Aparté mi brazo de ella en cuanto sentí remitir la fuerza de sus manos. Soltó un bufido de desdén, pero me dejó ir.
—Ordenaremos que te traigan la cena enseguida —dijo Hado mientras se dirigían a la puerta—. Cómetelo todo, eso impedirá que te debilites. Que descanses esta noche, Oree.
Con estas palabras, cerraron la puerta tras de sí.
Yo permanecí donde me habían dejado, acariciándome el brazo dolorido. La sangre no había dejado de manar del todo. Una gota que había escapado del vendaje empapado había comenzado a resbalar por mi brazo. Seguí la sensación de su descenso, mientras mis pensamientos vagaban de un modo similar. Cuando la gota cayó desde mi brazo, imaginé que chocaba contra el suelo. Su calor, que se enfriaba. Su olor.
Su color.
Había una forma de salir de la Casa del Amanecer, comprendí entonces. Sería peligroso. Posiblemente letal. Pero cualquier cosa era preferible a quedarme y descubrir qué me tenían preparado.
Me tendí con el brazo pegado al pecho. Estaba cansada, demasiado cansada para hacer el intento de momento. Exigiría buena parte de mis fuerzas. Pero por la mañana, los Luces estarían ocupados con sus rituales y sus tareas. Habría tiempo antes de que vinieran a buscarme.
Con pensamientos tan oscuros como la sangre, me quedé dormida.