FAMILIA

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Estudio a carboncillo

Tengo un recuerdo predilecto de mi padre, que a veces regresa en forma de sueño.

En el sueño, soy pequeña. Hace poco que he aprendido a subir por la escalera. Los peldaños estaban muy separados entre sí, de modo que durante mucho tiempo tuve miedo de no ver uno de ellos y caerme. Tuve que aprender a no tener miedo, algo que es mucho más complicado de lo que parece. Estoy muy orgullosa de haberlo conseguido.

—Papá —digo mientras cruzo la pequeña buhardilla. Ésta es, según acuerdo de mis padres, la habitación de él. Mi madre no entra en ella ni siquiera para limpiar. Está muy ordenada de todos modos, pues mi padre es un hombre pulcro, pero al mismo tiempo transmite la sensación indefinible de que ese sitio es él. En parte es por su olor, pero hay algo más. Algo que entiendo de manera instintiva, aunque carezca de vocabulario para describirlo.

Mi padre no es como la mayoría de la gente de la aldea. Asiste a los servicios del Salón Blanco lo justo para impedir que los sacerdotes lo sancionen. No realiza ofrendas en el altar de la casa. No reza. Le he preguntado si cree en los dioses y él dice que por supuesto. «¿Acaso no somos maroneh?». «Pero eso no es lo mismo que honrarlos», añade a veces. Luego me previene de que no le diga esto a nadie más. Ni a los sacerdotes, ni a mis amigos, ni siquiera a mamá. Un día, dice, lo entenderé.

Hoy está de un humor extraño, y por una vez, puedo verlo: un hombre más menudo que la media, de ojos fríos y negros, y manos grandes y elegantes. Su rostro carece de arrugas, casi parece juvenil, aunque tiene el cabello salpicado de plata y hay algo en su mirada, algo pesado y cansado, que revela su larga vida con más elocuencia que cualquier arruga. Ya era viejo cuando se casó con mamá. Nunca quiso tener hijos, pero me quiere con todo su corazón.

Sonrío y me apoyo en sus rodillas. Está sentado, lo que deja su rostro al alcance de mis dedos curiosos. A los ojos es posible engañarlos, he aprendido ya, pero el tacto no miente.

—Has estado cantando —digo.

Sonríe.

—¿Ya puedes verme otra vez? Pensaba que a estas alturas tu visión ya se habría desvanecido.

—Canta para mí, papá —le pido. Me encantan los colores que deja su voz en el aire.

—No, niña-Ree. Tu madre está en casa.

—¡Ella nunca lo oye! Por favor…

—Lo prometí —dice en voz baja y yo bajo la cabeza. Prometió a mi madre, hace mucho tiempo, antes de que yo naciera, que nunca la expondría a ella ni a mí al peligro de su rareza. Soy demasiado pequeña para entender de dónde viene ese peligro, pero el miedo de los ojos de mi padre basta para imponerme silencio.

Pero ya ha quebrantado su promesa antes. Lo hizo para enseñarme, porque si no, yo misma podría haber dejado ver mi rareza por ignorancia. Y porque, eso lo comprendí más tarde, muere un poco cuando tiene que asfixiar esa parte de sí. Estaba destinado a la gloria. Conmigo, en nuestros pequeños momentos privados, puede tenerla.

Así que al ver mi decepción, suspira y me coloca en su regazo. En voz muy baja, sólo para mí, comienza a cantar.

Desperté muy lentamente, entre el sonido y el olor del agua.

Estaba sentada sobre ella. El agua estaba casi a temperatura corporal. Apenas la notaba sobre la piel. Debajo de mí podía sentir piedra, dura y trabajada, a la misma temperatura que el líquido. A poca distancia flotaba la fragancia de unas flores. Hiras: una trepadora oriunda de la tierra de Maro. Sus flores tienen un perfume fuerte y característico que a mí me gusta. Así supe dónde me encontraba.

De no haber estado antes en casa de Madding, me habría sentido desorientada. Poseía una mansión en uno de los barrios más ricos de Oesha y me había llevado a ella con frecuencia, aduciendo que mi pequeña cama le provocaba dolor de espalda. El primer piso de la casa estaba lleno de estanques. Había al menos una docena de ellos, tallados en el lecho de roca que subyacía bajo aquella parte de Sombra, esculpidos en formas elegantes y cubiertos de plantas. Era el tipo de diseño por el que ciertos hijos de los dioses se habían hecho famosos: primero pensaban en la estética y luego en que fuera práctico o adecuado. Los invitados de Madding tenían que permanecer de pie o desvestirse y meterse en un estanque. Y él no veía nada malo en ello.

Los estanques no eran mágicos. El agua estaba caliente porque Mad había contratado a un genio mortal y le había encargado un sistema que la mantenía a aquella temperatura en todo momento, mediante una intrincada combinación de mecanismos. Nunca se había molestado en averiguar cómo funcionaba, así que no podía explicármelo.

Me incorporé, escuché, y al cabo de un momento me di cuenta de que había alguien más conmigo, sentado a corta distancia. No veía nada, pero el sonido de su respiración me resultaba familiar.

—¿Mad?

Salió de la oscuridad y se sentó en el borde del estanque con una rodilla levantada. Llevaba el pelo suelto y pegado a la piel húmeda. Esto le daba un aspecto extrañamente juvenil. Sus ojos eran sombríos.

—¿Cómo te sientes? —dijo.

La pregunta me desconcertó un momento, pero luego recordé.

Apoyé la espalda en el costado del estanque, sin apenas sentir el dolor de las viajas magulladuras, y aparté el rostro. Aún me dolían los ojos, así que los cerré, aunque aquello no me sirvió de mucho. ¿Que cómo me sentía? Como una asesina. ¿Cómo iba a sentirme?

Madding suspiró.

—Supongo que no servirá de nada decir esto, pero lo que ha pasado no es culpa tuya.

Por supuesto que no servía de nada. Y no era cierto.

—A los mortales nunca se les da bien controlar la magia, Oree. No estáis hechos para eso. Y tú no sabías lo que podía hacer la tuya. No pretendías matar a esos hombres.

—Pero están muertos —dije—. Mis intenciones no cambian ese hecho.

—Es cierto. —Se movió y metió la otra pierna en el agua—. Pero, probablemente, la de ellos fuese matarte a ti.

Me eché a reír sin ganas. El eco de la carcajada rebotó en la cambiante superficie del agua y sonó como si estuviera loca.

—No te molestes, Mad. Por favor.

Permaneció un rato en silencio, dejando que me revolcara en mi sufrimiento. Y cuando decidió que ya lo había hecho lo suficiente, se metió en el agua, que le llegaba a la cintura, se acercó y me abrazó. Y no hizo falta más. Enterré la cabeza en su pecho y me dejé mecer en sus brazos. Me acarició la espalda y susurró cosas tranquilizadoras en su lengua mientras yo lloraba. Luego me sacó de la sala de los estanques por la escalera de caracol y me depositó sobre el montón de cojines que le hacía las veces de cama. Me quedé dormida allí, sin preocuparme por si volvía a despertar.

Como es natural, me acabé despertando, unas personas que hablaban en voz baja cerca de mí me sacaron de mi sueño. Al abrir los ojos y mirar a mi alrededor, sorprendentemente me encontré con una hija de los dioses a la que no conocía, sentada junto a los cojines. Tenía la tez muy pálida y el cabello corto y negro, recortado en forma de casco alrededor de un rostro agradable con forma de corazón. Dos cosas me llamaron la atención al instante. Primero, que tenía un aspecto lo bastante normal como para pasar por humana, lo que quería decir que era una hija de los dioses que tenía tratos de manera habitual con los mortales. Y segundo, que por alguna razón, estaba sentada entre las sombras, a pesar de que no había nada cercano que pudiera proyectar una sombra sobre ella y que, en cualquier caso, yo no tendría que haber sido capaz de ver ninguna sombra.

Estaba hablando con Madding, pero hizo una pausa al ver que me incorporaba.

—Hola —dije mientras la saludaba con un gesto de la cabeza y me frotaba la cara. Conocía a toda la parentela de Madding y esa mujer no formaba parte de ella.

Me devolvió el gesto y sonrió.

—Conque tú eres la asesina de Mad.

Me puse tensa. Madding frunció el ceño.

—Nemmer.

—No pretendía ofender —dijo, encogiéndose de hombros, todavía sonriente—. Me gustan los asesinos.

Miré a Madding de soslayo, mientras me preguntaba si sería conveniente que mandara a los infinitos infiernos a aquella mujer. Él no parecía tenso, lo que revelaba que no era una amenaza ni una enemiga, pero tampoco estaba feliz. Al reparar en mi mirada, suspiró.

—Nemmer ha venido a advertirme, Oree. Dirige otra organización aquí en la ciudad…

—Algo así como un gremio de profesionales independientes —añadió ella a modo de explicación.

Madding le dirigió una mirada de fastidio fraterno y luego volvió a centrarse en mí.

—Oree… La Orden de Itempas acaba de ponerse en contacto con ella para contratar sus servicios. Los suyos concretamente, no los de uno de sus colaboradores.

Cogí un gran almohadón y lo abracé, no para ocultar mi desnudez sino para disimular mi repentina intranquilidad. Al verme, Madding fue al armario a buscar algo para mí.

—No es que sepa mucho sobre estas cosas —le dije a Nemmer—, pero tenía la impresión de que la Orden podía recurrir al cuerpo de los asesinos Arameri siempre que le hiciera falta.

—Sí —dijo Nemmer—, cuando los Arameri aprueban lo que quieren hacer, o les interesa. Pero hay muchos asuntos de poca monta que no atraen la atención de los Arameri, y la Orden prefiere encargarse de ellos directamente.

Se encogió de hombros.

Asentí lentamente.

—Deduzco que eres una diosa de… ¿la muerte?

—Oh, no, ésa es la Dama. Lo mío son el sigilo, los secretos y un poco de infiltración. La clase de asuntos que se llevan a cabo bajo la protección del Padre de la Noche.

Parpadeé al oír ese título. Se refería a uno de los nuevos dioses, el Señor de las Sombras, pero el término que había utilizado se parecía mucho a «Señor de la Noche». Cosa que era imposible, claro. El Señor de la Noche estaba bajo custodia de los Arameri.

—No me importa encargarme de alguna que otra eliminación de vez en cuando —continuó Nemmer—, pero sólo como pasatiempo secundario. —Se encogió de hombros y lanzó una mirada de reojo a Madding—. Aunque podría reconsiderarlo, teniendo en cuenta la cantidad que ofrece la Orden. Creo que hay todo un mercado por explotar en los hijos de los dioses que fastidian a los mortales.

Inhalé bruscamente y me volví hacia Mad, que regresaba con una bata. Levantó una ceja, en absoluto intranquilo. Nemmer se echó a reír y alargó un brazo para clavarme un dedo en la rodilla, lo que me hizo dar un respingo.

—Podría estar aquí por ti, ¿sabes?

—No —respondí en voz baja. Madding podía cuidarse solo. No había razones para estar preocupada—. Nadie enviaría a un hijo de los dioses para matarme a mí. Sería más sencillo pagarle veinte meri a un mendigo y hacer que pareciera un robo que había salido mal. Aunque tampoco tendrían por qué esconderlo. Son la Orden.

—Ah, pero te olvidas de algo —dijo Nemmer—. Usaste la magia para matar a esos Guardianes en el parque. Y la Orden cree que mataste también a otros tres a los que les habían ordenado que dieran un correctivo a un hombre maro, tu supuesto primo, por haber atacado a un previt. No han encontrado los cuerpos, pero ya ha empezado a correr la voz sobre cómo funciona tu magia.

Se encogió de hombros.

Oh, dioses. Madding se arrodilló a mi lado y me puso una bata de seda sobre los hombros. Me pegué a él.

—Rimarn —dije— cree que soy una hija de los dioses.

—Y no se contrata a un mortal para asesinar a un hijo de los dioses. Aunque se trate de alguien que aparenta ser la diosa de los dibujos de tiza dotados de vida. —Nemmer me guiñó un ojo. Pero a continuación se puso seria—. Te buscan a ti, pero no creen que seas la responsable de la muerte de Role, al menos en última instancia. Hermanito, tendrías que haber sido más discreto. —Me señaló con un gesto de la cabeza—. Todos sus vecinos saben que su amante es un hijo de los dioses. La mitad de la ciudad lo sabe. De no ser así, quizá podrías haberla salvado de esto.

—Lo sé —respondió Madding con todos los remordimientos de un milenio en la voz.

—Espera —dije con el ceño fruncido—. ¿La Orden cree que Madding asesinó a Role? Sé que tiene que haber sido un hijo de los dioses, pero…

—Madding está en el negocio de vender nuestra sangre —dijo Nemmer. Su tono era neutro, pero de todos modos capté la desaprobación que contenía y oí el suspiro de Madding—. Y he oído que es un buen negocio. No hace falta mucha imaginación para llegar a la conclusión de que podría estar tratando de aumentar la producción por el procedimiento de obtener una gran cantidad de una sola vez.

—Lo que sería una suposición razonable —repuso Madding— si la sangre de Role hubiera desaparecido. Había mucha alrededor de su cuerpo…

—Que tú te llevaste, delante de testigos.

—¡Para dársela a Yeine! Para ver si existía alguna posibilidad de devolverle la vida. Pero el espíritu de Role ya había partido a otro sitio. —Sacudió la cabeza y suspiró—. ¿Por qué demonios iba yo a matarla, dejar su cuerpo tirado en un callejón y luego volver a por la sangre, si es lo que quería desde un principio?

—Puede que no fuese eso lo que querías —dijo Nemmer en voz muy baja—. O, al menos, puede que no quisieras toda la sangre. Algunos de los testigos estaban lo bastante cerca como para ver lo que faltaba, Mad.

Las manos de Madding se tensaron sobre mis hombros. Intrigada, puse una de las mías sobre una de las de él.

—¿Lo que faltaba?

—Su corazón —dijo Nemmer, y se hizo un silencio.

Arrugué el gesto, horrorizada. Pero entonces recordé aquel día en el callejón, cuando mis dedos se separaron del cuerpo de Role empapados en una densa capa de sangre.

Madding maldijo y se levantó. Comenzó a pasear de un lado a otro con pasos rápidos y tensos de cólera. Nemmer lo observó un momento y luego suspiró y se volvió hacia mí.

—La Orden cree que fue una especie de encargo especial —dijo—. Un cliente adinerado que quería una forma más potente de sangre divina. Si la materia que circula por nuestras venas es lo bastante poderosa como para otorgar magia a los mortales, ¿qué no podría hacer la sangre de nuestros corazones? Puede incluso que darle a una ciega maroneh, la amante del hijo de los dioses del que sospechan, el poder para matar a tres Guardianes de la Orden.

Me quedé boquiabierta.

—¡Eso es una locura! ¡Ningún hijo de los dioses mataría a otro por esa razón!

Nemmer enarcó las cejas.

—Sí, y cualquiera que nos conozca sabría que es así —dijo con una nota de aprobación en la voz—. Aquellos de nosotros que vivimos en Sombra disfrutamos con la riqueza de los mortales, pero ninguno la necesita ni se molestaría en matar por ella. La Orden no sabe que es así, porque si lo supiera, no habría tratado de contratarme ni sospecharía de Madding… Al menos, por esta razón. Pero siguen el credo del Brillante, que dice que el que altera el orden social debe ser eliminado, al margen de la razón de esa alteración. —Puso los ojos en blanco—. Lo normal hubiese sido que se hubieran cansado de repetir como loros las consignas de Itempas y hubiesen empezado a pensar por sí solos al cabo de dos milenios.

Levanté las piernas, las rodeé con los brazos y apoyé la cabeza sobre una de las rodillas. La pesadilla seguía creciendo, hiciera yo lo que hiciese, y era peor a cada día que pasaba.

—Sospechan de Madding por mi culpa —murmuré—. Eso es lo que estás diciendo.

—No —replicó Madding. Podía oír que seguía caminando. Su voz rebosaba furia contenida—. Sospechan de mí por culpa de tu condenado inquilino.

Me di cuenta de que tenía razón. Puede que el previt Rimarn hubiera descubierto mi magia, pero por sí sola importaba bastante poco. Muchos mortales poseían magia: de ahí salían los escribas, como él. Lo que era ilegal era hacer uso de ella, y sin haber visto mis pinturas, Rimarn no podría saber que yo había incumplido aquella ley. Si me hubiera interrogado aquel día y yo hubiese conservado la calma, se habría dado cuenta de que no podía haber matado a Role. En el peor de los casos, habría terminado reclutada a la fuerza en la Orden.

Pero entonces, había intervenido Lúmino. Aunque Lil había devorado los cuatro cuerpos de Raíz Sur, Rimarn sabía que cuatro hombres habían entrado en aquel callejón y sólo uno había salido, misteriosamente ileso. Solamente los dioses sabían cuántos testigos había en Raíz Sur, dispuestos a hablar por una o dos monedas. Y lo que era peor, probablemente Rimarn hubiera sentido la descarga de poder que había usado Lúmino para matar a sus hombres desde el otro lado de la ciudad. Entre eso y lo que yo les había hecho a los Guardianes de la Orden con mi dibujo, no parecía tan descabellado sacar una conclusión: un hijo de los dioses muerto, otro que se beneficiaba de su muerte y los mortales más íntimamente relacionados con éste, dotados de repente de una extraña magia… Nada de ello suponía una prueba, pero ellos eran itempanos. El desorden era suficiente delito.

—Bueno, ya he dicho lo que tenía que decir. —Nemmer se levantó y se estiró. Al hacerlo vi lo que había ocultado su postura: era pura fibra muscular y gracia acrobática. Parecía demasiado normal para ser una asesina y una espía, pero todo eso estaba allí cuando se movía—. Cuídate, hermanito. —Hizo una pausa y lo pensó un momento—. Y tú también, hermanita.

—Espera —balbuceé. Los dos me miraron con sorpresa—. ¿Qué vas a decirle a la Orden?

—Lo que ya les he dicho —respondió con firmeza— es que será mejor que no se les vuelva a ocurrir la idea de matar a un hijo de los dioses. Ellos no lo entienden: ahora ya no tienen que responder ante Itempas. No sabemos lo que podría hacer este nuevo Crepúsculo. Nadie quiere averiguarlo. Y que el Maelstrom ayude al reino de los mortales si vuelven a inflamar la ira de la Oscuridad.

—No… —Guardé silencio, confundida, pues no tenía la menor idea de lo que quería decir. Conocía «el Crepúsculo». Era otro de los nombres de la Dama. «La Oscuridad»… no era el Señor de las Sombras. ¿Y qué quería decir con «ahora ya no tienen que responder ante Itempas»?

—Están perdiendo el tiempo con esta estupidez —soltó Madding—, ¡pensando en menudencias en lugar de buscar al asesino de nuestra hermana! Podría matarlos yo mismo por eso.

—Vamos, vamos —dijo Nemmer con una sonrisa—. Ya conoces las reglas. Además, dentro de veintiocho días, eso carecerá de importancia.

Me pregunté lo que querría decir con aquello, pero en aquel momento me acordé de las palabras de la diosa tranquila aquel día, en Raíz Sur. «Tenéis treinta días».

¿Qué pasaría al cabo de ellos?

Nemmer se puso seria.

—En cualquier caso… Es peor de lo que crees, hermanito. Te vas a enterar más tarde o más temprano, así que lo mismo da que te lo cuente yo ahora: otros dos de los nuestros han desaparecido.

Madding se la quedó mirando, como yo. Las fuentes de información de Nemmer tenían que ser realmente buenas si se había enterado de aquello antes que la gente de Mad o antes de que se transmitiera por los cotilleos callejeros.

—¿Quiénes? —preguntó, horrorizado.

—Ina y Oboro.

Había oído hablar de este último. Era una especie de dios guerrero que se estaba labrando una reputación en los círculos de peleas ilegales de la ciudad. A la gente le gustaba porque luchaba limpio. Incluso había perdido algunas veces. Ina era un nombre nuevo para mí.

—¿Muertos?

—No se han encontrado los cuerpos y ninguno de nosotros ha sentido sus muertes. Pero tampoco sentimos la de Role. —Hizo una pausa, durante la que permaneció totalmente inmóvil dentro de su sempiterna sombra, y de repente me di cuenta de que estaba furiosa. Costaba percibirlo bajo su permanente sarcasmo, pero estaba tan enfadada como el propio Madding. Lógico. Los que habían desaparecido, y posiblemente hubieran muerto, eran sus hermanos. Yo habría sentido lo mismo en su lugar.

Entonces, de manera tardía, me di cuenta: estaba en su lugar. Si alguien estaba atacando a los hijos de los dioses con la intención de matarlos, todos ellos estaban en peligro, incluido Madding. Y Lúmino, si es que todavía contaba.

Me levanté y me acerqué a Madding. Había dejado de caminar. Le tomé las manos con fuerza y me miró con sorpresa. Me volví hacia Nemmer y hablé sin poder controlar el temblor de mi voz.

—Dama Nemmer —dije—, gracias por contarnos todo esto. ¿Os importaría que Madding y yo habláramos ahora en privado?

Por un instante pareció desconcertada. Entonces, esbozó una sonrisa lupina.

—Oh, me gusta esta chica, Mad. Lástima que sea mortal. Y no, señorita Shoth, claro que no me importará dejaros solos… a condición de que no vuelvas a llamarme «dama Nemmer». —Se estremeció con fingido espanto—. Me hace sentir vieja.

—De acuerdo, Da… —Me mordí la lengua—. De acuerdo.

En cuanto se marchó, me volví hacia Madding.

—Quiero que abandones Sombra.

Se echó hacia atrás y me miró fijamente.

—¿Que quieres qué?

—Alguien está matando a los hijos de los dioses. Estarías más seguro en el reino de los dioses.

Me miró durante varios segundos.

—No sé si echarme a reír o echarte a patadas de mi casa. ¿Cómo puedes pensar eso de mí… creer que iba a huir en lugar de tratar de encontrar a los gusanos que están haciendo esto?

—¡Me importa un comino tu orgullo! —Volví a apretarle las manos para tratar de conseguir que me escuchara—. Sé que no eres un cobarde. Sé que quieres encontrar al asesino de tu hermana. Pero si alguien está matando a los hijos de los dioses y ninguno de vosotros sabe cómo detenerlo… Mad, ¿qué tiene de malo escapar? Tú mismo acababas de pedirme que yo lo hiciera para huir de la Orden, ¿no? Has pasado eones en el reino de los dioses y en este solo… ¿cuánto, diez años? ¿Qué más te da lo que suceda aquí?

—¿Por qué iba yo a…? —Se sacudió mis manos de encima, me tomó por los hombros y me miró con expresión feroz—. ¿Te has vuelto loca? ¡Te plantas aquí, delante de mí y me pides que te deje sola frente a los Guardianes de la Orden, y saben los dioses qué más…! Si crees que…

—¡Es a ti a quien quieren! Si te marchas, me entregaré. Les diré que has vuelto al reino de los dioses. Así podrán sacar sus propias conclusiones. Entonces…

—Entonces, te matarán —dijo él. Esto me sobresaltó y me dejó en silencio—. No te quepa duda, Oree. Los chivos expiatorios sirven para calmar los ánimos, ¿no? La gente murmura por lo que le ha sucedido a Role. A los mortales no les gusta pensar que sus dioses pueden morir. También ellos quieren que el responsable sea llevado ante la justicia. La Orden tiene que darles a alguien, aunque no sea el asesino. Y si yo me marcho, te quedarás sin protección.

Era cierto, desde la primera a la última palabra. Lo supe con instintiva certidumbre. Y tenía miedo. Pero…

—No podría soportar que murieses —dije en voz baja. Fui incapaz de mirarlo a los ojos. Era una variación de lo que él me había dicho meses antes, y me dolía tanto pronunciarla como en su momento me había dolido escuchar su palabras—. Es diferente a saber que te perderé cuando muera. Eso es… como debe ser. Algo natural. Las cosas son así. Pero… Y fui incapaz de impedirlo: imaginé su cuerpo en aquel callejón, la disolución de su aroma verde y azul, el frío que reemplazaba su calidez, mis dedos manchados con su sangre y nada, nada, en el lugar donde tendría que haber estado su imagen.

No. Antes moriría que permitir tal cosa.

—Que así sea —dije—. He matado a tres hombres. Fue un accidente, pero aun así están muertos. Tenían sueños, puede que familias… Tú lo sabes todo sobre las deudas, Mad. ¿No es justo que pague las mías? Mientras tú estés a salvo…

Pronunció una palabra que repicó con furia, miedo y campanadas amargas, y volvió a inundar mi visión con un torrente de fría aguamarina que me dejó en silencio. Entonces me soltó, se apartó y, tardíamente, me di cuenta de que mi disposición a dar la vida le había hecho daño. Su naturaleza era la obligación. El altruismo su antítesis.

—No me vas a hacer esto —dijo con fría cólera, debajo de la cual, sin embargo, pude sentir un miedo agazapado—. No vas a tirar tu vida sólo porque tuviste la desgracia de estar cerca cuando esos necios comenzaron su torpe «investigación». O a causa de ese maldito egoísta que vive contigo. —Apretó los puños—. Y no vuelvas a ofrecerte nunca, nunca en la vida, a morir por mí.

Suspiré. No quería hacerle daño, pero no había razón para que se quedara en el reino mortal y se enredara con las mezquinas políticas de los mortales. Ni siquiera por mí. Tenía que conseguir que lo comprendiera.

—Tú mismo lo dijiste —respondí—. Un día moriré. Eso nada puede impedirlo. ¿Qué importa que suceda ahora o dentro de cincuenta años? Yo…

—Sí que importa —dijo con un rugido mientras se volvía hacia mí. De dos zancadas, cruzó la habitación y me cogió por los hombros otra vez. Esto provocó una onda que se propagó por su forma mortal. Por un instante emitió un parpadeo azulado y cuando se detuvo, tenía la cara cubierta por una película de sudor. Las manos le temblaban. Se estaba poniendo enfermo por defender su argumento—. ¡No te atrevas a decir que no importa!

Sabía lo que tendría que haber dicho entonces y lo que tendría que haber hecho. Ya me había encontrado con aquello otras veces, con aquella feroz, peligrosa y devoradora necesidad que lo impulsaba a amarme por mucho dolor que eso le provocara. Tenía razón: necesitaba a una diosa como amante, no a una frágil mortal que pudiera dejarse matar a la menor contrariedad. Abandonarme había sido la cosa más inteligente que había hecho, aunque permitir que lo hiciese, había sido la más dura que hubiera hecho yo.

Así que tendría que haberlo echado de mi lado. Decirle algo terrible para partirle el corazón. Eso habría sido lo mejor, y yo debería haber tenido la fuerza necesaria para hacerlo.

Pero nunca he sido tan fuerte como me gustaría.

Madding me besó. Y, dioses, fue maravilloso. Esta vez pude sentirlo, pude sentir todo el frescor y la fluida aguamarina que contenía, sus aristas y su ambición, todo lo que me había ocultado dos noches antes. Volví a oír las campanas mientras penetraba en mí y me atravesaba, y al retirarse, me aferré a él y lo apreté con todas mis fuerzas. Apoyó su frente sobre la mía, tembloroso durante un largo e íntimo momento. También él sabía lo que tenía que hacer. Entonces, me levantó en sus brazos y me llevó de nuevo a los cojines.

Habíamos hecho el amor antes, muchas veces. Nunca fue perfecto —no podía serlo, puesto que yo era mortal—, pero siempre fue bueno. Sobre todo, cuando Mad estaba necesitado, como ahora. En tales momentos perdía el control, olvidaba que yo era mortal y él debía contenerse. (Con esto no me refiero a su fuerza, aunque también. Me refiero a que a veces me llevaba a sitios y me mostraba visiones. Hay cosas que los mortales no deberían ver. Cuando se olvidaba de sí mismo, yo veía algunas de ellas).

Pero por muy peligroso que fuese, a mí me gustaba que perdiera el control. Me gustaba saber que podía darle tanto placer. Era uno de los hijos de los dioses más jóvenes, pero aun así había vivido varios milenios por cada una de mis décadas y a veces me preocupaba no ser bastante para él. Pero en noches como aquélla, mientras él lloraba, gemía y se revolcaba sobre mí, y titilaba como un diamante al llegar el momento, sabía que era un miedo tonto. Claro que era suficiente, porque me amaba. Ésa era la cuestión.

Después permanecimos tumbados, agotados y sumidos en la pereza, en el silencio húmedo y fresco de las últimas horas de la noche. Podía oír que otros se movían por la casa, en aquel piso y en el superior: sirvientes mortales, algunos de los hombres de Madding, quizá algún cliente importante al que se le había concedido el privilegio de comprar lo que quería directamente del proveedor. No había puertas en la casa de Madding, porque para los hijos de los dioses eran una molestia, así que probablemente nos hubieran oído por toda la casa. A ninguno de los dos nos importaba.

—¿Te he hecho daño? —Su pregunta de costumbre.

—Claro que no. —Mi respuesta de costumbre, a pesar de lo cual, él siempre suspiraba al oírla. Permanecí allí tumbada, cómoda, pero no soñolienta—. ¿Te he hecho daño yo a ti?

Normalmente se reía. El hecho de que esta vez permaneciera en silencio hizo que me acordara de la discusión anterior. Lo que provocó que también yo guardara silencio.

—Vas a tener que abandonar Sombra —dijo al fin.

No repuse nada, porque no había nada que decir. No estaba dispuesto a dejar el reino de los mortales, porque eso supondría mi muerte. Si yo me marchaba de Sombra, puede que también muriera, pero las probabilidades eran menores. Todo dependía de las ganas de atraparme que tuviera el previt Rimarn. Fuera de la ciudad, Madding tenía menos poder para protegerme. Los hijos de los dioses tenían prohibido abandonar Sombra por decreto de la Dama, que temía el caos que pudieran sembrar en el mundo. Pero la Orden de Itempas tenía un Salón Blanco en todas las ciudades de cierto tamaño y miles de sacerdotes y acólitos por todo el mundo. Si Rimarn estaba decidido a encontrarme, sería muy complicado ocultarse.

Madding se la jugaba a que a Rimarn yo no le importara lo suficiente. Yo era una presa fácil, pero no la presa que él quería.

—Tengo algunos contactos fuera de la ciudad —dijo Madding—. Te ayudarán. Una casa en alguna ciudad pequeña, con un guardián o dos. Estarás cómoda. Yo me encargaré de ello.

—¿Y mis cosas?

Sus ojos dejaron de enfocar por un instante.

—He enviado a uno de mis hermanos a por ellas esta misma noche. De momento, las guardaremos aquí y cuando tengas una casa nueva, te las enviaremos mágicamente. Tus vecinos no sabrán siquiera que te has mudado.

Mi vida destruida, rápida y pulcramente.

Me incorporé y apoyé la cabeza sobre mis brazos cruzados, tratando de no pensar. Al cabo de un instante, Mad se incorporó también, se inclinó hacia un lado, abrió un pequeño compartimento en el suelo y hurgó en su interior. No pude ver lo que sacaba, pero sí vi que lo usaba para pincharse el dedo, lo que me hizo fruncir el ceño.

—No estoy de humor —dije. Hará que yo también me sienta mejor—. ¿No te preocupa vender sangre divina ahora que la gente cree que estás dispuesto a matar para conseguirla?

—No —respondió, aunque con un tono ligeramente más cortante de lo habitual—, porque no estoy dispuesto a matar por ella y me importa un comino lo que piensen los demás. —Me ofreció el dedo. Una solitaria gota de sangre, como un granate, descansaba sobre él—. ¿Ves? Ya se ha vertido. ¿Vas a dejar que se desperdicie?

Suspiré, pero al final me incliné hacia él y me metí el dedo en la boca. Por un instante fugaz sentí algo que sabía a sal y metal, junto con otros sabores extraños que nunca había sido capaz de identificar. El aroma de otros reinos, quizá. Fuera lo que fuese, noté un hormigueo en la garganta al tragar, que se extendió luego hasta mi vientre.

Lamí el dedo antes de soltarlo. Tal como suponía, la herida ya estaba cerrada. Simplemente, me gustaba provocarlo. Exhaló un suave suspiro.

—Por esto se produjo el Interdicto —dijo mientras volvía a tumbarse a mi lado. Comenzó a trazar pequeños círculos en la parte baja de mi espalda. Normalmente, eso quería decir que estaba pensando de nuevo en el sexo. Bastardo lujurioso…

—¿Mmmm? —Cerré los ojos y disfruté del suave estremecimiento que provocaba la sangre divina al esparcirse su poder por mi cuerpo. Una vez, después de que Madding me diera a probar su sangre, comencé a flotar a quince centímetros del suelo. No pude bajar hasta varias horas después. Y Madding tampoco me ayudó mucho: estaba demasiado ocupado riéndose a carcajadas. Por suerte, solía ser una sensación muy relajante, parecida a la embriaguez, pero sin resaca. A veces tenía visiones, pero nunca eran aterradoras—. ¿A qué te refieres?

—A ti. —Me acarició la oreja con los labios, lo que me provocó un delicioso escalofrío en la columna vertebral. Al notarlo, siguió su recorrido con las yemas de los dedos, lo que hizo que arqueara el cuerpo y suspirara—. A los mortales y su embriagadora locura. Muchos de nosotros se han dejado seducir por tu raza, Oree. Incluso los Tres, hace tiempo. Yo antes pensaba que el que se enamoraba de un mortal era un necio.

—¿Y ahora que lo has probado, te das cuenta de tu error?

—Oh, no. —Se incorporó, se sentó a horcajadas sobre mis piernas y deslizó las manos por debajo de mí para rodearme y amasarme los senos. Suspiré con lánguido placer, aunque no pude contener una risilla al sentir que me mordisqueaba la nuca—. Tenía razón. Es una forma de locura. Nos hacéis desear cosas que no deberíamos desear.

Mi sonrisa se esfumó.

—Como la eternidad.

—Sí. —Sus manos se detuvieron un instante—. Y no sólo eso.

—¿Qué más?

—Hijos, por ejemplo.

Me levanté.

—Dime que estás de broma. —Me había prometido hacía tiempo que con él no tendría que tomar las mismas precauciones que con un hombre mortal.

—Calla —dijo mientras me obligaba a volver a la misma posición—. Claro que estoy de broma. Pero podría darte un hijo si quisiera. Si tú quisieras. Y si estuviera dispuesto a quebrantar la única ley verdadera que los Tres nos han impuesto.

—Oh. —Volví a acomodarme entre los cojines mientras él reanudaba sus lentas y suaves caricias—. Te refieres a los demonios… Hijos de mortales e inmortales. Monstruos.

—No eran monstruos. Fue antes de la Guerra de los Dioses, antes incluso de que yo naciera, pero he oído que eran como nosotros… Como los hijos de los dioses, me refiero. Podían bailar entre las estrellas como nosotros. Poseían la misma magia. Pero envejecían y morían, por muy poderosos que fuesen. Eso los hacía… muy extraños. Pero no monstruosos. —Suspiró—. Está prohibido crear más demonios, pero… ah… Oree. Seguro que tendrías hijos preciosos.

—Mmmm. —Estaba dejando de prestarle atención. A Madding le encantaba hablar mientras sus manos hacían cosas maravillosas que trascendían las palabras. Durante su última divagación había deslizado una mano entre mis piernas. Cosas maravillosas—. Así que los Tres tenían miedo de que os… ah… enamorarais de los mortales y creaseis más diablillos peligrosos.

—No todos los Tres. Al final fue sólo Itempas quien nos ordenó manteneros alejados del reino de los mortales. Pero él no tolera la desobediencia, así que hicimos lo que ordenaba. —Me besó en el hombro y luego me acarició la nuca con la nariz—. No me había dado cuenta de lo cruel que era esa orden hasta que te conocí.

Sonreí, con ganas de hacer travesuras, y eché la mano hacia atrás para agarrar la protuberancia cálida y dura que sentía contra la espalda. La acaricié con destreza fruto de la práctica y él se estremeció mientras su respiración se entrecortaba junto a mi oído.

—Oh, sí —dije con tono burlón—. Qué crueldad.

—Oree —dijo con voz repentinamente grave y tensa. Suspiré y levanté ligeramente las caderas para que él pudiera introducirse dentro de mí como si ése fuese el único sitio al que perteneciera.

En algún momento del delicioso, embriagador y placentero interludio que siguió, me di cuenta de que nos estaban vigilando. Al principio no presté atención. Los parientes de Madding parecían fascinados por nuestra relación, así que si observarnos les resultaba útil para cuando decidieran probar con un mortal, a mí no me importaba. Pero había algo distinto en aquella mirada, percibí después, mientras yacía, agradablemente exhausta, deslizándome hacia el sueño. No tenía el habitual aire de curiosidad o excitación. Había algo más intenso en ella. Una desaprobación. Y familiar.

Claro. Madding había mandado a buscar mis pertenencias. Y eso incluía a Lúmino: el sombrío, arrogante y orgulloso bastardo que hacía las veces de mascota mía. No sé por qué le molestaba verme con Madding y tampoco me importaba. Estaba cansada de su malhumor, cansada de todo. Así que lo ignoré y me quedé dormida.

Madding ya no estaba cuando desperté. Me incorporé, soñolienta aún, y permanecí un momento escuchando y tratando de orientarme. Desde abajo llegaba el incesante rumor del agua y el perfume de las hiras. Arriba alguien caminaba sobre los tablones de madera, que crujían bajo sus pies. La intuición me decía que era muy tarde, pero la mayoría de los hombres de Madding eran hijos de los dioses. Ellos no dormían. En algún lugar del mismo piso oí reír a una mujer y hablar a dos hombres.

Bostecé y volví a bajar la cabeza, pero las voces penetraron en mi consciencia.

—… decírtelo…

—… ¡asunto tuyo, maldita sea! No tienes…

Lentamente, me di cuenta: Lúmino. Y Madding. ¿Hablando? No importaba. Me daba igual.

—No me escuchas —dijo Madding. Hablaba con voz profunda e intensa, lo que hacía que el sonido llegara más lejos—. Ella te dio una auténtica oportunidad y la estás tirando por la borda. ¿Por qué lo haces, cuando tantos de nosotros luchamos por ti, morimos…? —Titubeó y guardó silencio un instante—. Nunca piensas en los demás… ¡Sólo en ti! ¿Tienes idea de lo que ha pasado Oree por ti?

Abrí los ojos.

La respuesta de Lúmino fue un murmullo sordo e ininteligible. La de Madding fue todo lo contrario, casi un grito:

—¡La estás destruyendo! ¿No te basta con haber destruido a toda tu familia? ¿También tienes que matar a quien yo amo?

Me levanté. Mi bastón estaba en mi lado de la pila de almohadones, justo donde lo había dejado Madding. La bata seguía enredada entre las sábanas, donde yo la había dejado caer. La saqué y me la puse.

—… decirte esto ahora… —Madding había recobrado parte de la calma, aunque era evidente que seguía furioso. Había bajado de nuevo la voz. Lúmino seguía en silencio, como había estado desde el estallido de Madding. Éste siguió hablando, pero no conseguí entender lo que decía.

Me detuve en la puerta. «No me importa», me dije. Mi vida estaba en ruinas y la culpa era de Lúmino. A él no le importaba. ¿Qué me importaba lo que se dijeran Madding y él? ¿Por qué tenía que esforzarme en entenderlo?

—… podría quererte de nuevo —dijo Madding—. Finge que eso no significa nada para ti, si quieres, padre. Pero sé…

Padre. Parpadeé.

«¿Padre?».

—… a pesar de todo —dijo Madding—. Créelo o no, como quieras. —Sus palabras tenían un tono de conclusión. La discusión, unilateral, había terminado.

Me pegué a la pared del dormitorio, alejándome de la puerta, aunque eso me habría servido de bien poco si Madding hubiera entrado en aquel momento. Pero a pesar de que oí sus pasos al salir del cuarto en el que habían estado y alejarse a grandes zancadas, se dirigieron hacia el piso de abajo y no de regreso a su dormitorio.

Mientras permanecía allí, contra la pared, pensando en lo que había oído, Lúmino también abandonó el cuarto. Al pasar junto a la habitación de Madding, pensé que iba a darse cuenta de que yo había salido de la cama y que quizá entraría y me encontraría allí, pero no detuvo sus pasos. Subió al piso de arriba.

¿A cuál debía seguir? Vacilé un momento y luego fui detrás de Madding. Al menos sabía que él me hablaría.

Lo encontré de pie junto al más grande de sus estanques, brillando con la suficiente intensidad como para iluminar la estancia entera con la luz de su magia, que se reflejaba en las paredes y el agua. Me detuve tras él y saboreé el juego de las luces sobre sus facetas, el desplazamiento y la trepidación trémula de su carne de aguamarina líquida cuando se movía, el parpadeo rebosante de patrones de las paredes. Había entrelazado las manos y tenía la cabeza gacha, como para rezar. Puede que lo estuviera haciendo. Por encima de los hijos de los dioses estaban los dioses, y por encima de éstos, el Maelstrom, lo incognoscible. Puede que incluso el Maelstrom le rezase a algo. ¿Acaso no necesitábamos todos algo a lo que recurrir, en ocasiones?

Así que me senté y esperé, sin interrumpirlo, hasta que, al cabo de un rato, Madding bajó las manos y se volvió hacia mí.

—Tendría que haber bajado la voz —murmuró en medio de un repicar cristalino.

Sonreí, levanté mis rodillas y las rodeé con mis brazos.

—A mí también me cuesta no gritarle.

Suspiró.

—Si lo hubieras conocido antes de la guerra, Oree… Era glorioso. Todos lo amábamos, competíamos por su cariño y nos solazábamos en su atención. Y él nos devolvía su amor, a su tranquila y ordenada manera. Ha cambiado mucho.

Su cuerpo despidió un último destello líquido y volvió a convertirse en un musculoso cascarón humano de sencillos rasgos. Seguía desnudo, con el cabello aún suelto y todavía de pie junto al agua. Sus ojos albergaban unos recuerdos y un pesar demasiado antiguos para un mortal. Nunca podría parecer una criatura ordinaria, por mucho que lo intentara.

—Así que es tu padre —dije en voz baja. No quería expresar abiertamente las sospechas que había empezado a albergar. Ni siquiera quería creerlo. Había docenas, puede que centenares de hijos de los dioses y había incluso más antes de la Guerra de los Dioses. Y no todos ellos eran hijos de los Tres.

Pero la mayoría sí.

Madding sonrió al ver mi rostro. Nunca había sido capaz de ocultarle nada.

—No hay muchos de nosotros que no lo hayan repudiado.

Me pasé la lengua por los labios.

—Pensé que era un hijo de los dioses. Sólo un hijo de los dioses. O sea, no… —Señalé sobre mi cabeza, refiriéndome al cielo.

—No es sólo un hijo de los dioses.

En contra de lo que esperaba, la confirmación me resultó poco impactante.

—Yo creía que los Tres eran… diferentes.

—Lo son.

—Pero Lúmino…

—Es un caso especial. Su condición actual es temporal. Probablemente.

Nada en mi vida me había preparado para aquello. Sabía que no tenía mucha información sobre los asuntos de los dioses, a pesar de mi asociación personal con algunos de ellos. Sabía tan bien como el que más que los sacerdotes nos enseñaban lo que querían que supiéramos, no necesariamente la verdad. Y a veces, aunque nos contaran la verdad, ellos mismos no la entendían.

Madding se me acercó y se sentó a mi lado. Dirigió la mirada más allá de los estanques, con sus delicadas ondas.

Yo tenía que comprender.

—¿Qué hizo? —Era lo mismo que ya le había preguntado a Sieh.

—Algo terrible. —Su sonrisa se había esfumado durante el momento que yo había pasado sumida en un silencio aturdido. La expresión de su cara era tensa, casi furiosa—. Algo que la mayoría de nosotros jamás le perdonará. Durante algún tiempo se salió con la suya, pero le ha llegado la hora de pagar su deuda. Y estará mucho tiempo haciéndolo.

A veces sabían ser muy crueles.

—No lo entiendo —susurré.

Levantó una mano, me pasó uno de los nudillos por la mejilla y me apartó un mechón de pelo de la cara.

—Ha tenido mucha suerte de encontrarte —dijo—. Tengo que confesar que he sentido celos. Aún conserva un poco de su antiguo yo. Entiendo que te atraiga.

—No es eso. Ni siquiera le gusto.

—Lo sé. —Bajó la mano—. Tampoco creo que sea ya capaz de querer a alguien, al menos de un modo real. Nunca se le dio bien cambiar, adaptarse. Él se quebraba. Y se nos llevaba a todos consigo.

Se sumió en un silencio reverberante de dolor y en ese momento me di cuenta de que, al contrario que Sieh, Madding aún quería a Lúmino. O a quienquiera que hubiera sido Lúmino una vez.

Mi mente se negaba a aceptar el nombre que aparecía susurrado en mi corazón.

Busqué su mano y entrelacé nuestros dedos. Madding los miró, luego me miró a mí y sonrió. Había tal pesar en sus ojos que me incliné y lo besé. Suspiró durante el beso y apoyó su cabeza en la mía cuando nos separamos.

—No quiero hablar más de él —dijo.

—Muy bien —respondí—. ¿De qué hablamos entonces? —Aunque creía conocer la respuesta.

—Quédate conmigo —susurró.

—No fui yo la que se marchó. —Traté de decirlo con tono frívolo, y fracasé estrepitosamente.

Cerró los ojos.

—Antes era distinto. Ahora me doy cuenta de que voy a perderte de todos modos. Dejarás la ciudad o te harás vieja y morirás. Pero si te quedas, te tendré más tiempo. —Buscó a tientas mi otra mano. No se le daba tan bien como a mí hacer las cosas sin mirar—. Te necesito, Oree.

Me pasé la lengua por los labios.

—No quiero ponerte en peligro, Mad. Y si me quedo… —Cada bocado que comiera, cada prenda que me pusiera provendrían de él. ¿Podría soportarlo? Había viajado al continente, dejado a mi madre y a mi pueblo, luchado y trabajado, para vivir a mi manera. Si me quedaba en Sombra, perseguida por la Orden y con asesinos detrás de cada uno de mis pasos, ¿sería capaz de dejar la casa de Madding? Libertad con soledad o cautiverio con el hombre al que amaba. Las dos opciones eran terribles.

Y él lo sabía. Sentí que temblaba y eso casi bastó para convencerme.

—Por favor —susurró.

Sentí el impulso de ceder.

—Déjame pensar —dije—. Tengo que… No puedo pensar, Mad.

Abrió los ojos. Como estaba tan cerca, tocándome, pude sentir cómo se desvanecía la esperanza en su interior. Mientras se apartaba y me soltaba la mano, me di cuenta de que había comenzado también a retirar su corazón, a hacer acopio de fuerzas contra mi rechazo.

—Muy bien —dijo—. Tómate el tiempo que necesites.

Si se hubiera enfadado, habría sido mucho más sencillo.

Comencé a hablar, pero se había dado la vuelta. ¿Qué podía decir, de todos modos? Nada que mitigase el dolor que acababa de causarle. Sólo el tiempo podría conseguir esto.

Así que suspiré, me levanté y me dirigí al piso de arriba.

La casa de Madding era enorme. El segundo piso, donde se encontraban sus aposentos, era también donde trabajaban sus hermanos y él, donde se perforaban la piel para producir los diminutos frascos de sangre que vendían a los mortales. Se había hecho rico con éste y otros negocios. Los hijos de los dioses poseían muchos dones por los que los humanos estaban dispuestos a pagar grandes sumas de dinero. Pero él seguía siendo un hijo de los dioses, así que cuando el negocio había crecido, no se le había ocurrido abrir una oficina. Simplemente había ampliado la casa y había invitado a todos sus parientes a vivir con él.

La mayoría de ellos había aceptado la oferta. El tercer piso albergaba las habitaciones de aquellos hijos de los dioses a los que les gustaba dormir en una cama, algunos escribas que habían logrado escapar del yugo de la Orden y un puñado de mortales con otros talentos útiles, como archivistas, sopladores de vidrio o vendedores. El siguiente piso era la azotea, que era lo que yo estaba buscando.

Cuando subí, dos hijos de los dioses se relajaban al pie de la escalera: el lugarteniente-guardaespaldas de piel moteada de Madding y una criatura de fría belleza que había adoptado la forma de un ken de mediana edad. Este último, cuya mirada contenía sabiduría y desinterés a partes iguales, no respondió ante mi presencia. El otro me guiñó un ojo y se pegó a su hermano para dejarme pasar.

—¿Subes a tomar el aire de la noche? —preguntó.

Asentí.

—Desde allí es más fácil sentir la ciudad.

—¿Es una despedida? —Sus ojos eran demasiado penetrantes y sabían leer mi rostro como si fuera un libro abierto. Esbocé una sonrisa débil como respuesta, porque no confiaba en guardar la compostura si hablaba. El pesar ablandó su expresión—. Será una pena verte marchar.

—Le he causado algunos problemas.

—A él no le importa.

—Lo sé. Pero, a este paso, acabaré debiéndole mi alma, o algo parecido.

—No lleva una cuenta contigo, Oree. —Era la primera vez que utilizaba mi nombre. No debería haberme sorprendido. Llevaba con Madding más tiempo que yo. Hasta puede que hubieran venido al reino de los mortales juntos, como dos eternos solteros en busca de emociones entre las desdichas y las glorias de la ciudad. La idea me hizo sonreír. Al verlo, sonrió él también—. No sabes lo mucho que te quiere.

Yo había visto los ojos de Mad cuando me pidió que me quedara.

—Sí que lo sé —susurré, y luego tuve que respirar hondo—. Luego te veo, eh… —Hice una pausa. En todo ese tiempo nunca le había preguntado su nombre. Sentí que me ardían las mejillas de vergüenza.

Aquello pareció divertirlo.

—Paitya. Mi compañera es Kitr. Pero no le digas que te lo he dicho yo.

Asentí mientras combatía el impulso de mirar al hijo de los dioses de aspecto más maduro. A algunos de ellos, como Paitya, Madding y Lil, no les importaba que los mortales mostraran reverencia ante ellos. Otros, había descubierto al cabo del tiempo, nos consideraban seres muy inferiores a ellos. Sea como fuere, el mayor de los dos parecía molesto por mi interrupción. Mejor sería marcharse.

—Tendrás compañía —dijo Paitya cuando pasé a su lado. Estuve a punto de pararme allí, al comprender a quién se refería.

Pero no pasaba nada, decidí mientras consideraba el intrincado misterio que llevaba dentro. Me habían criado como a una buena ¡tempana, a pesar de que mi fe se había debilitado en los años transcurridos desde entonces y, a decir verdad, esa fe nunca había sido muy firme. Sin embargo, aún le rezaba a Él cuando sentía la necesidad. Y en aquel momento la sentía, así que subí la escalera, giré el pesado picaporte de metal y salí a la azotea.

Al apagarse los ecos metálicos de la puerta, oí una respiración a un lado, cerca del suelo. Estaba sentado en alguna parte, posiblemente apoyado en uno de los gruesos puntales de la cisterna que dominaba la azotea. No podía sentir su mirada, pero debía haberme oído salir a la azotea. Se hizo el silencio.

Allí, ahora que sabía quién era, creí que me sentiría de otro modo. Tendría que haber experimentado reverencia, nerviosismo, puede que sobrecogimiento. Pero mi mente era incapaz de reconciliar ambos conceptos: el Señor Brillante de la Orden y el hombre al que había encontrado en el cubo de basura; Itempas y Lúmino. Él, y él. En mi corazón no parecían el mismo ser.

Y de las miles de preguntas que debería haber formulado, sólo podía pensar en una.

—Has vivido todo este tiempo conmigo sin pronunciar palabra —dije—. ¿Por qué?

Al principio creí que no iba a responder. Pero al final oí un leve movimiento en la gravilla que cubría el suelo de la azotea y sentí que su penetrante mirada se posaba sobre mí.

—Eras irrelevante —dijo—. Sólo una mortal más.

Estaba empezando a acostumbrarme a él, comprendí con amargura. Sus palabras me habían dolido mucho menos de lo que esperaba.

Sacudí la cabeza y me acerqué a otro de los puntales de la cisterna. Palpé el suelo a mi alrededor para asegurarme de que no había charcos ni desperdicios y me senté. Allí arriba no reinaba un silencio de verdad. La medianoche estaba preñada de los sonidos de la ciudad. Y sin embargo, por alguna razón, yo me sentía en paz. La presencia de Lúmino y mi enfado con él me impedían pensar en Madding, en los Guardianes de la Orden muertos o en el fin de la vida que había construido para mí en Sombra; así que, a su propia y aborrecible manera, mi dios me reconfortaba.

—¿Qué demonios estás haciendo aquí arriba? —pregunté. Fui incapaz de reunir fuerzas para mostrarle mayor respeto—. ¿Rezándote a ti mismo?

—Esta noche hay luna nueva.

—¿Y?

No respondió, y a mí no me importó. Levanté la cara hacia los lejanos, trémulos y casi imperceptibles resplandores de la copa del Árbol del Mundo y fingí que eran las estrellas de las que había oído hablar durante toda mi vida. A veces, entre las ondas y los remolinos de aquel mar vegetal, alcanzaba a ver algún destello más brillante. Probablemente, un capullo temprano. El Árbol empezaría a florecer pronto. Había gente en la ciudad que se ganaba la vida con el peligroso trabajo de trepar a las ramas más bajas del Árbol y cortar sus plateadas flores, grandes como manos, para vendérselas a los ricos.

—Todo lo que sucede en la oscuridad, él lo ve y lo oye —dijo Lúmino de repente. Lamenté que hubiera roto el silencio—. En las noches sin luna me oye, aunque no me quiera contestar.

—¿Quién?

—Nahadoth.

Olvidé mi enfado con Lúmino, mi tristeza por Madding y mi culpa por los Guardianes de la Orden. Lo olvidé todo menos aquel nombre.

«Nahadoth».

Nunca hemos olvidado su nombre.

En esta época, nuestro mundo tiene dos grandes continentes, pero antaño fueron tres: el Alto Norte, Senm y la tierra de Maro. Maro era el más pequeño de los tres, pero también el más esplendoroso, con árboles que se elevaban más de trescientos metros en el aire, flores y aves imposibles de encontrar en ningún otro sitio y cascadas tan inmensas que se decía que el rebullir de la espuma que hacían se podía notar desde el otro lado del mundo.

Los cien clanes de mi pueblo —llamado «maro» por entonces, no «maroneh»— eran grandes y poderosos. Tras la Guerra de los Dioses, aquellos que habían honrado a Itempas por encima de los demás se vieron favorecidos. Esto incluía a los amn, a un pueblo ahora extinto llamado los giniji y a nosotros. A los amn los gobernaba la familia Arameri. Su hogar era Senm, pero levantaron su fortaleza en nuestra tierra, por invitación nuestra. Éramos más listos que los giniji. Pero pagamos un precio por nuestra astucia política.

Hubo una especie de rebelión. Un gran ejército cruzó la tierra de Maro, decidido a deponer a los Arameri. Una estupidez, lo sé, pero este tipo de cosas sucedían en aquellos tiempos. No habría sido más que otra masacre, otra nota a pie de página en el libro de la Historia, de no haber sido porque una de las armas de los Arameri se descontroló.

Era el Señor de la Noche, hermano y eterno enemigo de Itempas el Brillante. Esclavizado, disminuido, pero aun así inimaginablemente poderoso, abrió un agujero en la tierra que provocó terremotos y tsunamis que arrasaron Maro. El continente entero se hundió en el mar y casi todos sus habitantes perecieron.

Los pocos maro que sobrevivieron se asentaron en una península del continente de Semn, un regalo de los Arameri como compensación por nuestra pérdida. Comenzamos a llamarnos maroneh, que quiere decir «Los que lloran por Maro» en la lengua común que hablábamos en su día. Dimos a nuestras hijas nombres de pesar y a nuestros hijos nombres de rabia. Debatimos si tenía sentido tratar de rehacer nuestra raza y nuestra cultura. Dimos las gracias a Itempas por salvar a los pocos de los nuestros que habían sobrevivido y odiamos a los Arameri por hacer necesaria esa plegaria.

Y mientras el resto del mundo prácticamente lo olvidaba, salvo como objeto de cultos heréticos o protagonista de cuentos de terror para niños, nosotros seguimos recordando el nombre de nuestro destructor.

«Nahadoth».

—He estado intentando —dijo Lúmino— expresarle mis remordimientos.

Esto me sacó de mi estado de asombro, pero fue para sumirme en otro.

—¿Cómo?

Lúmino se levantó. Le oí dar unos cuantos pasos, quizá acercarse al muro bajo que delimitaba la azotea. Cuando habló de nuevo, el viento y los sonidos nocturnos de la ciudad diluyeron su voz que, sin embargo, llegó hasta mí con total claridad. Su dicción era precisa, carente de todo acento, perfectamente modulada. Hablaba como un aristócrata acostumbrado a dar discursos.

—Querías saber lo que he hecho para que me castigaran con la mortalidad —dijo—. Se lo preguntaste a Sieh.

Aparté mis pensamientos de la incesante letanía de «Nahadoth, Nahadoth, Nahadoth».

—Bueno… sí.

—Mi hermana… —dijo—. La maté.

Fruncí el ceño. Claro que lo había hecho. Enefa, diosa de la Tierra y la Vida, había conspirado contra Itempas con su hermano, el Señor de la Noche, Nahadoth. Itempas la había ejecutado por su traición y luego había entregado a Nahadoth a los Arameri como esclavo. Era una historia famosa.

Salvo que…

Me pasé la lengua por los labios.

—¿Hizo ella… algo para provocarte?

El viento cambió un instante. Su voz flotó hasta mí, luego se alejó y luego volvió a acercarse, cantarina y suave.

—Se lo llevó de mi lado.

—Que se… —Me detuve.

No quería entender. Era obvio que Itempas y Enefa habían estado unidos en algún momento antes de su separación. La existencia de los hijos de los dioses era prueba suficiente. Pero Nahadoth era el monstruo de la oscuridad, el enemigo de todo lo que de bueno tenía el mundo. No quería pensar en él como el hermano del Señor Brillante y mucho menos como su…

Pero había pasado mucho tiempo entre los hijos de los dioses. Había visto que sentían la misma lujuria y la misma rabia que los mortales, que sufrían dolor como los mortales, que sufrían malentendidos y se guardaban mezquinas ofensas y se mataban por amor, como los mortales.

Me puse en pie, temblorosa.

—Estás diciendo que tú iniciaste la Guerra de los Dioses —dije—. Estás diciendo que el Señor de la Noche era tu amante… que aún lo amas. Estás diciendo que ahora es libre y que fue él quien te hizo esto.

—Sí —respondió Lúmino. Y entonces, para mi sorpresa, soltó una pequeña carcajada, tan rebosante de amargura que su voz tembló insegura durante un segundo—. Eso es exactamente lo que estoy diciendo.

Mis manos apretaron el bastón hasta que me dolieron las palmas. Volví a sentarme en cuclillas, clavando el bastón en la gravilla para equilibrarme, y apoyé la frente sobre la vieja y suave madera.

—No te creo —susurré. No podía creerlo. No podía estar tan equivocada sobre el mundo, los dioses y todo. La raza humana en su conjunto no podía estar tan equivocada.

¿Verdad?

Oí cómo se movía la gravilla bajo los pies de Lúmino al volverse hacia mí.

—¿Amas a Madding? —preguntó.

Era una pregunta tan inesperada, tan absurda en el contexto de nuestra discusión, que tardé varios segundos en recobrar el habla.

—Sí. Por los dioses, claro que sí. ¿Por qué me preguntas eso ahora?

Más pisadas sobre la gravilla, sus pies marcaban un sonido rítmico al acercarse a mí. Sus cálidas manos cogieron las mías sobre el bastón. Esto me sorprendió tanto que dejé que me pusiera en pie. Durante varios segundos no hizo nada. Sólo mirarme. De pronto, me di cuenta de que no llevaba nada más que una bata de seda. El invierno había sido suave aquel año y la primavera llegaba con antelación, pero la noche estaba empezando a ponerse fría. La piel se me puso de gallina y mis pezones se tensaron bajo la seda. En mi casa solía ir escasamente vestida… incluso con menos ropa. La desnudez no me provocaba la menor excitación, y Lúmino nunca había demostrado ningún interés por ella. Sin embargo, en aquel momento, era muy consciente de aquella incomodidad con él.

Se acercó más y sus manos ascendieron por mis brazos. Eran muy cálidas, casi reconfortantes. No entendí lo que pretendía hasta que sus labios rozaron los míos. Sorprendida, traté de apartarme y, de improviso, sus manos me apretaron con más fuerza. No la suficiente para hacerme daño, sino como un mero aviso. Me quedé helada. Volvió a acercárseme y me besó.

No sabía qué pensar. Pero entonces su boca acarició la mía con una habilidad que nunca le habría supuesto y su lengua se movió trémulamente sobre mis labios, y sentí que me relajaba sin poder evitarlo. Si me hubiera impuesto el beso, lo habría aborrecido. Me habría resistido. Pero lo que hizo fue mostrarse delicado, perfecta y antinaturalmente delicado. Su boca no sabía a nada, lo que era extraño y de algún modo subrayaba su inhumanidad. No era como besar a Madding. El yo interior de Lúmino carecía de sabor. Pero cuando su lengua tocó la mía, di un pequeño respingo, porque sabía bien. Y eso era algo que no me esperaba. Sus manos bajaron hasta mi cintura, luego hasta mis caderas y me atrajeron hacia él. Inhalé su peculiar y tentador aroma. El calor y la fuerza de su cuerpo eran completamente distintos a los de Madding. Resultaba perturbador. Interesante. Sus dientes me mordisquearon el labio inferior y me estremecí, esta vez no sólo de miedo.

Él no había cerrado los ojos. Pude sentir que me observaba, que me evaluaba fríamente a pesar del calor de su boca.

Inhaló mientras se apartaba. Exhaló lentamente. Y con una voz terrible y suave, dijo:

—No amas a Madding.

Me puse tensa.

—Incluso ahora, me deseas. —Había tal desprecio en su voz… Cada una de sus palabras rebosaba veneno. Nunca antes había oído una emoción tan intensa en su voz, y toda ella estaba hecha de odio—. Su poder te intriga. El prestigio que da tener a un dios como amante. Hasta puede que, a tu propia y modesta manera, lo veneres un poco. Aunque lo dudo, porque parece que te sirve cualquier dios. —Soltó un suspiro—. Conozco bien el peligro que entraña confiar en los de tu raza. Advertí a mis hijos, los mantuve alejados mientras me fue posible, pero Madding es tozudo. Lamento el dolor que sentirá cuando por fin comprenda lo indignos de su amor que sois.

Permanecí allí inmóvil, aturdida hasta el embotamiento. Durante un largo y espantoso momento, creí lo que me decía. Lúmino había sido —y aún lo era, menguado o no— el dios al que había rezado durante toda mi vida. Por supuesto que tenía razón. ¿Acaso no había titubeado al oír la oferta de Madding? Mi dios me había juzgado y me había encontrado indigna, y eso me lastimaba.

Entonces, la sensatez volvió a mí y lo hizo acompañada por una furia total.

Seguía apoyada contra el puntal de la cisterna, que me sirvió como punto de apoyo perfecto para plantar las manos sobre el pecho de Lúmino y empujarlo con todas mis fuerzas. Retrocedió trastabillando, con un gruñido de sorpresa. Fui tras él, olvidados el miedo y la confusión en medio de una rabia al rojo vivo.

—¿Ésa es tu prueba? —Mis manos encontraron de nuevo su pecho y empujaron con toda la fuerza de mi cuerpo sólo por la satisfacción de oír cómo gruñía—. ¿Eso es lo que te hace pensar que no amo a Mad? Sabes besar realmente bien, Lúmino, pero ¿de verdad crees que me importas la milésima parte que Madding? —Me eché a reír, y el eco de mi propia voz resonó con aspereza en mis oídos—. ¡Dioses, él tenía razón! Realmente no sabes nada sobre el amor.

Me di la vuelta murmurando por lo bajo y comencé a caminar de regreso a la puerta de la azotea.

—Espera —dijo Lúmino.

Lo ignoré y barrí el aire delante de mí con el bastón, trazando un arco rápido y lleno de furia. Su mano volvió a tomarme del brazo y esta vez traté de zafarme de él entre imprecaciones.

—Espera —dijo sin soltarme. Se volvió sin apenas prestar atención a mi furia—. Hay alguien aquí.

—¿Qué estás…? —Pero en ese momento yo también lo oí y me detuve: unos pasos sobre la gravilla de la azotea, junto al picaporte de la puerta.

—¿Oree Shoth? —Era una voz masculina, fría y oscura como una noche de finales de invierno. Me sonaba, pero no recordaba de qué.

—S-sí —dije mientras me preguntaba si sería alguno de los clientes de Madding y lo que estaría haciendo en la azotea en tal caso. ¿Y cómo es que conocía mi nombre? Quizá se lo hubiera oído decir a alguno de los hombres de Madding—. ¿Me estabas buscando?

—Sí. Aunque esperaba que estuvieras sola.

Lúmino se movió repentinamente para interponerse entre ambos y de pronto me vi tratando de oír al hombre a través de su corpachón. Abrí la boca para gritar, demasiado furiosa para responder con educación o respeto… y entonces la cerré.

Era muy débil. Tuve que entornar la mirada. Pero Lúmino había empezado a brillar.

—Oree —dijo. Con calma. Como siempre—. Entra en la casa.

El miedo borró cualquier otra cosa que pudiera haber respondido.

—Está delante de la puerta.

—Yo lo quitaré de ahí.

—No te lo aconsejo —dijo el hombre, impávido—. No eres un hijo de los dioses.

Lúmino suspiró con un fastidio que, en otras circunstancias, me habría resultado divertido.

—No —repuso—. No lo soy.

Y antes de que pudiera decir nada más, desapareció y el espacio que ahora había delante de mí se tornó frío. Hubo un fulgor de magia, tapado por el vago resplandor del cuerpo de Lúmino. Luego, un movimiento rápido e impreciso, un desgarro de tela, una pugna de carne contra carne. Un chorro de algo húmedo que me roció la cara e hizo que me encogiera.

Y luego silencio.

Permanecí inmóvil un instante, con el sonido fuerte y rápido de mi propia respiración en mis oídos, mientras hacía un esfuerzo por escuchar el ruido que temía que estuviera por llegar: el de unos cuerpos que chocaban con los adoquines de la calle, tres pisos más abajo. Pero no había nada más que aquel terrible silencio.

Los nervios me fallaron. Corrí hacia la puerta de la azotea y me arrojé al interior de la casa, gritando.