Acuarela
Mis sueños se han vuelto más vividos últimamente. Me habían dicho que podía suceder, pero aun así… recuerdo uno sobre todo.
En ese sueño pinto un cuadro. Pero mientras me pierdo en los colores del cielo y de las montañas y de unos champiñones que empequeñecen las montañas —es un mundo vivo, lleno de plantas y hongos extraños. Casi puedo oler los vapores de ese aire alienígena— se abre la puerta de mi cuarto y entra mi madre.
—¿Qué haces? —pregunta mi madre.
Y aunque aún estoy medio perdida entre las montañas y los champiñones, no tengo otra alternativa que tirar de mí para volver a este mundo, donde no soy más que una chica ciega y protegida, cuya madre quiere lo mejor para ella, aunque no siempre estemos de acuerdo en lo que es.
—Pintar —digo, aunque es obvio. Se me han tensado las tripas. Temo que se aproxime una regañina.
Se limita a asentir, se me acerca y me pone una mano sobre la mía para que sepa dónde está. Guarda silencio durante largo rato. ¿Está mirando el cuadro? Me muerdo el labio inferior, sin atreverme a esperar que, quizá, esté tratando de entender por qué hago lo que hago. Nunca me ha dicho que lo deje, pero puedo notar el sabor de su desaprobación, tan amargo y denso en mi lengua como unas uvas mohosas. Me lo ha insinuado con palabras en el pasado. «Pinta algo útil, algo bonito». Algo que no deje hipnotizados a sus espectadores durante horas y horas.
Algo que no atraiga el penetrante y ardiente interés de los sacerdotes si llegan a verlo. Algo seguro.
Esta vez no dice nada. Se limita a acariciarme el cabello trenzado y al fin comprendo que no está pensando en mí ni en mis pinturas.
—¿Qué pasa, mamá? —pregunto.
—Nada —dice con un hilo de voz, y me doy cuenta de que, por primera vez en mi vida, acaba de mentirme.
El corazón se me llena de temor. No sé por qué. Puede que por el olor a miedo que brota de ella o por el pesar que subyace por debajo, o simplemente por el hecho de que mi locuaz y alegre madre esté de pronto tan callada, tan quieta.
Así que me apoyo en ella y le rodeo la cintura con los brazos. Está temblando y no es capaz de darme el consuelo que necesito. Cojo lo que puedo y trato de ofrecerle un poco del mío a cambio.
Mi padre murió pocas semanas después.
Flotaba en un vacío aletargador, chillando pero incapaz de oírme. Al entrelazar las manos no sentí nada, ni siquiera cuando me clavé las uñas. Abrí la boca e inhalé para gritar de nuevo, pero no sentí que el aire se moviera sobre mi lengua o llenara mis pulmones. Sabía que lo había hecho. Ordené a mis músculos que se movieran y tuve la impresión de que respondían. Pero no sentí nada.
Nada salvo un frío terrible. Tan penetrante como para ser doloroso si yo hubiera sido capaz de sentir dolor. Si hubiera podido levantarme, me habría caído al suelo, demasiado aterida para hacer otra cosa que temblar. Si hubiese habido un suelo…
La mente mortal no está hecha para cosas como aquélla. Yo no echaba de menos la vista, ¿pero el tacto? ¿El sonido? ¿El olfato? Estaba acostumbrada a ellos. Los necesitaba. ¿Eso es lo que hacía sentir la oscuridad a los demás? No me extrañaba que le tuvieran tanto miedo.
Pensé que iba a enloquecer.
—Niña-Ree —dice mi padre mientras me toma las manos—. No abuses de tu magia. Sé que la tentación está ahí. Es agradable poder ver, ¿verdad?
Asiento. El sonríe.
—Pero el poder sale de dentro de ti —prosigue. Abre una de mis manilas y traza el sinuoso contorno de una de las yemas de los dedos. Me hace cosquillas y me echo a reír—. Si la usas demasiado, te cansarás. Si la usas todo… Niña-Ree, podrías morir.
Frunzo el ceño, confundida.
—Sólo es magia. —La magia es la luz, el color. La magia es una bella canción. Algo maravilloso, pero no una necesidad vital, como la comida, el agua, el sueño o la sangre.
—Sí. Pero también es parte de ti. Una parte importante. —Sonríe y, por primera vez, veo lo profunda que es la tristeza que lo invade hoy. Parece un hombre solo—. Tienes que entender. No somos como las demás personas.
Grité con la voz y con los pensamientos. Los dioses pueden oír los pensamientos de un mortal si éste se concentra lo suficiente. Así es como oyen las plegarias. No hubo respuesta de Madding ni de ningún otro. Mis manos tantearon a mi alrededor, sin encontrar nada. Aunque él hubiera estado ahí mismo, a mi lado, ¿lo habría sabido? No tenía ni idea. Estaba muy asustada.
—Siente —dice mi padre mientras guía mi mano. Sostengo un pincel de pelo de caballo empapado en una pintura que huele a vinagre—. Saborea el aroma que hay en el aire. Escucha el roce del pincel. Y luego, cree.
—¿Que crea… el qué?
—Lo que esperes que suceda. Lo que quieras que exista. Si no lo controlas tú, ello te controlará a ti, niña-Ree. No lo olvides nunca.
Tendría que haberme quedado en la casa tendría que haber dejado la ciudad tendría que haber visto venir al previt tendría que haber dejado a Lúmino entre la basura donde lo encontré tendría que haberme quedado para siempre en Nimaro.
—La pintura es una puerta —dice mi padre.
Alargué las manos e imaginé que temblaban.
—¿Una puerta? —pregunto.
—Sí. El poder está en ti, oculto, pero la puerta abre el camino a ese poder y te permite transmitir parte de él al lienzo. O a dondequiera que pintes. Cuando crezcas, encontrarás nuevas formas de abrir la puerta. La pintura es sólo el primer método que has encontrado.
—Oh. —Pienso en ello—. ¿Eso quiere decir que también podría cantar la magia, como tú?
—Puede. ¿Te gusta cantar?
—No tanto como pintar. Y mi voz no es tan bonita como la tuya.
Se ríe bajito.
—A mí me gusta tu voz.
—A ti te gusta todo lo que hago, papá. —Pero mi fascinación crece con la idea—. ¿Eso quiere decir que puedo hacer algo aparte de pintar cuadros? Como… —Mi imaginación infantil es incapaz de imaginar todas las posibilidades de la magia. Aún no hay hijos de los dioses en el mundo para mostrarnos todo lo que puede hacer—. ¿Cómo convertir un conejito en una abeja? ¿O hacer que nazcan flores?
Guarda silencio un momento y percibo su renuencia. Nunca me ha mentido, ni siquiera cuando le he hecho preguntas que preferiría no responder.
—No lo sé —dice al fin—. A veces, cuando canto, si creo que va a suceder algo, sucede. Y a veces… —vacila y, de repente, parece intranquilo— a veces también sucede aunque no cante. La canción es la puerta, pero la fe es la llave que la abre.
Le toco la cara, tratando de comprender su malestar.
—¿Qué pasa, papá?
Me toma la mano, la besa y sonríe, pero ya lo he percibido. Tiene un poquito de miedo.
—Bueno, piénsalo. ¿Y si cogieras a un hombre y pensaras que es una roca? ¿O algo vivo y pensaras que está muerto?
Trato de pensar en ello, pero soy demasiado joven. Me parece divertido. Suspira, sonríe y me da unas palmaditas en la mano.
Alargué las manos, cerré los ojos y creí en la existencia de un inundo.
Mis manos anhelaban el tacto, así que imaginé un suelo denso y terroso. Mis pies anhelaban sentir algo debajo, así que puse ese suelo debajo de ellos, sólido y resonante al pisarlo a causa del aire y de la vida en abundancia que contenía. Mis pulmones anhelaban respirar, así que inhalé un aire ligeramente fresco, húmedo de rocío. Al exhalar, la calidez de mi aliento creó vapor en el aire. No podía verlo, pero creía que estaba allí. Como había creído que habría luz a mi alrededor, tal como mi madre me la había descrito una vez, la luz neblinosa de la mañana, emitida por el pálido sol de comienzos de primavera.
La oscuridad perduró, resistente.
Sol. Sol. SOL.
Un calor ascendió hormigueando por mi piel y expulsó el doloroso frío. Me senté sobre mis rodillas, aspiré hondo, olí la tierra recién removida y sentí la caricia de la luz sobre mis párpados cerrados. Necesitaba oír algo, así que decidí que habría viento. Una suave brisa matutina, que dispersaba gradualmente la niebla. Al sentir que aparecía, comenzaba a acariciarme el pelo y que me hacía cosquillas en la nuca, no me permití sentir asombro. Esto podría haberme llevado a la duda. Podía sentir la fragilidad del lugar que me rodeaba, su propensión a ser otra cosa. Una oscuridad fría e interminable…
—No —me apresuré a decir, y al oír mi propia voz, sentí un acceso de alegría. Ahora había aire para transportarla—. Aire cálido de primavera. Un jardín listo para ser plantado. Quédate ahí.
El mundo se quedó. Así que abrí los ojos.
Podía ver.
Y, por extraño que pueda parecer, la escena que me rodeaba me resultaba familiar. Estaba sentada en el huerto de mi aldea natal, donde casi siempre había estado completamente ciega. No había mucha magia en Nimaro. El único día en que vi la aldea fue…
… el día de la muerte de mi padre. El día en que nació la Dama Gris. Ese día lo vi todo.
Y ahora lo había recreado, extrayendo los recuerdos de aquel momento de claridad, impregnado de magia. Unos jirones plateados de niebla matutina temblaban trémulos en el aire. Recordaba que la forma grande y rectangular que había al otro lado del jardín era una casa, aunque no podía saber si era la mía o la de los vecinos sin olería o contar los pasos que medía. Junto a mis pies, unas cositas puntiagudas bailaban bajo el viento: la hierba. Lo había reconstruido todo.
Salvo la gente. Me puse en pie y escuché. En todos los años que había pasado en la aldea, jamás la había visto tan silenciosa a esa hora del día. Siempre había pequeños ruidos: aves, cabras en el prado de atrás, algún recién nacido que lloraba… Pero ahora no había nada.
Como ondas en el agua, sentí que el espacio que me rodeaba empezaba a temblar.
—Esto es mi casa —susurré—. Esto es mi casa. Sólo que es pronto. Nadie se ha despertado aún. Es real.
Las ondas cesaron.
Era real, pero terriblemente frágil. Seguía en el lugar oscuro. Lo único que había conseguido era crear una esfera de cordura a mi alrededor, como una burbuja. Tenía que seguir afirmando su realidad, creyendo en ella, para mantenerla intacta.
Temblorosa, volví a caer de rodillas y hundí los dedos en el suelo húmedo. Sí, eso estaba mejor. Tenía que concentrarme en las cosas más pequeñas. Me llevé un puñado de tierra a la nariz y la olí. No podía confiar en mis ojos, pero en el resto… sí. Eso sí podía hacerlo.
Pero de repente, me sentí cansada, más cansada de lo normal. Mientras estrujaba la tierra en mi mano, me di cuenta de que empezaba a cabecear y me pesaban los párpados. No había dormido mucho, pero aquélla no era la razón. Estaba en un lugar singular, extraído de mi propia mente por el temor. Y ese miedo, por sí solo, tendría que haberme mantenido despierta.
Antes de que tuviera tiempo de pensar en aquel nuevo misterio, se produjo otra de aquellas extrañas trepidaciones, seguida por un dolor agónico detrás de mis ojos. Grité, arqueé la espalda hacia atrás y me llevé las manos manchadas a la cara, perdida la concentración. Y mientras gritaba, sentí que la burbuja del falso Nimaro se resquebrajaba a mi alrededor y se alejaba dando vueltas en dirección a la nada, al tiempo que la enfermiza y vacía oscuridad regresaba en tromba.
Y entonces…
Caí de costado sobre una superficie sólida, con tanta fuerza que me quedé sin aliento.
—Bueno, aquí estás —dijo una fría voz masculina. Me resultaba familiar, pero en ese momento no podía pensar. Unas manos me tocaron, me dieron la vuelta y me quitaron el pelo de la cara. Traté de zafarme, pero el movimiento agudizó la creciente agonía de mis ojos y mi cabeza. Estaba demasiado cansada para gritar.
—¿Se encuentra bien? —preguntó una voz de mujer que estaba por detrás del hombre. —No estoy seguro.
Las palabras azotaron mis oídos como la lengua divina. Me tapé las orejas con las manos y gemí. Sólo podía pensar en lo mucho que deseaba que se callaran todos.
—No es la desorientación habitual.
—Hummm, no. Creo que es un efecto secundario de su propia magia. La ha utilizado para protegerse de mi poder. Es fascinante. —Se apartó de mí y sentí su suficiencia como una película de suciedad sobre mi piel—. La prueba que querías.
—En efecto. —También ella parecía muy satisfecha.
En ese momento, me desvanecí.