SEDUCCIÓN

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Dibujo a carboncillo

No seguimos hablando de dioses o de absurdas conspiraciones después de la cena. Estaba demasiado aturdida para hacer más preguntas y aunque no hubiera sido así, Serymn dejó claro que no las habría respondido.

—Creo que ya hemos hablado suficiente por esta noche —dijo, antes de soltar una carcajada perfectamente medida—. Estás un poco pálida, querida.

Así que me llevaron de vuelta a mi cuarto, donde Jont me había dejado la ropa para la noche y un poco de vino especiado para antes de las plegarias, según la costumbre maroneh. Puede que lo hubiera encontrado en un libro. Temiendo que me estuvieran observando, bebí de la copa y luego recé por primera vez en varios años… pero no a Itempas el Brillante.

Lo que hice fue tratar de concentrar mis pensamientos en Madding. Me habían enseñado que los dioses podían oír las plegarias de sus devotos al margen de la distancia o de las circunstancias, si éstos rezaban con la fuerza suficiente. Yo no era exactamente una devota de Madding, pero esperaba que mi desesperación compensara ese hecho.

«Sé dónde estás —susurré en mi mente, pues podía haber espías en la habitación—. Aún no sé cómo sacarte de allí, pero estoy trabajando en ello. ¿Puedes oírme?».

Pero aunque repetí mi súplica y esperé de rodillas durante casi una hora, no hubo respuesta.

Sabía que Madding estaba en aquel lugar oscuro y privado de sensaciones —el Vacío—, pero no sabía lo que era. Hasta donde llegaban mis conocimientos, sólo los Luces podían abrir y cerrar el camino que conducía hasta él. O puede que únicamente su nypri, instruido por los escribas. Averiguar cómo se hacía sería mi próxima tarea.

A la mañana siguiente desperté al amanecer, después de haber dormido plácidamente en mi camastro. Ya había actividad en la casa. Podía oírla desde el otro lado de la puerta: gente que caminaba, escobas que barrían el suelo, conversaciones intrascendentes… Tendría que haber sabido que una organización formada por itempanos comenzaría su día mucho antes del amanecer. Desde más lejos, resonando en las paredes, me llegaba el sonido de un canto: el himno sin palabras de los Luces, mucho más tranquilizador y estimulante de lo que habían resultado los propios Luces. Puede que estuvieran realizando una ceremonia matutina. En tal caso, sólo era cuestión de tiempo que vinieran a buscarme. Tratando de contener mi intranquilidad, me vestí con la ropa que me habían dado y esperé.

No mucho después, se abrió mi puerta y entró alguien.

—¿Jont? —pregunté.

—No, soy Hado. —Se me hizo un nudo en el estómago, pero creo que conseguí disimular mi intranquilidad. Había algo en aquel hombre que me hacía sentir muy incómoda. No era sólo su participación en mi secuestro y en mi asimilación forzosa en una secta; ni sus veladas amenazas de la pasada noche. A veces me parecía incluso que podía verle, como una sombra más oscura de lo normal, recortada contra mi negra visión. Sobre todo, era la sensación constante, imposible de demostrar, de que el rostro que me había mostrado era un velo y de que detrás de él se estaba riendo de mí.

—Siento decepcionarte. —Había percibido mi incomodidad y eso, como cabía esperar, parecía divertirlo—. Jont tiene tareas de limpieza por las mañanas. Algo con lo que también tú tendrás que familiarizarte alguna vez.

—¿Alguna vez?

—Es tradicional que los nuevos iniciados se incorporen a los grupos de trabajo, pero aún estamos tratando de encontrar un puesto apropiado a tus necesidades especiales.

Aquello me molestó, sin que pudiera hacer nada por evitarlo.

—¿Te refieres a que soy ciega? Puedo limpiar perfectamente, sobre todo si me dais un bastón. —El mío, por desgracia, se había quedado en la calle, junto a la casa de Madding. Lo echaba de menos como a un viejo amigo.

—No, me refiero al hecho de que te escaparías a la menor ocasión. —Arrugué el semblante y él se rió por lo bajo—. Normalmente no tenemos centinelas para vigilar los grupos de trabajo, pero hasta que estemos seguros de tu compromiso con nuestra visión… Bueno, sería una estupidez dejarte sin supervisión.

Inhalé profundamente y dejé escapar el aire.

—Me sorprende que no tengáis procedimientos para tratar con iniciadas como yo, si el secuestro y la coerción son prácticas habituales entre vosotros.

—Lo creas o no, la mayoría de nuestros iniciados son voluntarios. —Pasó junto a mí e inspeccionó la habitación. Oí que cogía un portavelas de uno de los candelabros de pared, acaso interesado por el hecho de que yo había apagado la vela. No necesitaba la luz, claro, y nunca me había atraído la idea de morir abrasada mientras dormía. Continuó—: Se nos da bastante bien reclutar entre determinados grupos, en especial entre los devotos seglares itempanos a los que no les gustan los recientes cambios experimentados por la Orden. Y supongo que también nos irá bien en Nimaro cuando empecemos a trabajar allí.

—Incluso en Nimaro, maese Hado, hay gente que no cree que deba adorar a Itempas como todos los demás. Nadie les obliga a hacer lo que no quieren hacer.

—No es cierto —respondió, lo que me hizo fruncir el ceño—. Hasta hace diez años, todos los mortales de los Cien Mil Reinos adoraban a Itempas del mismo modo. Ofrendas y servicios semanales en un Salón Blanco, horas mensuales de servicio, lecciones para los niños de tres a quince años… Todos los días sagrados, por todo el mundo, se realizaban los mismos rituales y se cantaban las mismas plegarias. Y quienes disentían….—Se detuvo y se volvió hacia mí. Irradiaba el frío divertimento que tanto detestaba yo—. Bueno, dime tú lo que les pasaba, si tantos disidentes hay en tu tierra.

No dije nada, consternada, porque era una pulla dirigida específicamente a mi persona: una maroneh que había huido de Nimaro a la primera oportunidad. Y lo peor es que tenía razón. Mi padre sentía aversión por los Salones Blancos, los rituales y la rígida adhesión a la tradición. Hacía mucho, me había contado que los maroneh tenían sus propias formas de venerar a Itempas el Brillante, formas poéticas especiales y un libro sagrado propio, y sacerdotisas que eran guerreras e historiadoras, no supervisoras. Por entonces teníamos hasta nuestra propia lengua. Todo ello cambió con la llegada de los Arameri al poder.

—Ahí tienes —dijo Hado. Podía leer mi rostro como un libro abierto y yo lo detestaba por ello—. Itempas valora el orden, no el libre albedrío. Dicho esto —se acercó a mí, me cogió de la mano, me hizo que me levantara y dejó que le cogiera del brazo para guiarme—, obviamente sería poco práctico reclutar a mucha gente como tú. No lo habríamos hecho si no fueses tan importante para nuestra causa.

Aquello no sonaba bien.

—¿Qué significa exactamente eso?

—Que, en lugar de seguir el proceso normal de iniciación, hoy vas a pasar el día con la dama Serymn y mañana con el nypri. Ellos decidirán cómo proceder a partir de aquí. —Me dio unas palmaditas en la mano, que me recordaron a aquellas otras tan poco amables que me había dado en la mejilla la noche antes. Sí, también eso era una advertencia. Si no complacía a los líderes de los Luces, ¿qué pasaría?

Sin saber siquiera para qué me querían, no podía adivinarlo. Apreté los dientes, furiosa… pero, a decir verdad, más asustada que furiosa. Aquella gente era poderosa y estaba loca, y ésa nunca había sido una buena combinación.

Me sacó de mi habitación y comenzó a llevarme por los pasillos sin apresurarse. Conté mis pasos mientras me fue posible, pero había demasiados recovecos y giros en la Casa del Amanecer y al final dejé de hacerlo. Todos los pasillos eran ligeramente curvos. Tal vez no pudiera ser de otro modo en una casa construida parcialmente alrededor de un árbol. Y como sus constructores no habían podido extender demasiado la estructura lejos del tronco —no era arquitecta, pero hasta yo podía ver que habría sido absurdo—, la habían hecho estrecha y alta, con múltiples pisos y conexiones por escaleras, lo que provocaba que el lugar transmitiera una sensación extrañamente desarticulada. Un dudoso homenaje al amor por el orden del Señor Brillante.

Claro que también era posible que aquello fuese también un disfraz, como el aire inofensivo que con tanto cuidado cultivaban los Luces Nuevas. La Orden de Itempas los veía como una más entre las sectas heréticas. ¿Habrían pensado lo mismo de haber sabido que aquella secta herética poseía el poder suficiente para desafiar a los dioses?

Hado no dijo nada mientras caminábamos, ni yo tampoco, en mi preocupación. Sopesé su silencio mientras me preguntaba hasta dónde me atrevería a indagar. Finalmente, me aventuré.

—¿Sabes lo que son… esos agujeros?

—¿Agujeros?

—La magia que usaron para traerme hasta aquí. —Me estremecí—. El Vacío.

—Ah, eso. No lo sé. No exactamente, pero el nypri alcanzó el grado de escriba de honor en el seno de la Orden de Itempas. Es su puesto más elevado. —Se encogió de hombros y al hacerlo arrastró consigo la mano con la que me sujetaba a su brazo—. Me han dicho que incluso fue candidato para el puesto de Primer Escriba de los Arameri, aunque, por supuesto, aquello se frustró cuando abandonó la Orden.

A mi pesar, solté una carcajada.

—¿Conque se casó con una purasangre Arameri y fundó su propia religión para recordar lo que había estado a punto de conseguir?

Hado también se rió por lo bajo.

—No exactamente, pero tengo entendido que la mutua insatisfacción es un factor de su colaboración. Supongo que de los objetivos mutuos al respeto mutuo sólo hay un paso, y desde ahí otro hasta el amor.

Era interesante… o lo habría sido de no ser porque la feliz pareja había secuestrado, torturado y aprisionado a mis amigos, y también a mí.

—Qué bonito —dije sin la menor inflexión en la voz—, pero sé algo sobre los escribas y nunca he visto a uno de ellos hacer algo así. ¿Derrotar a un hijo de los dioses y más aún a varios de ellos? No sabía que tal cosa fuese posible.

—Los dioses no son invencibles, Oree. Y en cuanto a tus amigos… Bueno, casi todos los que viven aquí en la ciudad son los hijos de los dioses más jóvenes y débiles. —Se encogió de hombros, ajeno a mi sorpresa. Acababa de decirme algo de lo que nunca me había dado cuenta—. Simplemente, el nypri ha encontrado el modo de aprovechar esas circunstancias.

Volví a quedar en silencio mientras reflexionaba sobre lo que me había dicho. Finalmente, tras cruzar una puerta, entramos en un espacio cerrado de menores dimensiones, con el suelo cubierto por gruesas alfombras. Flotaban allí nuevos aromas de viandas, en este caso el desayuno, así como el ya familiar perfume de la hira.

—Gracias por venir —dijo Serymn al reunirse con nosotros. Hado me soltó la mano y Serymn la cogió como una hermana y se inclinó para darme un beso en la mejilla. Conseguí no apartarme de ella, aunque me faltó poco para hacerlo. Serymn lo notó, claro está—. Discúlpame. Supongo que la gente de las calles no se saluda de este modo.

—No sabría decir —respondí, incapaz de contener una expresión ceñuda—. No soy «gente de las calles», sea lo que sea eso.

—Y ahora te ofendo. —Suspiró—. Mis disculpas. Tengo poca experiencia con los plebeyos. Gracias, hermano Hado. —Éste se marchó y Serymn me llevó hasta una silla grande y acolchada.

—Preparad un plato —ordenó, y a un lado de la sala, alguien comenzó a hacerlo. Serymn se sentó frente a mí y me estudió durante un momento. En ese sentido era como Lúmino: podía sentir su mirada como el batir de las alas de una polilla.

—¿Has descansado bien esta noche?

—Sí —dije—. Agradezco vuestra hospitalidad, hasta cierto punto.

—Lo agradeces en la medida en que ese punto ha sido toda una suerte para ti y de los hijos de los dioses que tienes por amigos. Comprensible. —Hizo una pausa mientras el sirviente me ponía un plato en las manos. No había servicio formal esta vez. Me relajé.

—Y en ello también se ha decidido vuestra suerte —dije—. Cuando Madding y los demás escapen, dudo mucho que perdonen lo que les ha sucedido. Son inmortales. No podéis tenerlos cautivos eternamente. —Aunque, si de algún modo podían matarlos, mi argumento quedaba invalidado.

—Es cierto —respondió—. Y es muy conveniente que lo hayas mencionado ahora, pues es la causa del embrollo en el que nos encontramos metidos en este momento.

Parpadeé al darme cuenta de que ya no hablaba de Madding y los otros, sino de otro grupo de dioses cautivos.

—Os referís a los dioses de los Arameri. Al Señor de la Noche. —El objetivo de su ridículo plan.

—No sólo al Señor de la Noche, sino también a Sieh el Embaucador. —Tuve que recurrir a todo mi autocontrol para no sobresaltarme al oír esto—. A Kurue la Sabia y a Zhakkarn de la Sangre. Era inevitable que alcanzasen la libertad más tarde o más temprano. Puede que los milenios que pasaron encerrados no les parecieran mucho tiempo a ellos. Nuestros dioses poseen una infinita paciencia, pero nunca olvidan una ofensa y nunca dejan las ofensas sin castigo.

—¿Los culpáis por ello? Si yo tuviera el poder y alguien me hiciera daño, también se lo haría pagar.

—Y yo. Y lo he hecho, en más de una ocasión. —Oí que cruzaba las piernas—. Pero cualquier persona sobre la que me cobrara venganza estaría en su derecho de tratar de defenderse. Y eso es lo que estamos haciendo aquí, dama Oree. Defendernos.

—Contra uno de los Tres. —Sacudí la cabeza y decidí tratar de ser honesta—. Lo siento, pero si estáis tratando de convencerme apelando a… la lógica callejera o lo que sea que creáis que nos motiva al vulgo, hay un defecto en vuestro razonamiento. En el sitio del que yo vengo, si alguien con poder se enfada contigo, no le plantas cara. Intentas llegar a un compromiso o te ocultas y no vuelves a asomar la cabeza, y mientras tanto rezas para que nadie a quien quieres salga herido.

—Los Arameri no se ocultan, dama Oree. No llegamos a compromisos, al menos cuando creemos que hemos obrado correctamente. Ése es el camino de Itempas el Brillante, a fin de cuentas.

«Y mira adónde lo ha llevado», estuve a punto de decir, pero contuve mi lengua. Ignoraba si Lúmino se encontraba bien y dónde podía estar. Si había logrado escapar, no tenía muchas esperanzas de que intentara ayudarnos pero, por si se daba el caso, no quería hablarle a los Luces Nuevas sobre él.

—Creo que debería advertiros —dije— de que no me considero una itempana ejemplar.

Serymn guardó silencio un momento.

—He estado pensando sobre eso. Dejaste tu casa a los dieciséis años, al morir tu padre, ¿no? Pocas semanas después de la ascensión de la Dama Gris.

Me puse tensa.

—¿Cómo, en el nombre de los dioses, sabéis eso?

—Te investigamos la primera vez que nos fijamos en ti. No fue difícil. No hay muchas ciudades en Nimaro, a fin de cuentas, y tu ceguera te convierte en una persona difícil de olvidar. El sacerdote de vuestro Salón Blanco recuerda que os encantaba discutir con él durante las lecciones, de niña. —Se rió por lo bajo—. Cosa que, por alguna razón, no me sorprende.

Sentí que se me revolvía el estómago y amenazaba con devolver lo que había comido. ¿Habían ido a mi pueblo? ¿Hablado con mi sacerdote? ¿Y ahora iban a amenazar a mi madre?

—Por favor, dama Oree. Lo siento. No pretendía alarmarte. No te deseamos ningún mal, ni a ti ni a nadie de tu familia. —Oí el tintineo de una tetera y el sonido de un líquido que alguien servía.

—Espero que me perdonéis si me cuesta creerlo. —Encontré una mesita junto a mi silla y dejé el plato sobre ella.

—No obstante, es cierto. —Se inclinó hacia mí y me puso algo en las manos: una taza de té. La sujeté con fuerza para disimular el temblor de mis dedos—. Tu sacerdote piensa que dejaste Nimaro porque perdiste la fe. ¿Es cierto?

—Ese sacerdote era el sacerdote de mi madre. Nunca llegó a ser el mío y ninguno de ellos me conoció nunca muy bien. 1 Cabía alzado la voz un poco más de lo conveniente en una conversación educada. La rabia había socavado mi autocontrol. Aspiré hondo y, una vez más, traté de imitar la manera tranquila y educada de hablar de mi interlocutora—. No se puede perder una fe que nunca se ha tenido.

—Ah. ¿O sea, que nunca creíste en el Brillante?

—Por supuesto que creía. Incluso ahora creo en el principio de ello. Pero cuando tenía dieciséis años, vi la hipocresía en todas las cosas que me había enseñado el sacerdote. Está muy bien decir que el mundo se rige por los valores de la razón, la compasión y la justicia, pero si nada de lo que hay en la realidad refleja esas palabras, carecen de sentido.

—Desde la Guerra de los Dioses, el mundo ha disfrutado del periodo de paz y prosperidad más dilatado de su historia.

—Mi pueblo era en su día tan rico y tan poderoso como los Arameri. Ahora somos unos refugiados sin un hogar que podamos llamar propio y forzados a sobrevivir de la caridad Arameri.

—Ha habido pérdidas, es cierto —reconoció Serymn—. Pero creo que las ganancias son más importantes.

De repente me sentí enfadada, no, furiosa con ella. Había oído esos mismos argumentos en boca de mi madre, mi sacerdote, los amigos de mi familia… gente a la que amaba y respetaba. Había aprendido a controlar mi cólera sin protestar, porque mis sentimientos los alteraban. Pero ¿en mi corazón? ¿De verdad? Nunca había entendido que pudieran ser tan… tan…

Ciegos.

—¿Cuántos países y razas han borrado los Arameri de la faz de la tierra —inquirí—. ¿A cuántos herejes han ejecutado, a cuántas familias sacrificado? ¿A cuántos mendigos han matado a golpes los Guardianes de la Orden por el delito de no saber cuál era su lugar? —Unas gotas de té caliente se derramaron sobre mis dedos—. El Brillo ha sido vuestra paz. Vuestra prosperidad. No las de los demás.

—Ah. —La voz de Serymn se abrió paso a través de mi rabia—. Así que no fue sólo una pérdida de la fe, sino una quiebra de la fe. El Brillante te falló, así que tú lo rechazaste.

Detestaba aquel tono paternalista, santurrón y pagado de sí mismo.

—¡No sabéis nada sobre eso!

—Sé cómo murió tu padre.

Me quedé helada.

Ella continuó, ajena a mi consternación.

—Hace diez años, el mismo día, según parece, en que el poder de la Dama Gris recorrió el mundo entero, tu padre se encontraba en el mercado del pueblo. Todo el mundo sintió algo aquel día. No hacían falta habilidades mágicas para notar que acababa de suceder algo trascendental.

Hizo una pausa, como si creyera que yo iba a decir algo. Me mantuve inmóvil, así que prosiguió:

—Pero sólo tu padre, entre todos los que había en aquel mercado, rompió a llorar y cayó al suelo llorando de dicha.

Permanecí allí sentada, temblando. Escuchando cómo aquella mujer, aquella Arameri, narraba desapasionadamente los detalles del asesinato de mi padre.

No fue el canto lo que lo mató. Nadie salvo yo podía detectar la magia de su voz. Tal vez un escriba hubiera podido percibirla, pero mi pueblo era demasiado pobre y provinciano para tener un escriba en su pequeño Salón Blanco. No, lo que mató a mi padre fue el miedo, lisa y llanamente. El miedo y la fe.

—La gente de tu aldea ya estaba muy preocupada. —Serymn hablaba en voz más baja ahora. No creo que fuese por respeto a mi dolor. Pienso que se había dado cuenta de que no necesitaba más volumen—. Después de los extraños temblores y tormentas de la mañana, debían de pensar que se avecinaba el fin del mundo. Hubo incidente similares aquel día, en pueblos y ciudades del mundo entero, pero puede que el caso de vuestro padre sea el más trágico. Ya corrían rumores sobre él antes de aquel día, según tengo entendido, pero… eso no excusa lo que sucedió.

Suspiró y parte de mi rabia se esfumó, porque capté un pesar auténtico en su tono. Puede que fuese una actuación, pero si lo fue, bastó para romper mi parálisis.

Me levanté de la silla. No podría haber permanecido sentada más tiempo sin ponerme a gritar. Dejé la taza de té en la mesa y me alejé de Serymn en busca de un lugar en la sala donde el aire fuera menos asfixiante. A pocos pasos de allí, tanteé la pared hasta encontrar una ventana. La luz solar que entraba por ella contribuyó a calmar mi agitación. Serymn permaneció en silencio a mi espalda, cosa que le agradecí.

¿Quién tiró la primera piedra? Es algo que a veces me he preguntado. El sacerdote no me lo dijo, a pesar de que se lo pregunté una y otra vez. Nadie del pueblo podía decírmelo. No lo recordaban. Las cosas habían sucedido muy deprisa.

Mi padre era un hombre extraño. La belleza y la magia que yo adoraba en él eran cosas fácilmente perceptibles, a pesar de que nadie pareció verlas nunca. Pero todos percibían algo en él, pudieran o no comprenderlo. Su poder impregnaba el espacio a su alrededor, como una especie de calor. Como la luz de Lúmino y las campanas de Madding. Puede que los mortales tengamos más de cinco sentidos. Puede que, además del sabor, el olor y el resto, haya un sentido capaz de detectar lo especial. Yo veo lo especial con mis ojos, pero los demás lo hacen de otro modo.

Así que aquel día lejano, cuando el poder cambió el mundo y todos, desde los recién nacidos a los ancianos, lo percibieron, todos descubrieron aquel sentido especial y entonces miraron a mi padre y comprendieron al fin lo que era.

Pero lo que yo había percibido siempre como algo glorioso, ellos lo vieron como una amenaza.

Al cabo de un momento, Serymn se colocó detrás de mí.

—Culpas a nuestra fe de lo que le sucedió a tu padre —dijo.

—No —susurré—. Culpo a la gente que lo mató.

—Está bien. —Hizo una pausa, como para poner a prueba mi estado de ánimo—. Pero ¿se te ha ocurrido que podría haber una razón para la locura que se apoderó de tu pueblo? ¿La acción de un poder superior?

Me reí, sin alegría.

—Queréis que culpe a los dioses…

—A todos no.

—¿A la Dama Gris? ¿También queréis matarla a ella?

—La Dama alcanzó la deidad en aquel momento, es cierto. Pero recuerda qué más sucedió, Oree.

Sólo Oree esta vez. Como si fuéramos dos viejas amigas, una artista callejera y una purasangre Arameri. Sonreí. La odiaba con toda mi alma.

—El Señor de la Noche recobró su libertad —dijo—. Eso también afectó al mundo.

Me dolía demasiado el corazón para preocuparme por ser diplomática.

—Me da igual, señora.

Se me acercó más aún, por detrás.

—Pues no debería. La naturaleza de Nahadoth no se limita a la oscuridad. Su poder se extiende a todo lo salvaje, a lo impulsivo, al abandono de la lógica. —Hizo una pausa, acaso para comprobar si sus palabras habían hecho mella en mí—. La locura de una multitud.

Se hizo el silencio. En medio de él, un escalofrío se enroscó alrededor de mi columna vertebral.

Nunca lo había pensado antes. Era absurdo culpar a los dioses cuando eran manos mortales las que habían tirado las piedras. Pero si esas manos mortales habían sido influidas por algún poder superior…

Lo que Serymn había visto en mi rostro debió complacerla. Lo oí en su voz.

—Esos hijos de los dioses —dijo— a los que tú llamas amigos. Pregúntate cuántos mortales han matado a lo largo de los años. Muchos más que los Arameri en toda su existencia. Estoy convencida: sólo la Guerra de los Dioses estuvo a punto de aniquilar a todos los seres vivos de este reino. —Se acercó más aún. Podía sentir el calor que irradiaba su cuerpo junto a mí, casi como una presión—. Ellos viven eternamente. No necesitan alimento ni descanso. Carecen de forma verdadera. —Se encogió de hombros—. ¿Cómo van a entender unos seres así el valor de una sola vida mortal?

En mi mente, vi a Madding, una criatura resplandeciente, verde y azulada, distinta a todo lo que había en el mundo. Lo vi en su forma mortal, sonriente cuando yo lo tocaba, con su mirada tierna, anhelante. Olí su fría y etérea fragancia, oí el sonido de sus campanas, sentí el ronroneo de su voz al pronunciar mi nombre.

Lo vi sentado a la mesa de su casa, como tantas veces durante nuestra relación, riéndose en compañía de otros hijos de los dioses mientras llenaban frascos con su sangre para luego venderla.

Era una parte de su vida que nunca me había atrevido a considerar en profundidad. La sangre divina no era adictiva. No provocaba muertes ni enfermedades. Nadie se envenenaba por consumirla en exceso. Y los favores que Madding le hacía a la gente del barrio… Para aquellos de nosotros que no éramos tan importantes como para recibir la ayuda de la Orden o de los nobles, Madding era a menudo el único recurso.

Pero los favores no eran nunca gratuitos. No es que fuese cruel. Sólo pedía lo que la gente podía permitirse dar y nunca mentía al respecto. Todo el que aceptaba una deuda con él sabía que si no podía pagarla, habría consecuencias. Era un hijo de los dioses. Era su naturaleza.

¿Qué hacía con ellos, los que no pagaban?

Vi los ojos de niño del Embaucador, Sieh, fríos como los de un felino. Oí el chirrido de los dientes de Lil.

Y desde los rincones más profundos de mi corazón se alzó la duda que no me había permitido analizar desde el día en que Madding me partió el corazón.

¿Alguna vez me había amado? ¿O mi amor no era más que otra diversión para él?

—Os odio —le susurré a Serymn.

—De momento —respondió ella con terrible compasión—. Pero no lo harás siempre.

Entonces, me tomó de la mano y me llevó de regreso a mi habitación, donde me quedé sentada, sumida en el dolor.