Pintura al encausto
Desperté lentamente, sumida en cierto dolor.
Estaba tumbada. Me cubrían unas mantas gruesas, hechas de suave lino y áspera lana. Permanecí un rato a la escucha, respirando, pensando. Me encontraba en una habitación de pequeño tamaño. Mi respiración resonaba en unas paredes cercanas, aunque no tanto como para resultar claustrofóbico. Olía a cera consumida, a polvo, a mí y al Árbol del Mundo.
Este último olor era muy intenso, más que nunca. El aire estaba impregnado de sus distintivas resinas y el brillante y penetrante verdor de su follaje. El Árbol no perdía las hojas en otoño, un hecho al que la ciudad que tenía debajo le estaba sumamente agradecida, pero sí que dejaba caer las que sufrían algún daño y las reemplazaba justo antes de la floración primaveral. En esa época solía oler con mayor intensidad, pero para que la fragancia fuera tan fuerte, tenía que estar más cerca de lo normal.
Ésta no era la única circunstancia insólita. Me levanté lentamente y arrugué el semblante al descubrir que tenía todo el brazo izquierdo dolorido. Lo examiné y descubrí unos moratones recientes allí, así como en la cadera y la muñeca. También tenía la garganta tan irritada que me dolía cuando tragaba. Y sentía un dolor sordo en el centro de la cabeza, que desde allí me presionaba los ojos.
Entonces me acordé. El lugar vacío. Mi falso Nimaro. Se hizo pedazos, caí, oí voces. «Madding».
¿Dónde demonios me encontraba?
La habitación era fresca, aunque podía sentir una acuosa luz solar que entraba desde la izquierda. Sentí un ligero escalofrío al salir de las calurosas mantas, a pesar de que llevaba un sencillo vestido sin mangas y unos pantalones sueltos sujetos con cordones. Cómodo, aunque no muy favorecedor. Había unas zapatillas junto a la cama, que preferí ignorar de momento. Era más fácil sentir el suelo si caminaba con los pies descalzos.
Al explorar la habitación, descubrí que estaba prisionera.
Pero para ser una prisión, era agradable. El camastro era blando y cómodo, la mesita y las sillas estaban bien hechas y había una gruesa alfombra sobre el suelo de madera. Un minúsculo cuarto pegado al principal contenía un lavabo y una pila. Sin embargo, la puerta con la que me encontré estaba sólidamente cerrada y la cerradura no tenía ojo en mi lado. Las ventanas carecían de barrotes, pero estaban cerradas a cal y canto. El cristal era grueso. No podría romperlo con facilidad y sin hacer mucho ruido.
Y había algo extraño en el aire. No era tan húmedo como el que me rodeaba normalmente. Parecía, no sé, más enrarecido. El sonido no se transmitía por él con la misma facilidad. Di una palmada para probarlo y percibí algo raro en los ecos que regresaron a mis oídos.
En ese momento, justo después de esto, el picaporte de la puerta giró y yo di un respingo. Me encontraba junto a las ventanas, casi me alegré de que los cristales fuesen tan sólidos, pues fui a darme contra ellos.
—Ah, por fin despierta —dijo una voz masculina que nunca había oído—. Es una suerte que haya venido a verte yo mismo, en lugar de enviar a un iniciado. Hola.
Senmita, pero sin el acento de la ciudad al que estaba acostumbrada. De hecho, sonaba como una persona de posición elevada, con una pronunciación esmerada precisa y un lenguaje formal. No podía decir mucho más aparte de esto, puesto que no acostumbraba a hablar con muchos ricos.
—Hola —dije, o traté de decir. Mi garganta, después de los abusos a los que la había sometido con mis gritos en el lugar vacío, sólo pudo articular un chirrido, que me provocó un dolor tan intenso que hice una mueca.
—Quizá no deberías hablar. —La puerta se cerró tras él. Alguien echó la cerradura desde el otro lado. Volví a sobresaltarme—. Por favor, Eru Shoth, no quiero haceros el menor daño. Creo que puedo imaginarme la mayoría de vuestras preguntas, en cuanto os sentéis, os explicaré las cosas.
¿Eru Shoth? Hacía tanto que nadie utilizaba ese tratamiento que por un momento no lo reconocí. Era un término maro que denotaba respeto hacia una joven. Era un poco mayor para él generalmente se reservaba para chicas de menos de veinte años—, pero no pasaba nada. Puede que lo utilizara para adularme. Sin embargo, no hablaba como un maro.
Esperó pacientemente donde se encontraba hasta que, finalmente, me acerqué a una de las sillas y me senté.
—Eso está mejor —dijo mientras pasaba a mi lado. Unos pasos medidos, firmes pero elegantes. Un hombre grande, aunque no tanto como Lúmino. Lo bastante mayor como para conocer su propio cuerpo. Olía a papel, a ropa de calidad y un poco a cuero.
—Bien. Me llamo Hado. Soy el responsable de los recién llegados aquí, que de momento sois únicamente vuestros amigos y vos. Y «aquí», por si os lo estáis preguntando, es la Casa del Amanecer. ¿Habéis oído hablar de ella?
Fruncí el ceño. El sol del amanecer era uno de los símbolos del Padre Brillante, pero en aquellos tiempos se utilizaba muy poco, puesto que se confundía fácilmente con el sol poniente de la Dama Gris. No había oído a nadie hablar del Amanecer desde mi infancia, allá en Nimaro.
—¿El Salón Blanco? —pregunté con voz ronca.
—No, no exactamente, aunque nuestro propósito es también religioso. Y también nosotros honramos al Señor Brillante, aunque no del mismo modo que la Orden de Itempas. Puede que hayáis oído el nombre que usan con nuestros miembros: se nos conoce como los Luces Nuevas.
Eso sí me sonaba. Pero tenía menos sentido aún. ¿Qué podía querer de mí un culto herético?
Hado había dicho que podía deducir mis preguntas, pero si había deducido ésta, optó por no responderla.
—Vuestros amigos y vos sois nuestros invitaos, Eru Shoth. ¿Puedo llamarte Oree?
«Y una mierda, invitados».
Apreté la mandíbula mientras esperaba que fuese al grano.
Mi silencio pareció divertirlo. Se apoyó en la mesa.
—En efecto, hemos decidido darle la bienvenida entre nosotros como uno de nuestros iniciados, el término que reservamos para los nuevos miembros. Te mostraremos nuestras doctrinas, nuestras costumbres y nuestro modo de vida. No se te ocultará nada. De hecho, es nuestra esperanza que encuentres iluminación con nosotros y asciendas entre nuestras filas como una auténtica creyente.
Esta vez volví mi rostro hacia él. Había descubierto que esto ayudaba a los videntes a expresar sus opiniones con más claridad.
—No.
Exhaló un leve suspiro, en absoluto de nerviosismo.
—Puede que tardes algún tiempo en acostumbrarte a la idea, claro.
—No. —Apreté los puños sobre mi regazo y forcé a salir a las palabras, a pesar de la agonía que me suponía hablar—. ¿Dónde están mis amigos?
Hubo una pausa.
—A los mortales con los que te trajimos aquí también estamos introduciéndolos en nuestra organización. A los hijos de los dioses no, claro.
Tragué saliva, tanto para humedecerme la garganta como para eliminar el nudo de temor repentino que se me había hecho en las tripas. Era imposible que hubieran llevado a Madding y a sus hermanos allí en contra de su voluntad. Imposible.
—¿Y qué ha pasado con los hijos de los dioses?
Otra de aquellas reveladoras y condenadas pausas.
—Su destino está en manos de nuestros líderes.
Traté de averiguar si estaba mintiendo. Quienes me preocupaban eran hijos de los dioses, y nunca había oído hablar de una magia de los mortales capaz de mantener prisionero a un hijo de los dioses.
Pero Madding no había venido a buscarme, lo que quería decir que, por alguna razón, no podía hacerlo. En cambio, sí que había oído hablar de hijos de los dioses que utilizaban mortales para ocultar sus maquinaciones. Puede que eso fuese lo que estaba sucediendo allí: algún rival de Madding que pretendía reemplazarlo en el negocio de la sangre divina. U otro hijo de los dioses, que había decidido aceptar el encargo rechazado por Nemmer.
¡Pero de ser cierta cualquiera de ambas posibilidades, sólo habrían ido a por Madding y no a por toda su gente!
En ese preciso momento hubo un extraño movimiento bajo mis pies, como una trepidación del suelo. Se transmitió a las paredes, no resultó audible, pero sí palpable. Fue como si la habitación entera hubiera sufrido de pronto un momentáneo escalofrío. Incluso, una de las gruesas ventanas tembló en su marco antes de quedar inmóvil.
—¿Dónde estamos? —pregunté con voz ronca.
—La casa pende del tronco del Árbol de la vida. El Árbol se mece ligeramente de vez en cuando. No es nada que deba preocuparte.
Dioses.
Había oído el rumor de que la gente más rica de la ciudad —jefes de casas mercantes, nobles, etcétera— habían comenzado a construir casas en el tronco del Árbol. Costaban una fortuna, en parte porque los Arameri habían promulgado medidas estrictas de estética y seguridad (para proteger el Árbol) y en parte porque nadie que tuviera la capacidad de construir una casa en el Árbol se contentaría con algo de pequeño tamaño.
El hecho de que un grupo de herejes tuviera acceso a tales recursos era increíble. El de que tuvieran el poder de capturar y mantener cautivos a media docena de hijos de los dioses en contra de su voluntad parecía imposible.
«No se trata de un grupo de gente normal, comprendí con un escalofrío. Aquí no hay sólo dinero. También hay poder. Mágico, político… de todas clases».
Los únicos en el mundo que poseían poder en tal medida eran los Arameri.
—Bueno, veo que todavía no te encuentras bien… no lo bastante como para mantener una conversación, al menos. —Hado se enderezó y se acercó a mí. Me encogí al sentir que sus dedos me tocaban la sien izquierda, donde descubrí con sorpresa que tenía otro moratón—. Está mejor —dijo—, pero creo que voy a recomendar que te den otro día de descanso. Ordenaré que te traigan la cena y luego te lleven a los baños. Cuando estés más recuperada, el nypri querrá examinarte.
Sí, ahora me acordaba. Después de que se hiciera mil pedazos mi falso Nimaro, me habían sacado del lugar vacío. Había caído sobre un suelo y me había golpeado con fuerza. Pero el dolor de mis ojos… me resultaba más familiar. Había sentido lo mismo en casa de Madding, después de que hubiera utilizado la magia para matar a los Guardianes de la Orden del parque.
Entonces, las palabras de Hado calaron al fin en mi mente.
—¿Nypri? —Sonaba como una especie de título—. ¿Vuestro líder?
—Es uno de nuestros líderes, sí. Aunque su papel es más concreto: es un escriba experto. Y está muy interesado en tus singulares poderes mágicos. Es muy posible que te pida una demostración.
Me quedé blanca. Conocían mi magia. ¿Cómo? No importaba. Lo sabían.
No quiero —dije. Mi voz sonó muy débil y no sólo a causa de la irritación de la garganta.
La mano de Hado seguía en mi sien. La bajó y me dio unas palmaditas en la mejilla con aire paternalista. Lo hizo con la fuerza justa para no resultar muy molesto y después dejó su mano sobre mí, como una advertencia implícita.
—No seas tonta —dijo en voz muy baja—. Eres una buena chica maroneh, ¿no? Aquí todos somos itempanos, Oree. ¿Por qué no ibas a querer unirte a nosotros?
Los Arameri habían gobernado el mundo durante milenios. En este tiempo habían impuesto el Brillo a todos los continentes, todos los reinos y todas las razas. Aquellos que adoraban a otros dioses habían recibido una sola orden: «Convertíos». Quienes la desobedecieron fueron aniquilados y sus nombres y obras olvidados. Los auténticos itempanos únicamente creían en una forma de adoración: la suya.
«Qué parecido a Lúmino», dijo una vocecilla amarga en mi interior antes de que la obligara a callar.
Hado volvió a reírse en voz baja, pero esta vez me acarició la mejilla en un gesto de aprobación por mi silencio. Que me dolió igualmente.
—Vas a encajar muy bien aquí, Oree —dijo.
Con estas palabras, se acercó a la puerta y llamó. Alguien lo dejó salir y volvió a cerrar la puerta tras él. Yo me quedé allí sentada largo rato, con la mano en la mejilla.
Al día siguiente, unas personas mudas entraron dos veces en el cuarto para traerme un desayuno de estilo amn y una sopa para el almuerzo. A la segunda de ellas le hablé —mi voz estaba mejor— para preguntarle dónde estaban Madding y los demás. No me respondió. En el ínterin no apareció nadie más, así que permanecí un rato escuchando tras la puerta y tratando de decidir si había guardias al otro lado o existía algún patrón de movimiento discernible en los pasillos. Mis probabilidades de escapar sola, en una casa llena de fanáticos, sin siquiera un bastón para ayudarme a encontrar el camino eran muy escasas, pero no había razón para no intentarlo.
Estaba toqueteando la gruesa ventana de cristal cuando se abrió la puerta detrás de mí y entró alguien. Enderecé la espalda sin el menor atisbo de culpabilidad. No eran estúpidos. Seguro que esperaban que intentara fugarme, al menos durante los primeros días. Si los auténticos itempanos podían presumir de algo, era de su racionalidad.
—Me llamo Jont —dijo una joven. Me sorprendió que me hablara. Parecía más joven que yo, casi una adolescente. Había algo en su voz que sugería inocencia o quizá entusiasmo—. Y tú eres Oree.
—Sí —dije. No me había dicho el nombre de su familia. Ni Hado, la noche antes. Así que yo tampoco lo hice. Un pequeño y nada peligroso desafío—. Me alegro de conocerte. —Mi garganta estaba mejor, gracias a los dioses.
Mi actitud cortés pareció agradarla.
—El maestro de los iniciados, maese Hado, al que ya has conocido, me ha pedido que te proporcione todo lo que necesites —dijo—. Puedo llevarte a los baños ahora y te he traído ropa limpia. —Oí el paf casi imperceptible que emitían unas prendas depositadas en alguna parte—. No es muy elegante, me temo. Aquí vivimos con sencillez.
—Ya veo —dije—. ¿Tú también eres una… iniciada?
—Sí. —Se me acercó y supuse que me estaba mirando los ojos—. ¿Lo has deducido o lo has percibido de algún modo? He oído que los ciegos pueden captar cosas que se le escapan a la gente normal.
Hice un esfuerzo por no suspirar. Ha sido una suposición.
—Oh. —Pareció decepcionada, pero se recobró deprisa—. Hoy te encuentras mejor. Por lo que veo has dormido dos días enteros después de que te sacaran del Vacío.
—¿Dos días? —Pero otra cosa me llamó la atención—. ¿El Vacío?
—El sitio al que nuestro nypri envía a los peores blasfemos contra el Brillante —respondió Jont. Había bajado la voz y su tono era de temor—. ¿Es tan terrible como dicen?
—¿Te refieres al sitio que hay detrás de los agujeros? —Recordaba la incapacidad para respirar, la incapacidad para gritar—. Lo era —dije en voz baja.
—Pues entonces es una suerte que el nypri haya sido misericordioso. ¿Qué habías hecho?
—¿Hecho?
—Para que te mandara allí.
Esto me provocó una descarga de furia que recorrió mi columna vertebral.
—Nada. Estaba con mis amigos cuando ese nypri vuestro nos atacó. Me secuestraron y me trajeron aquí en contra de mi voluntad. Y mis amigos… —Estuve a punto de ahogarme al comprenderlo—. Por lo que sé, siguen en ese lugar espantoso.
Para mi sorpresa, Jont emitió un suspiro compasivo y me dio unas palmaditas en las manos.
—No te preocupes. Si no son blasfemos, los sacará de allí antes de que pase nada. Bueno. ¿Vamos a los baños?
Me tomó del brazo para guiarme mientras yo arrastraba los pies y me movía con lentitud, pues no tenía bastón para tantear el suelo en busca de obstáculos. Al mismo tiempo, comencé a recoger y ordenar los fragmentos de información que Jont me había dado. Puede que llamasen a sus nuevos miembros «iniciados» en lugar de Guardianes de la Orden y puede que usaran una magia extraña, pero en todo lo demás, los Luces Nuevas eran idénticos a la Orden de Itempas, incluida la misma actitud arrogante.
Lo que me llevaba a preguntarme por qué no los había aplastado la Orden aún. Una cosa era permitir la adoración de los nuevos dioses: había cierto pragmatismo en eso. Pero ¿otra fe dedicada a Itempas? Eso era el caos. Confusión para los plebeyos. ¿Y si los Luces Nuevas comenzaban a erigir sus propios Salones Blancos, recaudar sus propios diezmos y reclutar a sus propios Guardianes de la Orden? Eso sería una violación de todos los preceptos del Brillante. La mera existencia de los Luces era campo abonado para el desorden.
Y lo que menos sentido tenía era que lo permitieran los Arameri. La fundadora del clan, Shahar Arameri, había sido en su tiempo la sacerdotisa predilecta del Brillante. La Orden era su portavoz. No entendía en qué les beneficiaba la existencia de una voz rival.
Y entonces, apareció una idea: «Puede que los Arameri no lo sepan». Estos pensamientos se desvanecieron cuando entramos en una sala impregnada de una calilla humedad, donde podía oírse el sonido del agua. Los baños.
—¿Te lavas primero? —preguntó Jont. Me guió hasta la zona donde lo hacían. Olía a jabón—. No sé nada sobre las costumbres de los maro.
—No son muy distintas a las de Amn —dije mientras me preguntaba qué más le daba. Empecé a buscar y encontré un estante que contenía un jabón nuevo, esponjas sin usar y un gran cuenco de agua humeante. Caliente, todo un lujo. Me quité la ropa y la dejé sobre el colgador que había encontrado al borde del estante y luego me senté para restregarme—. Todos somos semnitas, a fin de cuentas.
—Como el Señor de la Noche destruyó la tierra de Maro… —dijo, antes de detenerse con un sobresalto—. Oh, por la oscuridad… Lo siento.
—¿Por qué? —Me encogí de hombros y dejé la esponja—. Por mencionarlo no va a volver a suceder. —Cogí un frasco que había encontrado al lado, lo abrí y lo olí. Champú. Muy ácido, no era ideal para el cabello maroneh, pero tendría que contentarme con él.
—Bueno, sí, pero… recordarte tal horror…
—Es algo que les sucedió a mis antepasados, no a mí. No es que lo haya olvidado. Nunca lo olvidamos… los maroneh son algo más que su antigua tragedia. —Me enjuagué con el cuenco, suspiré y me volví hacia ella—, ¿Por dónde está el agua?
Me tomó de la mano y me llevó a una enorme bañera de madera. El fondo, de metal, se calentaba mediante un fuego que había debajo. Tuve que usar unos escalones que había a un lado para meterme. El agua estaba más fría de lo que me gustaba, pero al menos olía a limpio. Los estanques de Madding estaban siempre a la temperatura ideal…
«Basta ya —me dije de inmediato al sentir que los ojos comenzaban a picarme con las primeras lágrimas—. No podrás hacer nada por él si no averiguas antes cómo se sale de aquí».
Jont se metió conmigo en la bañera. Habría preferido estar sola, pero suponía que parte de sus obligaciones eran actuar como guardiana, además de como guía.
—Los maroneh siempre han honrado a Itempas entre los Tres, al igual que los amn —dijo—. No veneráis a ninguno de los dioses menores. ¿No es así?
Sus palabras me pusieron en alerta al instante. Ya había conocido a otros como ella. La aparición de los hijos de los dioses no agradaba a todos los mortales. Yo nunca había entendido su actitud, puesto que siempre había asumido, al menos hasta hacía poco, que Itempas el Brillante había cambiado de idea respecto al Interdicto. Había pensado que la aparición de sus hijos en el reino de los mortales había sido decisión suya. Pero como es lógico, los itempanos más devotos lo habían comprendido antes que una creyente tan tibia como yo. El Señor Brillante no cambiaba de idea.
—¿Adorar a los hijos de los dioses? —Me negaba a usar las mismas palabras que ella—. No, pero he conocido a varios de ellos y a algunos incluso podría llamarlos amigos. —Madding. Paitya. Quizá Nemmer. Kitr… Bueno, no, a ella no le caía bien. Y Lil no, desde luego.
¿Y Lúmino? Sí, una vez lo había considerado mi amigo, aunque la diosa tranquila tenía razón: él no habría dicho lo mismo de mí.
Casi pude oír cómo se arrugaba de consternación el rostro de Jont.
—Pero… No son humanos. —Lo dijo como si estuviera hablando de insectos o de animales.
—¿Qué importa eso?
—No son como nosotros. No pueden entendernos. Son peligrosos.
Me apoyé en el borde de la bañera y comencé a trenzarme el cabello mojado.
—¿Alguna vez has hablado con uno de ellos?
—¡Por supuesto que no! —Parecía horrorizada con la idea.
Me disponía a decir algo más, pero entonces me detuve. Si no era capaz de ver a los dioses como personas —apenas me veía a mí como tal—, nada que yo pudiera hacer cambiaría nada. Sin embargo, esto hizo que me diera cuenta de una cosa.
—¿Vuestro nypri piensa como vosotros respecto a los hijos de los dioses? ¿Por eso arrastró a mis amigos al lugar vacío?
Jont inhaló bruscamente.
—¿Tus amigos son hijos de los dioses? —Su voz se endureció al instante—. Entonces sí, la razón es ésa. Y el nypri no los dejará salir en un futuro próximo.
Guardé silencio, demasiado alterada para pensar en nada que decir. Al cabo de un instante, Jont suspiró.
—No pretendía contrariarte. ¿Has terminado? Tenemos mucho que hacer.
—No creo que quiera hacer nada de lo que estás pensando —dije con toda la frialdad posible.
Me tocó en el hombro y dijo algo que me impediría volver a verla como una persona inocente:
—Ya querrás.
Salí de la bañera y me sequé. Estaba temblando, y no sólo a causa del aire frío.
Una vez seca y envuelta en una gruesa toalla, me llevó de vuelta a mi cuarto, donde me vestí con la ropa que me había llevado: un sencillo suéter y una falda larga de vuelo que se me enroscaba alrededor de los tobillos. La ropa interior era corriente y poco ceñida. No era de mi talla pero casi. Y también había calzado: unas zapatillas de andar por casa. Una manera sutil de recordarme que mis carceleros no tenían la menor intención de dejarme salir al exterior.
—Eso está mejor —dijo Jont una vez que terminé, con tono complacido—. Ahora pareces una de nosotros.
Toqué el borde del suéter.
—Deduzco que es blanco.
—Beige. No usamos el blanco. El blanco es el color de la falsa pureza y confunde a quienes querrían encontrar la luz. —Lo dijo con una entonación melodiosa que me hizo pensar que estaba recitando algo. Pero no se correspondía con ninguno de los poemas didácticos que yo había oído en el Salón Blanco o en otros sitios.
En ese momento sonó una gruesa campana en algún lugar de la casa. Su repique fue muy bello. Sin darme cuenta, cerré los ojos con placer.
—La hora de cenar —dijo Jont—. Hemos terminado justo a tiempo. Nuestros líderes quieren que cenes con nosotros esta noche.
Me sentí vacilar.
—Supongo que no podré librarme, ¿verdad? Sigo un poco cansada.
Jont volvió a tomarme de la mano.
—Lo siento. No está lejos.
Así que la seguí por lo que parecía un interminable laberinto de pasillos. Nos cruzamos con otros miembros de los Luces Nuevas (Jont saludó a la mayoría, pero no se detuvo para presentarme), pero no les presté apenas atención, más allá de constatar que la organización era mucho, mucho más grande de lo que había supuesto al comienzo. Sólo en el pasillo al que daba la puerta de mi habitación contabilicé una docena de personas. Pero en lugar de escuchar lo que decían, me dediqué a contar los pasos que dábamos para poder orientarme más deprisa si alguna vez lograba escapar de mi cuarto. Pasamos de un pasillo que olía a incienso de varmizcle a otro en el que los sonidos inducían a pensar que tenía todas las ventanas abiertas para que entrara el aire. Después de bajar dos tramos de escaleras (de veinticuatro peldaños), doblar un recodo (a mano derecha) y atravesar un espacio abierto (en línea recta, en un ángulo de treinta grados respecto a la esquina), llegamos a un espacio cerrado muy grande.
Había mucha gente allí, pero la mayoría de las voces parecían proceder de un punto situado por debajo de nuestras cabezas. Quizá estuvieran sentados. Olía a comida, mezclada con los olores de las lámparas, la gente y el omnipresente verdor del Árbol. Supuse que se trataba de un refectorio de grandes dimensiones.
—Jont. —La voz de contralto de una mujer, suave y autoritaria. Y un aroma, parecido al de las flores de la hira, que también me llamó la atención, porque me recordaba a la casa de Madding. Nos detuvimos—. Yo te escoltaré a partir de aquí. ¿Eru Shoth? ¿Quieres venir conmigo?
—¡Dama Serymn! —Jont parecía azorada, alarmada y emocionada a la vez—. C-claro. —Me soltó y otra mano cogió la mía.
—Te hemos estado esperando —dijo la mujer—. Hay un comedor privado por aquí. Te avisaré si hay escalones.
—Muy bien —dije, agradecida. Jont no lo había hecho, y yo ya había trastabillado un par de veces. Mientras caminábamos, reflexioné sobre aquel nuevo enigma.
Dama Serymn, la había llamado Jont. No era una hija de los dioses, desde luego. Eso habría sido imposible entre gente como aquélla, que los odiaba. Pero su nombre era amn, uno de esos trabalenguas llenos de consonantes que tanto les gustaban. Los amn no tenían nobleza, salvo… Pero no, eso era imposible.
Atravesamos un amplio portal para entrar en un espacio más pequeño y tranquilo. Y de repente, aparecieron nuevas distracciones, más concretamente el olor de la comida. Aves asadas, algún tipo de marisco, verduras y ajo, salsa de vino y otros aromas que era incapaz de identificar. Viandas de ricos. Cuando Serymn me llevó hasta la mesa donde estaba dispuesto ese banquete, me di cuenta de que ya había gente sentada a su alrededor. Estaba tan fascinada por la comida que apenas había reparado en su presencia.
Me senté entre aquellos desconocidos y ante su lujoso festín y traté de no demostrar mi nerviosismo.
Un criado se me acercó.
—¿Queréis pato, dama Oree?
—Sí —dije educadamente, antes de reparar en el título—. Pero es sólo Oree. No «dama» ni nada parecido.
—Te infravaloras —dijo Serymn. Estaba sentada a mi derecha, en perpendicular respecto a mí. Había al menos otras siete personas alrededor de la mesa. Hablaban entre murmullos. La mesa era rectangular u ovalada y Serymn estaba sentada a su cabecera. Alguien se sentaba al otro extremo, frente a ella—. Nos parece apropiado llamarte dama —dijo Serymn—. Permíteme que lo hagamos como una cortesía.
—Pero es que no lo soy —respondí, confundida—. No hay una sola gota de sangre noble en mis venas. En Nimaro no existen familias nobles. Desaparecieron junto con la tierra de Maro.
—Creo que ésta es una manera tan buena como otra cualquiera de empezar a explicarte por qué te hemos traído aquí —dijo Serymn—. Dado que estoy segura de que te lo has preguntado.
—Se podría decir que sí —respondí, un poco fastidiada—. Hado… —vacilé—. Maese Hado me ha contado un poco, pero no lo bastante.
Hubo algunas risillas entre mis acompañantes, incluidas las de dos voces graves y masculinas procedentes del otro lado de la mesa. Al reconocer una de ellas, me ruboricé: Hado.
Serymn parecía divertida también por mi comentario. —Lo que honramos no es tu riqueza ni tu condición, dama Oree, sino tu linaje.
—Mi linaje es como el resto de mí… vulgar —repuse—. Mi padre era carpintero. Mi madre cultivaba y vendía hierbas medicinales. Sus padres eran granjeros. En todo mi árbol genealógico no hay nada más elegante que algún contrabandista.
—Permíteme que te lo explique. —Hizo una pausa para tomar un trago de vino y, al hacerlo, vislumbré un destello tenue procedente de su dirección. Me volví rápidamente hacia allí, pero fuera lo que fuese, había vuelto a ocultarse.
—Qué curioso —dijo otro de los comensales—. La mayor parte del tiempo parece una ciega como cualquier otra, pero ahora, por un instante, parecería que te hubiese visto, Serymn.
Me pellizqué por dentro. Probablemente no hubiera servido de nada ocultar mi habilidad, pero aun así detestaba dar información sin querer.
—Sí —dijo Serymn—. Dathe mencionó que, al parecer, tiene alguna percepción relativa a la magia. —Hizo algo y, de repente, pude ver con claridad lo que antes había vislumbrado. Era un pequeño y sólido círculo de magia resplandeciente de color dorado. No… El círculo no era sólido. A mi pesar, me incliné hacia allí y entorné los ojos. El círculo estaba formado por docenas y docenas de diminutos y apretujados símbolos escritos en la escritura plagada de aristas de la lengua de los dioses. Palabras divinas. Frases enteras de ellas, las suficientes para llenar un tratado, entrelazadas en espiral de manera tan densa que desde lejos parecían formar un círculo sólido.
Entonces entendí y retrocedí, anonadada.
Por cómo se desvanecía el círculo de símbolos comprendí que Serymn, con un movimiento, dejó que el cabello volviera a ocupar su lugar. Sí, debía de estar frente a ella.
«No puede ser. No tiene sentido. No puedo creerlo».
Pero lo había visto con mis propios ojos, sensibles a la magia.
Me pasé la lengua por los labios, secos de repente, entrelacé las manos temblorosas sobre mi regazo e hice acopio de todo mi valor para hablar.
—¿Qué hace una pura sangre Arameri con una pequeña secta herética, dama Serymn?
Las carcajadas que estallaron por toda la mesa no eran la reacción que yo esperaba. Cuando al fin cesaron —yo permanecí todo ese tiempo allí, sentada en un incómodo silencio—, Serymn dijo con una voz que aún denotaba divertimento:
—Por favor, dama Oree, come. No hay razón para que no podamos mantener una agradable conversación mientras disfrutamos de un magnífico banquete, ¿verdad?
Así que tomé algunos bocados. Luego me limpié los labios con la mejor educación, me erguí en mi asiento y aguardé ostentosa pero diplomáticamente una respuesta a mi pregunta.
Serymn exhaló un suave suspiro y se limpió la boca a su vez.
—Muy bien. Estoy en esta «pequeña secta herética», como tú la has descrito, porque tengo un objetivo y estar aquí me ayuda a alcanzarlo. Pero me gustaría añadir que los Luces Nuevas no tienen nada de pequeña secta herética.
—Me habían dado a entender —dije lentamente— que cualquier forma de culto ajena a la sancionada por la Orden era herética.
—No es así, dama Oree. Por la ley del Brillante, una ley promulgada por mi propia familia, sólo la veneración de dioses distintos a Itempas es herética. La forma que adopte nuestro culto es irrelevante. Es cierto que la Orden preferiría que los dos conceptos, obediencia al Señor Brillante, obediencia a la Orden, fueran sinónimos. —Hubo otra ronda de risillas entre nuestros compañeros de mesa—. Pero, para expresarlo de manera clara, la Orden es una autoridad mortal, no divina. Y los Luces somos conscientes de esa distinción.
—Entonces, ¿creéis que vuestra forma de culto es preferible a la de la Orden?
—Sí. En esencia, las creencias de nuestra organización son similares a las de la Orden de Itempas. Es más, muchos de nuestros miembros eran antiguos sacerdotes de la Orden. Pero hay algunas diferencias significativas.
—¿Por ejemplo?
—¿De veras quieres entrar en una discusión doctrinal en este momento, dama Oree? —preguntó Serymn—. Te mostraremos nuestra filosofía en los próximos días, como a cualquier novicio. Yo esperaba que tus preguntas fueran de naturaleza más elemental.
Lo eran. Pero aun así, de un modo instintivo, tenía la sensación de que la clave para comprender a aquel puñado de fanáticos residía en comprender a aquella mujer. A aquella Arameri. Los purasangres eran los miembros más nobles de una familia tan consagrada al orden que organizaba su jerarquía en función de la proximidad de su linaje a la primera sacerdotisa, Shahar. Eran los que ostentaban el poder y tomaban las decisiones, y a veces, a través del poder de sus dioses esclavos, quienes aniquilaban otras naciones.
Sin embargo, eso había sido poco antes de diez años atrás, aquel día extraño y terrible en el que creció el Árbol del Mundo y reaparecieron los hijos de los dioses. Siempre habían corrido rumores, pero ahora yo sabía la verdad, de los labios del propio Lúmino. Los esclavos de los Arameri habían escapado, el Señor de la Noche y la Dama Gris habían derrocado a Itempas el Brillante. Los Arameri, aunque ni por asomo privados de poder, habían perdido su mayor arma y a su patrono de un solo golpe pavoroso.
¿Qué le sucedía a alguien que había poseído el poder absoluto y se quedaba sin él de repente?
—Muy bien —dije con tono cauto—. Preguntas básicas. ¿Por qué estáis aquí y por qué lo estoy yo?
—¿Cuánto sabes de lo que sucedió hace diez años, dama Oree?
Vacilé, insegura. ¿Era más prudente hacerse la plebeya ignorante o revelar todo lo que sabía? ¿Me haría ejecutar aquella Arameri si revelaba los secretos de su familia? ¿O era una prueba para comprobar si mentía?
Arranqué un trozo de pan, más nerviosa que hambrienta.
—Sé… sé que vuelve a haber tres dioses —dije lentamente—. Sé que Itempas el Brillante ya no gobierna en solitario.
—«En absoluto» sería más apropiado, dama Oree —dijo Serymn—. Lo has deducido, ¿verdad? Los auténticos seguidores de Itempas saben que Él nunca habría permitido los cambios que se han sucedido los últimos años.
Asentí, mientras pensaba en la cama de Madding, en nuestra pasión y en la colérica desaprobación de Lúmino.
—Es cierto —dije al tiempo que reprimía una sonrisa amarga.
—Entonces, debemos considerar que sus parientes, estos nuevos dioses…
Uno de los compañeros de Serymn soltó una risotada.
—¿Nuevos? Vamos, dama Serymn, no somos las masas crédulas. —El hombre me miró de soslayo y añadió, en un tono de dulzura a la que no di el menor crédito—. Al menos, la mayoría de nosotros.
Apreté la mandíbula, decidida a no morder el anzuelo. Serymn se lo tomaba con notable calma, pensé. No habría esperado que una Arameri soportara tan bien el sarcasmo, aunque en su mayor parte estuviera dirigido a otra persona.
—Cierto, lo del «Señor de las Sombras» no fue un intento muy brillante, como diversión —respondió antes de dirigir de nuevo su atención hacia mí—. Pero mi familia estaba muy ocupada tratando de contener el pánico, dama Oree. A fin de cuentas, pasamos siglos infundiendo miedo en el corazón de los mortales ante la perspectiva de que Señor de la Noche se liberase. Era mejor tenerlo encadenado que libre para que desencadenara su venganza sobre el mundo. Ahora, sólo unas cuantas mentiras impiden que el populacho se dé cuenta de que todos podríamos acabar como Maro.
Se refería a la destrucción de mi pueblo —culpa de su familia— sin rencor ni vergüenza, cosa que me hizo temblar de rabia. Pero así eran los Arameri: quitaban importancia a sus errores cuando no era posible convencerlos para que los admitieran.
—Está furioso —dije. En voz baja, porque yo también lo estaba—. El Señor de la Noche. Lo sabéis, ¿verdad? Ha dado un plazo a los Arameri y a los hijos de los dioses para encontrar a los asesinos de sus hijos.
—Sí —dijo Serymn—. El mensaje llegó al señor Arameri hace días, según me han dicho. Un mes, a partir de la muerte de Role. Eso nos deja aproximadamente tres semanas.
Lo dijo como si la cólera de un dios no fuera nada. Apreté los puños sobre mi regazo.
—El Señor de la Noche estaba aburrido cuando destruyó la tierra de Maro. En aquel momento ni siquiera poseía todo su poder. ¿Podéis imaginar lo que podría hacer ahora?
—Mejor que tú, dama Oree —dijo Serymn en voz muy baja—. Yo crecí con él, no lo olvides.
Se hizo el silencio en la mesa. Un reloj situado en algún lugar de la habitación hacía un ruidoso tic-tac. Todos los presentes habíamos captado mil historias tácitas en su tono carente de inflexión, y luego estaba la mayor de todos ellas, la que acechaba bajo la superficie de la conversación como un leviatán: ¿por qué una mujer tan poderosa, tan aparentemente ajena al miedo, había huido del Cielo? Y en aquel momento, imaginando toda clase de horrores entre el silencio y el tictac del reloj, no pude por menos que preguntarme: «¿Qué demonios le haría el Señor de la Noche?».
—Por suerte —dijo Serymn al fin, y yo exhalé de alivio al oír que rompía el silencio—, su cólera encaja en nuestros planes.
Debí de fruncir el ceño porque se echó a reír. Una risa que sonó forzada, aunque sólo un poco.
—Considera, dama Oree, que ya hemos sido salvados una vez por el tercer miembro de los Tres. Piensa en lo que significa eso. ¿Nunca te lo has preguntado? Enefa, o el Crepúsculo, hermana de Itempas el Brillante, ha estado muerta dos mil años. ¿Quién es, entonces, esa Dama Gris? Conoces a muchos de los hijos de los dioses de la ciudad. ¿Te han explicado ese misterio?
Parpadeé con sorpresa, al comprender que Madding no lo había hecho. Había hablado de la muerte, con la voz aún temblorosa de furia. Pero también había mencionado a sus padres, en plural y en presente. Una más de esas contradicciones que una aprendía a aceptar cuando trataba con dioses. No me había preocupado por ello porque no había creído que fuese importante. Pero claro, hasta hacía muy poco, yo creía comprender la jerarquía de los dioses.
—No —dije—. Él… Ellos nunca me lo contaron.
—Mmm. Pues entonces te contaré un gran secreto, dama Oree. Hace diez años, una mortal traicionó a su dios y a la humanidad, y conspiró para liberar al Señor de la Noche, su amante. Lo consiguió y se le recompensó por lo que había hecho con el poder perdido de Enefa. Se convirtió, a todos los efectos, en una nueva Enefa, una diosa por derecho propio.
Inhalé bruscamente por la sorpresa. No sabía que un mortal pudiera transformarse en un dios. Pero aquello explicaba muchas cosas. Las restricciones impuestas a los hijos de los dioses, que les impedían abandonar la ciudad de Sombra; la vigilancia a la que se sometían unos a otros para impedir la destrucción masiva… Una diosa que había sido mortal una vez podía molestarse por la cruel insensibilidad hacia la vida de los mortales.
—La Dama Gris es irrelevante para nosotros —dijo Serymn—, más allá del hecho de que debemos agradecerle la paz actual. —Se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa—. De hecho, contamos con su intervención. Enefa, de quien esta nueva diosa es en esencia una copia, ha luchado siempre por la preservación de la vida. Es su naturaleza. Mientras sus hermanos son más proclives a los extremismos, rápidos a la hora de juzgar y más aún a la de sembrar el caos, ella es la fuerza que mantiene las cosas. Se adapta al cambio y busca la estabilidad. A fin de cuentas, la Guerra de los Dioses no fue la primera que libraron Itempas y Nahadoth. Solamente fue la primera, desde la creación de la vida, en que Enefa no estuvo presente para preservar el equilibrio del mundo.
Yo estaba sacudiendo la cabeza mientras hablaba.
—¿Queréis decir que contáis con que la nueva Enefa nos mantenga a salvo? ¿Estáis de broma? Aunque antes fuese humana, ya no lo es. Ahora piensa como piensan los dioses. —Pensé en Lil—. Y algunos de ellos están locos.
—Si quisiera acabar con la humanidad, podría haberlo hecho mil veces en los últimos diez años. —La mesa se desplazó ligeramente en respuesta a algún gesto suyo—. Es la diosa de la muerte tanto como de la vida. Y te ruego que recuerdes que cuando estaba viva era una Arameri. Siempre hemos sido predecibles. Noté que sonreía—. Creo que tratará de canalizar la cólera del Señor de la Noche de un modo expeditivo. A fin de cuentas, no necesita destruir el mundo entero para vengar a sus hijos. Le bastará con una pequeña parte. Una sola ciudad, quizá.
Puse las manos encima de mi regazo. Había perdido el apetito.
Los padres maroneh no cuentan historias bonitas a sus hijos antes de dormir. Del mismo modo que bautizamos a nuestros hijos con nombres que nos retrotraen a nuestro pesar y nuestra rabia, les contamos cuentos que les harán llorar y despertar en mitad de la noche, temblando por culpa de las pesadillas. Queremos que nuestros hijos tengan miedo y no olviden nunca, porque de este modo estarán preparados si alguna vez regresara el Señor de la Noche.
Cosa que haría pronto, a Sombra.
—¿Por qué la Orden de Itempas…? —Vacilé, no sabía cómo decirlo sin ofender a una sala llena de antiguos miembros de la Orden—. El Señor de la Noche… ¿Por qué honrarlo sólo porque ahora es libre? Ya nos odia. ¿De verdad creéis que un dios furioso se dejaría disuadir por semejante hipocresía?
—No es a los dioses a quienes quieren disuadir, dama Oree. —Esto lo dijo el hombre que ocupaba el otro extremo de la mesa. Me puse tensa—. Es a nosotros a quienes deben apaciguar.
Conocía aquella voz. La había oído en varias ocasiones: tres, hasta entonces. En el paseo sur, justo antes de que matara a los Guardianes de la Orden. En el tejado de Madding, antes de que se desatara aquel caos. Y cuando yacía temblando y enferma, después de que me liberaran del Vacío.
Estaba sentado al otro extremo de la mesa, frente a Serymn, e irradiaba la misma confianza que ella. Por supuesto. Era su nypri.
Mientras yo permanecía allí sentada, temblando de miedo y de rabia, Serymn rió entre dientes.
—Tan directo como siempre, Dateh.
—Es la verdad. —Parecía divertido.
—Mmm. Lo que pretende decir mi marido, dama Oree, es que la Orden y, a través de ella, la familia Arameri, está desesperada por convencer al resto de la humanidad de que el mundo es como debe ser. De que, al margen de la presencia de los nuevos dioses, nada más debe cambiar, desde el punto de vista político. De que debemos sentirnos felices,… seguros… complacientes.
Marido. ¿Una purasangre Arameri, casada con un miembro de una secta de herejes?
—Lo que decís no tiene sentido —dije. Me concentré en el tenedor que tenía entre los dedos, en el chisporroteo del fuego en la chimenea, al fondo. Esas cosas me ayudaban a mantener la calma—. Habláis de los Arameri como si ya no fuerais una de ellos.
—En efecto. Digamos que mis actividades ya no cuentan con la sanción del resto de mi familia.
El nypri, con tono alegre, añadió:
—Oh, puede que las aprobaran… si las conocieran.
Serymn se echó a reír ante este comentario, como algunos de los comensales.
—¿De verdad lo crees? Eres mucho más optimista que yo, amor mío.
Siguieron conversando despreocupadamente mientras yo permanecía allí sentada, tratando de comprender a la nobleza, sus conspiraciones y mil cosas más que nunca habían formado parte de mi vida. No era más que una artista callejera. Una maroneh vulgar y corriente, aterrorizada y lejos de mi casa.
—No lo entiendo… —los interrumpí al fin—. Me habéis secuestrado y traído aquí. Estáis tratando de obligarme a que me una a vosotros. ¿Qué tienen que ver conmigo el Señor de la Noche, la Orden y los Arameri?
—Más de lo que crees —dijo el nypri—. El mundo está en peligro en este momento y no sólo por culpa de la cólera del Señor de la Noche. Piénsalo: por primera vez desde hace siglos, los Arameri son vulnerables. Oh, sí, aún disponen de ingentes recursos políticos y financieros, y están reclutando un ejército que hará que cualquier nación con aspiraciones de rebelarse se piense las cosas dos veces. Pero se les puede derrotar. ¿Sabes lo que quiere decir eso?
—¿Que algún día, unos tiranos reemplazarán a los que mandan ahora? —A pesar de mis esfuerzos por mostrarme diplomática, mi irritación iba en aumento. Seguían dándole vueltas y vueltas al asunto, sin responder nunca mis preguntas.
Serymn no pareció ofenderse por mi comentario.
—Puede, pero… ¿qué grupo? Todos los clanes nobiliarios, los consejos dirigentes y los ministros electos querrán tener la oportunidad de dirigir los Cien Mil Reinos. Y si todos intentan conseguirlo a la vez, ¿sabes lo que sucederá?
—Más escándalos, intrigas, asesinatos y lo que sea que hace la gente como vosotros con su tiempo —dije. Al menos la dama Nemmer estaría contenta.
—Sí. Y golpes de Estado y nobles débiles reemplazados por otros más fuertes o más ambiciosos, y rebeliones por todas partes, provocadas por las minorías que aspiran a quedarse con parte del pastel. Y nuevas alianzas entre reinos menores, aliados para sumar fuerzas. Y traiciones, porque no hay alianzas sin ellas. Exhaló un suspiro prolongado y cansado—. Y guerra, dama Oree. Habrá guerra.
Como la buena chica itempana que nunca había terminado de ser, me estremecí a pesar de todo. La guerra era anatema para Itempas el Brillante. Había oído cuentos sobre los tiempos anteriores al Brillante, antes de que los Arameri promulgaran leyes para regular de manera estricta la violencia y los conflictos. En aquellos tiempos, los hombres morían a millares en cada batalla. Algunas ciudades habían sido arrasadas hasta los cimientos y sus habitantes masacrados mientras ejércitos de guerreros caían sobre ellos con afán de rapiña y sangre.
—¿D-dónde? —pregunté.
—Por todas partes.
No podía ni imaginarlo. A semejante escala, no. Era la locura. El caos.
Entonces, me acordé. Nahadoth, Señor de la Noche, era también el Dios del Caos. ¿Qué venganza más apropiada podía imponerle a la humanidad?
—Si caen los Arameri y termina el Brillo, volverá la guerra —dijo Serymn—. La Orden de Itempas teme más a esto que a la amenaza que pueda representar cualquier dios, porque es el mayor peligro, no sólo para una ciudad, sino para nuestra civilización. Ya hay rumores sobre desórdenes en el Alto Norte y en las islas, tierras que fueron convertidas a la fuerza a la religión de Itempas después de la Guerra de los Dioses. Nunca han olvidado ni perdonado lo que les hicimos.
—El Alto Norte… —dijo alguien en la mesa con tono de desdén—. ¡Bárbaros de piel oscura! Dos mil años y siguen resentidos.
—Bárbaros, sí, y resentidos —dijo Hado, cuya presencia yo había olvidado—. Pero ¿acaso no sentimos lo mismo cuando nos dijeron que empezáramos a venerar al Señor de la Noche? —Hubo murmullos de asentimiento por toda la mesa.
—Sí —dijo el nypri—. Así que la Orden tolera la herejía y mira en otra dirección cuando los antiguos fieles de Itempas descuidan sus deberes. Confían en que la exploración de nuevos credos mantenga a la gente ocupada y conceda tiempo a los Arameri a fin de prepararse para la conflagración que se avecina.
—Pero es en vano —dijo Serymn con tono de rabia—. T'vril, señor de los Arameri, confía en poner rápido fin a la guerra cuando llegue. Pero a fin de prepararse para la guerra terrena, ha apartado los ojos de la amenaza del cielo.
Suspiré, cansada en más de un sentido.
—Está bien que os preocupéis por eso, pero el Señor de la Noche —abrí las manos en un gesto de impotencia— es una fuerza de la naturaleza. Quizá lo que deberíamos hacer todos es empezar a rezarle a esa Dama Gris, ya que, según decís, es la que lo mantiene a raya. O quizá ir eligiendo el sitio en el que pasaremos la otra vida.
Serymn respondió con tono de leve reproche:
—Preferimos adoptar una actitud más productiva, dama Oree. Puede que sea cosa de la Arameri que llevo dentro, pero nunca me ha gustado permitir que una amenaza conocida creciera sin hacer nada. Es mejor golpear primero.
—¿Golpear? —dije con una risa, convencida de que no la había entendido bien—. ¿A un dios? Eso no es posible.
—Sí, dama Oree. A fin de cuentas, no sería la primera vez.
Me quedé helada y la sonrisa se borró de mi semblante.
—La hija de los dioses, Role… Vosotros la matasteis.
Serymn se echó a reír sin confirmar ni negar la afirmación.
—Me refería a la Guerra de los Dioses, en realidad. Itempas mató a Enefa. Si puede morir uno de los Tres, es que pueden todos.
Guardé silencio, confundida, pero no seguía riéndome, ya no. Serymn no era ninguna idiota. No podía creer que una Arameri sugiriera algo como asesinar una diosa, salvo que tuviera el poder de hacerlo.
—Lo que precisamente, y por fin llegamos a la cuestión central, es la razón por la que te hemos secuestrado. —Serymn levantó la copa y me saludó con ella. El tenue sonido cristalino resonó con la fuerza de una campanada en medio del silencio de la sala. Nuestros compañeros de mesa, también en silencio, prestaban atención a todas sus palabras. Serymn extendió su brindis a ellos y todos levantaron las copas.
—Por el regreso del Brillo —dijo el nypri.
—Y del Señor Blanco —dijo la mujer que había hecho mención a mi visión.
—«Hasta el fin de la oscuridad» —dijo Hado.
Cada uno de los presentes expresó un buen deseo o hizo una dedicatoria. Aquello tenía el aire de un ritual solemne, en el que todos ellos estaban comprometiéndose en un plan de asombrosa y absoluta demencia.
Una vez que todos hubieron brindado y se hizo el silencio, tomé la palabra, con voz apagada por la comprensión y la incredulidad.
—Queréis matar al Señor de la Noche —dije.
—Sí —respondió ella. Hizo una pausa mientras se acercaba otro criado. Oí que levantaban la tapa de una bandeja—. Y queremos que nos ayudes. ¿Querrás postre?