Dibujo a tiza sobre hormigón
Me contó cosas sobre sí mismo. No todo, claro. Algunas me las contaron otros dioses o las recuerdo de los cuentos de mi infancia. Pero la mayoría me las contó él. Mentir no estaba en su naturaleza.
En el tiempo de los Tres, las cosas eran muy distintas. Había muchos templos, pero pocos textos sagrados y no se perseguía a quienes profesaban creencias distintas. Los mortales veneraban a los dioses que querían —a veces varios a la vez— y nadie decía que eso fuese una herejía. Si había disputas sobre alguna cuestión de saber o de magia, bastaba con preguntar a un hijo de los dioses. No tenía sentido recurrir a un solo dios cuando los había de sobra.
Fue en esta época cuando aparecieron los primeros demonios: hijos de humanos mortales y dioses inmortales, que no eran ni una cosa ni la otra, y poseían las mejores virtudes de ambos. Una de éstas era la mortalidad… un don discutible, desde mi punto de vista, pero por aquel entonces la gente pensaba de otra manera. En cualquier caso, los demonios lo poseían.
Pero piensa en lo que significa esto: todos los demonios murieron. No tiene sentido, ¿verdad? Es raro que un niño salga sólo a uno de sus padres. ¿No deberían haber heredado algunos de ellos la inmortalidad? Desde luego habían heredado la magia, en abundancia. Hasta tal punto que nos la transmitían a nosotros, cuando nos emparejábamos. Las artes de los escribas, los doblahuesos, los profetas y los lanzadores de sombras llegaron a la humanidad a través de los demonios. Pero incluso cuando los demonios tomaron dioses por amantes y tuvieron hijos con ellos, esos niños también envejecieron y murieron.
Para nosotros, el legado de los dioses fue una bendición. Para los dioses, una gota de sangre mortal condenaba su descendencia a la muerte.
Al parecer, nadie comprendió lo que significaba esto durante mucho tiempo.
Bajé al piso de abajo mucho más deprisa de lo que habría debido, si tenemos en cuenta que no había llegado a memorizar la escalera de Madding. Detrás de mí venían Paitya, el hijo de los dioses de mediana edad; Kitr, que había salido de la nada al oír mi grito y era visible por una vez;, y Madding. Al llegar a la sala de los estanques, dos más se unieron a nosotros: una alta mortal en cuyo cuerpo brillaban casi tantas palabras divinas como en el del previt Rimarn, y un esbelto sabueso que yo veía envuelto en una luz blanca. Al llegar a la puerta principal de la casa, oí gritos en el piso de arriba. Había despertado a todo el mundo.
Puede que me hubiese sentido mal si mis pensamientos no hubiesen estado llenos de aquel silencio espantoso.
—¡Oree! —Unas manos me cogieron antes de que me hubiera alejado tres pasos de la puerta. Luché contra ellas. Una mancha azul y borrosa adoptó la forma de Madding—. No debes dejar la casa, maldita sea.
—Tengo que hacerlo. —Retorcí el cuerpo para tratar de zafarme de él—. Él…
—¿De quién hablas? Oree… —De repente se quedó muy quieto—. ¿Por qué tienes sangre en la cara?
Aquello contuvo mi pánico, aunque la mano que me llevé a la cara temblaba violentamente. Algo húmedo había caído sobre mi cara en la azotea. Lo había olvidado.
—¿Jefe? —Paitya se había agachado para examinar algo que había en el suelo. Yo no podía ver lo que era, pero la expresión lúgubre de su rostro resultaba inconfundible—. Aquí hay mucha más sangre.
Madding se volvió hacia allí y abrió los ojos de par en par. Volvió a mirarme, con el ceño fruncido.
—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estabas, en la azotea? —De repente, su ceño se arrugó aún más—. ¿Mi padre te ha hecho algo? Pues ayúdame…
Kitr, que había estado vigilando la calle en busca de peligros, nos miró.
—¿Se lo has dicho?
Madding la ignoró, aunque con un rictus de consternación que no se me escapó. Me examinó por todos lados en busca de heridas.
—Estoy bien —le dije mientras, con el bastón pegado al cuerpo, me iba calmando poco a poco—. Estoy bien. Pero sí, estaba en la azotea, con… con Lúmino. Había alguien allí… un hombre. No pude verlo. Debía de ser mortal. Conocía mi nombre y dijo que había estado buscándome…
Paitya maldijo y exploró la zona con los ojos entornados.
—¿Desde cuándo los Guardianes de la Orden entran por la azotea, maldita sea? Normalmente tienen la sensatez de no meterse con nosotros.
Madding murmuró algo en la lengua de los dioses, algo retorcido y sembrado de espinas, una maldición.
—¿Qué ha pasado?
—Lúmino —dije—. Luchó con el hombre. Éste usó magia… —Me aferré a los brazos de Madding. Mis dedos se hundieron en la tela de su camisa—. Mad, ese hombre lo atacó con magia, no sé cómo, y creo que eso fue lo que provocó la sangre. Creo que Lúmino lo agarró y se lanzó con él desde la azotea, pero no oí que se estrellaran contra el suelo…
Madding ya había empezado a impartir órdenes con gestos a sus compañeros para que registraran la casa y las calles próximas. Kitr se quedó cerca de él, al igual que Paitya. Él no necesitaba guardaespaldas, realmente, pero yo sí y supongo que les había ordenado que se me llevaran de allí si había algún altercado violento.
—Voy a arrasar el Salón Blanco hasta los cimientos —siseó. Su figura humana despedía destellos azules mientras me empujaba en dirección a la puerta—. Si se han atrevido a atacar mi casa, a los míos…
—No buscaba a Lúmino —murmuré. Acababa de comprenderlo. Me detuve y agarré a Madding del brazo para llamar su atención—. ¡Mad, ese hombre no buscaba a Lúmino! Si hubiera sido un Guardián de la Orden, habría ido a por él, ¿no? Saben que mató a sus compañeros en Raíz Sur. —Cuanto más lo pensaba, más claro me parecía—. No creo que fuese un Guardián de la Orden.
No se me paso por alto la expresión de sobresalto que cruzo las facciones de Madding. Intercambió una mirada con Kitr, que parecía igualmente alarmada. Ésta se volvió y miró a uno de los mortales, la escriba. La humana asintió, se arrodilló, sacó un cuaderno de su chaqueta y abrió un tarrito de tinta.
—Iré a ver —dijo el hijo de los dioses de mediana edad, antes de desvanecerse. Madding me atrajo hacia sí y me rodeó con un brazo firme, aunque mantuvo libre el otro por si había problemas. Intenté sentirme a salvo allí, en los brazos de un dios y protegida por media docena más de ellos, pero tenía los nervios a flor de piel y el pánico se negaba a desvanecerse. No podía apartar de mi cabeza la sensación de que algo iba mal, muy mal, de que alguien nos estaba observando, de que iba a suceder alguna cosa. Lo sentía con toda la intuición que poseía.
—No hay cuerpo —dijo Paitya al regresar a nuestro lado. Tras él, otros hijos de los dioses aparecían y desaparecían de pronto en las calles, en alféizares cercanos y en el borde de las azoteas—. Con tanta sangre debería haberlo, pero no hay nada. Ni siquiera en… eh… trozos.
—¿Es…? —Tuve que esforzarme por hacerme oír, con la voz amortiguada por el hombro de Madding.
—Es suya. —Paitya miró de soslayo al sabueso, que estaba olisqueando la sangre en aquel momento. El perro levantó la mirada y asintió, en gesto de solemne confirmación—. Sin duda. Pero la sangre ha caído desde arriba y lo ha rociado todo. El cuerpo no llegó a tocar el suelo.
Madding murmuró algo en su lengua y luego pasó al senmita para que yo pudiera entenderlo.
—Habrá sido un arma. O magia, tal como dijiste. —Me miró, con el ceño fruncido por la irritación—. Ahora es impotente. Debía de saber que no podría con un escriba, si es que ese hombre lo era. En la azotea de una casa llena de hijos de los dioses… ¿Por qué no ha gritado simplemente para pedir ayuda? Maldito cabezota.
Cerré los ojos y me apoyé en Madding, rendida de pronto. Yo también podría haber pedido ayuda, comprendía con retraso, pero estaba demasiado aterrorizada para hacerlo. Lúmino, sin embargo, no estaba asustado. Simplemente, no quería ayuda. Lo había hecho de nuevo: lanzarse de cabeza a una situación peligrosa, gastar su vida como una simple moneda a cambio de saborear un atisbo de su viejo poder. Esta vez yo había sido la beneficiada, pero ¿hacía eso que fuese mejor? Los hijos de los dioses respetaban la vida, incluida la suya. Ellos eran inmortales, pero al menos trataban de defenderse o de esquivar los golpes cuando los atacaban. Y cuando peleaban, procuraban no matar. Mientras que Lúmino era capaz de asesinar a los de su propia especie.
—El Señor de la Noche tendría que haberlo matado —dije, invadida por una amargura repentina. Madding enarcó las cejas con sorpresa, pero sacudí la cabeza—. Hay algo malo en él, Mad. Siempre lo había sospechado, pero esta noche…
Recordé cómo le había fallado la voz al admitir su papel en la Guerra de los Dioses. Sólo un instante de debilidad, una grieta en el lecho de roca de su estoicismo. Pero esa grieta discurría más profundamente de lo que parecía, ¿verdad? Su despreocupación por su propia carne… ¿Cómo había terminado muerto en mi cubo de la basura, meses atrás? El beso cruel que me había dado. Sus palabras posteriores, más crueles aún, con las que me había culpado de toda la duplicidad de la raza humana.
Era —o al menos había sido— el dios del orden, la encarnación viviente de la estabilidad, la paz y la racionalidad. El hombre en el que se había transformado aquí, en el reino de los mortales, carecía de sentido. Lúmino no era como Itempas, porque Lúmino no era Itempas y no había nada en mi irreprochable educación maro que pudiera hacerme aceptarlo como tal.
Madding suspiró.
—Nahadoth quería matarlo, Oree. Y muchos de mis hermanos también, después de lo que había hecho. Pero los Tres crearon este universo. Si muere cualquiera de ellos, se acabará. Así que lo enviaron aquí, que es donde menos daño puede hacer. Y quizá… —Hizo una pausa y volví a oír aquel atisbo de anhelo en su voz. Esperanza, no del todo reprimida—. Quizá, de algún modo, pueda… mejorar. Comprender sus errores. No sé…
—Me dijo que estaba tratando de disculparse. En la azotea. Con… con… —Me estremecí. No habíamos olvidado el nombre, pero tampoco lo decíamos si podíamos evitarlo—. El Señor de la Noche.
Madding parpadeó por la sorpresa.
—¿Sí? Nunca habría esperado algo así de él. —Se puso serio—. Pero dudo que sirva de nada. Él mató a mi madre, Oree. La envenenó y luego mutiló su cuerpo. Y después, durante los milenios siguientes, mató o encarceló a todos aquellos de nosotros que se atrevieron a protestar. Hace falta algo más que una disculpa para enmendarse por algo así.
Alargué una mano hacia su cara y leí su expresión con mis dedos. Esto me ayudó a entender algo que había pasado por alto.
—Sigues enfadado por aquello.
Frunció el ceño.
—Pues claro. ¡Yo la quería! Pero… —Suspiró pesadamente y se inclinó para apoyar su frente en la mía— también a él lo quise, una vez.
Le tomé la cara entre las manos, deseando saber cómo reconfortarlo. Pero era un asunto familiar, entre padre e hijo. Era un problema que debía resolver Lúmino, si alguna vez llegábamos a encontrarlo.
Aunque sí había una cosa que podía hacer.
—Me quedo —dije.
Madding se sobresaltó y se apartó un paso para mirarme. Por supuesto, entendía lo que quería decir. Al cabo de un momento prolongado, dijo:
—¿Estás segura?
Casi me echo a reír. Estaba temblando por dentro, y no sólo por los efectos secundarios del miedo.
—No, pero no creo que lo esté nunca. Lo que pasa es que… sé qué es lo más importante para mí. —Entonces me eché a reír, al darme cuenta de que Lúmino me había ayudado a tomar aquella decisión, con aquel horrible beso y sus palabras desafiantes. Yo también amaba a Madding. Y quería estar con él, aunque eso significara el final de la vida que tanto había trabajado por construir y el final de mi independencia. El amor significa compromiso, a fin de cuentas… algo que sospechaba que Lúmino no entendía.
El rostro de Madding se tiñó de solemnidad al asentir en gesto de aceptación. Me agradó que no sonriera. Creo que él sabía lo que me costaba esa decisión.
Al cabo de un momento suspiró y miró de soslayo a Kitr, que durante los últimos minutos había prestado más atención a la calle que a nosotros.
—Estoy llamando a todo el mundo —dijo—. Esto no me gusta. Un simple escriba no podría ocultarse a nuestros ojos. —Volvió la mirada hacia las manchas de sangre—. Y no consigo encontrar a Padre por ninguna parte. Eso es lo que menos me gusta.
—Ni yo —dijo Kitr—. Algunos de nosotros tenemos el poder de ocultarlo, pero ¿por qué íbamos a hacerlo? —Me miró, me evaluó y me desechó, todo en un instante—. ¿Crees que esto tiene que algo que ver con Role? Tu mortal encontró el cuerpo, pero ¿qué tiene eso que ver con lo demás?
—No lo sé, pero…
—Esperad, hay algo… —La voz llegó desde el otro lado de la calle. La seguí y pude ver el perfil cubierto de símbolos de la escriba de Madding. Estaba mirando la parte alta de un edificio cercano, con una hoja de papel en las manos. Había una serie de símbolos dibujados en las esquinas, con tres filas de palabras divinas en el centro de cada uno. Mientras observaba esa parte del edificio, una de las palabras divinas y el símbolo de la esquina superior derecha comenzaron a brillar con mayor intensidad. La escriba, que aparentemente sabía lo que significaba aquello, exhaló un jadeo entrecortado y retrocedió varios pasos. No pude ver su rostro, porque no había símbolos pintados en él, pero su voz era de terror—. Oh, dioses… ¡Lo sabía! ¡Cuidado! Todos, cuida…
Y de repente, se desataron los infiernos.
La calle se llenó de agujeros.
Con un ruido similar al que hace el papel al desgarrarse, comenzaron a aparecer a nuestro alrededor círculos perfectos de oscuridad. Algunos de ellos en el suelo, otros en las paredes. Y supongo que algunos de ellos en el aire, en medio de la nada. Uno de ellos se abrió a los pies de la escriba, prácticamente en el mismo instante en que la última palabra abandonaba sus labios. Antes de que tuviera tiempo de terminar de pronunciarla, cayó en su interior y desapareció. Otro de los agujeros atrapó a Kitr, que se había vuelto y había echado a correr en dirección a Madding. Se abrió delante de ella y se la tragó. El sabueso maldijo en mekatish y esquivó el primer agujero que apareció ante a sus pies, pero entonces se abrió otro sobre él. Vi que se le ponía el pelaje de punta, algo tiraba de él hacia arriba y al fin, con un gañido, el agujero lo succionaba.
Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Madding me empujó hacia la puerta de la casa. Trastabillé en el escalón de entrada, me volví, abrí la boca para hablar… y en ese momento vi el agujero que se abría a su espalda. Sentí su atracción, era lo bastante fuerte para arrastrarme un paso en su dirección, incluso después de haberme detenido.
«¡No!».
Me agarré al elaborado picaporte de la puerta y levanté el bastón con la otra mano, con la esperanza de que Madding pudiera sujetarse a él. Madding, con los ojos abiertos de par en par y apretando los dientes, trató de alcanzarme. El sonido de las campanas resultaba apenas audible, engullido por el estruendo del agujero.
Sus labios dijeron algo que no pude oír. Apretó los dientes y, esta vez, lo oí dentro de mi cabeza, a la manera de los dioses. «¡Métete dentro!». Y entonces salió volando hacia atrás, como si una gran mano invisible lo hubiera agarrado por la cintura y hubiese tirado de él. El agujero desapareció. Y él también.
Me agarraba desesperadamente al picaporte de la puerta, con la respiración violentamente entrecortada y las palmas tan sudorosas que se me cayó el bastón al suelo. No oía a nadie más en la calle. Estaba sola, con la única excepción de los agujeros que flotaban a mi alrededor, más oscuros que mi negra visión.
Al fin conseguí abrir la puerta y me metí dentro de la casa, lejos de los agujeros, hacia la limpia y vacía oscuridad donde estaba ciega pero al menos sabía a qué peligros me enfrentaba.
Había dado apenas tres pasos cuando el aire tiró de mí desde atrás, me levantó en vilo y, rodeada por un ruido parecido al del metal tembloroso, salí despedida dando vueltas.